Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 10
—¿Lo introdujo usted en los negocios?
—¡Introducirlo! Yo lo hice un hombre de negocios.
—Ah.
—Lo saqué de la nada, directamente del arroyo. Me di cuenta enseguida de que era un joven con buena apariencia y aires de señor, y cuando me dijo que había estado en Oggsford supe que podía serme muy útil. Le aconsejé que se afiliara a la Legión Americana, donde estaba muy bien considerado. Hizo entonces un trabajo para uno de mis clientes, en Albany. Estábamos así de unidos —levantó dos dedos bulbosos—, siempre juntos.
Me pregunté si aquella sociedad habría incluido la operación de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.
—Y ahora está muerto —dijo al cabo de unos segundos—. Usted era su amigo más íntimo, así que sé que quiere que vaya al funeral esta tarde. Me gustaría ir.
—Muy bien, entonces venga.
Los pelos de sus orificios nasales vibraron ligeramente y, mientras decía no con la cabeza, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No puedo… No puedo mezclarme en eso —dijo.
—No hay nada en lo que mezclarse. Ya todo ha terminado.
—Cuando matan a un hombre, no me gusta mezclarme. Me mantengo al margen. Cuando era joven, era distinto: si moría un amigo, y no importa cómo, seguía a su lado hasta el final. Quizá le parezca sentimental, pero hablo en serio: hasta el final, por amargo que fuera.
Vi que, por alguna razón particular, había decidido no asistir al funeral, así que me puse de pie.
—¿Ha ido usted a la universidad? —preguntó de improviso.
Por un momento pensé que iba a proponerme una «coneggsión», pero se limitó a asentir y estrecharme la mano.
—Tenemos que aprender a demostrarle nuestra amistad a un hombre cuando está vivo y no después de muerto —sugirió—. Después mi regla es no mover las cosas.
Cuando salí del despacho el cielo se había oscurecido y lloviznaba al llegar a West Egg. Me cambié de ropa, me acerqué a la casa vecina y encontré a mister Gatz paseando por el vestíbulo, emocionado. El orgullo por su hijo y las posesiones de su hijo no había dejado de crecer y quería enseñarme algo.
—Jimmy me mandó esta foto —sacó la billetera con dedos temblorosos—. Mire.
Era una fotografía de la casa, rota por las esquinas y sucia de muchas manos. Me señaló cada detalle con fervor. «¡Mire esto!», y buscaba admiración en mis ojos. La había enseñado tantas veces que creo que para él era más real que la casa misma.
—Me la mandó Jimmy. Creo que es una foto muy buena. Sale todo muy bien.
—Sí, muy bien. ¿Había visto a su hijo últimamente?
—Fue a verme hace dos años y me compró la casa donde vivo ahora. Nos dejó destrozados cuando se escapó de casa, pero ahora veo que tenía motivos para hacerlo. Sabía que tenía un gran futuro por delante. Y en cuanto empezó a tener éxito fue muy generoso conmigo.
Parecía resistirse a guardar la foto y me dejó verla unos segundos más. Luego se guardó la billetera y se sacó del bolsillo un ejemplar muy viejo, mugriento y desencuadernado, de un libro llamado Hopalong Cassidy.
—Mire, este libro era suyo, de cuando era un chiquillo. Ahora verá.
Lo abrió por el final y le dio la vuelta para que yo pudiera verlo. En la hoja de guarda habían escrito con letra de imprenta la palabra HORARIO y la fecha, 12 de septiembre de 1906. Y debajo:
Levantarse: 6.00
Gimnasia y pesas: 6.15-6.30
Estudiar electricidad, etc: 7.15-8.15
Trabajo: 8.30-16.30
Béisbol y deportes: 16.30-17.00
Ejercicios prácticos de elocuencia y saber estar: 17.00-18.00
Estudio de inventos útiles: 19.00-21.00
PROPÓSITOS GENERALES
No perder el tiempo en Shafters o (nombre ilegible)
Dejar de fumar y de masticar chicle
Baño un día sí y otro no
Leer una revista o un libro provechosos a la semana
Ahorrar 5 dólares 3 dólares a la semana
Portarme mejor con mis padres
—Encontré este libro por casualidad —dijo el anciano—. ¿No es revelador?
—Es revelador.
—Jimmy estaba destinado a triunfar. Siempre se estaba proponiendo cosas por el estilo. ¿Se da cuenta de cómo se preocupaba de cultivar su inteligencia? En eso era ejemplar. Una vez me dijo que yo comía como un cerdo y le pegué.
Se resistía a cerrar el libro, leía cada línea en voz alta y me miraba con ansiedad. Creo que incluso esperaba que copiara la lista para mi propio uso.
Poco antes de las tres el ministro luterano llegó de Flushing, y empecé a mirar involuntariamente por las ventanas para ver si aparecían más coches. El padre de Gatsby hacía lo mismo. Y, conforme pasaba el tiempo, cuando los criados esperaban ya en el vestíbulo, empezó a parpadear nerviosamente y a hablar de la lluvia con preocupación e incertidumbre. El ministro miró un par de veces su reloj, así que lo llevé aparte y le pedí que esperara media hora. Pero fue inútil. No vino nadie.
A eso de las cinco nuestra procesión de tres coches llegó al cementerio y se detuvo a la entrada bajo una llovizna persistente: primero el coche fúnebre, horriblemente negro y mojado, luego mister Gatz, el ministro y yo en la limusina, y muy poco después, en la furgoneta de Gatsby, cuatro o cinco criados y el cartero de West Egg, todos empapados hasta los huesos. Cuando entrábamos en el cementerio oí que un coche se paraba y el sonido de alguien que chapoteaba en el suelo mojado detrás de nosotros. Me volví a mirar. Era el hombre con gafas como ojos de búho a quien descubrí una noche, hacía tres meses, maravillado ante los libros de la biblioteca de Gatsby.
No lo había visto desde entonces. No sé cómo se enteró del entierro, ni siquiera sé su nombre. La lluvia corría por sus gafas, muy gruesas, y él se las quitó y las secó para ver cómo levantaban la lona que protegía la tumba de Gatsby.
Intenté pensar en Gatsby un instante, pero ya estaba demasiado lejos, y lo único que pude recordar, sin resentimiento, fue que Daisy no había mandado ni un mensaje ni una sola flor. Apenas si oí vagamente un murmullo: «Bienaventurados los muertos sobre los que cae la lluvia». Y el hombre de los ojos de búho contestó con fuerza: «Amén».
Volvimos deprisa a los coches, bajo la lluvia. Ojos de Búho habló conmigo en la puerta:
—No he podido ir a la casa.
—No ha podido ir nadie.
—¡No me diga! —estalló—. ¡Dios mío! Iban a cientos.
Se quitó las gafas y volvió a limpiarlas, por dentro y por fuera.
—El pobre hijo de puta —dijo.
Uno de mis recuerdos más vivos es la vuelta al Oeste desde el colegio y, luego, desde la universidad en navidades.
Los que seguían viaje más allá de Chicago se reunían en la vieja Union Station a la seis de una tarde de diciembre con algunos amigos de Chicago que, sumergidos ya en la alegría de las fiestas, acudían a despedirlos. Recuerdo los abrigos de piel de las chicas que volvían del colegio de miss Tal o miss Cual, y las charlas entre el vaho helado de la respiración, y las manos que se levantaban a saludar cuando veíamos a viejos amigos, y cómo comparábamos nuestras listas de invitaciones, «¿Vas a la fiesta de los Ordway, de los Hersey, de los Schultz?». Y los billetes del tren, alargados y verdes, bien apretados en las manos enguantadas. Y, por fin, en la vía, cerca de la entrada, los lóbregos vagones de la línea Chicago, Milwaukee y Saint Paul, que nos parecían alegres como las mismas navidades.
Cuando nos adentrábamos en la noche de invierno y la verdadera nieve, nuestra nieve, empezaba a extenderse por todos lados y a titilar y estrellarse contra las ventanas del tren, y pasaban las luces mortecinas de las pequeñas estaciones de Wisconsin, el aire se endurecía de pronto, afilado y cortante. Lo aspirábamos profundamente cuando volvíamos de cenar a través de las plataformas heladas, inconcebiblemente conscientes durante una hora extraordinaria de nuestra identificación con el país, antes de unirnos y confundirnos de nuevo con él.
Ése era mi Medio Oeste, no el trigo ni las praderas ni los perdidos pueblos de los suecos, sino los emocionantes trenes de mi juventud en los que regresaba, y las farolas de la calle y las campanillas de los trineos en la oscuridad escarchada y las sombras de las coronas de acebo que las ventanas iluminadas proyectaban sobre la nieve. Formo parte de ese mundo, un poco solemne por la sensación de aquellos largos inviernos, un poco orgulloso por haber crecido en la casa de los Carraway, en una ciudad en la que las casas todavía son conocidas durante décadas por el nombre de la familia propietaria. Ahora comprendo que, al fin y al cabo, esta historia ha sido una historia del Oeste: Tom y Gatsby, Daisy y Jordan y yo somos del Oeste, y quizá suframos en común alguna deficiencia que nos hace sutilmente inadaptables a la vida en el Este.
Incluso cuando el Este me impresionaba más, incluso cuando era más consciente de su superioridad sobre las aburridas, desangeladas y abotargadas ciudades de más allá de Ohio, con su inquisitivo e inacabable fisgoneo del que sólo se libran los niños y los muy ancianos, incluso entonces tenía para mí el Este una nota de distorsión. West Egg, especialmente, sigue apareciendo en mis sueños más fantásticos. Lo veo como una escena nocturna pintada por el Greco: un centenar de casas, a la vez convencionales y grotescas, encogidas bajo un cielo hosco y agobiante y una luna sin lustre. En primer plano, cuatro hombres solemnes, vestidos de etiqueta, van por la acera con una camilla en la que yace una mujer borracha y en traje de noche. La mano, que cuelga a un lado, centellea enjoyada y fría. Muy serios, los hombres entran en una casa, una casa equivocada. Pero nadie sabe el nombre de la mujer, ni a nadie le importa.
Después de la muerte de Gatsby el Este me parecía hechizado, distorsionado, sin que mis ojos pudieran corregirlo. Así que, cuando el humo de las hojas secas flotaba ya en el aire y la ropa húmeda empezó a congelarse en los tendederos al soplo del viento, decidí volver a casa.
Había algo que tenía que hacer antes de irme, algo desagradable y embarazoso que probablemente hubiera sido mejor no hacer. Pero quería dejarlo todo en orden y no confiar en que el mar indiferente y diligente se llevara mi basura. Vi a Jordan Baker y hablé de lo que había pasado entre nosotros, y de lo que después me había pasado a mí, y ella me escuchó, muy quieta, en un gran sillón.
Iba vestida de golfista, y me acuerdo de que pensé que parecía una buena foto para una revista ilustrada, con el mentón graciosamente levantado, el pelo color de hoja en otoño y la cara del mismo tono tostado que el guante sin dedos que descansaba en su rodilla. Cuando acabé, me dijo sin más comentarios que se había comprometido con otro. No me lo creí del todo, aunque había varios con los que podría haberse casado con un simple gesto de asentimiento, pero fingí sorpresa. Por un momento me pregunté si no me estaría equivocando, luego volví a pensarlo todo rápidamente y me levanté para despedirme.
—Pero fuiste tú el que me dejó —dijo Jordan de improviso—. Me dejaste por teléfono. Ya no me importas lo más mínimo, pero aquello fue para mí una nueva experiencia, y durante un tiempo me sentí un poco desorientada.
Nos estrechamos la mano.
—Ah, ¿te acuerdas —añadió— de una conversación que tuvimos una vez sobre conducir un coche?
—No, no me acuerdo.
—¿No dijiste que un mal conductor sólo está seguro hasta que se encuentra con otro mal conductor? Bueno, pues yo me encontré con otro mal conductor, ¿no? Quiero decir que, si me equivoqué tanto, fue por mi propio descuido. Creía que eras una persona bastante honesta y sincera. Creía que ése era tu orgullo secreto.
—Tengo treinta años —dije—. He rebasado en cinco años la edad de mentirme a mí mismo y llamarle a eso honor.
No me contestó. Enfadado, medio enamorado de ella y tremendamente dolorido, di media vuelta y me fui.
Una tarde de finales de octubre vi a Tom Buchanan. Iba andando delante de mí por la Quinta Avenida, alerta y agresivo como siempre, las manos ligeramente separadas del cuerpo como para defenderse de cualquier intromisión, y moviendo bruscamente la cabeza al ritmo de sus ojos inquietos. En el momento en que reduje el paso para evitar adelantarlo, se paró a mirar, arrugando la frente, el escaparate de una joyería. Entonces me vio y retrocedió, tendiéndome la mano.
—¿Qué pasa, Nick? ¿Te niegas a darme la mano?
—Sí. Sabes lo que pienso de ti.
—Estás loco, Nick —dijo—. Totalmente loco. No sé qué te pasa.
—Tom —pregunté—, ¿qué le dijiste a Wilson aquel día?
Me miró sin decir una palabra y supe que no me había equivocado a propósito de aquellas horas perdidas. Traté de dar media vuelta, pero me cogió del brazo.
—Le conté la verdad —dijo—. Se presentó en la puerta cuando estábamos a punto de irnos y, cuando mandé que le dijeran que no estábamos, intentó subir por la fuerza. Estaba lo suficientemente loco como para matarme si no le hubiera dicho quién era el dueño del coche. En la casa no soltó ni un momento el revólver que llevaba en el bolsillo —se interrumpió, desafiante—. ¿Y qué si se lo dije? Ese individuo recibió lo que se merecía. Te cegó igual que cegó a Daisy, pero era peligroso. Atropelló a Myrtle como quien atropella a un perro, y ni siquiera se paró.
No había nada que yo pudiera responderle, salvo lo indecible: que no era verdad.
—Y si crees que no he tenido mi parte de sufrimiento… Mira, cuando fui a dejar el apartamento y vi la maldita caja de galletas para perros en el aparador, me senté y lloré como un niño, Dios mío, fue terrible…
No podía perdonarlo ni demostrarle simpatía, pero entendí que, para él, lo que había hecho estaba completamente justificado. Sólo era desconsideración y confusión: Tom y Daisy eran personas desconsideradas. Destrozaban cosas y personas y luego se refugiaban detrás de su dinero o de su inmensa desconsideración, o de lo que los unía, fuera lo que fuera, y dejaban que otros limpiaran la suciedad que ellos dejaban…
Le di la mano; parecía absurdo no hacerlo, porque de repente fue como si estuviera hablando con un niño. Luego entró en la joyería a comprar un collar de perlas —o quizá unos gemelos—, libre para siempre de mis remilgos provincianos.
La casa de Gatsby seguía vacía cuando me fui: su césped había crecido tanto como el mío. Uno de los taxistas del pueblo nunca pasaba ante la entrada sin detenerse un momento para señalarle a sus pasajeros la casa; puede que fuera el que llevó a Daisy y Gatsby a East Egg la noche del accidente, y quizá había inventado su propia historia sobre el caso. Yo no quería oírla y lo evitaba cuando me bajaba del tren.
Pasaba en Nueva York las noches de los sábados porque seguían tan vivas en mí aquellas fiestas deslumbrantes que aún oía la música y las risas, desmayadas y sin fin, que llegaban de los jardines de la casa, y los coches que subían y bajaban por el camino de entrada. Una noche oí un coche de verdad, y vi cómo la luz de los faros iluminaba la escalinata. Pero no investigué. Debía de ser algún invitado rezagado que había estado en el confín de la tierra y no sabía que había terminado la fiesta.
La última noche, después de hacer el equipaje y de venderle el coche al dueño de la tienda de comestibles, me acerqué a ver otra vez aquel extraordinario e incoherente desastre de casa. En los peldaños blancos una palabra obscena, garabateada por algún chico con un trozo de ladrillo, resaltaba con claridad a la luz de la luna, y la borré, frotando la piedra con el zapato. Luego bajé dando un paseo a la playa y me tumbé en la arena.
La mayoría de las casas grandes de la playa estaban ya cerradas y apenas si se veía una luz que no fuera el resplandor móvil y nublado de algún transbordador que cruzaba el estrecho. Y, a medida que la luna cobraba altura, las casas, insustanciales, empezaron a desvanecerse y poco a poco tomé conciencia de la vieja isla que, allí mismo, había florecido ante los ojos de unos cuantos marinos holandeses: un pecho del nuevo mundo, verde y joven. Árboles desaparecidos, los árboles que cederían su sitio a la casa de Gatsby, provocaron una vez con sus susurros el último y más grande de los sueños humanos: durante un instante encantado y efímero el hombre tuvo que contener la respiración en presencia de este continente, obligado a una contemplación estética que no entendía ni deseaba, frente a frente por última vez en la historia con algo proporcional a su capacidad de asombro.
Y, allí, pensando en el viejo mundo desconocido, me acordé del asombro de Gatsby cuando descubrió la luz verde al final del embarcadero de Daisy. Había hecho un largo camino hasta aquel césped azul y su sueño debió de parecerle tan cercano que difícilmente podía escapársele. No sabía que ya lo había dejado atrás, en algún sitio, más allá de la ciudad, en la vasta tiniebla, donde los oscuros campos de la república se extienden en la noche.
Gatsby creía en la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros. Se nos escapa ahora, pero no importa, mañana correremos más, alargaremos más los brazos y llegarán más lejos… Y una buena mañana…
Así seguimos, golpeándonos, barcas contracorriente, devueltos sin cesar al pasado.
FIN
Frankenstein; o El Moderno Prometeo
Por
Mary Shelley
VOLUMEN I
CARTA I
A la señora SAVILLE, Inglaterra.
San Petersburgo, 11 de diciembre de 17**
Te alegrará saber que no ha ocurrido ningún percance al principio de una aventura que siempre consideraste cargada de malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera tarea es asegurarle a mi querida hermana que me hallo perfectamente y que tengo una gran confianza en el éxito de mi empresa.
Me encuentro ya muy al norte de Londres y, mientras camino por las calles de Petersburgo, siento la brisa helada norteña que fortalece mi espíritu y me llena de gozo. ¿Comprendes este sentimiento? Esta brisa, que llega desde las regiones hacia las que me dirijo, me trae un presagio de aquellos territorios helados. Animadas por ese viento cargado de promesas, mis ensoñaciones se tornan más apasionadas y vívidas. En vano intento convencerme de que el Polo es el reino del hielo y la desolación: siempre se presenta a mi imaginación como la región de la belleza y del placer. Allí, Margaret, el sol siempre permanece visible, con su enorme disco bordeando el horizonte y esparciendo un eterno resplandor. Allí —porque, con tu permiso, hermana mía, debo depositar alguna confianza en los navegantes que me precedieron—, allí la nieve y el hielo se desvanecen y, navegando sobre un mar en calma, el navío se puede deslizar suavemente hasta una tierra que supera en maravillas y belleza a todas las regiones descubiertas hasta hoy en el mundo habitado. Puede que sus paisajes y sus características sean incomparables, como ocurre en efecto con los fenómenos de los cuerpos celestes en estas soledades ignotas. ¿Qué no podremos esperar de unas tierras que gozan de luz eterna? Allí podré descubrir la maravillosa fuerza que atrae la aguja de la brújula, y podré comprobar miles de observaciones celestes que precisan solo que se lleve a cabo este viaje para conseguir que todas sus aparentes contradicciones adquieran coherencia para siempre. Saciaré mi ardiente curiosidad cuando vea esa parte del mundo que nadie visitó jamás antes y cuando pise una tierra que no fue hollada jamás por el pie del hombre. Esos son mis motivos y son suficientes para aplacar cualquier temor ante los peligros o la muerte, y para obligarme a emprender este penoso viaje con la alegría de un muchacho que sube a un pequeño bote, con sus compañeros de juegos, con la intención de emprender una expedición para descubrir las fuentes del río de su pueblo. Pero, aun suponiendo que todas esas conjeturas sean falsas, no podrás negar el inestimable beneficio que aportaré a toda la humanidad, hasta la última generación, con el descubrimiento de una ruta cerca del Polo que conduzca hacia esas regiones para llegar a las cuales, en la actualidad, se precisan varios meses; o con el descubrimiento del secreto del imán, lo cual, si es que es posible, solo puede llevarse a cabo mediante una empresa como la mía.
Estas reflexiones han mitigado el nerviosismo con el que comencé mi carta, y siento que mi corazón arde ahora con un entusiasmo que me eleva al cielo, porque nada contribuye tanto a tranquilizar el espíritu como un propósito firme: un punto en el cual el alma pueda fijar su mirada intelectual. Esta expedición fue mi sueño más querido desde que era muy joven. Leí con fruición las narraciones de los distintos viajes que se habían realizado con la idea de alcanzar el norte del océano Pacífico a través de los mares que rodean el Polo. Seguramente recuerdes que la biblioteca de nuestro buen tío Thomas se reducía a una historia de todos los viajes realizados con intención de descubrir nuevas tierras. Mi educación fue descuidada, aunque siempre me apasionó la lectura. Aquellos libros fueron mi estudio día y noche, y a medida que los conocía mejor, aumentaba el pesar que sentí cuando, siendo un niño, supe que la última voluntad de mi padre prohibía a mi tío que me permitiera embarcar y abrazar la vida de marino.
Esos fantasmas desaparecieron cuando, por vez primera, leí con detenimiento a aquellos poetas cuyas efusiones capturaron mi alma y la elevaron al cielo. Yo mismo me convertí también en poeta y durante un año viví en un Paraíso de mi propia invención; imaginaba que yo también podría ocupar un lugar en el templo donde se veneran los nombres de Homero y Shakespeare. Tú sabes bien cómo fracasé y cuán duro fue para mí aquel desengaño. Pero precisamente por aquel entonces recibí la herencia de mi primo y mis pensamientos regresaron al cauce que habían seguido hasta entonces.
Ya han pasado seis años desde que decidí llevar a cabo esta empresa. Incluso ahora puedo recordar la hora en la cual decidí emprender esta aventura. Empecé por someter mi cuerpo a las penalidades. Acompañé a los balleneros en varias expediciones al Mar del Norte, y voluntariamente sufrí el frío, el hambre, la sed y la falta de sueño; durante el día, a menudo trabajé más duro que el resto de los marineros, y dediqué mis noches al estudio de las matemáticas, la teoría de la medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas de las cuales un marino aventurero podría obtener gran utilidad práctica. En dos ocasiones me enrolé como suboficial en un ballenero groenlandés, y me desenvolví bastante bien. Debo reconocer que me sentí un poco orgulloso cuando el capitán me ofreció ser el segundo de a bordo en el barco y me pidió muy encarecidamente que me quedara con él, pues consideraba que mis servicios le eran muy útiles.
Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco protagonizar una gran empresa? Mi vida podría haber transcurrido entre lujos y comodidades, pero he preferido la gloria a cualquier otra tentación que las riquezas pudieran ponerme en mi camino. ¡Oh, ojalá que algunas palabras de ánimo me confirmaran que es posible! Mi valor y mi decisión son firmes, pero mi esperanza a veces duda y mi ánimo con frecuencia decae. Estoy a punto de emprender un viaje largo y difícil; y los peligros del mismo exigirán que mantenga toda mi fortaleza: no solo se me pedirá que eleve el ánimo de los demás, sino que me veré obligado a sostener mi propio espíritu cuando el de los demás desfallezca.
Esta es la época más favorable para viajar en Rusia. Los habitantes de esta parte se deslizan con rapidez con sus trineos sobre la nieve; el desplazamiento es muy agradable y, en mi opinión, mucho más placentero que los viajes en las diligencias inglesas. El frío no es excesivo, especialmente si vas envuelto en pieles, una indumentaria que no he tardado en adoptar, porque hay una gran diferencia entre andar caminando por cubierta y quedarse sentado sin hacer nada durante horas, cuando la falta de movilidad provoca que la sangre se te congele prácticamente en las venas. No tengo ninguna intención de perder la vida en el camino que va desde San Petersburgo a Arkangel.
Partiré hacia esta última ciudad dentro de quince días o tres semanas, y mi intención es fletar un barco allí, lo cual podrá hacerse fácilmente si le pago el seguro al propietario, y contratar a tantos marineros como considere necesarios entre aquellos que estén acostumbrados a la caza de ballenas. No tengo intención de hacerme a la mar hasta el mes de junio…, ¿y cuándo regresaré? ¡Ah, mi querida hermana! ¿Cómo puedo responder a esa pregunta? Si tengo éxito, transcurrirán muchos, muchos meses, quizá años, antes de que podamos encontrarnos de nuevo. Si fracaso, me verás pronto… o nunca.
Adiós, mi querida, mi buena Margaret. Que el Cielo derrame todas las bendiciones sobre ti, y me proteja a mí, para que pueda ahora y siempre demostrarte mi gratitud por todo tu cariño y tu bondad.
Tu afectuoso hermano,
R. WALTON.
CARTA II
A la señora SAVILLE, Inglaterra.
Arkangel, 28 de marzo de 17**
¡Qué despacio pasa el tiempo aquí, atrapado como estoy por el hielo y la nieve…! He dado un paso más para llevar a cabo mi proyecto. Ya he alquilado un barco y me estoy ocupando ahora de reunir a la tripulación; los que ya he contratado parecen ser hombres de los que uno se puede fiar y, desde luego, parecen intrépidos y valientes.
Pero hay una cosa que aún no me ha sido posible conseguir, y siento esa carencia como una verdadera desgracia. No tengo ningún amigo, Margaret: cuando esté radiante con el entusiasmo de mi éxito, no habrá nadie que comparta mi alegría; y si me asalta la tristeza, nadie intentará consolarme en la amargura. Puedo plasmar mis pensamientos en el papel, es cierto; pero ese me parece un modo muy pobre de comunicar mis sentimientos. Me gustaría contar con la compañía de un hombre que me pudiera comprender, cuya mirada contestara a la mía. Puedes acusarme de ser un romántico, mi querida hermana, pero siento amargamente la necesidad de contar con un amigo. No tengo a nadie junto a mí que sea tranquilo pero valiente, que posea un espíritu cultivado y, al tiempo, de mente abierta, cuyos gustos se parezcan a los míos, para que apruebe o corrija mis planes. ¡Qué necesario sería un amigo así para enmendar los errores de tu pobre hermano…! Soy demasiado impulsivo en mis actos y demasiado impaciente ante las dificultades. Pero hay otra desgracia que me parece aún mayor, y es haberme educado yo solo: durante los primeros catorce años de mi vida nadie me puso normas y no leí nada salvo los libros de viajes del tío Thomas. A esa edad empecé a conocer a los poetas más celebrados de nuestra patria; pero solo cuando ya no podía obtener los mejores frutos de tal decisión, comprendí la necesidad de aprender otras lenguas distintas a las de mi país natal. Ahora tengo veintiocho años y en realidad soy más ignorante que un estudiante de quince. Es cierto que he reflexionado más, y que mis sueños son más ambiciosos y grandiosos, pero, como dicen los pintores, necesitan armonía: y por eso me hace mucha falta un amigo que tenga el suficiente juicio para no despreciarme como romántico y el suficiente cariño hacia mí como para intentar ordenar mis pensamientos.
En fin, son lamentaciones inútiles; con toda seguridad no encontraré a ningún amigo en esos inmensos océanos, ni siquiera aquí, en Arkangel, entre los marineros y los pescadores. Sin embargo, incluso en esos rudos pechos laten algunos sentimientos, ajenos a lo peor de la naturaleza humana. Mi lugarteniente, por ejemplo, es un hombre de extraordinario valor y arrojo; y tiene un enloquecido deseo de gloria. Es inglés y, a pesar de todos sus prejuicios nacionales y profesionales, que no se han pulido con la educación, aún conserva algo de las cualidades humanas más nobles. Lo conocí a bordo de un barco ballenero; y cuando supe que se encontraba sin trabajo en esta ciudad, de inmediato lo contraté para que me ayudara en mi aventura.
El primer oficial es una persona de una disposición excelente y en el barco se le aprecia por su amabilidad y su flexibilidad en cuanto a la disciplina. De hecho, es de una naturaleza tan afable que no sale a cazar (el entretenimiento más común aquí, y a menudo, el único) solo porque no soporta ver cómo se derrama sangre inútilmente. Además, es de una generosidad casi heroica. Hace algunos años estuvo enamorado de una joven señorita rusa de mediana fortuna, y como mi oficial había amasado una considerable suma por sus buenos oficios, el padre de la muchacha consintió que se casaran. Antes de la ceremonia vio una vez a su prometida y ella, anegada en lágrimas, y arrojándose a sus pies, le suplicó que la perdonara, confesando al mismo tiempo que amaba a otro, pero que era pobre y que su padre nunca consentiría ese matrimonio. Mi generoso amigo consoló a la suplicante joven y, tras informarse del nombre de su amante, de inmediato partió en su busca. Ya había comprado una granja con su dinero, y había pensado que allí pasaría el resto de su vida, pero se la entregó a su rival, junto con el resto de sus ahorros para que pudiera comprar algún ganado, y luego él mismo le pidió al padre de la muchacha que consintiera el matrimonio con aquel joven. Pero el viejo se negó obstinadamente, diciendo que había comprometido su honor con mi amigo; este, viendo la inflexibilidad del padre, abandonó el país y no regresó hasta que no supo que su antigua novia se había casado con el joven a quien verdaderamente amaba. «¡Qué hombre más noble!», pensarás. Y es cierto, pero después de aquello ha pasado toda su vida a bordo de un barco y apenas conoce otra cosa que no sean maromas y obenques.
Pero no creas que estoy dudando en mi decisión porque me queje un poco, o porque imagine un consuelo a mis penas que tal vez jamás llegue a conocer. Mi resolución es tan firme como el destino, y mi viaje solo se ha retrasado hasta que el tiempo permita que nos hagamos a la mar. El invierno ha sido horriblemente duro, pero la primavera promete ser mejor, e incluso se dice que se adelantará considerablemente; así que tal vez pueda zarpar antes de lo que esperaba. No haré nada precipitadamente; me conoces lo suficiente como para confiar en mi prudencia y reflexión, puesto que ha sido así siempre que la seguridad de otros se ha confiado a mi cuidado.