Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 1510
—Más tarde quizás…
Su esposa se levantó y pasó muy tiesa entre ellos hacia el tocador que estaba enfrente. Se la veía contener los sollozos por el movimiento del busto. Pero su dolor era callado. Cerró la puerta tras de sí. Al quedarse sola, daba golpes con los puños cerrados en el respaldo de una silla. Era como un animal herido. Aborrecía la muerte, estaba furiosa, encoraginada, indignada con la muerte, como si ésta fuese un ser viviente. Se negaba a entregar a la muerte a los que ésta quería. Le resultaba imposible aceptar que todo se disolviera entre las sombras y en la nada. Empezó a pasear arriba y abajo, sin preocuparse de detener las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. Después se sentó, pero sin resignarse, con una mirada acerada y rebelde en sus ojos cuando dejó de llorar.
En la habitación de al lado Wilfrid se explayaba con la señora Thornbury, puesto que allí no podía ser oído por su mujer.
—Esto es lo peor de lugares como éste —decía—. Hay quien se cree está en Londres y, claro, no es lo mismo. No me cabe la menor duda de que la señorita Vinrace cogió la infección en la misma ciudad. Por lo menos doce veces al día debió correr ese riesgo. Es absurdo decir que la cogió entre nosotros.
Si no estuviera sinceramente afectado habría resultado enojoso.
—Pepper me dijo —añadió— que había abandonado la casa porque encontró mucho desaseo en ella. Según él, nunca se preocupan de lavar las legumbres cuidadosamente. ¡Pobre gente! ¡Bien caro lo pagan! En todas partes sucede igual. La gente se olvida de que estas cosas ocurren con frecuencia y luego se sorprenden si les sobreviene una desgracia.
La señora Thornbury le daba al señor Flushing la razón en todo, y después de hablar un poco de cosas indiferentes, se fue con tristeza hacia su habitación. «Tenía que haber una razón para que estas cosas ocurrieran», pensaba para sí, al cerrar la puerta. Era tan extraño, tan increíble. Solo hacía tres semanas, solo quince días que había visto a Rachel; al cerrar los ojos, le parecía verla de nuevo. La tímida y callada muchachita, que iba a casarse. Pensó en todo lo que había perdido, si se hubiese muerto a la edad de Rachel. Los hijos, su vida de casada.
Al mirar hacia atrás veía su vida día a día y año tras año. El entumecimiento que sintiera y que le hacía dificultoso hasta el pensar, iba poco a poco convirtiéndose en algo contrario. Pensaba muy aprisa y con gran claridad, repasando todas sus experiencias y probando a colocarlas en cierto orden. Había sin duda alguna mucho sufrimiento, mucha lucha, pero en conjunto había un balance favorable para la felicidad. Después de todo, lo peor no era el que muriese gente joven. Muchos se salvan, se conservan con una salud excelente. Además, la muerte —y ella pensaba entonces en los que de una manera imprevista habían muerto de corta edad— también es bella. Lo había visto así, en sueños, muchas veces.
Se acercó a su marido, echándole los brazos al cuello y besándolo con más intensidad que otras veces. Al sentarse los dos juntos, le acariciaba y daba palmaditas, preguntándole como si fuera un bebé. Un bebé grandón y quejumbroso que tenía que mimar. No le habló de la pobre muerta. ¿Qué tendría que estaba tan preocupado? ¿Política otra vez? Toda la mañana estuvo discutiendo sobre política con su marido, y llegó a interesarse en lo que hablaban. Pero de vez en cuando, lo que decía le parecía hueco, sin sentido. Al mediodía, a la hora de comer, se notó que los huéspedes iniciaban la marcha. Había menos cada día. Solo quedaban cuarenta, cuando pocos días antes pasaban de sesenta. Así lo comprobó la señora Paley al mirar a su alrededor, antes de sentarse a su mesa. Generalmente comía con ella el señor Perrot y además de Arthur y Susan, Evelyn les acompañaba aquel día. Advirtiendo en ella señales de llanto y adivinando el motivo, procuraban mantener la conversación sobre otro asunto. Ella los dejó hablar, y de repente sin probar siquiera la sopa, apoyó los brazos en la mesa y dijo con decisión:
—Yo no sé cómo estarán ustedes, pero yo no puedo pensar más que en ella.
Los caballeros murmuraron algo entre dientes y pusieron gesto grave. Susan replicó:
—Sí, es tremendo. Cuando piensa uno lo simpática y buena que era —y miró a Arthur como pidiéndole que continuara él.
—Fue una locura aquella excursión por el río —dijo moviendo la cabeza—. Debieron suponerlo. No se puede esperar que una inglesa resista los rigores como una nativa. Quise advertirles, aquella tarde cuando en la merienda lo decidieron. Pero ¿de qué hubiese servido?
La señora Paley, que tranquilamente tomaba su sopa, quiso saber de qué se trataba. Susan le dijo lo que era, pero siguió sin enterarse de nada. Arthur fue en su ayuda.
—La señorita Vinrace está muerta —dijo claramente. La sorda siguió sin entender.
—¿Eh?
—La señorita Vinrace está muerta —repitió, y solo por un supremo esfuerzo pudo contenerse y no romper a reír al pronunciar por tercera vez la misma frase.
No solo las palabras, sino los hechos en sí tardaban en penetrar en su conciencia. Parecía tener un peso en el cerebro que, sin perjudicarla, entorpecía toda su acción. Estuvo pensativa unos segundos, antes de comprender el significado de lo que Arthur había dicho.
—¿Muerta? —dijo con vaguedad—. ¿La señorita Vinrace muerta? Dios mío… es muy triste. Pero no recuerdo bien cuál era. Hemos hecho tantos conocimientos nuevos —miró a Susan para que la sacara de dudas—. ¿Una muchacha alta, morena, que casi era guapa, con subido color en las mejillas?
Susan intervino, pero tuvo que darse por vencida. ¿Para qué explicarle que la confundía con otra persona?
—No debiera de haberse muerto —continuó la señora—. Parecía saludable. Pero la gente se empeña en beber esta agua, y no me explico por qué. Es una cosa tan sencilla tener una botella de agua de Seltz en su cuarto. Es la única precaución que he tomado siempre, y he estado en todas partes y lugares del mundo. En Italia más de una docena de veces… pero los jóvenes siempre creen saber más, y pagan las consecuencias. Pobrecilla, lo siento por ella.
Y dedicó toda su atención a un plato de patatas, que tenía delante. Arthur y Susan deseaban que no se discutiera más aquel asunto. Pero Evelyn no era de la misma opinión. ¿Por qué la gente evitaba hablar de aquello?
—¡No creo que usted se preocupe de ello lo más mínimo! —dijo volviéndose intempestivamente hacia el señor Perrot, quien había estado en silencio desde el principio.
—¿Yo? ¡Oh, sí! ¡Ya lo creo que me preocupo! —contestó torpemente, pero con visible sinceridad. La pregunta de Evelyn le hizo sentirse a disgusto.
—Parece tan inexplicable —continuó Evelyn—, quiero decir, ¿por qué le tocó a ella y no a usted o a mí?
—Solo hace dos semanas que se encontraba aquí, como una de tantas —dijo el señor Perrot.
—¿Qué cree usted? —preguntó luego Evelyn—. ¿Cree que todo concluye para siempre, que no es más que un puro juego y que al morir nos deshacemos en la nada, o cree que ella continúa viviendo en algún sitio? Yo estoy completamente segura de que Rachel no ha muerto.
El señor Perrot hubiera querido contestar lo que Evelyn deseaba, sin duda, que dijera, pero la afirmación de que creía en la inmortalidad del alma era superior a sus fuerzas. Guardó silencio, pues, más arrugada su frente que de ordinario y haciendo migajas de su trozo de pan con objeto de que Evelyn soslayara su pregunta, Arthur, después de una pausa tan prolongada que equivalía enteramente a una intercepción, se desvió hacia un tema distinto por completo.
—Supongan —dijo— que un hombre les escribe para pedirles cinco libras con el pretexto de que conoció a alguno de sus abuelos respectivos, ¿qué harían? Verán; el caso es el siguiente: mi abuelo…
—Inventó un nuevo modelo de estufa —dijo Evelyn—, estoy enterada de todo eso. Nosotros teníamos una en el invernadero para que las flores estuvieran calientes.
—¡No sabía que fuera tan famoso! —contestó Arthur, y después, decidido a llegar hasta el fin de su relato, prosiguió—: Bien. El viejo, habiendo sido uno de los mejores inventores de su tiempo y buen conocedor de las leyes además, murió, como siempre sucede con personas así, sin testar: Ahora, Fielding, su escribiente, ignoro si asistido de verdadero derecho, reclama continuamente diciendo que él quiso dejarle algo en herencia. Yo he ido a verle alguna vez en Peuge, donde vive. El asunto es si yo estoy obligado a algo o no. ¿Qué considera usted, Perrot, que exige el espíritu de la justicia? Recuerde: yo no recibo beneficio alguno de la herencia de mi tío ni poseo medio alguno para comprobar la veracidad de semejante promesa.
—Yo no sé mucho acerca de ese espíritu abstracto de la justicia —dijo Susan, dirigiendo una sonrisa complaciente a los demás—; pero de lo que estoy segura es de que él obtendrá sus cinco libras.
Como el señor Perrot se puso a formular una opinión, y Evelyn insistió en que, como todo leguleyo, era muy tacaño, pensando más en la letra que en el espíritu, y la señora Paley solicitaba a cada momento que se la informase acerca de cuanto se estaba discutiendo, la comida discurrió sin intervalos de silencio, felicitándose Arthur por su acto al haber desviado la conversación primitiva.
Al dejar el comedor se cruzaron con los Elliot. Arthur y Susan felicitaron al marido por su restablecimiento. Estaba muy pálido y abatido y salía por vez primera.
El señor Perrot aprovechó la ocasión para hablar en privado a Evelyn:
—¿Podría bajar esta tarde al jardín, a esto de las tres y media? Yo estaré cerca de la fuente.
Se separaron antes de que ella pudiera contestar. Pero al dejarles en el vestíbulo miró a Perrot con interés, diciéndole:
—¿A las tres y media dijo? Bueno, perfectamente.
Fue hacia su cuarto, con la exaltación que aquellas escenas de emoción le proporcionaban siempre. Que Perrot iba de nuevo a declarársele era cosa segura y se daba cuenta de que debía contestarle definitivamente, puesto que se marchaba dentro de unos días. Pero tomar una decisión le era difícil. Odiaba hacer algo decisivo y terminante, le gustaba la inquietud. Se ocupó en sacar ropa y ponerla encima de la cama. Vio que algunas prendas estaban muy usadas. Tomó la fotografía de sus padres y antes de meterla en el baúl, la retuvo unos instantes en la mano. Rachel la había mirado. De pronto, la viva personalidad de ésta la encogió. Sintió como si estuviese a su lado. Poco a poco su presencia fue desapareciendo. Pero aquella momentánea sensación la dejó deprimida y fatigada. ¿Qué había hecho ella con su vida? ¿Qué futuro había ante ella? ¿Cuál era la fantasía y cuál la realidad? Todas aquellas declaraciones, intimidades y aventuras ¿eran verdades?, ¿o era el contento que vio en los rostros de Rachel y Susan más real que las sensaciones que ella percibía?
Se arregló maquinalmente, y al bajar fue animándose como otras veces; pero su inteligencia parecía no funcionar.
El señor Perrot la aguardaba paseando sin cesar, en un estado de aguda inquietud.
—Llego tarde, como siempre —exclamó ella como primer saludo, al verle—. Tiene que perdonarme… tuve que empaquetar cosas… ¡Dios mío! ¡Parece que el tiempo está tormentoso! ¿Hay otro barco en la bahía, no es así?
Miró al lugar indicado y vio que en aquel preciso momento un barco de vapor levaba anclas, rodeado de humo todavía.
—Señorita Murgatroyd —empezó él con su formalidad característica—. Le rogué que viniese por un motivo muy egoísta. Creo que no necesita usted que le asegure una vez más mis sentimientos, pero como nos deja tan pronto, siento que no podría separarme de usted sin preguntarle si puedo esperar a que usted, alguna vez, llegue a interesarse por mí —estaba muy pálido y parecía incapaz de poder decir nada más.
La inseguridad propia de su carácter volvió a aparecer en Evelyn.
—Claro que yo le aprecio —empezó—. Sería muy insensible si no sintiese. Creo que es usted uno de los hombres mejores que he conocido y uno de los más nobles también. Pero desearía… desearía que usted no me quisiese de esta forma. ¿Está usted seguro de que es así como lo siente? —deseaba con toda su alma que él dijese que no.
—Completamente seguro —dijo el señor Perrot.
—Yo no soy tan sencilla como son otras mujeres —continuó Evelyn—. Creo siempre desear más. No sé, con exactitud, cómo siento.
Él se sentaba a su lado, mirándola y sin decir palabra.
—Algunas veces creo que soy incapaz de sentir mucho cariño por una sola persona. Me lo imagino muy feliz con otra mujer, pero conmigo…
—Si usted cree que hay una pequeña esperanza de que pueda quererme, estoy dispuesto a esperar —dijo Perrot.
—Bien, entonces no hay prisa, ¿verdad? —comentó Evelyn—. Supongamos que yo lo meditase y le escribiera para cuando volviera. Me voy a Moscú, le escribiré desde allí.
Pero Perrot insistía.
—¿No me puede dar una idea? No pido siquiera una fecha… —calló, contemplando la arena del camino, y como ella no contestase en seguida, continuó—: Sé muy bien que yo no tengo mucho que ofrecerle, ni en mi persona ni en mi posición. Hasta que la encontré seguía mi vida tranquilo, junto con mi hermana, muy pacíficos, completamente satisfechos con nuestra suerte. Mi amistad con Arthur fue lo más sobresaliente de mi vida. Ahora que la conozco, todo ha cambiado. Usted pone tanta alma en todo. La vida parece tener tantas posibilidades que yo ni siquiera soñé.
—Eso es espléndido —exclamó Evelyn cogiéndole la mano—. Ahora regresará y empezará por hacerse un nombre en el mundo, y seguiremos siendo amigos. Pase lo que pase… seremos verdaderos amigos, ¿verdad?
Evelyn sollozó. El pobre, tomándola en sus brazos, la besó. Ella no se resintió, a pesar de causarle impresión.
—No veo por qué no se puede seguir siendo amigos, a pesar de lo que digan. La amistad es una de las cosas, que más valen en la vida.
Él la contemplaba con expresión angustiosa, como si no comprendiese lo que estaba diciendo. Con gran esfuerzo se puso de pie. Rehaciéndose, dijo:
—Ahora creo que ya le he dicho lo que siento. Solo puedo añadir que esperaré tanto como usted desee.
Ya sola, Evelyn se paseaba nerviosamente. ¿Qué era lo que tenía verdadera importancia? ¿Cuál era el significado de todo aquello?
XXVII
Todo el atardecer, las nubes se amontonaban hasta cerrarse por completo sobre el azul del cielo. Parecían estrechar el espacio entre éste y la tierra, hasta faltar sitio al aire para moverse libremente. Las olas también estaban en reposo y sin movimiento. Las hojas y arbustos se abrazaban estrechamente. Tan raras eran las luces y el silencio, que el murmullo incesante de las voces que llenaban el comedor en las horas de la comida sonaba extraño con largas pausas en las que se oía con más claridad el choque de los cubiertos contra los platos.
El primer trueno y las primeras gotas causaron sensación. «¡Ya viene!», dijeron simultáneamente en varias lenguas. Hubo entonces un profundo silencio.
La gente iniciaba su comida cuando una racha de viento fresco atravesó la ventana, levantando manteles y faldas. Un relámpago brilló, cegador, seguido del rugido de un trueno, encima mismo del hotel. La lluvia se oyó chasquear, e inmediatamente los ruidos propios de cerrar las ventanas y puertas con violencia. El viento parecía traer olas de obscuridad sobre toda la tierra. Nadie intentaba comer y estaban pendientes de lo que ocurría en el jardín. Los relámpagos les iluminaban, sorprendiéndoles en posturas poco naturales. El trueno seguía de cerca y cada vez con más violencia. Los camareros tenían que llamar la atención sobre los platos a los comensales y éstos a los camareros, por estar todos abstraídos en el desarrollo de la tormenta. Ésta crecía por momentos y aumentaban los relámpagos y truenos.
Un incierto malestar ocupó el lugar de la primera excitación. Acabando de comer aprisa, la gente se congregaba en el vestíbulo. Encontrábanse allí más seguros que en otro lugar. Podían apartarse de las ventanas y, a pesar de oír los truenos, no se apercibían de lo que ocurría afuera. A un pequeñín se lo tuvieron que llevar llorando en los brazos de su madre. Mientras duró la tormenta nadie pareció dispuesto a sentarse. Se reunieron en pequeños grupos bajo la claraboya del centro, donde, mirando de vez en cuando hacia la claridad amarillenta de arriba, las caras se ponían blancas a la luz de los relámpagos. Finalmente, un terrible trueno hizo vibrar los cristales de la claraboya, con el consiguiente sobresalto. La lluvia caía a cántaros y pareció extinguir los relámpagos y los truenos, dejando el vestíbulo casi completamente obscuras. Al cabo de unos minutos, cuando solo se oía el caer del agua sobre los cristales, el ruido disminuyó algo y la atmósfera se aclaró bastante. A un toque, todas las luces eléctricas se encendieron, revelando un amontonamiento de personas en pie, mirando con gestos forzados hacia la claraboya.
Al verse unos a otros bajo la luz artificial, se disolvieron rápidamente. La lluvia siguió sonando en los cristales, y los truenos volvieron a repetirse una o dos veces. Pero era evidente que la tempestad de aire se iba alejando de allí hacia alta mar. El edificio, que parecía tan frágil en el tumulto de la tormenta, adquirió de nuevo sus proporciones reales.
Conforme la tormenta se alejaba, iba la gente acomodándose; con cierto alivio, empezaron a contarse historias de otras tormentas. La mesa de juego se montó y el señor Elliot, que llevaba una bufanda en vez de cuello, como señal de convalecencia, pero estaba poco más o menos como siempre, apostó a Pepper para una contienda final. Alrededor de ellos se agruparon varias señoras con distintas labores. Otras sacaron sus novelas y echaban ojeadas al curso del juego, como si estuvieran al cargo de dos pequeños. Miraban al tablero y daban su opinión.
La señora Paley tenía sus cartas en orden ante ella. De vez en cuando, un gran moscón grisáceo, de cuerpo brillante, zumbaba por encima de las cabezas, y se estrellaba después contra las lámparas. Una joven dejó su labor y exclamó:
—¡Pobre bicho! Sería mejor matarle.
Pero nadie se tomó la molestia de hacerlo. Veían cómo se estrellaba de lámpara en lámpara, pero nada más.
En el sofá, junto a los jugadores, la señora Elliot le enseñaba un punto de media nuevo a la señora Thornbury. Sus cabezas se unían y solo las separaba la gorrita de encajes finos que esta última se ponía por las noches. En su punto la señora Elliot era una experta y recibía los cumplidos con evidente orgullo.
—Supongo que todos nos preciamos de algo —dijo-y yo lo estoy de mi punto. Creo que viene ya de familia. Todos hacemos el punto bien. Tuve un tío que se hacía a punto sus calcetines hasta el día de su muerte, y lo hacía mejor que sus propias hijas; ¡querido viejecito! Su voz bajó al tono suave y satisfecho de toda experta en labores. Las palabras salían claras una a una.
—En tanto que yo pueda hacer algo, creeré que no estoy malgastando mi tiempo.
La señorita Allan, a quien se dirigía la frase, cerró su novela y observó a los otros plácidamente. No se tomó el trabajo de contradecirla. Arthur, que se paseaba, parándose unas veces ante los jugadores y otras ojeando alguna revista, miró a la señorita Allan, que daba sus cabezaditas, y dijo tomándola a broma:
—Un penique por sus pensamientos, señorita Allan.
Los demás miraron hacia él, alegrándose de que no se dirigiera a ellos. La señorita Allan replicó sin titubear:
—Pensaba en mi tío imaginario. ¿No tienen todos un tío así? —continuó—. Yo tengo uno —un delicioso viejecito—. Siempre me está regalando cosas. Algunas veces es un reloj de oro; otras es un carruaje con caballos, y… una preciosa y linda casita en el New Forest. Otras veces… un billete para visitar el lugar que más deseo ver.
Eso les dio a todos la idea de meditar vagamente en las cosas que más deseaban. La señora Elliot sabía exactamente cuál era su mayor deseo. Quería una criaturita; y el fruncimiento de su entrecejo se acentuó más profundamente.
—Tenemos tanta suerte nosotros —dijo mirando a su marido—, que no tenemos ningún deseo.
Era lo que solía decir, en parte para convencerse ella misma y también para convencer a los demás. Pero se evitó comprobar hasta qué punto convencía, por la aparición de los Flushing, que pasaron por el vestíbulo, deteniéndose ante la mesita de juego.
La señora Flushing estaba más agitada que nunca. Un gran mechón de pelo negro caía sobre su frente, sus mejillas estaban de un rojo subido y gotas de lluvia resbalaban por su rostro. El señor Flushing explicó que habían estado en el tejado, contemplando la tormenta.
—Era un espectáculo maravilloso —dijo—. Los relámpagos iban derechos hacia el mar, iluminando las olas y los barcos desde muy lejos. Pueden figurarse la maravilla de las montañas con las luces sobre ellas y las grandes masas de sombras. Todo terminó ya.
Se escurrió en un sillón, interesándose en la fase final del juego.
—¿Y ustedes regresan mañana? —dijo la señora Thornbury, mirando a la señora Flushing.
—Sí —replicó ésta.
—Yo, desde luego, no lo siento —dijo la señora Elliot adoptando un aire tristón— después de tantas enfermedades.
—¿Tiene usted miedo a morirse? —preguntó desdeñosamente la señora Flushing.
—Creo que a todos nos inspira cierto temor —dijo con dignidad la señora Elliot.
—Supongo que todos somos cobardes cuando llega el momento —observó la señora Flushing, restregándose la mejilla en el dorso de un sillón—. Estoy segura de que yo lo soy.
—Nada de eso —intervino el señor Flushing, volviéndose, pues Pepper tardaba mucho antes de realizar su jugada—. No es cobarde el deseo de vivir, Alice. Es el reverso de lo cobarde. Personalmente, me gustaría vivir hasta los cien años; por supuesto que conservando el uso completo de todas mis facultades. Piensa en todo lo que tiene forzosamente que suceder.
—Eso es justamente lo que yo siento —se unió la señora Thornbury—. Los cambios, los inventos, la belleza… Siento algunas veces que debe ser insoportable morir y cesar de ver tanta belleza como nos rodea.
—Sería muy soso morirse antes de descubrir si existe la vida en Marte —añadió la señorita Allan.
—¿Cree usted que en Marte existe la vida? —preguntó vivamente interesada la señora Flushing, volviéndose hacia ella por primera vez. ¿Quién le ha dicho a usted eso? Conoce usted a un hombre llamado…
La señora Thornbury dejó a un lado su labor, y con una mirada de extrema solicitud dijo quedamente:
—Ahí está el señor Hirst.
John acababa de entrar por la puerta giratoria. Se le veía muy ajetreado por el viento. Sus mejillas estaban terriblemente pálidas, sin afeitar y muy hundidas. Después de quitarse el abrigo, pensó atravesar el vestíbulo para ir derechamente hacia su dormitorio; pero no le fue posible ignorar la presencia de tantas personas conocidas, especialmente la señora Thornbury, que, levantándose, se dirigía hacia él.
La habitación acogedora, caldeada e iluminada, unido a la visión de tantas personas reunidas a placer, en contraste a la caminata en la obscura y lluviosa noche, después de la tensión de los últimos días de dolor y horror, le vencieron completamente. Miraba a la señora Thornbury y no podía hablar. Todos quedaron en silencio. El señor Pepper, sin terminar la jugada. La señora Thornbury le hizo sentar en un sillón, colocándose a su lado, y con los ojos arrasados en lágrimas, le dijo:
—Ha hecho usted cuanto se puede hacer por un amigo.
Su acción pareció dar ocasión a que todo se reanudara, como si no se hubiesen interrumpido. Siguió la conversación y prosiguió el juego.
—Todo fue inútil —dijo John, hablando muy despacio—. Parece imposible.
Se llevó las manos a los ojos, como si algún sueño se interpusiese entre él y los demás y le impidiera darse cuenta de dónde estaba.
—¿Y ese pobre chico? —dijo la señora Thornbury, cayéndole nuevamente las lágrimas en el rostro.
—Parece imposible —repitió John.
—Si tuviera el consuelo de saber… —Inició la señora Thornbury con el propósito de sacarle algo.
Pero John no contestó. Se recostó hacia atrás. Estaba terriblemente cansado, y la luz, el calor, el movimiento de las manos en las labores y las voces suaves y comunicativas le aliviaban como un bálsamo. Sentía un extraño bienestar. Cesó de pensar en Terence y Rachel. Los movimientos y las voces parecían unirse de distintas partes del salón y combinarse como si se desenvolviera ante él un dibujo. Lo contemplaba en silencio, observando cómo se formaba y disolvía. El juego se ponía interesante. Pepper y Elliot se empeñaban más que nunca en la lucha. La señora Thornbury, dándose cuenta de que era mejor no hacerle hablar, reanudó su punto.
—¡Relámpagos otra vez! —exclamó repentinamente la señora Flushing.
Una luz amarillenta relampagueó, atravesando la ventana azul, y por un segundo vieron los árboles verdes del jardín. Se levantó, dio unos pasos hacia la puerta, abriéndola, y se quedó de pie al aire libre. Pero la luz fue solo el reflejo de la tormenta que había pasado. La lluvia cesó, las pesadas nubes se evaporaron y el aire era ligero y sutil, a pesar de verse algunas nubecillas pasar velando la luna. El cielo era de un intenso y limpio azul. La forma de la tierra era visible en el fondo del aire, enorme, obscura y sólida, elevándose en una cordillera ondulante por las montañas y salpicada aquí y allá en sus laderas por las centelleantes luces de las villas. El viento ligero, el susurro de las hojas de los árboles y la luz relampagueante que de vez en cuando iluminaba toda la tierra llenó a la señora Flushing de exaltación. Su pecho subía y bajaba, contemplando el espectáculo. «¡Espectáculo!», «¡Espléndido!», «¡Maravilloso!», se decía a sí misma. Se volvió, entrando de nuevo en el vestíbulo y exclamó con su tono autoritario:
—Ven y mira, Wilfrid; es una hermosura.
Algunos se levantaron, otros se fueron y algunas señoras rodaron sus ovillos de lana, bajándose a recogerlos:
—A la cama, a dormir —dijo la señorita Allan.
—Fue el avance con tu reina el que te traicionó, Pepper —exclamó triunfalmente el señor Elliot, echando las piezas sobre el tablero y poniéndose en pie. Él había ganado.
—¿Qué Pepper? ¿Vencido al fin? ¡Le felicito! —dijo Arthur Venning, que empujaba el sillón de la señora Paley en dirección a su dormitorio.
Todas aquellas voces sonaban con agrado a los oídos de John, tendido y medio dormido, vivamente consciente de todo lo que le rodeaba. Por sus ojos pasó una procesión de objetos negros e indistintos, las personas que recogían sus libros, sus cartas, sus ovillos de lana y sus cestitas de labor. Uno tras otro iban en dirección a sus habitaciones.