Kitabı oku: «El hotel de cristal», sayfa 4

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Leon sonrió.

—No es el único. Es una industria en gran medida invisible, pero casi todo lo que ha comprado usted ha viajado por transporte marítimo.

—Mis auriculares fabricados en China, y seguro que muchas cosas más.

—Sí, claro, esos son los ejemplos más obvios, pero me refiero a casi todo. Lo que está a nuestro alrededor o lo que llevamos puesto. Sus calcetines, los zapatos. Mi loción para después del afeitado. El vaso que tengo en la mano. Podría seguir, pero le ahorro la lista.

—Me avergüenza confesar que jamás he pensado en eso —admitió Jonathan.

—Nadie lo hace. Uno va a una tienda, compra un plátano y no piensa en los hombres que llevaron el plátano a través del canal de Panamá. ¿Por qué iba a hacerlo? —«Calma», se dijo. Era consciente de su debilidad: caía en la rapsodia de su sector y se alargaba demasiado—. Tengo colegas a los que la ignorancia del público general los irrita, pero creo que el hecho de que usted no tenga que pensar en ello demuestra que el sistema funciona.

—El plátano llega a tiempo. —Jonathan sorbió su bebida—. Debe haber desarrollado una especie de sexto sentido. Ahora está aquí, rodeado de todos estos objetos que han llegado por barco. ¿No se distrae al pensar en todas esas rutas mercantiles, en todos los puntos de origen?

—Es solo la segunda persona que he conocido jamás que ha adivinado eso —confesó Leon.

La otra persona era vidente, una amistad de instituto de Marie que había llegado a Toronto desde Santa Fe cuando Leon aún vivía en esa ciudad, y los tres habían cenado en el centro, en el Saint Tropez, el restaurante favorito de Marie durante el tiempo que pasaron en Toronto. La vidente (Clarissa, ahora se acordaba) era cálida y amistosa. Le cayó bien de inmediato. Tuvo la impresión de que a un vidente a menudo lo explotaban sus amigos y conocidos, una impresión que los recuerdos de Marie no disiparon, a tenor de todas las veces que le había pedido consejo gratis a Clarissa, así que durante el resto de la velada Leon hizo todo lo posible para evitar preguntarle nada, hasta que finalmente, durante el postre, la curiosidad pudo con él. Le preguntó si estar en una habitación llena de gente no era ensordecedor. ¿Era como estar en una sala llena de radios encendidas, sintonizadas en distintas frecuencias, un clamor de voces que emitían los detalles mundanos u horrendos de docenas de vidas? Clarissa sonrió.

—Es como esto —dijo mientras señalaba la sala—, como estar en un restaurante lleno. Uno puede prestar atención a la conversación de la mesa de al lado o puede dejar que sea un ruido de fondo. Igual que la manera en que usted ve el transporte marítimo —añadió.

Leon recordaba esa conversación como una de las más deliciosas que había mantenido jamás, porque nunca había hablado con nadie de la manera en que podía conectar y desconectar de su sector, como girar el dial de una radio. Cuando miraba al otro lado de la mesa, hacia Marie, por ejemplo: veía a la mujer que amaba, o podía cambiar de frecuencia y ver el vestido hecho en Inglaterra, los zapatos fabricados en China, el bolso de piel italiana, o conectar más allá incluso y ver las rutas comerciales Neptuno-Avramidis marcadas en el mapa: el vestido llegaba por la vía occidental transatlántica, la ruta 3; los zapatos o bien por la transpacífica oriental 7 o por el exprés Shanghái-Los Ángeles, etcétera. O, aún más, conectaba con el tipo de idioma que jamás utilizaba en voz alta, ni siquiera con Marie: había decenas de miles de barcos en alta mar en un momento determinado, y le gustaba imaginar cada uno de ellos como un punto de luz que convergía en ríos de brillo eléctrico sobre los océanos nocturnos, que fluía a través de los estrechos canales de Panamá y de Suez, del estrecho de Gibraltar y alrededor de los bordes de los continentes y hacia los océanos, un movimiento incesante que era el motor de los países, un mundo secreto que tanto amaba.

Cuando Walter se acercó a Leon Prevant y a Jonathan Alkaitis lo bastante para escucharlos, algo más tarde, la conversación había virado del trabajo de Leon al de Alkaitis, del transporte marítimo al de las estrategias de inversión. Walter no entendía nada de nada. Las finanzas no eran su mundo, no hablaba ese idioma. Alguien del turno de día había tapado el grafiti con cinta reflectante, una extraña raya plateada de espejo en la ventana oscura. Dos actores norteamericanos cenaban en el bar.

—Dejó a su primera mujer por ella —explicó Larry mientras los señalaba con la cabeza.

—Ah, ¿sí? —contestó Walter, a quien le importaba un comino. Veinte años trabajando en hoteles de primera categoría le habían enseñado a no sentir el menor interés en los famosos.

—Quería preguntarte —dijo—, entre nosotros dos, ¿no te parece que el tipo nuevo es un poco raro?

Larry miró por encima del hombro y alrededor del vestíbulo en un gesto teatral, pero Paul estaba en otro sitio, pasando la mopa por el pasillo detrás de la recepción, en el centro neurálgico de la residencia.

—Quizá un poco deprimido, nada más —admitió Larry—. No es la personalidad más chispeante que he conocido, eso seguro.

—¿Te preguntó por los clientes que llegaban anoche?

—¿Cómo lo sabes? Sí, me preguntó cuándo llegaría Jonathan Alkaitis.

—¿Y se lo dijiste…?

—Bueno, ya sabes que no estoy muy bien de la vista, y acababa de empezar mi turno. Así que le respondí que no estaba muy seguro, pero que pensaba que el tipo que estaba en el vestíbulo bebiendo whisky era Alkaitis. No me di cuenta de mi error hasta más tarde. ¿Por qué? —Larry era un hombre bastante discreto, pero, por otro lado, el personal vivía junto en el mismo edificio en el bosque y los chismes eran una especie de divisa del mercado negro.

—Por nada.

—Vamos.

—Te lo contaré después.

Mientras avanzaba hacia la recepción, Walter aún no sabía la razón, pero no albergaba la menor duda acerca de que Paul era el responsable de lo sucedido. Miró alrededor del vestíbulo, pero nadie parecía necesitar su atención en ese momento, así que se deslizó por la puerta reservada al personal que había detrás del mostrador de recepción. Paul limpiaba la ventana oscura que había al final del vestíbulo.

—Paul.

El encargado de mantenimiento nocturno dejó lo que estaba haciendo y, por su expresión, Walter supo que sus sospechas eran acertadas. La expresión de Paul era la de un animal perseguido.

—¿Dónde conseguiste el marcador de ácido? —preguntó Walter—. ¿Se compra en una ferretería o tuviste que hacerlo tú mismo?

—¿De qué hablas?

Pero Paul era un mentiroso terrible. Su voz se había disparado casi media octava.

—¿Por qué querías que Jonathan Alkaitis viera ese desagradable mensaje?

—No sé a qué se refiere.

—Este sitio significa algo para mí —dijo Walter—. Verlo degradado así… —Era el «así» lo que más lo preocupaba, la absoluta vileza del mensaje en el cristal, pero no sabía cómo explicárselo a Paul sin abrir una puerta a su vida personal, y la idea de revelar algo remotamente personal a ese desvergonzado asqueroso se le hacía insoportable. No pudo ni acabar la frase. Se aclaró la garganta—. Me gustaría darte una oportunidad —prosiguió—. Prepara tu maleta, vete en el primer barco y no llamaremos a la policía.

—Lo siento. —La voz de Paul era un susurro—. Yo solo…

—Tú solo pensaste que ensuciarías el ventanal del hotel para dejar grabada la frase más malvada, más vil y perturbada… —Walter estaba sudando—. ¿Por qué lo hiciste? —Pero Paul tenía la mirada furtiva de un chico en busca de una historia verosímil y Walter no soportaba escuchar ni una mentira más esa noche—. Mira, vete de aquí. No me importa por qué lo hiciste. No quiero verte más. Guarda los productos de limpieza, vuelve a tu habitación, recoge tus cosas y dile a Melissa que necesitas un transporte a Grace Harbour lo más rápido posible. Si aún sigues aquí a las nueve de la mañana, iré a hablar con Raphael.

—No lo entiende —balbució Paul—. Tengo muchas deudas y…

—Si necesitabas tanto el trabajo —repuso Walter—, probablemente no deberías haber garabateado ese ventanal.

—Ni siquiera es posible tragarse vidrios rotos.

—¿Cómo?

—Quiero decir que es físicamente imposible.

—¿En serio? ¿Esa es tu defensa?

Paul se ruborizó y apartó la mirada.

—¿Se te ha ocurrido pensar en tu hermana? —preguntó Walter—. Fue ella quien te consiguió la entrevista de trabajo, ¿verdad?

—Vincent no tuvo nada que ver con esto.

—¿Vas a irte, sí o no? Me siento generoso y no quiero avergonzar a tu hermana, así que te estoy dando una oportunidad de marcharte y nada más, pero, si prefieres tener antecedentes penales, por mí no hay ningún problema.

—No, me iré. —Paul miró los productos de limpieza que tenía en la mano, como si no supiera cómo habían llegado allí—. Lo siento.

—Mejor vete a hacer la maleta antes de que me arrepienta.

—Gracias —respondió Paul.

5

Pero el horror de la cosa en sí. «Por qué no tragáis cristales rotos. Por qué no os morís. Por qué no empujáis a todos los que amáis a la perdición». Pensaba de nuevo en su amigo Rob, con dieciséis años para siempre, y en el rostro de la madre de Rob durante el funeral. Walter caminó como un sonámbulo durante el resto de su turno y se quedó hasta tarde para reunirse con Raphael por la mañana. Mientras pasaba por el vestíbulo a las ocho de la mañana, cuando ya hacía mucho que tendría que haber ido a dormir y estaba exhausto, vio a Paul bajando hacia el muelle y cargando sus bolsas en la lancha.

—Buenos días —saludó Raphael cuando Walter sacó la cabeza por su despacho. Tenía los ojos rojos y estaba recién afeitado. Él y Walter vivían en el mismo edificio, pero en zonas temporales opuestas.

—Acabo de ver a Paul subirse a la lancha con todas sus pertenencias —dijo Walter.

Raphael suspiró.

—No sé qué ha pasado. Esta mañana ha venido a verme balbuceando una historia incoherente sobre lo mucho que echa de menos Vancouver. Pero hace tres meses el muchacho prácticamente me suplicó para que lo contratara porque decía que necesitaba cambiar de escenario.

—¿No ha dado ninguna razón?

—No. Tendremos que buscar a alguien para su puesto. ¿Algo más? —preguntó Raphael, y Walter, con sus defensas bajo mínimos a causa del cansancio, comprendió por primera vez que no le gustaba demasiado a Raphael. La comprensión aterrizó con un triste ruidito en su mente.

—No —respondió—. Gracias, lo dejo tranquilo.

En el camino hacia la residencia del personal, deseó no haberse enfadado tanto cuando habló con Paul. Tras las horas transcurridas, se preguntó si se había equivocado: cuando Paul dijo que tenía deudas, ¿se refería a que necesitaba el empleo en el hotel o a que alguien le había pagado para que escribiera el mensaje en el cristal? Porque nada tenía sentido, la verdad. Parecía obvio que el mensaje de Paul iba dirigido a Alkaitis, pero ¿qué significaba Alkaitis para Paul?

Leon Prevant y su mujer se fueron esa mañana, seguidos dos días después de Jonathan Alkaitis. Cuando Walter empezó su turno nocturno la noche en que Alkaitis se iba, Khalil estaba al frente del bar, aunque no era su noche habitual; Vincent, contó, se había tomado unas repentinas vacaciones. Un día más tarde llamó a Raphael desde Vancouver y le dijo que había decidido no volver al hotel, así que alguien de limpieza de habitaciones guardó sus cosas en una caja y las puso al fondo de la lavandería.

El panel de cristal se cambió a un precio muy alto, pero el grafiti quedó borrado, también del recuerdo de los empleados. La primavera se transformó en verano y luego llegó el hermoso caos de la temporada alta, con el vestíbulo lleno de gente cada noche y un cuarteto de jazz temperamental que causaba estragos en la residencia del personal cuando no entretenía a los clientes; el cuarteto se alternaba con un pianista al que toleraban su dependencia a la marihuana porque era capaz de tocar cualquier canción bajo el sol; el hotel estaba lleno hasta los topes y había el doble de personal. Melissa pilotaba la lancha todo el día yendo y viniendo de Grace Harbour hasta bien entrada la noche.

El verano se trocó en otoño, y luego llegó la calma y la oscuridad de los meses de invierno, las tormentas cada vez más frecuentes y el hotel medio vacío, la residencia del personal más silenciosa con la marcha de los trabajadores de temporada. Walter dormía durante el día y llegaba a su turno a primera hora de la tarde (el placer de las largas noches en el vestíbulo, Larry frente a la puerta, Khalil en la barra del bar, las tempestades que nacían y estallaban durante la noche) y a veces se unía a sus colegas para una comida que era la cena para la gente del turno nocturno y el desayuno para los diurnos, compartía a veces algunas copas con el personal de cocina, escuchaba jazz a solas en su apartamento, daba paseos alrededor de Caiette y pedía libros por correo que leía cuando se despertaba a última hora de la tarde.

En una noche tormentosa de primavera, Ella Kaspersky llegó al hotel. Era una clienta habitual, una empresaria de Chicago a quien le gustaba ir allí para escapar «de todo el ruido», como decía ella, una clienta que se distinguía sobre todo porque Jonathan Alkaitis había dejado claro que no quería verla. Walter no tenía ni idea de por qué Alkaitis evitaba a Kasperksy y, francamente, no quería saberlo, pero, cuando ella llegó, comprobó como siempre que Alkaitis no hubiera hecho una reserva de última hora. Se dio cuenta entonces de que hacía tiempo que Alkaitis no aparecía por el hotel, más tiempo del intervalo habitual que separaba sus visitas. Cuando el vestíbulo se quedó en calma, hacia las dos de la mañana, hizo una búsqueda en Google de Alkaitis y encontró fotografías de una reciente gala benéfica, con Alkaitis resplandeciente en un esmoquin con una mujer joven del brazo. Le resultó muy familiar.

Walter amplió la fotografía. La mujer era Vincent. Una versión más brillante, con un corte de pelo caro y maquillaje profesional, pero era sin lugar a duda ella. Llevaba un traje de noche metálico que debía costar lo que ganaba en un mes de camarera en el hotel. La leyenda decía: «Jonathan Alkaitis con su esposa, Vincent».

Walter levantó la vista de la pantalla hacia el vestíbulo silencioso. Nada había cambiado en su vida desde que Vincent se había ido, pero era porque así lo había decidido y deseado. Khalil, que ahora era el camarero del turno de noche a tiempo completo, charlaba con una pareja recién llegada. Larry estaba al lado de la puerta, con las manos a la espalda y los ojos entrecerrados. Walter abandonó su puesto y salió fuera, a la noche de abril. Esperaba que Vincent fuera feliz en ese país extranjero, en la extraña y nueva vida que había encontrado para sí misma. Trató de imaginar cómo sería adentrarse en la vida de Jonathan Alkaitis: el dinero, las casas, el jet privado, pero todo era incomprensible para él. La noche estaba despejada y era fría, sin luna, pero el brillo de las estrellas era abrumador. Walter nunca habría imaginado, en su vida anterior en el centro de Toronto, que se enamoraría de un lugar donde las estrellas eran tan brillantes que podía ver su sombra en una noche sin luna. No quería nada excepto lo que ya tenía.

Pero, cuando regresó al hotel, el recuerdo de las palabras escritas en el cristal hacía un año lo golpeó de nuevo. «Por qué no tragáis cristales rotos», el misterio absoluto y perturbador del incidente. El bosque era una masa de sombras informes. Se cruzó de brazos contra el frío y volvió a la calidez y a la luz del vestíbulo del hotel.

4. Un cuento de hadas

2005-2008

Caída en picado

La cordura depende del orden. Al cabo de un mes de abandonar el hotel Caiette y de llegar a la absurdamente enorme casa de Jonathan Alkaitis en la zona residencial de Connecticut, Vincent ya había fijado una rutina que rara vez alteraba. Se levantaba a las cinco de la mañana, una media hora antes que Jonathan, y se iba a correr. Para cuando volvía a la casa, él ya se había ido a Manhattan. Se duchaba, se vestía y estaba lista a las ocho en punto, cuando el conductor de Jonathan ya estaba disponible para dejarla en la estación de tren (él se ofrecía una y otra vez a llevarla al centro de la ciudad, pero ella prefería el movimiento del tren frente a los atascos del tráfico), y, cuando emergía de la estación de Grand Central, le gustaba pasear un rato por la sala central, contemplar las constelaciones de estrellas del techo verde, el reloj art nouveau encima de la taquilla de información y el gentío. Siempre desayunaba en un bar cerca de la estación y luego se dirigía hacia el sur, hacia el bajo Manhattan, y a una cafetería en concreto donde le gustaba beber café solo y leer los periódicos. Después de eso se iba de compras o a la peluquería o recorría las calles con su cámara de vídeo o alguna combinación de esas actividades y, si tenía tiempo, visitaba el MOMA durante un rato antes de regresar a Grand Central y tomar un tren en dirección norte a tiempo de llegar a casa y ponerse un vestido precioso para estar lista a las seis de la tarde, que era lo más pronto que Jonathan llegaría a casa desde la oficina.

Luego pasaba la velada con Jonathan, pero siempre encontraba media hora para ir a nadar en algún momento antes de irse a la cama. En el reino del dinero, como ella lo llamaba, había enormes franjas de tiempo que llenar, y percibía el peligro de dejarse llevar, de permitir que pasara un día sin un horario de actividades o un plan concreto.

—La gente se muere por mudarse a Manhattan —le dijo Jonathan cuando ella le preguntó por qué no podían vivir en su apartamento en Columbus Circle, donde a veces pasaban la noche cuando iban al teatro—, pero a mí me gusta estar un poco alejado de todo.

Había crecido en un barrio residencial de los suburbios y siempre le había gustado la tranquilidad y el espacio.

—Lo entiendo —aseguraba Vincent, pero la ciudad la atraía, en la ciudad estaba el antídoto al verde rebelde de sus recuerdos de infancia. Quería cemento, líneas rectas y ángulos afilados, el cielo visible solo entre dos torres, luces duras.

—De todas formas, no serías feliz viviendo en Manhattan —concluyó Jonathan—. Piensa en cuánto echarías de menos la piscina.

¿Echaría de menos la piscina? Reflexionó sobre eso mientras nadaba. Su relación con la piscina era conflictiva. Vincent nadaba cada noche para fortalecer su voluntad porque tenía un miedo abrumador ante la idea de ahogarse.

Sumergirse en la piscina de noche: en verano Vincent nadaba a través de las luces de la casa, reflejadas en la superficie; cuando hacía frío, la piscina estaba climatizada, así que se zambullía en el vapor. Permanecía bajo el agua tanto tiempo como le resultaba posible para poner a prueba su resistencia. Cuando emergía de nuevo, le gustaba fingir que el anillo en su dedo era real y que todo lo que veía era suyo: la casa, el jardín, el césped, la piscina en la que se mantenía a flote. Era una piscina infinita, lo que daba la desconcertante impresión de que el agua desaparecía en el césped o que el césped desaparecía en el agua. Odiaba mirar ese borde.

Muchedumbres

Su contrato con Jonathan, tal como ella lo entendía, era que debía estar disponible siempre que él quisiera, dentro y fuera del dormitorio, elegante e impecable en todo momento («Insuflas tanta gracia en la estancia…», le decía) y, a cambio, ella tenía una tarjeta de crédito que nunca pagaba, una vida de casas y viajes hermosos, en otras palabras, la vida opuesta a la que había llevado hasta entonces. Nadie utilizaba la expresión «mujer florero» en una conversación seria, pero Jonathan tenía treinta y cuatro años más que Vincent. Ella sabía lo que era.

Hubo que hacer cambios. Al principio, vivir en la casa de Jonathan Alkaitis era como esos sueños en los que hay una puerta en tu cocina en la que nunca habías reparado, esa puerta lleva a un pasillo trasero que da a la habitación de la criada, que jamás se ha utilizado, y luego esa da a una guardería infantil vacía que está al final del pasillo desde el dormitorio principal, que es más grande que toda la casa donde creciste, y más tarde te das cuenta de que puedes llegar a la cocina desde la habitación sin tener que pasar por ninguno de los dos salones ni por el pasillo del piso inferior.

En su etapa en el hotel, Vincent siempre había relacionado el dinero con la privacidad: los clientes más ricos siempre tienen más espacio, suites en lugar de habitaciones, terrazas privadas, acceso a salas vip en los aeropuertos, pero en realidad, cuanto más se adentraba uno en el reino del dinero, más gente había: a tu alrededor y en tu casa, todo el tiempo, y por eso Vincent solo nadaba por la noche. Durante el día estaba el encargado, Gil, que vivía con su esposa, Anya, en una casita cerca del camino de entrada; Anya, que también cocinaba, supervisaba a tres chicas de los alrededores que se ocupaban de mantener la casa limpia, hacían la colada y aceptaban los envíos de comida y de otros productos; también había un conductor, que se alojaba en un apartamento encima del garaje, y un jardinero silencioso que cuidaba de todo lo que rodeaba la casa. Cada vez que Vincent levantaba la vista, alguien estaba cerca, barriendo o quitando el polvo o hablando por teléfono con el lampista o recortando un seto. Había mucha gente con la que lidiar, pero por la noche el personal se retiraba a sus vidas privadas y Vincent podía nadar en paz sin sentirse observada desde cada ventana.

—Me alegro de que disfrute de la piscina —dijo Gil—. El consultor que la diseñó se pasó un montón de tiempo con esto y le juro que nadie la usaba hasta que llegó usted.

Estaba en la piscina cuando conoció a la hija de Jonathan, Claire. Era una tarde tranquila de abril y el vapor ascendía desde el agua. Sabía que Claire iba a venir esa noche, pero no había esperado emerger del agua y encontrar a una mujer trajeada que la miraba a través de las volutas de vapor, como una maldita aparición, inmóvil con las manos a la espalda. Vincent jadeó en voz alta, lo que en retrospectiva no fue un gesto muy cálido. Claire, que obviamente acababa de llegar de la oficina, era una mujer de aspecto directivo que tendría casi unos treinta años.

—Debes ser Vincent. —Tomó la toalla doblada que Vincent había dejado en una tumbona en el césped y la extendió para invitarla a salir de la piscina, así que Vincent pensó que no le quedaba más remedio que ascender por la escalerita y aceptar la toalla, lo cual la irritó porque habría querido nadar durante algo más de tiempo.

—Tú debes ser Claire.

Esta no se dignó a responder. Vincent llevaba un bañador bastante modesto de una sola pieza, pero se sintió desnuda mientras se secaba.

—Vincent no es un nombre muy habitual para una chica —comentó Claire con un ligero énfasis en la palabra «chica» que a Vincent le pareció fuera de lugar. «No soy tan joven», quería rebatirle Vincent, porque a los veinticuatro no se sentía nada joven, pero quizá Claire fuera peligrosa y Vincent esperaba paz, así que contestó de la manera más tranquila que pudo.

—Mis padres me lo pusieron por una poeta. Edna St. Vincent Millay.

La mirada de Claire se posó en el anillo que llevaba Vincent.

—Bueno —suspiró—, supongo que no podemos escoger a nuestros padres. ¿A qué se dedican?

—¿Mis padres?

—Sí.

—Están muertos.

La expresión de Claire se suavizó un poco.

—Lo siento.

Se miraron en silencio durante un par de segundos, luego Vincent estiró la mano para coger el albornoz que había dejado en la tumbona, y Claire soltó, en un tono más resignado que enfadado:

—¿Sabes que eres cinco años más joven que yo?

—Tampoco podemos escoger nuestra edad —respondió Vincent.

—Ja. —No fue una risa, solo la palabra en voz alta, «ja»—. Bueno, todos somos adultos. Solo para que lo sepas, esta situación me parece absurda, pero no hay motivo para que no nos comportemos con cordialidad.

Se dio la vuelta y regresó a la casa.

Fantasmas

La madre de Vincent había sido una gran lectora de poesía porque también ella había sido poeta. Cuando Edna St. Vincent Millay tenía diecinueve años, en 1912, empezó a escribir un poema llamado «Renacer» que Vincent debía haber leído unas mil veces cuando era pequeña y también adolescente. Millay escribió el poema para un concurso. No ganó, pero, aun así, la carga eléctrica del poema la llevó desde el aburrimiento de la pobreza de Nueva Inglaterra a Vassar, y desde ahí al tipo de bohemia con el que había soñado toda su vida: una pobreza distinta, la de Greenwich Village, donde había variedad, pobreza, pero con recitales de poesía a última hora de la noche y amigos deslumbrantes.

—La cuestión es que se labró una nueva vida solo a base de su fuerza de voluntad —había dicho la madre de Vincent, e incluso entonces Vincent se preguntó (tendría unos once años) qué indicaba esa frase sobre lo feliz que era la madre de Vincent con respecto a su propia vida, esa mujer que se había imaginado escribiendo poesía en plena naturaleza salvaje, pero que, de algún modo, había terminado sumida en las dificultades mundanas de criar a una niña y de llevar una casa en mitad de un lugar salvaje. Está la idea de lo salvaje y luego la parte dura y menos glamurosa de vivir en un lugar salvaje: la ardua e interminable tarea de obtener leña, de traer la compra desde distancias absurdas, de cuidar un jardín de verduras y mantener las vallas en buen estado para evitar que los ciervos se coman las verduras, de reparar el generador eléctrico, de acordarse de comprar gas para el generador, de usar abono, de quedarse sin agua en verano, de no tener nunca suficiente dinero porque las oportunidades laborales en los sitios salvajes son limitadas, de aguantar el creciente resentimiento de tu única hija, que no entiende que tú ames la naturaleza salvaje y cada semana te pregunta por qué no podemos vivir en un lugar normal que no esté en plena naturaleza, etcétera.

Lo que la madre de Vincent probablemente jamás habría imaginado: una vida (un acuerdo) en la que Vincent llevaba un anillo de matrimonio, pero en la que en realidad no estaba casada.

—Te quiero cerca de mí —le dijo Jonathan al principio—, pero no quiero volver a casarme ahora mismo.

Su esposa, Suzanne, había muerto hacía apenas tres años. Jamás pronunciaban su nombre. Y, aunque no quería casarse con Vincent, sentía que la presencia del anillo de casados daba la impresión de estabilidad.

—En mi profesión —decía—, en la que gestionas el dinero de los demás, la estabilidad lo es todo. Si te llevo a cenar con clientes, es mejor que seas mi bonita y joven esposa que una bonita y joven novia.

—¿Claire sabe que no estamos casados? —preguntó Vincent la noche en que Claire apareció en la piscina. Para cuando Vincent regresó después de ducharse, Claire ya se había ido. Encontró a Jonathan solo en el salón del ala sur, con una copa de vino tinto y el Financial Times.

—Solo hay dos personas en el mundo que sepan eso —respondió—. Tú y yo. Ven aquí.

Vincent avanzó hasta quedar de pie frente a él a la luz de la lámpara. Jonathan deslizó la yema de sus dedos por su brazo y luego le dio la vuelta y, lentamente, bajó la cremallera de su vestido.

Pero ¿qué clase de hombre le miente a su hija sobre estar casado? Había aspectos del cuento de hadas en los que Vincent trataba de no pensar demasiado en ese momento, y más tarde sus recuerdos de esos años tuvieron una cualidad abstracta, como si temporalmente hubiera salido de su propio cuerpo.

Cómplices

Bebieron cócteles en un bar en el centro de la ciudad con una pareja que había invertido millones en el fondo de Jonathan, Marc y Louise de Colorado. En ese momento, Vincent solo llevaba tres semanas en el reino del dinero y aún sentía una gran extrañeza ante su nueva vida.

—Os presento a Vincent —dijo Jonathan mientras posaba la mano en la parte baja de su espalda.

—Es un placer conoceros —aseveró Vincent.

Marc y Louise tendrían entre cuarenta y cincuenta años y, tras unos pocos meses más con Alkaitis, los reconocería como típicos de una subespecie concreta de gente adinerada del oeste: tan ricos como sus homólogos de otras regiones, pero avejentados de forma prematura por su obsesión con el esquí.

—Qué alegría conocerte —exclamaron, y Louise se fijó en los anillos en las manos de Vincent y Jonathan mientras se saludaban—. Oh, Dios mío, Jonathan, tenemos que felicitaros, ¿no?

—Gracias —respondió con un tono tan convincente de felicidad púdica que, por un instante de desorientación, Vincent albergó la salvaje idea de que de algún modo se habían casado de verdad.

—Bueno, pues felicidades —añadió Marc, y levantó su copa—. Felicidades a los dos. Fantásticas noticias, simplemente fantásticas.

—¿Puedo preguntar…? —aventuró Louise—. ¿Fue una boda grande, íntima…?

—Si hubiéramos organizado algo —respondió Jonathan—, habríais sido los primeros invitados.

—¿Os creeríais —confesó Vincent— que nos casamos en el ayuntamiento, los dos solos?

—Dios mío —dijo Marc, y Louise añadió:

—Me gusta vuestro estilo. Donna se va a casar, ya sabes, nuestra hija, y, por el amor de Dios, la logística, las complicaciones, todo el drama, los dolores de cabeza… Estoy tentada de sugerirle que siga vuestro ejemplo y se fugue.

—Desde luego es una opción eficiente —convino Jonathan—. Las bodas son asuntos muy elaborados. Sencillamente no queríamos todo el espectáculo que conllevan.

—Tuve que convencerlo para que se tomara el día libre —añadió Vincent—. Quería celebrar la ceremonia durante su pausa para comer.

Se rieron y Jonathan rodeó sus hombros con un brazo. Vincent se dio cuenta de que le gustaba la improvisación.

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