Kitabı oku: «Historia de un invisible», sayfa 2
Había un mundo de diferencia entre mis dos abuelas. Para la abuela Bristela yo era un hijo más; para mi otra abuela yo era un guacho recogido. Una me cuidaba, me protegía y me quería; la otra parecía que me odiaba y me trataba como si fuera un miserable, incapaz de nada. En esa casa me sacaba la cresta el que quería y yo, muchas veces, me las aguantaba, porque sabía que no tenía adónde cresta irme que fuera mejor que ese calvario. Pa rematarla, ahí estaba mi padre, que era casi un desconocido pa nosotros y nos había abandonado, y ahora ya tenía un montón de cabros más con su nueva esposa, que era también mi tía. Para él yo no era un hijo más, era un desconocido, un puro problema que le molestaba no más. Toda la familia hacía una diferencia clara entre esos hijos de mi padre y nosotros, los recogidos, los prácticamente guachos que en cualquier momento nos podían tirar de nuevo a la calle, de una pura patada en la raja.
El primer patrón
A la vida de explotación que vivió en la casa de los abuelos paternos se unió el abuso físico. A menudo acusaban a Mario de todos los conflictos y robos que ocurrían en la casa. Sus tíos le pegaban a diario y lo golpeaban brutalmente cada vez que había algún problema en la familia, con los otros hijos, con la abuela o, simplemente, porque no se habían hecho las cosas en la casa tal como se exigía.
Un día cualquiera de verano, después del abuso acostumbrado, le dijeron a Mario que arreglara el bolso con sus cuatro miserables pertenencias porque se tenía que ir. Lo vendrían a buscar a la mañana siguiente. La familia había decidido otro cambio para el futuro del adolescente, sin ninguna explicación. Lo despertaron de madrugada, cuando llegó a la casa de los abuelos un hombre desconocido para el joven Mario. Este manejaba una camioneta blanca con un toldo de lona atrás. La abuela solamente le dijo que se tenía que ir con él al campo por un tiempo, hasta que fueran a buscarlo. Mario sintió como si hubieran hecho una transacción en la cual se pasa un animal por otro, se espera si el comprador está de acuerdo y, si no, se paga la diferencia. El hombre lo miró detenidamente, desde la cabeza a los pies, y después hizo que se diera vuelta para mirarlo de espaldas. “Vale lo que me piden”, habrá pensado el hombre, porque dijo: “Me lo llevo”. Y con esas palabras se hizo el intercambio de productos y se cerraron las negociaciones. El nuevo dueño le dijo que se subiera con el bolso en la parte de atrás de la camioneta, mientras conversaba con los otros miembros de la familia sobre los detalles del cambalache. Y así fue como Mario dejó el segundo techo, la casa de los abuelos paternos. La misma casa donde ahora vivía su padre con su nueva esposa-cuñada y los medios hermanos de Mario.
El hombre no le dijo ni una sola palabra más a Mario y nadie de la familia salió a despedirlos. Patrón y obrero tomaron el camino y salieron antes de que alumbrara el sol de verano en Parral. Anduvieron largas horas por caminos de tierra sin ver más que alguna carreta guiada por caballos, y hombres y familias, yendo y viniendo de las faenas diarias del campo. En un momento, pasaron frente a los ojos de Mario unos animales buscando mejores pastorales en algún potrero escondido. Eso era lo que necesitaba ver antes de que se escondiera el sol detrás de los cerros. Se le quitó un poco el miedo viendo el peregrinar de los animales en busca de comida y quiso pensar que, quizás, su futuro sería mucho mejor que el pasado.
Con la poca esperanza que llevaba consigo, lloró todo el camino. No sabía si era de pena o de rabia. Nadie le había dicho que un desconocido lo transportaría por horas, como carga animal, y tampoco le habían informado a qué pueblo se lo llevarían.
Finalmente llegaron, tarde en la noche, al fundo del nuevo patrón, el dueño del esclavo recién adquirido. El hombre solamente le indicó dónde estaba el galpón y le dijo que lo despertaría en la mañana para empezar a trabajar. No le dio ni una manta para taparse ni un pedazo de pan para comer, recuerda Mario.
Hay patrones buenos y hay patrones malos. Desde la primera noche que llegué al fundo, ese viejo infame, desgraciado, me enseñó que él no era de los buenos. Cuando abrí la puerta que me había mostrado el patrón, entré en el galpón y casi me cagué de miedo. No se veía nada y yo no tenía ni un fósforo de mierda para iluminar por donde cresta caminaba. Los perros se volvieron locos y yo pensé que ahí no más me comerían vivo. Creo que les di lástima, porque después se calmaron y me empezaron a olfatear y se dejaron de ladrar. Yo les hice cariño para que se quedaran cerca de mí, y cuando me acostumbré un poco más a la oscuridad me tiré encima de un poco de resto de fardos y me largué a llorar. Lloré a moco tendido, en silencio, para que nadie me escuchara. No pude parar en todo el resto de la noche. Tenía miedo, tenía frío, sed y hambre. Meé en un rincón que encontré cerca de la entrada del galpón, solo una vez desde que entré en esa horrible oscuridad. Creo que de tanto llorar se me secaron hasta los riñones, conchesumadre.
Yo siempre había sido un hueón miedoso, hasta el extremo, desde cabro chico. Ese galpón oscuro, con guarenes corriendo de un lado a otro, perros asustándolos y centenares de otras ratas más chicas corriendo cerca mío, me daban horror. Chucha, no se veía nada, nada. Solo se sentían animales correr cerca de mí, comer y escarbar en cajas y sacos. Y lo peor es que yo me asustaba más imaginándome puras hueás en esa oscuridad espantosa. Por la cresta, al principio no me veía ni las manos. Pensaba que si me dormía aparecerían los murciélagos, las arañas pollito, que sé yo, hasta culebras de mierda para morderme y envenenarme. Y también se me ocurrían hueás sobrenaturales. Creo que empecé a pensar que se me podían aparecer ánimas, espíritus, todas esas hueás que le dan miedo a los cabros asustadizos del campo, en lugares oscuros. Aunque vivíamos en la pobreza más grande con mi familia, y mis tíos me habían pegado mucho, yo jamás había dormido y comido con los animales. Toda esa hueá me parecía un castigo. Una tortura, conchesumadre.
No solo me moría de miedo en las noches en ese galpón asqueroso, sino que los días eran como la mierda también. Empezaban cuando el patrón me tiraba piedras desde su casa, al techo del galpón, para avisarme que tenía que levantarme a trabajar. Empezaba mi esclavitud antes de que saliera el sol y no paraba ni un segundo en todo el día, hasta que todos se iban a almorzar. A esa hora preparaba algo con los huesos y verduras podridas que me daban para hacerles la comida a los perros. Yo, feliz, porque metía todo en esas ollas grandes viejas y después me comía lo mejor antes de repartirles la comida a mis amigos, los perros. Cuando calentaba el agua en las ollas me abrigaba un poco con ese calorcito y eso me daba un poco de energía para el resto de la tarde. Aprendí a sobrevivir con mis compañeros animales y las sirvientas que trabajaban en la casa del patrón. Ellas escondían algún engañito y me lo llevaban al galpón en las noches y eso me ayudaba a alimentarme un poquito mejor y a los guarenes también, con lo que me quedaba por ahí en el galpón.
Mario dice haber aprendido siempre de las experiencias que le da la vida. Y el tiempo en ese fundo le enseñó a amar a los animales, a vivir con ellos, a entenderlos, protegerlos y cuidarlos. Aprendió, también, cómo su patrón podía tratar mejor a los animales que a sus obreros. Durante su estancia en ese fundo del sur, captó que las órdenes se dan una sola vez y a gritos, y que, si no se siguen las órdenes al pie de la letra, el resultado son los golpes. Las palizas que le daba el patrón eran abusivas y brutales. Cuando se enojaba con el muchacho, nadie podía parar la furia del amo. El hombre solo se detenía cuando sentía que los gritos de Mario podían ser escuchados por otros trabajadores o vecinos del fundo del lado. El joven esclavo no tenía ninguna alternativa a la explotación y al abuso físico y verbal que recibía de su patrón. No tenía casa donde volver, ni familia a quien acudir. Estaba solo; desamparado y maltratado por alguien a quien su familia lo había entregado, como se proporciona un animal para arar la tierra o una herramienta de trabajo para que se use como el nuevo dueño estime conveniente.
Nadie tiene derecho a tratarte peor que a un animal. Este hombre lo recuerdo como una de las personas más crueles que he encontrado en mi vida. Me hacía trabajar desde la madrugada hasta la madrugada. Me sacaba del galpón antes de salir el sol y me hacía trabajar hasta las dos o tres de la mañana. Yo rara vez dormía más de tres horas por noche. Y eso sin contar las que me pasaba llorando desesperado. El hombre me hacía rodear las vacas para llevarlas al establo a ordeñarlas. Y si faltaba algún trabajador, ahí no más me mandaba a arar la tierra, o a ensillar caballos. Era el hueón que hacía de todo y por nada. Si había que baldear el establo, ahí volando mandaban a Mario a sacar la mierda de las vacas. Si había que matar una gallina, ahí partía el esclavo a hacerlo todo. Y miércales si decía pío, porque ahí me sacaban la mierda no más. Nunca supe lo que era jugar con cabros de mi edad, ni tener una tarde libre para escuchar un partido de fútbol en la radio, o, puchas, encumbrar un volantín pa’l 18 de septiembre. Nada. Esa vida era peor que una cárcel, donde, por lo menos, te dejan descansar unos minutos al día, leer una revista o recibir alguna visita.
Siempre me acuerdo que una vez le dije al patrón que no aguantaba más el dolor de una muela. Me dijo: “Sácatela, poh, hueón”. Y fue tal mi desesperación que busqué un cordel fuerte y me lo até, como pude, a la muela. Después amarré la cuestión a un poste de madera del galpón y tiré con toda la fuerza que pude. ¡Puta el dolor infame! Creí que me iba a romper el pescuezo, pero salió la muela de mierda volando, como al tercer intento. Para detener la sangre me puse unas hierbas que tenía pa tomar té, en mi jarrito de lata que me había hecho de taza. Después me enjuagué con esa misma agua de hierbas y me apreté con los dedos el hoyo que me quedó de la muela. El dolor era terrible después también y me sentí como si me fuera a desmayar. Se me hinchó la cara y el cuello como si tuviera paperas. Cuando me vieron las mujeres que trabajaban en la casa, se asustaron más que la mierda y me dieron unas penicilinas que tenían de alguna enfermedad que les había dado a ellas, y me las tomé. Creo que eso me salvó. El viejo ni me dio pelota por tener la cara enorme de hinchada y me sacó a trabajar en el campo sin importarle una chucha lo que me pasaba.
Después de un año, Mario no había recibido sueldo ni un solo día de descanso. Las palizas no disminuían, sino todo lo contrario. Pero, después de pasar hambre un fin de semana entero y recibir una paliza casi fatal, Mario decidió detener el abuso. Él sabía que el patrón y sus hermanos se acostaban con las mujeres que trabajaban en la casa cuando su esposa se iba a la ciudad. Lo hacían en grupo o individualmente, dependiendo de la cantidad de alcohol que habían consumido. Si estaban más borrachos, se ponían más agresivos y acudían varios de ellos a los cuartos de las empleadas a gozar en patota. Pero, si era la hora de la siesta, pasaban delicadamente de a uno al cuarto ubicado atrás de la cocina para seleccionar la que más les gustaba. Las mujeres dormían amontonadas en ese cuarto oscuro. De tanta visita patronal seductora, una de ellas quedó embarazada. El patrón culpó a Mario. Después de esa acusación de “pescarse a las sirvientas, en las noches, mientras todos en la casa dormían”, Mario sufrió la “pateadura” más brutal del año y esta vez en presencia de la esposa del patrón. “Para que aprendas a ser más hombre y a respetar a las mujeres”, le dijo el patrón después de terminar de pegarle. La esposa agregó: “Qué se ha creído este huaso bruto, cuando nosotros le hemos dado amparo y comida por tanto tiempo. Lo hemos tratado como de la familia, y nos falta el respeto de esta manera, acostándose en nuestra propiedad con estas mujeres”. Mario nunca ha olvidado esa escena.
Yo no cacho si alguien me vendió como pertenencia a ese dueño de fundo. El viejo no me pagaba sueldo, no me daba días libres ni me dejaba salir del fundo. Pasaba hambre y frío, y mis únicos compañeros eran los otros animales que estaban debajo de ese techo y las empleadas que trabajaban en la casa de los patrones. Quizás yo hubiera aguantado por años esa vida, porque no tenía a nadie, ni tampoco a dónde ir. Hubiera aguantado si no me acusa de ser padre de la guagua de una de las empleadas y haberme dado la media ni qué paliza, enfrente de todos. Esa fue la última gota que rebalsó el cántaro que ya estaba casi llenito. Llenito de penurias, dolor, soledad, abuso y maltrato. La noche de la última paliza, esperé hasta que todos dormían para escapar. Pero estaba tan machucao que no podía ni caminar, y yo sabía que el camino iba a ser largo y difícil. Escapar de esta miserable vida no iba a ser fácil.
En la madrugada me levanté más adolorido que la chucha, pero igual estaba decidido, y antes de sentir las piedras del patrón en el techo del galpón me fui calladito casi corriendo por ese camino de tierra oscuro y sin un alma caminando por ningún lado. Puta, tenía más miedo que adentro del galpón que ya me había acostumbrado a aguantar. No me arrepentí y seguí pa adelante no más. No me llevé nada más que la ropa que tenía puesta y mi tazón hecho de un tarro y una ollita del mismo material. Me fui como llegué, con una mano adelante y la otra atrás, y cagado de miedo. Me acuerdo como si fuera ahora; iba caminando por la tierra, húmeda, con ese frío sureño que te cala los huesos y mirando el camino a mis espaldas, asustado, pensando que, si el viejo conchesumadre me venía a buscar, me llevaría a patadas de vuelta al fundo, y ahí seguro que me mataba el desgraciado.
Me daba tanta rabia la injusticia de ver que este viejo y la patota de hermanos degenerados que tenía se pescaban a las niñas que ayudaban en la casa, y las trataban como si fueran pa todo servicio cuando se iba la patrona. Y a veces, a la hora de la siesta, cuando la vieja estaba ahí mismo, igual se metían con las cabras. Y yo lo sabía porque ellas me contaban lo que los viejos les hacían y ellas se tenían que dejar no más, porque si no, las tiraban a la calle y nadie les iba a dar trabajo, comida y lugar donde vivir. Yo, en esos años, no sabía ni lo que era masturbarme y me iba a meter a tener relaciones sexuales con esas señoras. ¡Nica! Yo era como un hijo pa ellas.
Salió del fundo en la madrugada y no paró de caminar hasta que empezó a oscurecer. La combinación del miedo con la emoción de saber que era por fin libre del abuso del patrón le dio un tipo de energía que Mario recuerda como parecido al efecto de una droga. Caminar y caminar, pensando, llorando a veces, y mirando todo a su alrededor. Sentía como si hubiera estado en una cárcel, encerrado, sin ver el mundo de afuera y a nadie más que sus amigos animales, las mujeres que trabajaban en la casa, los otros campesinos que estaban en el fundo y al patrón: el déspota, el abusador.
Llegó a un pueblo llamado El Carmen Oriente y paró a buscar un lugar para dormir. Solo tiene en su memoria que, en medio de todo lo que sintió esa noche, echó de menos a los perros, sus compañeros de cada noche y cada hora de comida. Los amigos que no le contestaban cuando les hablaba, pero que estaba seguro de que lo entendían, porque veían cómo lo trataba el patrón y, muchas veces, hasta le ladraban al amo cuando le pegaba a Mario delante de ellos.
Se durmió arriba de un árbol, fuera del pueblo al que llegó la primera noche. Sentía que allá arriba, lejos de la vista de todos, iba a estar más protegido y más oculto por si llegaba el patrón en su camioneta blanca a buscarlo. Despertó cuando llegaron los primeros pájaros a disputarle espacio entre las ramas. Mario bajó y buscó algo para comer. Volvió al pueblo El Carmen Oriente y, por primera vez, empezó a pedir. No a pedir limosna, sino trabajo, cualquier trabajo a cambio de comida. Y le fue bien. Por ahí alguien le dijo que le sacara leche a una vaca y le dieron una tortilla de rescoldo enorme, según lo que recuerda Mario, con un pedazo de arrollado que se le salía por las orillas del enorme pan. Pasó el primer día mucho mejor de lo que él había pensado que sería la vida de un guacho sin techo, regalado o vendido por su familia. Un buen día para un esclavo abusado por su primer patrón, sin un centavo en los bolsillos y nada que ponerse encima para mitigar el implacable frío del sur de Chile.
La vida en la calle
La experiencia del maltrato, la explotación y el abuso marcó al joven Mario. Pero las huellas no quedaron impresas por el odio, sino que le hicieron desarrollar un profundo sentido humano y social. Al ver desde tan cerca —y en carne propia— el maltrato y la crueldad, decidió nunca llegar a ese extremo con nadie y dedicar el resto de su vida no solo a protegerse, sino que también a resguardar a quienes estuvieran a su alrededor. Los abusos fueron su escuela y la calle sus libros. Vio lo peor, pero dejó como educación lo que él mismo convirtió en lo mejor. Todo lo que hacía lo hacía por instinto, o quizás por lo que recordaba que le había enseñado esa abuela que apostó por él, cuando nadie le daba ninguna posibilidad de sobrevivencia y éxito en la vida.
Mario vivió en la calle, durmió debajo de puentes, arriba de árboles o en establos y caballerizas que le abrieron los dueños para darle trabajos temporales y un lugar donde dormir. Cortó pasto en jardines de lindas casas patronales del sur, domó caballos y cosechó fruta en los enormes fundos de patrones nobles y dignos que apreciaron y valorizaron su dedicación al trabajo. Mario aprendió a respetar porque también lo hicieron con él. Trató de no mirar atrás y hasta optó por nunca más volver a nombrar al viejo patrón. Hasta se convenció a sí mismo de olvidar el nombre y apellido de ese hombre.
Los meses de verano fueron siempre mejores para la vida de un vagabundo que iba de pueblo en pueblo, por Punta Arenas, Puerto Natales, Puerto Montt, Concepción, Valdivia y todos los de entre medio, buscando trabajo temporal y viviendo en las soledades del campo. Durante el verano era más fácil bañarse en el río o en los canales. Era más práctico cocinarse algo con leña seca de eucalipto que encontraba entre los árboles muertos que soportar la lluvia con hambre. Entre enero y abril, había más oportunidades, también, de conocer gente que anduviera trabajando en las faenas temporales de pueblos cercanos y hacerse de amigos para pasar el tiempo libre acompañado. Mario recorrió el sur y se siguió enamorando de la tierra, la gente y sus costumbres. Aprendió conociendo y conoció recorriendo, trabajando y luchando.
Vivir de lo que te da la gente y dormir donde te pilla la noche es duro. Pero esas eran las únicas dos alternativas que tenía en ese tiempo: que me maltrate un hombre desgraciado hijo de puta, o que me maltratara la miseria de vivir sin casa y pidiendo comida. Para mí, por la cresta, no había comparación. Aparte de eso, me di cuenta de que ese viejo de mierda no era como otros patrones. Viviendo de lo que me daba la gente, a cambio de mi humilde trabajo, me di cuenta de que en este país hay gente buena, requetecontrabuena. Gente buenísima, a veces sin un peso en los bolsillos, pero comparte un techo pobre, un plato de comida hecho con amor y una palabra de aliento y de apoyo. Lo mismo la gente con plata, con mucha plata, que alguna vez encontré en mi camino de vagabundo pobre y hambriento. Esos fueron patrones súper distintos que me pagaron siempre lo justo y me ayudaron harto en todo lo que yo necesitaba. Hay que estar viviendo en la calle y muerto de hambre para conocer bien y de cerca el alma de Chile y de los chilenos. Aquí hay harta gente generosa en este país, y el que no lo crea, que salga a vivir en la calle. Siempre me encontré con personas que, aunque no tenían mucho, me daban una manta para abrigarme y un calor donde arrimarme cuando vivía solo y sin casa. No la pasé bien. Nadie la pasa bien cagándose de hambre y de frío en la calle. Pero, en medio de toda esa miseria y desesperación, yo sabía, desde lo más profundo de mí, que eso era solo una etapa de mi vida. Yo sabía, y nunca perdí la esperanza, que vendrían días y años mejores. Y no es que esté repitiendo el dicho tampoco de que “No hay mal que dure cien años ni hueón que lo aguante”. Yo estaba seguro, porque nunca, nunca, en mi vida he dejado morir las esperanzas. Hasta en esos años de vivir en la calle, sabía que yo algún día podría salir adelante. Hasta en los peores momentos de mi vida nunca, jamás he perdido las esperanzas. Y por eso he sobrevivido tantas tragedias.
La vida errante le enseñó mucho a Mario. Una de las múltiples lecciones fue que, para ganarse un salario digno, tenía que terminar la educación secundaria. Y para ello necesitaba un lugar estable para vivir y un trabajo permanente que le ayudara a ganar suficiente dinero para poder ahorrar. La mejor respuesta a sus inquietudes fue tratar de volver a la familia. Después de todo, ya tenía casi diecisiete años y, con los golpes recibidos, incluyendo los físicos, había madurado. Y si no había madurado, como los otros esperaban de él, por lo menos sabía con más claridad qué quería pedirle a la vida y pedirse a sí mismo.
Regresó a la casa de su abuelo, en Parral. No fue bien recibido desde el momento que golpeó la puerta de entrada. Nada había cambiado en esa casa y nadie lo había echado de menos. O por lo menos eso fue lo que sintió Mario. El padre continuaba siendo el mismo y su crueldad con los hijos seguía, si no igual, tal vez peor de lo que había sido antes. No había espacio para Mario y eso se lo hicieron saber desde el primer día que llegó a la casa: “Te vas y tu cama pasa a ser de otro”. Pero la verdad también es que “Si vuelves, ya no eres de donde eras, porque ya no eres el mismo que cuando te fuiste”.
Las diferencias que habían existido entre Mario y su padre se profundizaron. Y si antes habían sido dos extraños, ahora eran casi dos enemigos. No se entendían y no se toleraban. Ninguno de los dos hacía el esfuerzo para llevar una vida familiar sana y tranquila. Mario no estaba de acuerdo con la forma en que su padre estaba criando a sus medios hermanos, y el padre no soportaba que este extraño le dijera lo que tenía que hacer o no hacer en su propia casa. Su padre no tomaba en cuenta que esa casa también era la de sus padres y de los otros miembros de la familia.
Yo a veces sentía que mi padre estaba ensañado conmigo en esos años. Puta, por la cresta, tenía hasta el nombre de él: Mario Sepúlveda, y el hombre no me toleraba. Era muy cruel conmigo, aunque yo fui su único hijo hombre del primer matrimonio. Me hizo pasar años de sufrimiento. No solo me abandona al nacer, sino que vuelve a mi vida pa puro hacerme sufrir, otra vez. Nunca he podido entender a mi padre. Y es quizás por esa terrible relación que tuve con él que siempre busqué la amistad de señores mayores que me aconsejaran y me ayudaran con mis decisiones en la vida. Así fue como conocí a uno de los hombres que me cambió, de muchas maneras, con sus consejos.
Mario tenía claro que había que salir de esa casa otra vez y alejarse de la familia lo antes posible. Necesitaba un lugar donde vivir, estudiar y trabajar. La pregunta que se hacía en esos tiempos era: “¿Existe algún lugar en Chile para un pobre diablo como yo?”. La repuesta la encontró leyendo los diarios y hablando con los amigos del barrio, especialmente un viejito que le daba consejos, le prestaba libros y le decía que él podía hacer lo que quisiera si tenía la disciplina, el hambre de lograrlo, las ganas y, sobre todo, si estaba dispuesto a sacrificarse. “Nada es fácil en la vida, Mario. Nada te va a caer del cielo en las manos”, le decía el señor Martínez, repitiéndolo como una letanía.
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