Kitabı oku: «Presencia y poder»
Presencia Y PODER
Sabiduría interior que impacta a tu alrededor
Enric Lladó
Título original: Presencia y poder
Primera edición: Septiembre 2017
© 2017 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Enric Lladó
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández A. y Sergio Santos Palmero
Colaboradores: Aida Bonacasa Crespo
Ilustraciones: Oriol Alcober y Marc Petit
ISBN: 978-84-16994-38-0
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.
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A mis padres,
que me enseñaron con su ejemplo la importancia de ser una persona centrada y profunda
Prefacio
En el momento de terminar esta obra, miro hacia atrás y me doy cuenta con cierta nostalgia de los años que han pasado desde que me decidí a escribir mi primer ensayo, un experimento que titulé Los círculos de la influencia personal.
En ese ejercicio iniciático esbocé un primer modelo para tratar de entender el mecanismo de la influencia humana. Mi propósito era ser capaz de describir de manera fácil algo aparentemente complicado.
Desde entonces han pasado muchas cosas y el modelo inicial ha evolucionado. Poco a poco se ha convertido en algo multidimensional y completo.
Estoy satisfecho por fin y siento que, ahora sí, es el momento de que salga a la luz.
Porque cada vez que vuelvo a leer mis propias palabras, me sorprendo conectando con un agradable estado de ánimo, me siento más centrado.
También percibo que a través de ellas llega más de lo que yo mismo quería transmitir cuando las escribí. Para mí es buena señal: mi propio libro me ayuda a aprender.
Ojalá tú sientas lo mismo. Porque al abrir estas páginas estarás entrando en mi espacio más personal: ahora sé que el misterio de la influencia es el tema central de mi búsqueda vital.
No sabría explicarte los motivos. Puede que sea el eco de algún mito lejano que me influye desde un pasado remoto. Quizás refleje alguna necesidad personal desatendida. No lo sé. La cuestión es que el asunto me apasiona y resuena profundamente en mi interior. Me parece un tema maravilloso que promete los tesoros más preciados. Porque nos habla de los demás y también de nosotros mismos. De la realidad visible, pero sobre todo de la realidad invisible.
De una realidad que en muchas ocasiones no se puede expresar con palabras, que todavía esconde la magia de lo inexplorado, de lo sorprendente y de las infinitas posibilidades.
Pues bien, este libro pretende ser un minúsculo agujero, un portal tan pequeño que es casi imposible, entre los demás y nosotros, entre la realidad tangible y la intangible.
Un agujerito infinitesimal por el que vislumbrar el finísimo haz de luz que atraviesa las múltiples dimensiones de la existencia. Dimensiones diferentes, sí, pero al mismo tiempo conectadas, que intercambian vida en forma de energía e información.
Carl Sagan dijo una vez que nosotros somos ni más ni menos que el Universo observándose a sí mismo.
Pues eso, te invito a que eches un vistazo por este agujerito, a ver qué pasa.
Capítulo primero. Presencia y silencio
Gruñón místico
Cada año, por Pascua, marchábamos del minúsculo convento y emprendíamos un viaje de tres días hasta llegar a la catedral.
El viaje era duro, especialmente para los más ancianos. Pero todos lo esperábamos con mucha ilusión.
Abandonar el rigor del convento, recorrer juntos el camino hasta Plasencia, encontrarnos con sus gentes, respirar otros olores, era una aventura y un auténtico placer.
Pero el colofón del viaje era, por encima de todo, la catedral.
Era bella, majestuosa. Llena de representaciones que revitalizaban en tu mente las imágenes de la Historia Sagrada, haciéndolas más claras y luminosas un tu interior. Los vitrales se encargaban de darles color transformando la luz que los atravesaba y que se había ido desvaneciendo en el recuerdo desde la última visita.
Pero lo mejor de todo es que ¡era enooooorme!
Acostumbrados a la estrechez de las celdas de cuatro pies y medio del Palancar, aquellas dimensiones abismales te hacían experimentar a Dios en toda su inmensidad. Allí sí era posible vivenciar un atisbo de la grandeza. Acercarse a comprender, aunque solo fuera minúsculamente, qué podría significar la palabra infinito.
Así que, cuando era el momento de empezar los preparativos para el viaje, una ola de energía invadía el convento, que parecía renacer, cobrar vida al fin. Parecía que la primavera empezara a penetrar en nosotros porque todos estábamos más alegres y cordiales.
Todos menos el viejo hermano Ciriaco.
Cada año, sistemáticamente, era el último en terminar de preparar su zurrón y en calzarse las alpargatas de viaje. Lo hacía a regañadientes, refunfuñando
–Insensatos, grrr, atajo de ignorantes, grrr, paletos...
Gruñía por lo bajini, como disimulando, pero en el fondo deseando que todos le oyeran. Los demás no sé, pero yo entendía perfectamente los insultos que se escapaban de su boca desdentada.
Siempre había sido el más huraño del convento pero en esas fechas su mal humor alcanzaba sus cotas más altas.
La cosa se ponía peor cuando llegábamos a la catedral. Cada expresión de asombro de un hermano, cada manifestación de satisfacción del grupo, tenía como premio un rebuzno y, en sordina, un par de insultos de propina.
Aquel año no me pude contener.
–¿Qué os pasa cada año, querido hermano, que cuando vamos a la catedral y mostramos nuestro asombro ante la majestuosidad de Dios, os molestáis y empezáis a gruñir?
–¿Majestuosidad de Dios decís? Grrr… la verdad, no entiendo muy bien qué demonios hacéis todo el año estudiando y rezando… para esto… Venid, ¡os mostraré!
Por sorpresa, me agarró fuertemente del brazo y me arrastró hasta la puerta de la catedral. Apartando a manotazos y rebuznos a la gente que estaba en el umbral, me colocó justo debajo de la entrada, con un pie dentro y otro fuera.
–Mira adentro –me dijo–. ¿Qué ves?
Todavía sorprendido por su reacción y ante la visión de la impresionante cúpula, no pude más que responder:
–Veo… veo… grandeza, majestuosidad…
–Grrr... bien, bien, ahora mira afuera –me dijo, señalando con su mano hacia el cielo–. ¿Qué ves?
–Pues… no veo nada… unos pájaros revoloteando… el azul del cielo…
–¡¿Lo veis?! ¡¡¿Lo veis?!! ¡¡A eso me refiero!! –exclamó, como el que consigue una ansiada victoria–. La única majestuosidad que encierra la catedral, es la de vuestra propia ignorancia.
Hemos venido para hacer algunos cambios
Isla de Inchkeith, año 1493.
El terrible experimento de Jacobo IV llega a su fin. El suplicio va a terminar para los niños que han sido recluidos allí desde su nacimiento. Hasta entonces, han sido privados de todo contacto con otros seres humanos. Su único vínculo con la Humanidad ha sido una criada sordomuda a la que se le ha prohibido cualquier tipo de intercambio lingüístico y afectivo con los niños.
El objetivo del experimento es descubrir qué lengua hablarán de manera natural, si nadie les ha enseñado a hablar ni han podido entrar en contacto con idioma alguno.
El resultado, según la propaganda oficial de la época, es que «hablaban un muy buen hebreo».
Los testimonios extraoficiales apuntan, no solo a que no hablaban lengua alguna, como es natural, sino a que, por desgracia, no sobrevivió ninguno.
Lamentablemente, esta no fue la primera ni la última vez en la que tuvieron lugar experimentos semejantes. Los escritos de Herodoto hablan de experiencias similares llevadas a cabo por el faraón Psamtik en el siglo VI A. C. Parece ser que Federico II de Prusia y el káiser Guillermo «El Grande» también llevaron a cabo la misma atrocidad.
El maldito experimento es la demostración de dos cosas:
En primer lugar, se convierte en una prueba más de que la crueldad humana no tiene límites, especialmente cuando se es muy poderoso, se vive cómodamente y se tiene la sensación de ser intocable o prácticamente inmortal.
Es una prueba más de que el poder jerárquico, político o religioso puede corromper fácilmente a las personas y convertirlas en máquinas inconscientes e insensibles al servicio de fuerzas oscuras. El poder que se otorga, que no emana directamente de la propia persona, consume a su portador: no es la persona la que posee el poder, sino que es el poder el que posee a la persona.
Solo aquellos cuyo poder emana de su propia naturaleza, de su persona y no de títulos, puestos, linajes o distinciones, son capaces de soportar la fuerza centrífuga del lado oscuro del poder. Estos son los verdaderamente poderosos.
Y de estos, haberlos «haylos».
Curiosamente, a estas personas el poder otorgado no les interesa para nada. Sencillamente no lo quieren, entre otras razones quizás porque no lo necesitan.
Llevo años estudiando a estas personas tan especiales. En este libro hablaremos de ellas. También hablaremos del control y del poder, de su lado luminoso y de su lado oscuro.
Por otro lado, el miserable experimento también nos muestra algo que sin embargo no requiere de ninguna demostración: que las personas somos en relación con otras. Que necesitamos de los demás para validar nuestra existencia. Necesitamos hablar con otros, interactuar, intercambiar, de lo contrario sentimos que no existimos. Nos convertimos en fantasmas y la falta de conexión y contacto nos llevan a la enfermedad o incluso a la muerte.
Uno necesita sentir que existe y la prueba irrefutable de la propia existencia suele ser el efecto que produce en lo demás. Que le miren cuando habla, que le escuchen, que reaccionen.
Por eso es tan desagradable saludar a alguien por la calle y que no nos devuelva el saludo. O estar hablando con alguien y que se dé la vuelta y se marche sin haber podido acabar de explicar lo que queríamos.
Nos aterroriza que nos ignoren, tanto que preferimos una respuesta negativa o desagradable a que no haya respuesta. Necesitamos sentir que producimos un efecto en los demás y en el mundo que nos rodea.
Mi interpretación de esta necesidad es que hemos venido al mundo para hacer algunos cambios. Que nuestra vida tiene un sentido y que este sentido es hacia fuera: trasformar la realidad con nuestra aportación personal.
Algunas personas realizarán grandes cambios, otras se ocuparán de cambios más pequeños pero igualmente necesarios. Cada persona tiene un papel que representar.
Pobres aquellos que sientan que no están cambiando nada a su alrededor. Su existencia irá quedando vacía de contenido, de sentido y de vida. Una existencia sin influencia es como hablar para las paredes: al poco tiempo uno se acaba callando.
No hemos venido para pasar inadvertidos y desaparecer sin dejar rastro alguno. Tenemos una misión que cumplir.
Y aunque hemos llegado hasta aquí desnudos, es igualmente cierto que se nos ha enviado bien equipados y con el poder de llevar a cabo estos cambios. Se nos ha dado una magnífica herramienta para lograr nuestro propósito.
La herramienta somos nosotros mismos. Pero, ¿sabemos cómo usarla?
Presencia que transforma
Aquel que sabe
y sabe que él es,
ese es sabio.
Ante su sola presencia
el hombre puede transformarse.
Texto Sarmouni
Tengo en mi casa una pequeña estatua de Buda, tallada en madera, de unos treinta centímetros de altura. La empleo en mis talleres para facilitar que los asistentes entren en contacto y se familiaricen con el concepto de presencia que influye, que transforma.
Simplemente la coloco delante de ellos, les pido que la observen por unos minutos y que me digan qué sensación les genera. Las sensaciones son muy diversas, normalmente todas positivas.
Y, lo más interesante de todo: todavía no he encontrado a nadie que me diga que no le genera nada.
Figura 1. Mi estatuilla de Buda. Si la miras atentamente durante unos minutos empezará a generar sensaciones en ti. Y eso que ahora mismo ya ni siquiera es un volumen en el espacio, sino un simple dibujo plano en blanco y negro.
Las formas en el espacio, su volumen, generan sensaciones en nosotros. Es el efecto de la arquitectura. Cuando los volúmenes del espacio representan figuras humanas, las sensaciones que generan en nosotros pueden ser incluso más intensas. Es el efecto de la escultura.
Si lo que tenemos delante son seres humanos de carne y hueso, el impacto puede llegar a ser realmente transformador. Es el efecto de la comunicación.
Paul Watzlawick en su «Teoría de la Comunicación Humana» establece la primera de sus leyes: «No es posible no comunicar», argumentando que todo comportamiento comunica algo. Como no es posible no comportarnos, no es posible no comunicar. Incluso el que se queda sentado en una silla con los ojos cerrados está comunicando muchas cosas (que está cansado, que no quiere ser molestado, etc.), lo que a nuestros efectos significa que si hay presencia, hay comunicación. Tu presencia comunica. Y vaya si comunica.
Además, la presencia comunica normalmente de manera inconsciente, sin que te des cuenta. Lo cual no significa que tenga poco impacto, sino todo lo contrario: lo que nos afecta de manera inconsciente tiene mayor influencia sobre nosotros porque es muy difícil oponer una barrera a algo cuya existencia simplemente ignoramos.
Cuando aparece una presencia por nuestros alrededores el efecto es automático e inmediato. Piensa en cuántas ocasiones has retrocedido de manera instintiva, sin ni siquiera pensarlo, cuando otra persona ha invadido tu espacio personal.
El tamaño de este espacio personal varía en función de las distintas culturas y a menudo resulta incluso divertido observar como un latino se acerca a un anglosajón para hablar mientras el otro se aleja. Entonces se vuelve a acercar y el otro se vuelve a separar y así sucesivamente.
Pero ni se dan cuenta: su conciencia está enfrascada en el tema del que están hablando, en el contenido de la conversación. No se percatan de que la razón de que esa conversación no acabe de fluir nada tiene que ver con los argumentos que están intercambiando.
La comunicación a través de la presencia constituye probablemente la forma más antigua de comunicación y se remonta, ya no solo a nuestros ancestros humanos y pre-humanos, sino que es la forma de comunicación por antonomasia en el reino animal. Los adiestradores conocen muy bien la importancia de la postura. Pobre del domador de leones que no haga su trabajo desde una postura firme y poderosa.
Existe un vídeo en YouTube1 donde puedes comprobar el poder de una presencia firme y centrada. Hay un grupo de aprendices de torero quietos de pie en una plaza de toros. Están todos como formando una parrilla silenciosa, separado cada uno por un par de metros del resto de compañeros. La postura de todos es recta, mirando al frente con los pies juntos, bien firmes en el suelo. Las manos en el pecho y los codos pegados al cuerpo. Inmóviles.
De fondo, la voz del maestro: «¡Sampayo, trae ese capote!» y de repente aparece en escena una vaquilla encabritada, corriendo y dando brincos.
Es sorprendente ver cómo la vaquilla, a pesar de correr y saltar como loca, va pasando entre los aprendices sin rozarlos en ningún momento. Los respeta como si fueran firmes columnas de cemento y de hecho al cabo de un rato se limita únicamente a correr por el perímetro de la plaza, como evitando cruzar por el espacio que hay entre los muchachos, como si en ese espacio hubiera algo que prefiriera no traspasar.
«¡Prueba superada!» grita el maestro, y los aprendices asustados ponen pies en polvorosa para ponerse a buen recaudo, sin creerse todavía lo que acaba de pasar.
Pues bien, esta comunicación que emana de la presencia, esta fuerza que ejerce sobre los demás, es probablemente la mayor capacidad transformadora de la que dispones.
He podido estar en presencia de grandes maestros, terapeutas y comunicadores. He revisado miles de horas de grabación de algunos de los personajes más influyentes del último siglo. Y, en mi opinión profesional, todas sus «técnicas», lo que parece más evidente, son solo la superficie.
Pero no necesariamente lo que produce el cambio.
Lo verdaderamente efectivo es mucho más sutil. Su capacidad de transformación se encuentra en un lugar mucho más profundo.
Su verdadero poder emana de su presencia.
El velo de la aureola social
Muchas personas confunden el poder de la presencia con lo que podríamos denominar la «aureola social»: el efecto que ciertos personajes famosos o famosillos generan en otros por el mero hecho de aparecer en nuestro televisor o en las revistas.
No te equivoques. Esa aureola no la producen ellos, sino que la producen los que les admiran, la masa fan, los medios. La produces tú.
Si algún día tienes la oportunidad de hablar con alguno de estos personajes verás como en muchos casos esa aureola no aguanta ni cinco minutos una conversación medianamente profunda. En otros casos puede que quizás aguante un poco más, pero normalmente no suele resistir un segundo encuentro a solas.
Momento en el que se le viene a uno rápidamente a la cabeza aquello de «caga el Rey, caga el Papa y de cagar nadie se escapa». La portada del libro era estupenda, pero el libro era normalillo.
La aureola acaba de desvanecerse.
Es importante saber distinguir esta aureola para levantar el velo que puede tender sobre nuestros ojos.
Los liderazgos más oscuros, normalmente ausentes de contenido real, se suelen sustentar sobre la aureola social.
Desde las tiranías políticas más oprimentes, hasta los niños bullies del colegio. El clásico ejemplo es el del niño que se convierte poco a poco en el tirano dominador de los demás. Quien se atreve a disentir es excluido del grupo. El tiranillo no tiene ninguna cualidad especial más allá del miedo que genera a los otros niños de ser marginados del grupo. Un poder que ha ido creciendo poco a poco, partiendo prácticamente de la nada. El tiranillo realmente no tenía grandes cartas, pero las circunstancias han facilitado que las haya jugado bien.
Una presencia profunda aguanta perfectamente la falta de fans, la falta de medios, la conversación y el paso del tiempo. Esto es así porque es la propia persona la que desprende la aureola. No somos los demás los que se la generamos, ni los fans, ni la parafernalia, ni la vestimenta.
Una presencia profunda en realidad produce mucho más que una aureola. Más bien genera una especie de campo gravitatorio cuyo efecto deforma el espacio y nos atrae con una fuerza inexorable.
Figura 2. Una presencia poco profunda no ejerce ningún efecto sobre las personas de su alrededor, que siguen su trayectoria sin alteración.
Figura 3. Una presencia poderosa y centrada deforma profundamente el espacio y ejerce una fuerza sobre las personas a su alrededor de la que no es posible escapar.
La fuerza de una presencia realmente profunda y centrada puede ser tan notable que, en ocasiones, de manera inexplicable, somos incluso capaces de sentir que nos está observando sin ni siquiera haber entrado en contacto visual ni auditivo con esa persona. No sabíamos que estaba allí, pero percibimos claramente su presencia.
Pero, ¿a qué nos referimos específicamente cuando hablamos de una presencia profunda y centrada? ¿Cuáles son sus características?
Presencia descentrada
Muchas veces para describir un concepto nuevo resulta muy útil empezar describiendo el concepto opuesto.
Esta es una de esas ocasiones, ya que estamos mucho más familiarizados con lo que es una presencia descentrada de lo que lo estamos con la idea de una presencia centrada.
Por eso, cuando abordo este tema en mis talleres siempre empiezo preguntando por los comportamientos de las personas descentradas y entonces somos capaces de llenar pizarras enteras:
Interrumpe
No escucha
Utiliza un tono poco o nada agradable
No cumple
Llega tarde
Demuestra poco equilibrio
Es impulsiva
Muestra nerviosismo
Transmite un agobio visible
Denota cierta agresividad
Pide todo para ayer
En algunos casos expresa obsesión, en otros pasotismo
Ejerce una influencia negativa
Muestra preocupación continua
Tiene falta de criterios sólidos
Transmite falta de claridad en las ideas
Es poco razonable
Expresa cambios de opinión constantes
Muestra falta de organización
Genera desorden
No predica con el ejemplo
Transmite egoísmo
Te genera desconfianza
Seguro que fácilmente se te ocurre alguna que otra característica más para engrosar esta lista.
Una presencia descentrada genera una influencia desagradable, malas sensaciones, ganas de alejarnos. No sería la primera vez en la que alguien cargado de argumentos es incapaz de convencerte de algo, simplemente porque un gramo de ese mal rollo que genera su presencia pesa más que una tonelada de razones.
Lo divertido ahora es girar el dedo hacia uno mismo y darse cuenta de que, en mayor o menor grado, en más o menos ocasiones, todos nosotros exhibimos alguna de estas «virtudes». Cuanto mayor es la presión sobre nosotros, cuanto mayor el grado de exigencia, con más facilidad caemos en ellas.
A veces incluso las llegamos a «cronificar» y mostramos alguna de estas perlas de manera sistemática, hasta en las situaciones más banales, sin saber ni si quiera muy bien por qué. Sin ser capaces de entender nuestro propio comportamiento, respondiendo de manera automática, incluso a nuestro pesar.
En muchas ocasiones no somos conscientes de lo descentrados que podemos llegar a estar. Especialmente en estos tiempos que corren...
La sensación de urgencia permanente
Una señal inequívoca de que estás fuera de tu centro es esa sensación de urgencia permanente que puedes estar experimentando tanto en tu vida profesional, como en tu vida personal. La sensación de que todo es para ayer, de que todo corre prisa, de que no llegas a nada.
Esa sensación pretende darte la capacidad de rendir más y más, de llegar a todos los plazos, de hacerte eficaz. Y, sin embargo, a la larga, consigue todo lo contrario: te agota, te desmotiva y te coloca fuera de tu centro de manera crónica.
Voy a decirte algo que creo que necesitas saber y que puede que en un primer momento te resulte un tanto extraño: a no ser que seas bombero, médico de urgencias, soldado en el frente o piloto en pleno aterrizaje forzoso (por poner algunos ejemplos), lo tuyo no son urgencias reales.
Te puedo demostrar mi afirmación muy fácilmente con el siguiente razonamiento: resulta que en tu día a día laboral tienes un montón de tareas supuestamente muy «urgentes» que hacer y que te generan esta sensación de urgencia permanente tan estresante. Y, sin embargo, te pones enfermo unos días, o incluso una semana, o dos semanas, y no solo no pasa absolutamente nada, sino que resulta que nadie se ocupa de hacer esas tareas supuestamente tan urgentes.
Cuando regresas de tu baja allí siguen esas tareas, esperándote tranquilamente en la oficina.
Coloquemos cada cosa en su lugar: lo nuestro no suelen ser urgencias.
Pero ahora imaginemos que realmente lo fueran. Si ese fuera el caso, esa sensación de urgencia permanente probablemente no sería tu mejor aliado.
Si alguna vez tienes la oportunidad de ver a los profesionales de las auténticas urgencias en acción, médicos, bomberos, soldados, verás que precisamente gestionan esas urgencias vitales con la máxima tranquilidad. Se entrenan para mantenerse centrados, equilibrados, para gestionar esas situaciones con calma, tranquilidad, energía y cabeza.
«Keep calm and carry on» reza el eslogan de un póster producido por el gobierno del Reino Unido en 1939, diseñado para empapelar las calles de la nación ante la eventualidad de una invasión inminente (que afortunadamente nunca necesitaron emplear).
Figura 4. El acertado eslogan cuya traducción sería: «Mantente calmado y sigue adelante».
Tus «urgencias», probablemente no son urgencias. Y si lo son, la sensación de urgencia permanente más bien te puede perjudicar.
Pero, además, esa sensación ni siquiera es de urgencia permanente. En realidad, si profundizas un poco en ella descubrirás que lo que estás sintiendo no es urgencia, sino que es otra cosa.
Lo verás claro con otro ejemplo. Imagina que estás en tu puesto de trabajo y dentro de una hora tienes que entregar un informe de mil doscientas páginas, de elaboración súper compleja y que si no lo entregas a tiempo generarás un problema muy grande en tu departamento. Te juegas el puesto de trabajo.
Mientras lo imaginas, lógicamente, aparece la dichosa sensación.
Ahora imagina que el informe está prácticamente acabado y que lo único que te falta para poderlo entregar es rellenar una ficha con tus datos personales y firmar. Algo bien sencillo que puedes hacer en cinco minutos.
La entrega del informe sigue siendo igualmente urgente e igualmente importante, pero la sensación de «urgencia» desaparece.
¿Por qué? Sencillamente porque lo que estás sintiendo no es urgencia sino sensación de falta de control. Ahora sí que le hemos puesto el nombre correcto a la sensación.
Esa vibración tan molesta, que resuena en tu interior como los instrumentos del dentista en tu boca, que te impide ser tú mismo, que te impide funcionar en tu máximo nivel, es en realidad la sensación que se produce al pensar que no vas a llegar a tiempo para cumplir tus compromisos, urgentes, o no. Es sensación de falta de control.
Para identificar rápidamente si te encuentras centrado –o más bien descentrado–, el mejor indicador suele ser la presencia de esa sensación, una supuesta sensación de urgencia que en realidad es falta de control.
Esta sensación es consecuencia de estar fuera de tu centro, pero al mismo tiempo también es causa de ese «descentre» al retroalimentarlo.
Porque cada vez que esa sensación se genera en ti, no solo te hace menos eficaz, sino que tu presencia vibra y resuena con ella, emitiéndola a tu alrededor. Los demás la perciben, se dan cuenta de tu falta de centro y por lo tanto de tu falta de control. Es inevitable que lo hagan. Y, como consecuencia, no solo sientes que no tienes el control sino que realmente no lo tienes, entre otras razones porque los demás no te lo van a dar.
El control jamás se otorga al que no lo tiene ya.
Acercándote al centro
A lo largo de este libro veremos que el centro es un lugar lleno de recursos. Por ello cuanto más te acercas a él, mayor es la sensación de control.
Esta sensación de control se acaba transmitiendo a través de las señales que envía tu cuerpo. Los demás captan esas señales y es eso precisamente lo que te coloca en una posición de influencia.
Uno de mis antiguos jefes, un director de ventas del que aprendí mucho, era un auténtico maestro del control. Cuando subía a las reuniones del comité de dirección, hablaba bien poco. Dejaba que los demás lo hicieran, que discutieran entre ellos. Al cabo de un rato, cuando ya se habían “quemado” y estaban descentrados por la discusión, simplemente lanzaba sus propuestas. Y lo más interesante: las expresaba desde su centro, con confianza y tranquilidad.
Esto hacía que los demás casi siempre se pusieran de su lado. Algunos, a veces, se ponían un poco nerviosos, les incomodaba su seguridad, su liderazgo. Y claro está, cuanto más nerviosos se ponían, menos convincentes resultaban y más control tenía él de la situación.
A medida que te acercas al centro puedes sentir como la sensación de falta de control, desaparece y deja paso a una tranquila sensación de control.
A diferencia de la sensación de urgencia permanente, precisamente podríamos describirla como de «no-tiempo», de presente permanente. Como si el tiempo no estuviera transcurriendo o como si el tiempo en realidad hubiera dejado de tener importancia. Presencia y presente son dos palabras prácticamente iguales. No es casualidad: estar presente en el aquí y ahora te acerca a tu centro.
Cuanto más cerca estás del centro, mayor es la sensación de calma. Las vibraciones molestas van desapareciendo del cuerpo y van abriendo paso a una sensación de paz que curiosamente podríamos describir como falta de sensación.
¿Y qué encontraremos justo en el centro? Como iremos descubriendo a lo largo de esta obra, el centro es un punto que se caracteriza por un profundo vacío.
En el centro no hay nada.
Sólo un silencio generador desde el que precisamente surge todo aquello que necesitas en cada momento.
El Tao es vacío,
imposible de colmar
y por ello inagotable en su acción.
En su profundidad
reside el origen de todas las cosas.
Tao Te Ching, capítulo 4: La Singularidad del Tao
El centro
Podemos definir el centro como un estado interno de máxima capacidad personal que nos coloca en la posición óptima para influir y ejercer el control.