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La última gran ópera

Cuando pensábamos que la Historia de la Ópera había dado ya sus postreros frutos dulces y se encaminaba irremediablemente a un terreno alejado de lo que comúnmente conocemos como «lo bello», un lugar para el disfrute exclusivo de los intelectuales y no del público de 1959, la figura grandiosa de Emiliano Simancas se alza majestuosa para ofrecer un prodigioso punto final a 359 años de género lírico. ¿Qué puede ofrecer la ópera después de Edipo Rey de Stravinski, de Lulú y de Wozzeck? ¿Hacia dónde se dirige el que ha sido el arte temporal favorito del público, cuando este mismo público manifiesta abiertamente su divorcio con las nuevas tendencias? No podemos saberlo, pero Simancas nos ha regalado un tesoro tardío, como el último de los cohetes de una sesión de pirotecnia cuya mecha fue prendida cuando el espectáculo parecía finalizado. Con ese mismo sabor de boca de sorpresa y deslumbramiento, La enamorada Altisidora ha encumbrado a su autor al olimpo de los compositores inmortales retomando el orgulloso yacimiento de material artístico español que es el tema cervantino.

Por lo menos a la misma altura que las grandes partituras operísticas españolas del presente siglo (de Falla, Roberto Gerhard, Penella…) no ha habido en lo que va de siglo al sur de los Pirineos una ópera tan perfecta en su factura ni tan artística en su inspiración y, en el caso de que sí las hubiera —como las de los compositores citados y alguno más— Altisidora es mucho más ambiciosa, más entretenida y sin duda más audible para el gran público. Lo tiene todo esta obra de arte.

Todas las aspiraciones de Emiliano Simancas quedaron colmadas cuando se le confirmó que el director Gunter Miller tenía intención de filmar una superproducción sobre su persona. El sueño de todo artista vivo siempre ha sido que Hollywood realice una película sobre alguna de sus obras. En su caso, la película no trataba sobre su obra, sino que lo tenía como protagonista a sí mismo, al compositor que había logrado situar su nombre en el cabo final de la línea inaugurada por Claudio Monteverdi, el punto final de la Historia de la Ópera.

Altisidora había sido el fruto de varios años de muy seria labor por parte de su compositor, quien dejó cincelado al detalle cada compás. A los americanos no les pasó desapercibido el potencial cinematográfico del autor como personaje.

Abrió Le Monde y releyó.

Una vida volcada en una sola obra

Los artistas que pueden permitirse vivir de sus obras son unos privilegiados. La mayor parte de ellos ha de buscar otras ocupaciones con las que ganarse el pan. Es común que los grandes compositores se hayan dedicado a la docencia, a la interpretación o incluso a la carrera militar. El caso de Emiliano Simancas es el de un profesor universitario de treinta y cinco años que lleva componiendo música desde la adolescencia, pero que no ha querido dar a conocer ninguna de sus obras por no considerarlas de suficiente calidad como para sentirse satisfecho. «No podría dormir si supiera que una de mis imperfectas obras anteriores estuviera expuesta a la opinión del público y a la crítica de mis despiadados colegas», afirmó Simancas. La modestia de un genio es uno de los más hermosos tesoros que puede ofrecerse a la humanidad. ¡Ojalá nos fuese dado el disfrutar una tarde de una de esas «imperfectas» partituras suyas!, pues a juzgar por su Altisidora a buen seguro nos asombrarían aun en el caso de que fuesen muy inferiores. Me temo que no ha de ser posible, pues afirma el autor haber ido destruyéndolas una tras otra, vocales e instrumentales, de modo que, hasta no haberse visto totalmente satisfecho con una de sus producciones no ha querido mostrarse como personaje público. Nunca buscó fama ni dinero, sino el arte visto en profundidad. ¡Eso es un monumento a la honradez! Tal sinceridad no es común en el mundillo fatuo de los artistas de toda condición. Por ello saludamos a nuestro profesor, le damos la bienvenida y le agradecemos que haya puesto a disposición del mundo su gran obra, su única obra sobreviviente, la bellísima ópera La enamorada Altisidora.

Un año entre halagos da alas a una persona para ofrecer opinión sin complejo alguno sobre aquellos aspectos que se presenten ante su capricho:

—Respecto al papel principal —le expuso Gunter Miller—, no quería dejar de consultarle su opinión, señor Simancas, pues se trata del personaje que le retrata a usted. En la productora tenemos acuerdo con Paul Newman… ¿Lo conoce usted?

—Eeee… le ruego disculpe mi ignorancia, señor…

Los cineastas intercambiaron una mirada cómplice.

—¡Me gusta! ¡Sí, señor! —exclamó Bernstein—. Es usted un tipo modesto que no quiere aparentar ante nadie.

—¡Exacto! —añadió Miller—. Tomamos nota de ello para ir perfilando el carácter de su personaje en el guion.

—Bueno, señores, yo creo que no deben exagerar… —Simancas se quitó peso de encima.

—Mire —retomó el director Miller—, Paul es un actor joven, más o menos de su edad, que acaba de lanzarse al estrellato compartiendo pantalla con Liz Taylor. Es bien parecido y con una enorme personalidad en la mirada. Aún ha de llegar mucho más alto y está en el momento de no resultarnos demasiado caro. Esta es su foto.

Simancas miró la fotografía.

—Es un tipo guapo. Mucho más guapo que yo, caramba. Saldré ganando en la pantalla. ¿Tienen otras opciones?

—Bueno… sí, claro. —Bernstein pareció un poco descolocado ante el remango del compositor—. Dentro del perfil alto que necesitamos, contamos con otros que son algo mayores que usted y por ello tal vez entraban peor en el personaje…

—James Stewart, por ejemplo —anotó Miller. Simancas asintió con visible interés—. Pero el problema es que sé de buena tinta que está metido en varios rodajes a la vez e inaccesible para los próximos dos años.

—También Cary Grant es algo mayor que usted… no sé qué tal lo haríamos… Luego hay otros actores más jóvenes que algún día serán estrellas. Podríamos contar con…

—Cary Grant está bien —interrumpió Simancas—. He visto algunas películas suyas.

—Sería fantástico, pero Cary está a tope de trabajo —volvió a apuntar Miller, muy al tanto de la actualidad—. Creo que ha terminado un rodaje con Blake Edwards, pero debe de estar ahora con Hitchcock. No sé si le pillaremos.

—Me encantaría Cary Grant, señores. Lo veo tan… tan… ya saben… tío serio y simpático a la vez…

—¿Qué? —Se miraron ambos—. ¿Lo intentamos? Cary es un todoterreno. Puede con todo. Y además toca bastante bien el piano. Se defendería en escenas musicales.

—¡Vamos allá!

—Precisaremos en breve —dijo Miller— concertarle una cita con el actor, ya sea finalmente Cary Grant o sea otro. Él necesitará conocerle a usted en su casa, su manera de pensar y de ser, su psicología, y también tomar nota de su aspecto físico, sus andares, sus gestos… dese cuenta de que lo que él tiene que hacer ante la cámara es parecerse a usted.

—Estoy a su entera disposición, señores.

Emiliano Simancas, profesor de universidad, dejó los periódicos, alumbró un puro y permaneció en su lujoso hotel, rodeado de atenciones, sin sentir una mínima necesidad de salir a conocer París. Su ambición aún no estaba colmada, pero se alimentaba a buen ritmo de buenas dosis de éxito y autoestima.

Ante la opinión pública ya era el compositor que siempre anheló ser y su historia iba a ser encarnada por Cary Grant. One man, one score (Un hombre, una partitura) sería el título de la película.

Incluso él mismo se creía su gran farsa.

Hasta el puro le supo bien.

ACTO I.

EL LIBRETO DE LA ÓPERA

CAPÍTULO 3

1893. Un escrito del siglo XVII

—Además de unas cuantas cajas de dinamita —comenzó don Marcelino—, del Machichaco salvaron, por lo que parece, una buena cantidad de mercancías de muy variada naturaleza. Ahora bien, con el zambombazo todo quedó desperdigado entre el fango y los restos de…

No era propio de Menéndez Pelayo el dejar frases sin terminar en su discurso, pero aún le costaba, como a todos, asumir que junto a la cantidad de agua desalojada por el estallido y acumulada en el muelle, el material que conformaba el légamo no era otro que sangre y desechos humanos de cientos de personas, gentes de Santander con apellidos y nombres que, en muchos casos, les eran conocidos.

—Al quedar la ciudad huérfana de autoridades civiles, la organización de este asunto ha sido llevada a cabo de la mejor manera posible, primero un poco a la buena de Dios, en manos de la disposición para ayudar de los ciudadanos y, una vez superados los cinco primeros días, con los heridos ya bien atendidos en hospitales y casas y los fallecidos debidamente enterrados en cristiana sepultura, diferentes instituciones se han hecho cargo del material que ha podido ser recuperado.

»De entre aquellas cajas que sacaron del Machichaco y pudieron ser salvadas —continuó don Marcelino—, algunas contenían documentación con la que no sabían muy bien qué hacer. A alguien en las labores de reconstrucción, organización y limpieza se le ocurrió, al ver papeles y carpetas, que, puesto que ignoraban a quién recurrir para la puesta en orden de legajos, folios y más folios, me fuesen enviadas a mi domicilio para que me encargase personalmente de dicha labor.

—Es público y sabido por todos que, en Santander, si hay que buscar a alguien que entienda de bibliotecas y archivos, la primera persona en la que piensa cualquiera es en usted, Marcelino —reconoció Galdós—. Pero si lo necesita, yo me presto voluntario para ayudarle en lo que haga falta.

—Sí, por supuesto. Y yo también —dijo Morante.

—Faltaría más —añadió Pereda.

—No, no se preocupen. El trabajo de clasificación ya está hecho. No piensen que había muchas cosas. Sacaron unas pocas cajas del vapor y, al ver que no tenían dinamita dentro, fueron a buscar otras más peligrosas. Así que supongo que entre la enorme cantidad de mercancía que se ha quemado o perdido, también hay mucho material de correspondencia y correo que jamás llegará a su destino. Como les decía, hay de todo en cuanto al origen variado de los escritos: administrativos, contratos, facturas, correspondencia, etcétera. Pero también he encontrado algo que creo puede ser de su interés. Se trata de unos pocos pliegos que se hallaban en un carpetón junto a otros documentos provenientes de La Habana y Puerto Rico y cuyo destino, según ven ustedes aquí anotado, era el Archivo General de Indias de Sevilla. Lo he traído porque en dos días sale el vapor de línea Henrietta hacia allá y quería mostrarlo a ustedes antes de embarcarlo con todo lo que es correo en una última travesía para que pueda completar su accidentado viaje desde América. Ignoro la intención del remitente, cuya identidad no se indica en ningún lugar, al enviarlo a Sevilla, pero supongo que ha de tratarse de una donación de herencia por parte de algún indiano de origen sevillano.

Los tres amigos se acercaron a la mesa sobre la que don Marcelino depositó cuidadosamente un rimero de pliegos de evidente antigüedad. Menéndez Pelayo sintió una pizca de satisfacción cuando la curiosidad vino a iluminar la mirada de sus colegas, pues los tres habían sido tocados con el don de la inquietud por conocer cosas del pasado.

—¡Qué interesante! —exclamó uno.

—Mmm… manuscrito.

—Evidentemente antiguo y no difícilmente datable.

Sobre papel grueso, en un tamaño aproximado de folio, y de un color amarillo viejo casi dorado, una caligrafía de formas alargadas, legible, no minuciosa ni preciosista, sino práctica y propia de una mano hecha a escribir a diario, presentaba lo que parecía ser algún tipo de narración.

—Parece literario —anotó Morante—. ¿Lo ha leído, Marcelino?

—Sí, claro. De pe a pa.

Galdós, que tenía abierto el escrito por un lugar al azar, leyó:

¡Dé Dios mal galardón a quien tal arma inventó! Cuántas veces, pecador de mí, la empuñé en variadas empresas creyéndolas justas, y aún hoy sigo creyendo que justas fueron sus causas, que por eso me confieso pecador. Mas no considero el arcabuz un ingenio diabólico por la potestad que otorga a quien la porta para defender lo que es justo de ataques viles y malintencionados, sino porque cualquier villana mano puede en cualquier momento con el movimiento de un dedo arrebatar la vida y los pensamientos de una persona justa y noble, sin siquiera ofrecer batalla a cuerpo, de la más ruin y cobarde forma.

Pereda tomó la palabra:

—Este tipo de papel, fíjense en su rugosidad añeja y en el color, apenas lo he visto en un par de ocasiones. En el contenido y en el continente aparenta estar escrito en el siglo XVII. La grafía, de pluma, evidentemente, podría ser objeto de estudio con el fin de reducir el círculo de posibles autores.

Y, deteniéndose un instante para mirar a don Marcelino, le preguntó:

—Tú ya tienes tus propias conclusiones, ¿verdad?

—Ciertamente.

Sabido era que la biblioteca del señor Menéndez Pelayo albergaba miles de manuscritos, muchos de ellos incunables, pero no añadió nada, dejando que aquello se convirtiese en un juego de deducción. Los amigos aceptaron el reto, encantados de poder desviar de su mente el pensamiento hostigador del trágico suceso que se había apoderado de sus horas de vigilia y sueño en los últimos días. Se preguntaron si aquella redacción poseía un comienzo y un final, es decir, si se trataba de una narración completa, y recibieron la respuesta de que, en efecto, el primer párrafo respondía a lo que pudiera ser el inicio de un relato, pero que, en cuanto al final, no estaba tan claro, pues quizá pudiera tratarse de un bosquejo de una obra mayor o tal vez de un capítulo de la misma. En todo caso, no constaba ni título en la cabecera ni firma alguna. Galdós pidió ver la página inicial y leyó en voz alta el primer párrafo.

En algún lugar de La Mancha, en aquella dichosa edad que vio tan altas y heroicas hazañas navales como no esperan ver los tiempos venideros, en los días venturosos que contaron con las leves e inspiradoras brisas de Aldonzas y Galateas vino a tener lugar esta verdadera historia, cierta como la entonación de un réquiem, que escuché en confesión directamente de la boca de su principal héroe cuando este se encontraba a un punto de su viaje postrero hacia las manos de Nuestro Señor.

Según leía iba realizando muecas con las que mostraba diferentes sensaciones, que se encadenaban desde el asombro inicial, hasta la incertidumbre, pasando por un moderado recelo.

—¿A quién podría ocurrírsele tomar un íncipit como este?

Morante Serna, que por su juventud era en el grupo quien más tenía que aprender, dijo:

—Nadie mejor que usted, Marcelino, conoce el estilo literario de esta época. ¿Considera que podría tratarse de…?

Algún complejo oculto de aspirante a intelectual le impidió finalizar su pregunta ante los tres gigantes que lo acompañaban. Evitaba deliberadamente pronunciar el nombre de Miguel de Cervantes.

—Algún admirador del estilo de Cervantes, sí, pero que solo trata de imitarlo en ocasiones para adornarse —completó la frase Menéndez Pelayo—. Hay varios guiños al Quijote y a otras novelas suyas. El fragmento que ha leído Benito, sin ir más lejos, está prácticamente calcado de aquel capítulo en el que don Quijote maldice al inventor de las armas de fuego.

Morante, que tenía alguna esperanza de encontrarse ante un autógrafo valioso, insistió:

—¿Y no cabe la posibilidad de cotejar esta caligrafía, la sintaxis y el estilo para asegurarnos de que no está aquí la mano de… —de nuevo hizo una pequeña pausa— de Cervantes o algún autor de relevancia?

—Solo por la antigüedad de la redacción, se trata ya de un escrito muy valioso —indicó Pereda—. No obstante, desconozco la grafía cervantina. No he visto antes otra cosa que su firma estampada en los estudios de Marcelino.

Galdós llevaba en los genes la capacidad para observar y analizar mentalmente a la velocidad del rayo antes de emitir palabra alguna. Dirigiéndose a este, dijo:

—Usted sí conoce su caligrafía y, como ha dicho, está seguro de que se trata de un imitador. Ya que lo ha leído entero, ¿puede darnos su opinión?

Menéndez Pelayo era ya por entonces una de las personas que en este mundo mejor conocía los entresijos de la escritura de Miguel de Cervantes, incluida la cuestión de su caligrafía, con la que estaba familiarizado gracias al puñado de autógrafos conocidos por entonces.

—No piensen ni por un momento en otra cosa que no sea un imitador poco avezado. El manuscrito ciertamente debió de ser escrito en algún momento del siglo XVII, lo que le otorga un crédito inequívoco como inestimable pieza histórica. Cualquier morrión del Siglo de Oro formaría parte del inventario de un museo. No obstante, su valor puramente literario es escaso, pues no se trata más que de una narración breve, un relatillo correcto y poco más. Lo he traído aquí simplemente para mostrarles a ustedes un documento de aquella época, que no es cosa que se encuentre todos los días, y por lo curioso de la crónica, pues una vez leído podremos entretenernos discutiendo la veracidad, improbable y lejana, de lo que aquí se cuenta. Ese comienzo que nos ha leído Benito, en el que afirma que se trata de una historia verdadera… ya saben: no es otra cosa que un recurso literario que hemos empleado todos más de una vez en nuestras obras.

Galdós tomó la palabra:

—Esta tarde toca por fin descanso de las labores de limpieza de calles y recogida de escombros, así que tenemos tiempo libre para departir entre nosotros. Si les parece, podemos leerlo en voz alta, como hacen los personajes de nuestros libros. Aquí fuera la temperatura es excelente. Les traeré unas sillas.

En el jardín de Galdós los tres camaradas aspiraron varias bocanadas de aire cálido de la bahía y dirigieron su vista hacia la playa en el instante en que la bajamar obsequiaba con un pedestal de espuma al monumento natural erigido al camello. Más allá, en los prados de la Magdalena, ignorantes de la tragedia que había lacerado a la ciudad, pastaban las afortunadas vacas que habían ganado su concurso de traslado a la costa santanderina, para envidia de sus parientes castellanas.

Tomaron asiento, posaron sus refrescos sobre un pequeño mármol circular, similar al de las mesas de los cafés madrileños y, ajustándose las lentes, Marcelino Menéndez Pelayo comenzó la lectura:

*****

En algún lugar de La Mancha, en aquella dichosa edad que vio tan altas y heroicas hazañas navales como no esperan ver los tiempos venideros, en los días venturosos que contaron con las leves e inspiradoras brisas de Aldonzas y Galateas vino a tener lugar esta verdadera historia, cierta como la entonación de un réquiem, que escuché en confesión directamente de la boca a su principal héroe, cuando este se encontraba a un punto de su viaje postrero hacia las manos de Nuestro Señor.

No lejos de las primeras fuentes del cauce meseteño que sonríe en la Extremadura y que con un suspiro en portugués languidece, plácido, en el mar de los descubrimientos, aún puede la vista avezada entrever vestigios de lo que en su día debieron de constituir, cual castillo a ojos de muchos, los muros recios de una de aquellas construcciones manchegas que servían de lugar de fonda y de muchos otros asuntos y que, por entonces, se daba en denominar ventas. Ejércitos de viñedos en formación, que alfombran sus alrededores hasta un lejano horizonte de olivar, ignoran los numerosos acontecimientos que allí tenían lugar casi de ordinario, no grandes ni heroicos, pero en ocasiones sí tan cercanos a lo divino en su rango como la condición humana permite alcanzar.

Las jornadas que en la venta se sucedían en los meses de rigores estivales, al tiempo que hacían propicio el descanso y la holganza durante las horas posteriores al mediodía, daban ocasión para el bullicio, la algarabía o sencillamente para la vigilia en cualquier momento de la noche, motivo por el cual, aquel lugar nunca parecía dormir, pues la vida y el movimiento no cesaban y encadenaban una aurora con otra.

Paréceme recordar que sería la del alba, cuando unos gritos pendencieros hicieron enmudecer la sinfonía de grillos que acompañaban el cuarto creciente que por Santiago o Santa Ana clareaba el encalado de la venta. Así oyeron mis oídos aquella y otras tumultuarias riñas:

—¡Voto a tal, maldito, si no has hecho trampa!

—¡Cierto! Que yo mismo he visto cómo te escondías un naipe en la manga.

—¡Mal rayo…! ¡Si os he ganado la mano limpiamente y un doblón me debéis cada uno! Uno tú y otro igual de grande tú, Gorrón. Y uno más aquel que acaba de levantarse para no tener que pagar. ¡Eh, tú! ¡El de Consuegra!

—Perico me llaman, pero por estas que tú has de llamarme Pedro y aun don Pedro, pues ningún tramposo me reclama para deudas de juego.

—¿Tramposo me dices tú, padre de todos los bribones? —respondió uno.

—¡Y embustero! ¡Tú y tu padre! Pues es notorio que tal descaro no se aprende, sino que ha de llevarse en la sangre desde muchas generaciones.

Levantose el primero, dispuesto a dar con la altura del de Consuegra en el suelo y de volarle varios de los dientes, pues pendencias muy menores en aquella época se resolvían con grandes daños y aun con algún que otro viaje al otro burgo, que es lugar de destino muy concurrido como consecuencia de disputas nimias entre hombres de toda nación. Y como cada muesca casa y platica con una cuña, entre cada violento arrebatado y su víctima potencial, suele hallarse algún bienintencionado que ponga sus medios para evitar la pelea. Así, uno de los que allí se hallaba, a quien no se conocía otro oficio que el de pícaro, y su compañero, de quien no supe cosa más que el sobrenombre de el Gorrón con el que todos le obsequian, a base de empellones, manotazos, voces y algún que otro tropezón, lograron volver a sentar a ambos, quienes tan pronto como tuvieron sendos jarros de vino en la mano, olvidaron su refriega y continuaron con su juego. El ventero, que de noche procuraba dormir menos que el lobo y que, cuando lo hacía, a buen seguro mantenía uno de los ojos bien abierto, murmuró dirigiéndose a mí al ver restablecido el orden en el grupo de pícaros:

—Ay, padre, no sé si estos malditos litigan de veras o si en buena hora aprendieron una treta para vaciarme de balde mis barricas de Valdepeñas. Más me vale perder dos jarros cada noche que afrontar los destrozos que estas chusmas me acarrean en la venta día sí y día también.

En estas, la alborada trajo tal sucesión de golpes en el portón de la venta que en verdad parecía que querían desencajarlo de sus goznes o, al menos, que a quien fuese que llamaba le apremiaba tal urgencia como si le persiguiera una horda de suevos, vándalos y alanos, todos revueltos en su barbarie. Dos sombras correspondientes a la hija de la ventera y a su criada, una mujerona no vieja y menos joven, que con generoso vaivén de bustos y cadera tomaba la delantera a su ama, se apresuraron a atravesar el patio para abrir.

—¡Vaaaa! —voceó Maritornes, que así se llamaba esta última—. Yo y Dios sabemos que me apresuro para que no me despierten a la venta entera, que ya imagino que quien así aporrea la puerta no tiene ni urgencia ni necesidad, sino que es cosa propia de maleducados y no menos de jóvenes insolentes y malencarados, que no conocen ni ocupación ni familia, sino tan solo la satisfacción inmediata de sus propios caprichos. ¡Que ya vaaaa!

No bien hubo abierto una pulgada del portón cuando, en efecto, varios jóvenes con más aspecto de maleantes y vagos que de otra cosa de orden lo empujaron ruidosamente y penetraron en el patio.

—¡Si sabía yo…! —exclamó Maritornes con la expresión de quien conoce de antemano que aquella morralla no deja ganancias a su amo, sino más bien problemas y deudas las más veces.

—¡Maritornes! —gritaron con alegría varios de aquellos individuos.

—¿Cómo está mi prometida? —rio uno.

—¿Es tu prometida? ¡Pues la mía también! —rio otro.

—¡A ver que te veamos! ¡Rolliza y trabucona, como siempre!

—No nos habrás engañado con otro estos meses, ¿no?

Maritornes, con resignación, les dijo:

—Hala, pasad. No me alborotéis, que tengo la venta llena y hay mucha gente durmiendo.

—¿Y esas gachas, Maritornes? ¡Vengan, que estamos sin desayunar!

—Si las tomáis bien calladitos y me prometéis tumbaros a dormirla en el corral unas horas os la sirvo en gamella grande.

—¡Viva Maritornes! —alborotaron todos.

—¡La condesa de Montiel!

—¿Cómo condesa? ¡Yo te he de hacer reina!

—¡Cásate conmigo y no cocinarás gachas más que para uno!

—¿Quiénes son estos? —preguntó la hija de los venteros, que no llevaba mucho tiempo trabajando con sus padres.

—Estos son unos sopistas que dejan más problemas que doblones. Dicen ser estudiantes, pero los conozco bien, no son sino unos zánganos que con la excusa de sus estudios viven malfundiendo la hacienda de quienes la vida les dieron.

Aquellos estudiantes viajaban ligeros de equipaje, tanto que el único peso que parecía colgar de sus talegas era algún libro con poca traza de haber sido hojeado en más de una ocasión. Hacia el corral se dirigían dispuestos a esperar sus desayunos cuando llamó la atención de algunos la figura de un hombre que, de no ser porque aparecía recién deslegañado y alborotados sus escasos cabellos canos, bien vestido y compuesto pudiera representar un capitán de infantería retirado, que en vano esfuerzo por abstraerse del ruido de aquellos infames populachos, trataba de escribir con pluma y tintero sobre un papel ajado.

Propinando un puntapié a un villano pelirrojo que roncaba sobre dos brazadas de heno apoyada la cabeza sobre una albarda, uno de los estudiantes quiso abrirse paso hacia un lugar mullido en pajas para asegurar un buen lugar de cama una vez hubiese acabado con las gachas prometidas. Mas aquel villano, al que se referían como el Escarramán, no era de los de bien encajar y poco contender, sino bien conocíalo yo como un pícaro más que bravucón al que las malas pulgas le saltaban de cada pelo del cuerpo, quien al mal despertar reaccionó a voces y, como basilisco, buscando a quién aplastar las narices. Enzarzáronse pícaro y estudiante y, voceando, llamaron la atención de cuantos allí se hallaban, que no se demoraron un parpadeo en acudir a la refriega. Un nuevo alboroto en la venta, el pan nuestro de cada día para los desdichados venteros, amenazaba con terminar de despertar hasta al último durmiente. Puños, bofetadas y empellones por doquier, enfrentaban a tirios y troyanos sin que nadie pudiera aplacar el festín de sillas y mesas desencajadas, dientes volanderos y narices sangrantes. En estas hallábase el tercer círculo de condenados del infierno cuando el hombre de porte capitanesco, que, según pensé al verlo, si no era aún sexagenario lo habría de ser en dos amenes, desenvainando su espada de barquilla, de las que solo hacen uso gentes de almirantazgo, asió de cerviz a aquel pícaro padre de los bribones y lo amenazó con la punta del acero al tiempo que bramaba con voz marcial:

—¡Silencio ya, villanos! ¿Es que no os alcanza el seso para no altercar por las más estultas razones? ¡Quienes no habéis conocido otra batalla que vuestras insignificantes pendencias tabernarias, sois incapaces de apreciar la paz que otorga el respeto al silencio! ¡Llenad vuestras panzas con esas gachas y quedad al servicio del sosiego, pues tal vez entonces dejaréis de pareceros más a caballerías cerriles que a seres de naturaleza humana con capacidad para el raciocinio; que si los unos como estudiantes representáis las profesiones del futuro y los otros como gentes sin oficio no generáis ganancia ni intercambio monetario, a fe mía que no puede ser más negro el porvenir de esta España, hoy sobrecargada de rémoras y otrora protagonista de los más eminentes avances en la ciencia y las artes!

Y en soltando al Escarramán, no sin antes haberle propinado, un buen pescozón con el mango de su durindana, por lo que quedó corrido y jurando en arameo, aquella canalla rehízo su camino al orden para contento del ventero y de quienes compartían espacio en la venta. De entre todas las escenas de costumbres que vi en venta alguna, si bien casi todas tienen pendencias similares a la que he contado, ninguna tuvo un final semejante. Cuantos allí fuimos testigos podemos dar fe de que, sin ser nada de contar como cosa heroica, la planta de aquel caballero resultó tan imponente en su talla y en su autoridad que no había uno que no preguntase al vecino si sabía de quién se trataba.

Cargado de curiosidad, yo mismo llegueme hasta el ventero e interroguele si conocía al misterioso caballero, a lo cual este respondió.

—Poco sé de él, salvo que se trata de un noble sevillano, creo que licenciado del ejército y tal vez también de los hábitos. Ya pasó por aquí hace un año y lo mismo la primavera pasada de camino a Toledo y ahora se encuentra en su regreso en la ruta contraria. Llega, descansa un día el caballo, paga cristianamente y se va sin dar ningún quehacer. A fe mía que si así fuesen todos mis clientes yo sería el hombre más rico de La Mancha. Puesto que ha llegado esta madrugada a la venta, descansará durante el día y partirá esta tarde, cuando apriete menos el sol, para viajar con fresco aprovechando la luna.

Observé a aquel caballero en el rato que estuvo escribiendo, tras el cual, enrolló su papel, recogió la tinta, envolvió su pluma y se retiró a un aposento con la intención de dormir hasta el mediodía, cosa en la que al parecer debió de hallar fortuna al quedar la venta excepcionalmente tranquila toda la mañana. Decidí dirigirme a él durante el almuerzo. Su rostro poseía ante el juicio joven de mi mirada de veinte y dos años los signos inequívocos de una edad provecta y la personalidad de una existencia pasada de interés, cuando en su juventud debió de contar con todas sus facultades en máximas condiciones. Yo no podía menos que imaginar su porte extraordinario sobre la popa de una de aquellas gloriosas galeazas que en buena hora pusieron rumbo al Peloponeso, y a buen seguro departiendo asuntos de trascendencia con don Álvaro de Bazán o con el mismísimo don Juan de Austria.

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