Kitabı oku: «Canción del Machichaco», sayfa 7

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Recibid mi más cordial felicitación por la labor tan extraordinaria que estáis llevando a cabo. Dios os bendiga. Lamento comunicaros estas malas noticias. Uníos, os lo ruego, a nuestras plegarias por Mbongo.

Padre Mario.

CAPÍTULO 10

¡Oh, cuánto bien se acaba en un solo día!

Annobón, día de San Esteban de 1562

Mi muy querido padre Mario; querida comunidad de padres capuchinos de Santo Tomé:

Esta misma mañana mi corazón dio un vuelco de alegría al escuchar el zureo del pichón haciendo arrullos a sus hermanos junto a la pajarera, pues ello significa que nuestro sistema de correspondencia aérea funciona correctamente, mas todo el mundo se derrumbó en mi interior al leer la carta que traía bien anudada en su pata. Las noticias no pueden ser peores.

Me siento responsable de lo que pueda haber acaecido al pobre padre Mbongo. Estoy desolado, hundido. Os pido perdón, mis buenos capuchinos, por haber traído esta desgracia a vuestra casa. No puedo decir otra cosa.

No enviéis ningún barco a Annobón, por favor. Ni siquiera habléis de este lugar. Lleva varias décadas olvidado por los negreros y así debe continuar, al menos hasta que esta vergonzosa lacra del comercio de esclavos sea liquidada de la faz de la tierra. Sé que debo obediencia a la Compañía y si esta exige mi regreso, he de hacerlo. Navegaré a Santo Tomé por mis propios medios y encontraré la forma de zarpar hacia España. Allí presentaré mi renuncia en la Orden y, una vez emancipado de mis obligaciones, seré libre para ejercer mi vocación dentro o fuera del sacerdocio, tal vez formando parte del clero regular de la diócesis de Santo Tomé, cuyo obispo me permitió venir a evangelizar a mis hermanos annobonenses. Todo ello lo haré con el fin de regresar a la misión que el Señor me reservó, al lugar en el mundo que me estaba destinado y al que Él me trajo.

Ignoro el tiempo que puedo tardar en arribar a vuestra isla, pero os doy mi palabra firme de que llegaré.

Recibid mi más caluroso abrazo.

Padre Juan de Alanís, S. J.

Ad maiorem Dei gloriam

CAPÍTULO 11

El mundo sin Mbongo

—Padre Juan: ¿no queda un poco soso el momento en que cantamos las palabras noli me condemnare? ¿Deberíamos poner un pequeño acento de expresión en el noli? —Esto preguntaba aquella jovencita cuyo nombre, Ngonda, significa «luna». Hasta este punto llegaba la perfección del aprendizaje de los cantores y su nivel de autoexigencia en cuanto a expresividad y rigor en el canto coral. El jesuita, que trataba de ocultar la natural preocupación que le helaba la sangre desde el mediodía, esbozó una sonrisa y respondió:

—Ngonda: eres ya capaz de prever y adelantarte a las indicaciones que me dispongo a dar en cada momento. Con una formación continuada, en pocos años superarías el conocimiento de tu maestro.

Hasta fin de año el padre Juan procuró llevar las tareas de cada día de la forma más ordinaria, enfrentándose a ellas con el mismo aparente estado de ánimo que hasta entonces. Durante aquellas cinco jornadas asemejó en su proceder a un verdadero sepulcro blanqueado que escondía tras la sonrisa y la actividad incansable un alma devastada. Las dos actuaciones de Año Nuevo trajeron a Annobón un espíritu festivo desconocido por sus habitantes hasta la fecha. La música de Morales, derramada sobre la isla como un don del cielo, provocó un sobrecogimiento del alma e incluso el llanto en muchos de los oyentes en su interpretación de la cueva. En el lago el espectáculo fue total, en lo visual y en lo auditivo. Las antorchas rodeaban el agua y sobre ella, un leve punto de luz sobre cada cayuco indicaba el lugar de donde surgía un foco sonoro. La calidad acústica del sonido, radicalmente diferente a la de la cueva de San Antonio, adolecía de menor pureza, pues al aire libre se pierden muchos colores sonoros, pero conservaba muy buena claridad en su transmisión sobre el agua y no le faltaba cierto recogimiento de la resonancia entre las paredes casi verticales del cráter en sus lados norte y este.

Fue tras finalizar la obra cuando el padre Juan tomó la palabra y comunicó a todos las noticias. Los annobonenses quedaron impresionados por la desventura del padre Mbongo, y enormemente entristecidos ante la noticia de su partida. Juan les pidió que dieran continuidad a todas las novedades que habían transformado la isla: los cultivos de yuca, el cuidado y cría de los animales, el reparto de huevos y leche, las actividades manuales y artesanales y la educación musical de toda la población desde la infancia. Los miembros más destacados de los coros y de la escuela de vihuela española, que en la práctica ya ejercían como asistentes, recibieron el encargo de ser los nuevos maestros. Y finalmente anunció a la joven Ngonda como la futura maestra de capilla del coro San Antonio y de la fiesta de Año Nuevo de 1564, elegida por los miembros de la agrupación. Se hizo un silencio raro y desconocido cuando rogó por dos veces que en el caso de que no regresase a Annobón, no dejaran nunca de interpretar el Officium defunctorum en Año Nuevo.

A partir del segundo día del año dedicó el trabajo de las mañanas a la fabricación de una barca de mayor tamaño que ofreciese resistencia en alta mar y prestaciones de navegabilidad suficientes para no ser devorada por la primera ola de cierta altura a la que se enfrentase. Se había propuesto regresar a Santo Tomé él solo y para ello necesitaba un medio de transporte fiable. Una única vela triangular confeccionada con pieles de tiburón curtidas y cosidas entre sí proporcionaba a la embarcación, ante los ojos de los isleños, el aspecto de un orgulloso y moderno navío que prometía ser capaz de surcar el mar hasta el infinito. Aún quedaban unas cuantas jornadas para que aquel cochambroso cascarón estuviera finalizado cuando, durante las labores artesanales de la mañana, desde la playa alguien dio el aviso nervioso de haber avistado una vela en el horizonte. Juan sintió un vuelco en su corazón y, poniéndose en pie, la mano diestra sombreando sus ojos, comprobó que era cierto. Una mínima vela en lontananza se aproximaba a Annobón.

—¡Maldito! —exclamó para sí mismo e inmediatamente comenzó a gritar una serie de imperiosas órdenes—. ¡Se aproxima un barco! ¡No podemos saber si tienen buenas intenciones, pero es muy posible que no sea así! ¡Pueden ser tratantes de esclavos! ¡Que todo el mundo se refugie en el sur de la isla! ¡Tomad los animales y permaneced escondidos entre la vegetación, cuanto más alto y al sur, mejor! ¡Voy a necesitar diez hombres para tratar de defender la isla! ¡Que alguien localice a Ngonda y le diga que venga!

Las órdenes se propagaron por toda la población como un fuego en un campo de cereal empujado por el viento. Las mujeres tomaron a sus niños más pequeños en brazos, a los demás de la mano y obedecieron en una espantosa desbandada.

—¡Estoy contigo, padre Juan! —le dijo Muzombi, cuyo nombre significa «cazador», a su lado apretando los labios—. Si es preciso derramaré mi sangre por ti. —Y gritó—: ¡Si alguno está dispuesto a morir por la nueva Annobón, que permanezca conmigo!

Los hombres no sabían si permanecer en la playa o correr con mujeres y niños. Mas pronto, una docena de jóvenes, los más intrépidos y resueltos, flanqueaban al padre Juan. El sacerdote gritó al resto:

—¡Id a esconderos y proteged a los vuestros!

Miró a los ojos de cada uno de los doce, tocó y estrechó sus manos, y les dijo:

—Hermanos: en medio año os he hablado del amor; el amor a Dios y el amor al prójimo y el perdón al que nos ofende. Si ese barco es un barco negrero, viene a matarnos y esclavizarnos. Yo os pregunto: ¿creéis que Dios quiere que amemos a este enemigo mientras nos mata y esclaviza o creéis que nos permite hacer lo justo, que es defender a nuestros hermanos?

Para sorpresa del padre Juan, aquellas pacíficas personas mostraron sus dientes y gritaron como guerreros bregados en batalla:

—¡Defenderemos Annobón! ¡Muerte a los negreros!

Una jovencita desnuda que traía el temor dibujado en su rostro llegó corriendo hasta donde se encontraban y entre los jadeos de su respiración entrecortada sollozó:

—¡Padre Juan, padre Juan! —Y se abrazó a él entre lágrimas buscando protección.

—Ngonda, escúchame —le dijo asiendo sus hombros con firmeza—. Necesito que me hagas una promesa.

Ella lo escuchó con la mayor atención, como había hecho con cada una de las palabras que le había visto pronunciar desde el día de San Antonio.

—Si me pasa algo a mí, cuando se hayan ido los blancos quiero que seas tú, que te encargues personalmente, que seas la maestra de capilla —dijo Juan con frases desordenadas que solapaba entre sí—. Que continúes con las lecciones de música, que el pueblo siga practicando, que no se olviden todas las piezas que sabéis de memoria entre todos, que celebres la fiesta de Año Nuevo.

—Pero padre Juan —Ngonda trataba de no llorar—: ¿cómo voy a poder hacer yo todo eso? ¡Solo soy una chica! ¡No seré capaz! ¡No soy como tú!

Él limpió sus lágrimas, tomó sus manos y allí, en pie sobre la arena junto a todos aquellos formidables muchachos, le dijo:

—Ngonda: ¿Solo una chica? Si esta isla fuera un tablero de ajedrez, para mí tú serías la pieza más destacada, la dama de Annobón. ¡Y claro que no eres como yo! Yo soy tan solo un peón de Dios que puede desaparecer sin que por ello finalice la partida. Sin embargo, tú eres vital para tu pueblo, como la luna que te da nombre. Ha sido Dios quien te ha elegido para verter sobre ti los dones de la ciencia y el arte, en los que nadie te supera, ni siquiera yo, aunque creas lo contrario. Emplea tus dones para cuidar a tu pueblo. Y ahora corre con tus hermanos y no regreséis hasta que haya pasado el peligro.

Antes de abandonar el grupo de elegidos, la muchacha dirigió una mirada implorante y entelerida a Muzombi, un gesto en el que ellos reconocieron la súplica sin palabras a la personalidad de un caudillo. En cuanto la joven se dio la vuelta y comenzó a correr, Juan cambió su semblante y ordenó:

—¡Muzombi, entrega a cada uno un cuchillo!

En un minuto estaban de nuevo en la playa.

El barco era aún una vela muy lejana.

—Amigos: esto es lo que vamos a hacer. —Y explicó a los apóstoles negros un plan para rechazar el ataque, porque aun desconociendo la naturaleza del navío que se aproximaba, a Juan no le cabía duda de que se trataba de un barco negrero, posiblemente el único que había visitado la isla con anterioridad, con el mismo patrón que unos meses antes…—. ¡Confío en vosotros!

Los doce desaparecieron de allí en cuanto hubo hablado y él permaneció en la orilla. Al cabo de media hora la balandra del patrón Ventura quedaba fondeada a distancia segura de los arrecifes y la barrera de corales. Juan mascullaba espantosos juramentos en voz baja desde hacía varios minutos acordándose de Mbongo. El soldado había vuelto a cubrir la piel del sacerdote. Un solo bote fue lanzado al agua, tripulado por un solo hombre blanco que en unos pocos golpes de remo sorteó varias rocas, y vadeando un gran islote rocoso muy característico en forma de pirámide que se alza cercano a la orilla, alcanzó la playa.

—¡Me alegro de veros, padre Juan! —dijo en español.

—¡Qué sorpresa, patrón! ¡No había visto un blanco desde junio!

Ventura sonreía mientras de reojo escudriñaba el poblado, en el que no se veía un alma. Entablaron una especie de conversación aparentemente cordial y en una de esas Juan dijo:

—Hoy no hay nadie en la isla, están todos fuera, pero puedo invitaros a un trago de licor. ¿Habéis venido solo?

—No, me acompaña mi tripulación habitual. —Ventura no se había creído la patraña sin sentido del padre Juan—. ¿Se les permite desembarcar?

Juan asintió, ante lo que el patrón lanzó un silbido largo y estridente. En ese momento media docena larga de hombres posaron en el agua una barca bastante más grande que el bote y saltaron a ella. Hasta el momento, el proceder obedecía perfectamente al protocolo de desembarco, tanto que el jesuita concibió una sombra de duda sobre las intenciones oscuras de la visita.

—Nos dirigimos a América a por una carga de plata.

La sombra de duda se disipó como se apaga una vela de un soplido ante esta otra patraña, que superaba en infamia a la anterior. «¿A América en ese medio coco podrido?», fue lo que pensó Juan. Durante medio minuto tuvo lugar un intercambio de frases formales, propias de quienes están tanteando un juego.

—Ah, claro, lo olvidaba —exclamó Juan de Alanís arqueando sus cejas cuando ya se encontraban en el extremo de la playa, en el lugar en el que se alineaban las primeras chozas del poblado—: En esta isla no hay licor. ¡En realidad no hay nada para una escoria como vos!

En ese momento se escuchó un grito desde la balandra y ambos, dirigiendo al instante su mirada al barco, fueron testigos de cómo dos annobonenses lanzaban al mar el cadáver del único tripulante que había quedado a bordo. Entre la playa y la balandra, los otros diez muchachos se deshicieron de las cañas que les habían permitido respirar bajo el agua los últimos minutos y, surgiendo de las profundidades bajo la mirada asombrada de los blancos, volcaron la barca. En un abrir y cerrar de ojos, estos se vieron chapaleando bajo la superficie del agua entre arcabuces y pistolones que se hundían, y luchando por mantenerse a flote para respirar.

Ventura giró la cabeza hacia su anfitrión, desconcertado y rabioso al verse víctima de tal engaño y trató de sacar un pistolón de su faltriquera, pero aquello suponía una maniobra muy larga que requería para su buena realización bastante más tiempo del que Juan de Alanís estaba dispuesto a conceder. Ya sufrió este en Canarias una buena herida al no haber sabido cambiar el traje de sacerdote por el de soldado en un instante. Ahora era un soldado calculador y cargado de fe en su empresa, así que, sin dar opciones a su oponente, de una rapidísima y certera patada hizo volar el arma y cuando el negrero trató de blandir un cuchillo que llevaba sujeto en el cinturón, le asestó un puñetazo en el estómago. Sin detenerse, con este doliéndose por el golpe, lo agarró del brazo que sujetaba el arma por la empuñadura y llevándoselo a la espalda lo oprimió hasta que el cuchillo cayó a la arena. Desde el agua llegaban gritos ahogados en el agua y el sonido de numerosos chapoteos. Ventura estaba tumbado boca abajo y su enemigo le estaba atando fuertemente las manos en la espalda. Una vez realizada esta operación, Juan lo asió de los pies y lo arrastró hasta la orilla. En pocos segundos comenzaron a salir del agua annobonenses y europeos: los primeros sumaron doce y los segundos siete. Los primeros estaban vivos, los segundos, muertos.

El padre Alanís realizó la señal de la cruz a las víctimas con unas palabras y posteriormente impartió la absolución de los pecados a sus hermanos.

—Habéis sido bravos, hermanos. Habéis hecho lo correcto —dijo, y procedió a trabar los pies del patrón para inmovilizarlo por completo.

Con el costado derecho de la cara cubierto de arena, este suplicaba:

—Pero ¿por qué nos hacéis esto? ¡Yo no he hecho nada! ¡Os suplico que me dejéis libre, padre!

Con los doce negros dispuestos en círculo a su alrededor, Juan de Alanís apoyó su pie en la espalda del negrero.

—¿Qué hicisteis al padre Mbongo?

—¡Nada! ¡De verdad! ¡Lo dejé en Santo Tomé, nada más!

De Alanís tomó uno de los cuchillos de sus hermanos y se inclinó sobre su prisionero, punzándole el lóbulo de la oreja.

—Me lo vais a contar antes o después, así que vos diréis si queréis hacerlo con o sin tortura. —Y lanzó un grito desgarrador pronunciando muy despacio—: ¿Qué hicisteis con el padre Mbongo?

—¡Esperad! —gimió—. ¡Esperad! —repitió con algo menos de patetismo—. Lo llevé a Santo Tomé, como os dije que haría. Al llegar a puerto me dijo que lo esperase, porque tenía que ir al hospital a recoger la moneda de oro que quedaba para el pago.

De nuevo la duda piadosa planeaba por las alturas de la escena. ¿Y si aquel hombre decía la verdad? Hasta entonces todo concordaba con lo explicado por el padre Mario. Ventura continuó:

—Pero Mbongo no regresó al barco. Yo no quise ir a buscarlo ante el temor a ser atacado por todos aquellos negros. Así que zarpé de allí.

El sacerdote se recordó a sí mismo en su primera salida al exterior del hospital de Santo Tomé, intimidado por los negros que comenzaban a rodearlo justo antes de que Mbongo lo rescatase y la duda atroz pareció nublar su alma de soldado. En el fondo todo cuadraba. El argumento podría perfectamente ser cierto. El padre Juan, hombre caritativo y misericordioso, volvía a regir su propia mente. Se sintió observado por aquellos doce muchachos a los que había predicado el amor y el perdón y se dio cuenta de que toda su labor en la isla se iba al traste si le veían ejercer la violencia de ese modo. Soltó la oreja del patrón y se incorporó. Aquel, al considerarse libre del peligro más inminente escupió de su lengua algunos granos de arena en un gesto que de inmediato provocó en el cerebro del sacerdote la proyección de varias imágenes que permanecían olvidadas en su memoria desde la travesía que lo trajo a Annobón. Ese mismo gesto lo había visto realizar al patrón en el barco al pagarle las tres primeras monedas de oro. Por extensión, y no ocupándole este razonamiento más de lo que dura un parpadeo, concluyó que un tipo que llega armado hasta los dientes a una isla como Annobón en un sospechoso barco vacío también realizaría, igualmente armado y sin temor ninguno, el corto trayecto que separa el puerto de Santo Tomé del hospital de los capuchinos. ¡Un tipo como ese que lleva una pistola en la bolsa y una daga como compañera de viaje no se queda sin cobrar un escudo de oro español de unos pobres franciscanos! ¡No había más que mirarlo a la cara para darse cuenta! El padre Juan en esta ocasión tuvo que hacerse a un lado ante el soldado Juan de Alanís, que sobre el recuerdo del buen Mbongo, no estaba dispuesto a arredrarse.

—¡Basta de mentís! —gritó.

Al instante, asió firme el metal y agarrando con dos dedos en pinza la oreja del individuo, la rebanó de un tajo limpio.

El sucio negrero, con los ojos desencajados, gritaba como un cochino por San Martín. Los pobres annobonenses se mantenían firmes: lo que hiciera el padre Juan, bien hecho estaba. No entendían nada de aquel parlamento salvo cuando nombraban al padre Mbongo. Por ello tenían bien claro el propósito de la escena que estaban viviendo.

—¡Maldito! —exclamó furioso entre dientes y, lanzando el apéndice a la arena justo frente a sus ojos, le mintió al ensangrentado oído—: Si queréis vivir, decidme la verdad.

El negrero confirmó entre sollozos las sospechas del padre Mario. Una vez en el barco, Ventura golpeó a Mbongo, recogió el dinero que le pertenecía y lo amarró al palo de la balandra. Sin detenerse un instante, puso rumbo este hacia el continente africano. En un mercado cualquiera del estuario del río Komo, en tierras del Gabón, el padre Mbongo fue vendido a un tratante de esclavos, quien posiblemente lo revendió junto a otros muchos en otro mercado de Luanda, mil kilómetros al sur, antes de cruzar el Atlántico para ser vendido en América a otro tratante por el doble de lo que ganó Ventura con él. Dicen que a los esclavos se les permite casarse y tener hijos, ya que estos son nuevos esclavos gratis para el patrón. Es posible que Mbongo comenzase una nueva vida seglar en el nuevo continente, con una esposa esclava y varios hijos esclavos. Una vida mucho peor, sí, pero una nueva vida.

Según iba el negrero confesando su felonía, Juan pensaba en viajar al río Komo en busca de su amigo, mas reconociendo su derrota y la imposibilidad de encontrar una mínima posibilidad de acometer semejante periplo con éxito, derramó de su garganta un grito que no era grito, un lloro que no era lloro e hincó con saña el cuchillo en el lateral del cuello del miserable blanco.

Los difuntos recibieron cristiana sepultura en una misma fosa excavada en un rincón del cementerio.

El padre Juan explicó esa misma noche a todos los isleños lo que había ocurrido con el padre Mbongo y las posibilidades que se abrían ante su paradero, que no eran más que dos: una vida en la esclavitud o con suerte el fallecimiento durante alguna de las travesías. Teniendo en cuenta las condiciones insalubres de hacinamiento en que viajaban los esclavos en los barcos, la peste y la podredumbre que los acompañaba en las bodegas y la facilidad con que las enfermedades infecciosas se cebaban con los más debilitados, era habitual que muchos esclavos perdieran la vida antes de pisar su lugar de destino. Les explicó que, si en alguna ocasión divisaban una vela en el horizonte en dirección norte, repitiesen el procedimiento de ese mismo día consistente en recoger el ganado y refugiarse en el sur, donde la vegetación es más densa y la isla más inhóspita. Ya a medianoche, con una luna muy crecida, quiso que los doce héroes de Annobón además de Ngonda lo acompañasen al lago. Con iluminación de antorchas se llegaron a un lugar recóndito de la orilla norte. Volvió a repetirles sus deseos de que dieran continuidad a las innovaciones y a la preparación de los fastos musicales de cada Año Nuevo. Tomó entonces su vihuela y al sacarla de su saco de tela dijo:

—Mi vihuela me ha acompañado en todos los viajes que he realizado hasta ahora. Varios campamentos y barcos de guerra han sido testigos de sus notas en Europa; la traje a Annobón y con ella muchos de vosotros habéis aprendido la forma de estudiar para alcanzar maestría. No me es posible continuar por ahora con vuestro adiestramiento musical, pero volveré con vosotros. Como prueba de mi promesa la vihuela se quedará aquí. Vosotros seréis testigos del lugar en que la dejaré enterrada, bajo la custodia del pico de Fuego, oculta para cualquiera que no la busque intencionadamente. Cuando regrese a Annobón, volveremos a subir todos al lago y la desenterraremos para continuar nuestra vida como si nunca me hubiese marchado.

—Padre Juan. —La luna ornaba con espuma los rizos de Ngonda al ritmo de las sombras en movimiento provocadas por las antorchas—. ¿Podríamos escuchar la vihuela por última vez antes de tu partida? Estamos en un lugar que desde hace unos días posee un significado muy especial para nosotros y, este momento musical, quedará en nuestras memorias para siempre. Por favor.

El sacerdote sonrió a aquella bellísima Magdalena negra flanqueada por sus apóstoles de fibrosos torsos y trató de empaparse bien de la estampa para grabarla en el lugar del cerebro en el que se almacenan los recuerdos no perecederos. Sin reparar siquiera en la desnudez de Ngonda, sino en su fascinante capacidad para asimilar todo tipo de conocimiento, reconoció no haber visto jamás una mujer más hermosa.

Sentado sobre una roca que podría asemejar la cabeza de un caballo —un animal que ningún annobonense había visto más que en los dibujos sobre los que el padre Juan les explicó el juego del ajedrez—, a unos siete pies por encima de la superficie del lago, comprobó la afinación del instrumento y empezó a tañer notas y acordes que como vuelo de libélula se propagaron con claridad y pureza extremas por la superficie del lago. Podía haber escogido una obra importante, tal vez alguna que hablase de penas o de despedidas, pero sus dedos escogieron una cancioncilla ingenua, pequeña y cargada de belleza, como su isla, que los trece testigos habían escuchado en múltiples ocasiones y que narra una historia cualquiera. Música de Peñalosa, un compositor insuperado en la serenidad y ternura de sus compases y al que Ngonda dotaba de un encanto, dulzura e inocencia excepcionales. Uno de los muchachos, Maswa, se unió a ella en dúo en la segunda estrofa:

Por las sierras de Madrid

tengo d’ir,

que mal miedo é de morir.

Soy chequita y…

Vuestros son mis ojos,

Isabel;

vuestros son mis ojos

y mi coraçón tanbién.

Aquel pastorcico, madre,

que no viene,

algo tiene en el campo

que le duele.

Tras la postrera nota musical se hizo un silencio de varios minutos, durante el que vivieron cómo la sensación musical que había coloreado su atmósfera se difuminaba paulatinamente en la noche, absorbida por la luna y las estrellas.

—Antes de enterrar la vihuela y regresar al poblado —indicó Muzombi, quien en cuestiones de música reconocía estar menos dotado que la mayoría de sus conterráneos—, interpreta otra para nosotros. La música me hace bien. Después de la matanza de esta mañana, he estado todo el día muy nervioso y en tensión. Pero ahora estoy lleno de paz.

Todos asintieron.

—Cierto, padre Juan —añadió la chica del grupo—. Toca para nosotros, te lo pedimos. La dama de Annobón te lo demanda —bromeó con una sonrisa pícara.

Y Juan de Alanís se despidió de Annobón con los sonidos inmateriales y divinos de La dama le demanda, la tablatura de diferencias de aquel ciego burgalés, que desde entonces permanecería en su mente asociada al rostro de la jovencita cuyo nombre significaba «luna».

Enterraron la vihuela a buena profundidad dentro de una caja de madera de ceiba, bien engrasada con varias manos de aceite de palmiste para impermeabilizarla, junto a la roca en forma de cabeza de caballo. En ella, para marcarla convenientemente y poder localizarla con mayor facilidad, realizó unos profundos rasponazos con una azadilla: doce dibujos esquemáticos de personas en círculo y otros dos en el centro que no habrían de borrarse en siglos.

Tras el alba, el sacerdote embarcó en la balandra, que venía preparada con grillos para hacinar casi cien personas, y con el viento a favor zarpó con varias de sus palomas jóvenes en dirección nordeste cargado de tristeza y de amor.

*****

No le costó gobernar la nave durante una jornada completa. Al avistar las alturas de Santo Tomé liberó el bote de remos, descendió a la bodega, con ensañamiento picó el suelo abriendo varias vías de agua y con la certeza de una zozobra inminente saltó al bote. Antes de haber ganado distancia volvió la cabeza en dos ocasiones para comprobar que no quedaba ni una pulgada de madera de aquel barco negrero visible sobre la superficie y remó casi dos horas hasta el puerto.

Lo primero que hizo al tomar tierra fue anudar una ramita verde a uno de los pichones. Lo acarició con su propia frente y, tras besarlo cuidadosamente, lo lanzó al aire. En unas horas estaría en manos de Ngonda, quien seguramente también lo besaría. La avecilla elevó su vuelo y tomó dirección suroeste en línea recta, a través de la isla y sin necesidad de vadearla como harían los humanos.

Fue recibido con alegría por parte de los padres capuchinos de Santo Tomé. Escucharon día tras día sus historias con embeleso tal vez preguntándose cuánto habría de adorno o exageración en sus palabras, pues el bravo padre Juan de Alanís no dejaba de ser un español y, como tal, no podían evitar suponerlo proclive a la alharaca. Con todo, no tardaron en tomarle aprecio debido a su capacidad de trabajo y sacrificio. Su juventud derrochaba fortaleza e iniciativa tanto en las labores de huerto como en las de hospital y de pastoral evangelizadora. Aún tuvieron que pasar dos meses hasta que el capitán de una nueva carabela atracada al alba le anunció que partiría a los dos días rumbo a Lisboa. Los niños, siempre ellos, fueron sus más fieles acólitos en esos sesenta días. En cuanto ponía un pie en la calle, algún pequeño ya gritaba: «¡Padre Juan, padre Juan!», tras lo cual no se sabe de dónde aparecía un pequeño ejército de negritos que, asiéndole la sotana —los dos más afortunados de cada viaje le tomaban de la mano—, lo acompañaban el resto del viaje, cualesquiera que fuesen los quehaceres que le aguardasen. Era una situación de la que ya había tomado costumbre en Annobón. Él les preguntaba sus nombres, los cuales trató de aprender en varios días.

Uno de aquellos niños, no obstante, agachaba la mirada cuando todos voceaban con estridencia y el bueno de Juan no tardó en apercibirse de ello una mañana. Era una niña que presentaba un aspecto evidente de desnutrición. Al regresar al hospital antes del crepúsculo, tras haber empeñado la jornada en reparar un tejado cochambroso que amenazaba la ruina para la familia que se embaulaba allí cada noche, la animada cáfila de chiquillos lo rodeó alegremente como hace un banco de alevines en torno a un pez mayor. Entre todos ellos, la más alejada, tras su cortina de mocos y con su vientre hinchado, estaba la niña peculiar. Empleando su arte del disimulo, Juan miró al cielo como buscando un ave y se desplazó hacia ella, momento en que la tomó de la mano y dejó de mirar al cielo. Su suertuda nueva amiga, llena de orgullo, se avergonzaba, no obstante, de ocupar un puesto que no le pertenecía, pero de vez en cuando alzaba la vista hacia el sacerdote. Unos ojos grandes, desproporcionados respecto a la cabecita que los albergaba, cargados de dolor y de tristeza, coincidieron con los suyos en varias ocasiones. Fue en uno de esos instantes cuando el padre Juan de Alanís sintió que su vida daba un nuevo vuelco. Su corazón, como en los momentos importantes, latía con unas palpitaciones inusitadas. Esos ojos, espejos del alma, habían sido cubiertos con una pátina de esperanza que los hacía brillar como posiblemente nunca lo habían hecho. Esperanza. Eso es lo que vio en ellos.

Tras haber maldormido, salió muy de mañana a finalizar el trabajo del día anterior.

—¡Veamos! ¿Cuáles son vuestros nombres? —preguntó a la pequeña horda que no tardó en reunirse a su vera. Enseguida estaban todos gritando. Esta vez se acercó directamente a tomar la mano de la niña especial.

Él los repetía y podría decir que ya era capaz de nombrar a un puñado de ellos, que coincidía con los más ruidosos y extravertidos. Pero como viera que ella no decía palabra le dio un tironcito con la mano con que la tenía asida y le dijo:

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