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La Guerra de la Independencia (1808-1814)

Claves españolas en una crisis europea

Enrique Martínez Ruiz


ISBN: 978-84-15930-34-1

© Enrique Martínez Ruiz, 2014

© Punto de Vista Editores, 2014

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Índice

El autor

Introducción

El preludio

Unos precedentes introductorios

La diplomacia y las guerras de revancha

Rumbo a 1808

El comienzo de la crisis

En el pórtico de la guerra

La precipitación de los hechos y la organización militar española

Distribución de la fuerza

Características de la crisis

Características de la guerra

Guerra de liberación/guerra nacional

La guerra convencional

La guerra no convencional

La guerrilla

Guerrilla, ejército y guerra

División de la ideología política española

Desarrollo de la guerra

El inicio de las operaciones

Incorporación de Inglaterra a la guerra peninsular

Napoleón en España

El plan napoleónico de conquista peninsular

La consolidación francesa en Aragón y en el Este

Las operaciones para la conquista del Sur

Campañas para la conquista de Portugal

La guerrilla en la guerra

Del predominio francés a la victoria aliada

La España josefina

La llegada de José I a España

El marco institucional del régimen josefino

Los afrancesados

El Gobierno de José I

El “Rey de Madrid”

El rey José I y la guerra

Dinámica y consecuencias de la guerra para la España josefina

La España fernandina y la Revolución Liberal

La quiebra institucional del Antiguo Régimen

Los primeros pasos del Nuevo Régimen

La Constitución y el marco constitucional

Civiles y militares, una relación compleja

Autoridades políticas y autoridades militares: tendencias y actitudes en el umbral de 1808

El comienzo de la guerra y el afloramiento de las rivalidades

Preponderancia civil versus preponderancia real/militar: claves prácticas e ideológicas del conflicto

En la hora del balance

Las destrucciones. El legado y el mito

Los desastres de la guerra

La “inútil” reacción

Los Cien Mil Hijos de San Luis (1823): ¿La Guerra de la Independencia rediviva?

El legado y el mito

Orientación bibliográfica

El autor

Enrique Martínez Ruiz (Madrid, 1962), Catedrático de Historia Moderna en la Universidad Complutense de Madrid, Profesor invitado en numerosas universidades extranjeras, como la Paul Valéry de Montpellier (Francia), la Poznan (Polonia) o la de Coimbra (Portugal) entre ellas y centros de investigación como el Instituto Ravignani en Buenos Aires. Además de haber participado en congresos, seminarios y reuniones científicas nacionales e internacionales, es director de una treintena de Memorias de Licenciatura y una veintena de Tesis Doctorales, y autor de más de doscientas publicaciones de su especialidad, en las que se ha consagrado como gran especialista en Historia Militar e Institucional. Entre sus libros están La Seguridad Pública en el Madrid de la Ilustración, La España de Carlos IV... y entre las obras que ha coordinado o dirigido recientemente destacan Felipe II y las ciudades de la Monarquía (3 vols.) y El peso de la Iglesia. Cuatro siglos de órdenes religiosas en España. Su actividad académica e investigadora ha sido reconocida con los nombramientos de Comendador de la Orden de la Estrella Polar (Suecia) y correspondiente de la Sociedad de Historiadores Argentinos, así como la concesión del Premio Nacional de Historia de España, la Gran Cruz de Plata al Mérito (distintivo blanco) del Ejército y la Medalla de la Facultad de Derecho de la UNED.

Introducción

La Guerra de la Independencia es uno de los episodios de la historia de España que constituye un referente generalizado por su dimensión popular, por su trascendencia política y por sus novedades militares, significativas tanto en el plano estrictamente peninsular como en el internacional. Tales circunstancias han hecho de este conflicto armado un suceso especialmente recordado a lo largo del siglo xix, pese a su dramatismo y violencia, pues todos los partidos políticos buscan en ella sus orígenes tratando de basarlos en el ideario y la conducta de unos u otros de los diputados de las Cortes de Cádiz, de la misma forma que la recuerdan con complacencia las clases populares por su heroica y abnegada participación, al tiempo que en lo militar se acentúa la flexibilización de la estructura del Ejército, anunciando la llegada de unas escalas más abiertas. Todo ello hace de esta guerra algo muy presente en la vida española decimonónica y explica el proceso de mitificación que ha ido experimentando con el paso de los años.

Sin embargo, es muy frecuente considerar esta guerra fuera de su contexto internacional, lo que constituye una gran limitación en su percepción, ya que se tiende a verla como una especie de antesala del siglo xix con una gran carga potencial en todos los sentidos, carga que se malogra por la incompetencia de nuestra clase política. Pero la Guerra de la Independencia no es un mero preludio decimonónico, es mucho más. En efecto, España en los años precedentes al conflicto era la tercera potencia mundial, temible por su Imperio y codiciada por Francia como aliada por su potente flota, que le permitiría enfrentarse con algunas posibilidades de éxito a Inglaterra en el mar. En consecuencia, nuestra Guerra de la Independencia hay que insertarla en la dinámica internacional de fines del siglo xviii y comienzos del xix, que es desde nuestro punto de vista la manera correcta de plantearla y abordarla.

Lo sucedido entre 1808 y 1814 aquí en la Península Ibérica y los hechos coetáneos que se inician en las colonias españolas de Ultramar van a marcar un gran giro en la situación internacional de España, de manera que si en 1808 todavía tiene rango de gran potencia –aunque no sea de primera fila–, después de 1814 encontramos una monarquía que ha conseguido un gran prestigio en Europa por el comportamiento heroico de su pueblo, pero hay evidencias de que posiblemente al coloso se le hayan convertido los pies en barro, pues no es capaz de controlar la sublevación de sus colonias americanas. En los años siguientes, la situación internacional española se deteriora: pierde el prestigio en nuestro continente al dar una nota disonante en la Europa de la Restauración (los súbditos se sublevan contra Fernando VII, que sólo podrá mantener el absolutismo de su Corona con ayuda extranjera) al tiempo que se consuma la independencia de las colonias españolas en América, dejando a España reducida a su mera extensión metropolitana con algunos enclaves isleños en el Atlántico y en el Pacífico.

¿Cómo es posible que, prácticamente, en una década –de 1814 a 1824– se produzca semejante mutación? Ése es el gran interrogante y esa mutación es la que va a darle a la Guerra de la Independencia la significación que posee en el recuerdo del pueblo español y en el tratamiento historiográfico predominante recibido hasta el momento, pues la variedad de su desarrollo, la cantidad de elementos implicados y las múltiples facetas que ofrece le dan una enorme proyección de futuro, además de generar valores, recuerdos y mitos.

Nuestro objetivo va a ser situar la Guerra de la Independencia en su contexto internacional, desentrañar aquellas dimensiones que resultan especialmente significativas y mostrar cuáles son las facetas que van a mantenerse “activas” en el siglo xix.

El preludio

De 1808 a 1814 la Península Ibérica va a convertirse en un campo de batalla donde van a enfrentarse cuatro países: Francia, por un lado, y Portugal, Inglaterra y España, por otro. De los cuatro, tres nos interesan espacialmente y tienen una larga tradición de enfrentamientos y alianzas, cuya dinámica viene determinada por el desarrollo diplomático y bélico del siglo xviii.

Unos precedentes introductorios

España e Inglaterra llegan a 1808 siguiendo un camino con ciertas similitudes y no pocas rivalidades: a principios del siglo xviii las dos estrenan dinastía (los Hannover en Inglaterra, los Borbón en España) y las dos rivalizaban en el ámbito colonial, pues la posición predominante española en Ultramar empezaba a ser un obstáculo para Inglaterra, que se había lanzado con decisión a la aventura colonial desde la paz de Utrecht (1713) y va cimentando su expansión a costa de Francia, sobre todo, aprovechando las paces de los diferentes conflictos en los que se enfrentan a lo largo del siglo, además de su propia proyección colonizadora, lo que le llevará finalmente al choque directo con España, un enfrentamiento que se venía gestando desde mucho tiempo atrás y que habían reverdecido en los lustros iniciales del siglo.

Por su parte, Francia ha experimentado un cambio interno trepidante a consecuencia de la revolución que estalla en 1789. Sin embargo, sus planteamientos internacionales no han cambiado, aunque respondan a motivaciones diferentes, pues si en tiempos de la Monarquía Borbónica el enemigo a batir era Inglaterra (contra la que abrigaba deseos de desquite, prácticamente, desde después de Utrecht, deseos estimulados por la paz de 1763, que ponía fin a la Guerra de los Siete Años y en la que prácticamente pierde su imperio ultramarino), Inglaterra seguiría siendo para la Francia revolucionaria y napoleónica el rival irreductible, el alma de la resistencia a los planes franceses, ya que al abrigo de su situación insular, su potente flota la protegía de un ataque directo y sus tropas podían luchar en el continente junto a las de sus aliados.

De esta forma, Inglaterra era el enemigo a batir para Francia y España, cuya aproximación se ve facilitada al estar ambas monarquías dirigidas desde principios del siglo xviii por miembros de la misma familia y coincidir sus intereses ultramarinos al compartir idéntica amenaza. Esta realidad, que queda enmascarada inicialmente por el predominio del principio del equilibrio o de la balanza de poderes, se reajusta en los conflictos que jalonan las primeras décadas del siglo xviii hasta quedar claramente manifiesta en los dos grandes conflictos centrales de esa centuria: la Guerra de Sucesión Austriaca (1740-1748) y la Guerra de los Siete Años (1756-1763).

A lo largo de esos enfrentamientos, Inglaterra, Francia y España constituyen una especie de trípode en torno al cual giran las demás potencias: algunas como Austria, Prusia y Rusia con protagonismo propio; otras, las más, como comparsas, aunque ocasionalmente no carezcan de protagonismo estelar. No nos interesa en esta ocasión pormenorizar en las alianzas y sus cambios, pues nos apartaría de nuestro objetivo primordial, pero sí haremos una llamada de atención sobre los dos conflictos que acabamos de citar –Guerra de Sucesión Austriaca y Guerra de los Siete Años–, separados por un sorprendente y espectacular giro diplomático conocido gráficamente como la Reversión de Alianzas o la Revolución Diplomática de 1756, por la que Inglaterra, aliada de Austria, abandonaba la alianza austriaca y se aliaba con Prusia, que rompe sus lazos con Francia, quien, además de conservar su alianza con España, se ve en la necesidad de aproximarse a Austria, una aproximación aceptada por ésta para no quedarse sóla ante Prusia e Inglaterra.

Ahora bien, lo que realmente nos interesa de esos conflictos y del referido giro diplomático es que dejan claro con toda nitidez el diferente planteamiento en los objetivos que mueven a Inglaterra y a Francia: mientras ésta prioriza sus preocupaciones europeas a costa de su situación en Ultramar, Inglaterra tiene sus miras preferenciales en las colonias, como muestra sin paliativos, sobre todo, el Tratado de París de 1763, en el que Inglaterra prácticamente barre de Ultramar a Francia, consumando así la consecución de un objetivo y la eficacia de unos planteamientos diplomáticos, pues salvo Gran Bretaña, las demás potencias se han implicado en los conflictos con objetivos europeos casi en exclusiva, mientras que ella ha optado decididamente por el ámbito colonial. A sus rivales los ha enzarzado en las guerras europeas y ella se ha dedicado a Ultramar, donde ha derrotado a Francia y rivaliza con España. El descontento y el deseo de desquite hacían presumir que la paz de 1763 sería revisada, pero la situación no presentaba muchos resquicios para ello, pues todo indicaba que Inglaterra había alcanzado la cima de su hegemonía y gozaba de un prestigio indiscutido e indiscutible.

La diplomacia y las guerras de revancha

Pero el triunfo inglés había sido demasiado rotundo como para que sus rivales lo aceptaran sin más, pues la paz de 1763 causó profundas heridas que Francia y España no sólo querían restañar, sino también vengar, que es lo que buscarán al socaire de los conflictos que en el futuro puedan surgir; por otra parte, a las acciones hostiles de sus rivales, responderán en el mismo lenguaje en cuanto tenga oportunidad, por eso no andamos muy desencaminados si a las décadas que siguen a 1763 las denominamos como la “Era de la diplomacia y de las guerras de revancha”.

Si nos fijamos en los años siguientes a 1763, la historia diplomática europea registra cuatro cuestiones conflictivas de entidad: la rivalidad colonial anglo-franco-hispana, la rivalidad austro-prusiana, la cuestión polaca –que acaba con los repartos de este país, incapaz de resistir la presión conjunta de prusianos, rusos y austriacos– y las complejas relaciones turco-rusas. Pues bien, no deja de ser significativo que ninguno de estos conflictos se desarrollara en la Europa occidental y que tres de ellos se sitúen en la oriental: el interés de la política europea se desplazaba hacia el Este. Por lo que respecta a la Europa occidental, es muy interesante la afirmación de Francia, que prepara su desquite desde 1765 dirigida por Choiseul, quien impulsa un considerable esfuerzo de rearme en su Ejército y Armada, modificando sus planteamientos de acción exterior al no querer mezclarse en ningún conflicto continental europeo y preparando el enfrentamiento con Inglaterra en los ámbitos coloniales.

En cambio, la diplomacia inglesa parece perder su capacidad de acción; no acierta a valorar las nuevas directrices de sus rivales franceses y calcula mal las posibilidades de contar con sus antiguos aliados continentales, pues ninguno está interesado en un nuevo enfrentamiento, por lo menos en función de los supuestos británicos, de forma que su posición internacional se deteriora insensiblemente en estos años mientras se refuerza la de Francia, al tiempo que el mal clima de las relaciones con España no remite. Los resultados de semejante cambio quedan de manifiesto al producirse la sublevación de las trece colonias inglesas de Norteamérica y la subsiguiente guerra por conseguir su independencia, en donde intervendrá Francia ayudándolas y también España, aunque ésta lo hará con bastante reticencia y la relación entre ella y la potencia emergente acabaría enrareciéndose1 al enfrentarse con los sublevados en una guerra abierta al otro lado del Atlántico, Inglaterra va comprobar su auténtica situación: la de un completo aislamiento internacional; hasta los neutrales –hartos de los abusos ingleses sobre sus navíos y de los “derechos marítimos” que aplicaban los británicos– se unen formando la Liga de la Neutralidad Armada, promovida por Catalina II de Rusia y a la que se suman la mayor parte de los estados ribereños europeos. No obstante, la paz firmada en Versalles en 1783, aunque reconoce la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, no se cerró tan desfavorablemente para los ingleses como era presumible: cedió a Francia Santa Lucía y Tobago en América, Senegal y Gorea en África, mientras España recuperaba Menorca y la Florida; pero los ingleses retuvieron Gibraltar y no dieron satisfacción ninguna a los franceses en India, resultado que puede explicarse como consecuencia del cambio experimentado en sus planteamientos coloniales, ya que Vergennes y sus colegas no aspiraban a recuperar extensos territorios, pues entendían que el nuevo Imperio colonial francés debería basarse en pequeños enclaves territoriales para fomentar su comercio y contrarrestar de esa forma el poderío británico.

Sin embargo, el nuevo rumbo adquirido por la política internacional iba a cambiar con rapidez. La tormenta interior que se barruntaba en Francia acaba por estallar y vuelve a concentrar el interés de la historia en la Europa occidental. La revolución y su desarrollo incidirán directamente en las relaciones internacionales, pues van a convertir a Francia en la enemiga de Europa en los años finales del siglo xviii y primeros del xix. Las distintas fases de la Revolución Francesa y, sobre todo, el posterior Imperio Napoleónico amenazan al continente con la implantación de un nuevo orden presidido por una Francia europea, imperial y hegemónica. Un proyecto que los europeos rechazan, incluidos –y especialmente– los ingleses, que han aprendido la lección y ven llegado el momento de recuperar su posición en el concierto internacional y tomarse la revancha sobre Francia, por el comportamiento de ésta en la sublevación de sus colonias americanas2.

Por lo pronto, Europa asiste expectante y sorprendida a los sucesos revolucionarios que se desencadenan en el país galo y que, de momento, no impulsan a la acción a los europeos, pero en 1791 la situación empieza a cambiar, pues Prusia y Austria firman la Declaración de Pilnitz, donde se llamaba a la unión a todos los soberanos para restablecer el orden en Francia. En abril del año siguiente, Francia declara la guerra a Austria, como reacción contra las amenazas de las dos firmantes de la Declaración; con esta decisión se pretendía, además, desviar la atención de los graves problemas internos y abortar la agitación de los emigrados, que estaban siendo apoyados por Prusia y Austria.

Y es que si la Convención se mantuvo en Francia con la guillotina, el Directorio para mantenerse recurrirá a la guerra, sin reparar en que de esas campañas, si eran victoriosas, podía salir el general que amenazara la existencia de la nueva República Francesa, cuyos objetivos eran acabar con el absolutismo y el feudalismo en Europa y conseguir las fronteras naturales para la nación. En cualquier caso, el Directorio es heredero de la Convención en lo relativo a la doctrina de las fronteras naturales, pues se habían formulado también los Derechos de las Naciones para ser libres e integrarse dentro de unos límites geográficos determinados e históricos y en esta convicción declararon en 1792 que los franceses se mantendrían con las armas empuñadas hasta echar al otro lado del Rin a los enemigos de su república. Semejante declaración significaba que Francia anexionaría la actual Bélgica, incluida Amberes, además de los territorios del Imperio dependientes de Austria que estaban en la orilla izquierda del Rin. La ocupación del espacio belga provocaría la reacción tanto de Austria como de Inglaterra, que se opondrían durante el Directorio, el Consulado y el Imperio napoleónico a toda pretensión francesa de alcanzar sus fronteras naturales.

En julio de 1792, comienza la Guerra de la Primera Coalición cuando las tropas austriacas y prusianas invaden Francia. Ante el peligro exterior, el sentimiento patrio de los franceses se exalta y el 29 de septiembre vencen a los invasores en Valmy, una victoria decisiva y emblemática que provoca la retirada prusiana; una nueva victoria en Jemmapes permite la invasión francesa de Bélgica, a la que sigue la anexión de Saboya. Éxitos que mantienen la exaltación interior y estimulan el proceso revolucionario hasta que el 21 de enero de 1793 Luis XVI es guillotinado, rompiendo todos los posibles lazos de entendimiento entre la Francia revolucionaria y la Europa legitimista.

Francia, incorpora a Inglaterra a la Primera Coalición, respondiendo a los viejos antagonismos coloniales y a la amenaza de la alteración del equilibrio europeo que a ella le interesaba conservar, declarándose la guerra entre ambas potencias el 1 de febrero de 1793.

Por su parte, España no tardaría en entrar en guerra contra Francia también en el marco de las hostilidades desarrolladas por la Primera Coalición y no lo iba a hacer en las mejores circunstancias en lo que refiere a la institución monárquica, ya que el primer plano de la política española iba a ser ocupado por Manuel Godoy, a quien el rey entrega la responsabilidad del Gobierno: ser amante de la reina iba a restar al nuevo ministro credibilidad y honorabilidad, al tiempo de suscitar una fuerte oposición en ambientes cortesanos, que buscarían el apoyo del príncipe Fernando, heredero de la Corona y enemigo del favorito. La actitud de los revolucionarios galos hacia la familia real francesa, hicieron que Carlos IV y su primer ministro Godoy intervinieran en varias ocasiones para que los regios cautivos fueran liberados sin conseguirlo. Una realidad que enfrenta a los dirigentes españoles con un dilema: se atendían los vínculos familiares y el legitimismo dinástico (lo que llevaría a un enfrentamiento con Francia y a una alianza con Inglaterra) o se prolongaban las alianzas que propiciaban la defensa de los intereses coloniales (lo que entrañaba respetar lo establecido en el Tercer Pacto de Familia –pese a la Francia regicida– y mantener el enfrentamiento contra Inglaterra).

En 1793, España optó por la primera opción y el 7 de marzo, la Convención le declaraba la guerra, replicando Carlos IV con un manifiesto: así comenzaba la llamada Guerra de los Pirineos o de la Convención, que se prolongaría hasta el 22 de julio de 1795, momento en que se firmaba la paz de Basilea, por la que dábamos a Francia la parte española de Santo Domingo y la autorización para sacar ganado lanar y caballar de Andalucía durante seis años.

La derrota militar provoca un giro en los planteamientos diplomáticos españoles, abandonando la Primera Coalición y alineándose con Francia, pues se renuncia a las afinidades dinásticas y se vuelven a aceptar los imperativos estratégicos, ante el convencimiento de que la alianza inglesa no va a reportar nada positivo y tener un poderoso enemigo al otro lado de los Pirineos era un peligro demasiado amenazante, como el resultado de la guerra había mostrado. Tal giro se concreta el 18 de agosto de 1796, en el primer tratado de San Ildefonso, que, en apariencia, es una alianza perpetua entre España y el Directorio dirigida principalmente contra Inglaterra, pero tras él hay significados inequívocos, en los que radica su importancia e interés.

En efecto, Godoy sentía gran inquietud por la conducta de Inglaterra, inquietud provocada por la falta de sinceridad en las relaciones amistosas recientes, a lo que se unía el resquemor de los viejos agravios: contrabando, agresiones territoriales en América, imposiciones navales… y de peticiones y demandas desatendidas a lo largo del siglo. La inquietud de nuestro primer ministro sería determinante en el juego diplomático que planeaba para evitar quedar aislado ante Inglaterra, un juego de largo alcance en el que incluía, además de la alianza con Francia, la posibilidad de una confederación italiana que movilizara los pequeños estados de la Península para acabar con el predominio austriaco y la probable participación de Prusia, Turquía, la república Bátava y los recién constituidos Estados Unidos de Norteamérica, potencias con las que ya se habían iniciado los oportunos contactos diplomáticos.

La alianza con los Estados Unidos tenía por objeto consolidar la ventajosa posición española en América del Norte lograda a raíz de la paz de Versalles de 1783, preservar nuestras colonias del sur y entorpecer la aproximación e influencia inglesa sobre sus antiguos colonos. Tan prometedoras perspectivas quedaron frustradas por la firma del acuerdo secreto angloamericano del 19 de noviembre de 1794; sus efectos no pudieron ser neutralizados por el posterior acuerdo hispano-norteamericano, firmado el 27 de octubre de 1795 –el denominado tratado de San Lorenzo–, un tratado de amistad, pero no una alianza como quería Godoy, quien tuvo que transigir con algunas exigencias comerciales americanas para no empeorar las cosas y que Inglaterra resultara más favorecida con la ruptura de las conversaciones sin acuerdo. El tratado fue el precio que se consideró necesario pagar para protegernos en América de la oposición inglesa y de la misma forma se consideró la alianza francesa para nuestra posición en Europa.

Estas realidades empujaban en 1796 a revitalizar la alianza “natural” desde 1700: la alianza con Francia, con la que se habían firmado tres “pactos de familia”. Pero el Directorio no va a ser tan generoso y complaciente en la negociación como lo fuera la Monarquía francesa, pues muestra su inequívoca aspiración sobre Luisiana y evidencia el claro propósito de utilizar los recursos navales españoles al servicio de sus intereses, de forma que lo que ocurrirá en 1805 en Trafalgar, se está fraguando desde 1796, desde el 18 de agosto, cuando queda estipulado el contenido del tratado de San Ildefonso, en el que los objetivos del Directorio estaban claros: mejorar en su beneficio las relaciones económicas bilaterales y conseguir cobertura naval en el Mediterráneo para impulsar con seguridad sus acciones en él.

La guerra con Inglaterra se desata inmediatamente. Las operaciones no son afortunadas para España. El 14 de febrero de 1797 una flota española mandada por Córdova es derrotada en el cabo de San Vicente por la inglesa dirigida por Jerwis y en ese mismo mes, Harvey se apodera de la isla de Trinidad, aunque es rechazado en abril en Puerto Rico. Nelson amenaza directamente los territorios españoles atacando Cádiz, primero y Santa Cruz de Tenerife, después, si Napoleón Bonaparte (Ajaccio, 1769-Santa Helena, 1821) bien no se adueña de ninguno de los lugares, perdiendo un brazo en el último. Sin embargo, en 1799, los ingleses conquistaron de nuevo Menorca.

Rumbo a 1808

Para entonces, un general revolucionario, Napoleón Bonaparte, se ha labrado un sólido prestigio con dos campañas afortunadas, que ponen de relieve sus excepcionales cualidades militares. La campaña de Italia (1796-1797) es un éxito arrollador de las armas francesas, ratificado en unos acuerdos que culminan el 17 de octubre de 1797 con la paz de Campoformio, por la que Austria cede a Francia la orilla izquierda del Rin, Bélgica y el Milanesado, siendo compensada con Venecia, que desaparece como república independiente. Un éxito rotundo que permite, además, la extensión del “sistema francés de Estados vasallos” al crear nuevas repúblicas hermanas: la Cisalpina (Milanesado) y la Ligur (Génova), ambas creadas en 1797 y un año después se constituirían la República Helvética (Suiza) y la República Romana (favorecida por la conquista de Roma y la detención de Pío VI, siendo desmantelados los Estados Pontificios). Se proclama la República Partenopea (Nápoles) en 1799. El mapa italiano había sido cambiado radicalmente por obra de la Francia revolucionaria.

La otra campaña de Napoleón –afortunada en sus inicios, pero inconclusa y desencadenante a la postre de la Segunda Coalición– es la de Egipto (1798-1799), que se inicia cuando el general recibe el mando supremo de las operaciones contra Inglaterra, decidiendo atacarla en el Mediterráneo, en Egipto, para desde allí amenazarla en India, donde los ingleses luchaban contra una sublevación. Napoleón empieza por ocupar Malta, desde donde salta a Egipto desembarcando en Alejandría para dirigirse al Sur derrotando a los mamelucos y ocupando El Cairo. Tan brillantes perspectivas empiezan a empañarse cuando la flota inglesa vuelve a mostrar su superioridad y vence en Abukir, dejando aislado al Ejército francés, cuya penetración en Siria es detenida en San Juan de Acre. Tras la victoria en Abukir, Pitt logra la alianza con Austria, con el Gran Maestre de la Orden de Malta y con el zar Pablo I, cuya alianza con Turquía le permitirá disponer de sus puertos y estrechos: Inglaterra conseguía así que el Mediterráneo quedará bajo su control.

Por su parte, Napoleón deja a su ejército en Egipto en agosto de 1799 volviendo a Francia, donde derriba el Directorio e impone una dictadura militar, el Consulado, del que no tardaría en ser primer cónsul. Napoleón toma el mando supremo de las tropas en Italia, cruza sorprendentemente los Alpes y destroza a las tropas imperiales en la batalla de Marengo el 14 de junio de 1800.

Mientras tanto, la “cuestión portuguesa” había quedado orillada y era preciso retomarla, pues no en vano Portugal, el reino vecino de España, estaba muy próximo a Londres y había desairado a Carlos IV rechazando un tratado de paz con Francia del que el soberano español había sido mediador. Pero sobre esa cuestión había una clara diferencia: mientras nuestro rey pensaba en un conflicto corto que separara a Portugal de Inglaterra, Napoleón deseaba una guerra en toda regla cuyo resultado fuera la desaparición de la monarquía lusitana. A principios de 1801, Francia y España firmaban un convenio donde se estipulaban las condiciones que Portugal debía aceptar en un plazo determinado –muy breve– para evitar el choque: ruptura con Inglaterra, ocupación de parte del territorio por tropas españolas y la utilización de sus puertos. El 6 de febrero se presentó al Gobierno lusitano el ultimátum de rigor; el día 18, Luis Pinto hacía saber su negativa a aceptarlo y el 27 llegaba a Lisboa la declaración de guerra por parte de España, que contaría con un refuerzo francés de unos 20.000 hombres, junto a los 34.000 españoles: Godoy, nombrado generalísimo el 9 de enero, sería el máximo responsable de la campaña.