Kitabı oku: «Sin héroes ni medallas», sayfa 3
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Así fue el monótono paisaje durante una semana. Un día, vio cómo algunos de sus compañeros se arreglaban su raído y descolorido uniforme de fajina, otros el cabello.
—¿Qué pasa? —le preguntó a uno en voz baja tratando de que los guardias no lo escucharan—. Parece como si estuvieran en su día de permiso.
—Es el día de visitas. Vienen nuestras esposas y a veces nuestros hijos. Mi esposa dijo que traería a mi pequeño Misha... ¿Tú no tienes a nadie?
—A nadie. Hubo una chica a la que conocí hace un par de años en la Capital, pero terminamos muy de pronto.
—Lo siento, compañero.
—No lo sientas. No es tu culpa. Disfruta de tu hijo.
La voz de uno de los guardias los interrumpió:
—Caminen hacia la sala. ¡No hablen entre ustedes!
Andrei intentó ir en contra de la corriente cuando el guardia le franqueó el paso, luego de sacarle el seguro a su fusil.
—¿A dónde vas, soldado Solovióv?
Todos los presos eran soldados que habían tenido un cargo en el lejano pasado. Habían sido sargentos, tenientes y hombres como él, cabos primero y segundo. Los guardias sabían que todos habían sido degradados y no se perdían la oportunidad de recordárselos.
—Voy de nuevo a mi celda. No tengo a nadie que venga a visitarme.
—Camina hacia la sala. Ya revisamos la lista dos veces y no hay errores. Camina, no arruines tu mejor día.
Andrei dudó unos segundos y luego se volvió hacia la corriente de hombres que caminaban hacia la sala. No podía creerlo. «¿Quién vendría a visitarlo? Debía haber un error, no podía creer que fueran tan crueles en hacerle pensar que tendría una visita cuando en realidad no vendría nadie». Los formaron en fila. Un guardia comenzó a leer sus nombres y señalar una mesa de madera con dos bancos.
—Berezutski.
—Aquí.
—La primera mesa de la izquierda.
El hombre caminó hasta la mesa y allí estuvo a punto de sentarse cuando otro guardia abrió una pequeña puerta y una mujer con un pañuelo rojo cubriéndole todo su cabello y un largo vestido de vivos colores entró. Se abrazaron; era su esposa.
La lista continuó hasta que quedó uno solo: Andrei.
—Solovióv.
—Aquí.
El guardia se dio vuelta y alguien entró y se abrió paso entre todas las mesas de presos y familiares hasta la última que quedaba libre. Era una muchacha joven, delgada, cubierto su cabello con un pañuelo de color azul muy intenso y un largo vestido color crema. Sus ojos eran grandes. Le recordaban en forma vaga a alguien. Quizás solo era su mente que quería darle forma a esta situación tan extraña. Pero no, estaba seguro de que había conocido en el pasado a una persona que miraba así. En su mejilla izquierda y en una parte pequeña de su boca había una diminuta cicatriz, tal vez el triste recuerdo de un accidente de niña. Traía en sus manos un objeto cubierto con una tela. Andrei la invitó a sentarse primero.
—Gracias y hola —dijo ella intentando sonreír. El hombre había tenido un gesto de buena educación para con ella y eso era extraño, muy raro en los tiempos que vivía.
—Hola. No sé quién eres... debe haber una confusión.
—No la hay. Me llamo Lara y pedí que me permitieran visitar al soldado Solovióv. Andrei Solovióv. Vine hace días, pero me dijeron que faltaban cuatro días para el único momento en que se permiten visitas y regresé hoy.
—Sigo sin entender —dijo Andrei apoyándose en la mesa con el codo izquierdo.
—He sido una tonta, no te he dicho toda la historia. Soy la madre de Andrei, el niño que los buscó en la aldea aquel día. El nieto del abuelo Andrei.
El abuelo Andrei. ¡Claro! El anciano tenía un nieto que se llamaba igual que él y el niño debía tener una madre. Ahora sabía de dónde recordaba unos ojos así; estaban en la mirada del abuelo Andrei.
—El abuelo Andrei... —Miró hacia la pared gris y luego a la chica que lo esperaba—. ¿Y cómo está él ahora?
—Está bien... —Sacudió la cabeza—. En realidad está muy mal por lo que les pasó a todos ustedes. Lo leyó en el periódico que se edita en la capital. Allí supimos tu nombre.
Andrei sonrió con un dejo de tristeza; eran famosos y él no lo había pensado.
—Somos famosos, ¿eh?
La muchacha prosiguió intentando una comunicación más fluida.
—Dijeron que a ti te habían dado 7 años y te habían... —Se llevó la mano a la boca como si temiera decir la palabra—. Degradado.
—En realidad me hicieron un favor.
—No te entiendo.
—¿Sabes quién fue Hitler? Lo debes haber estudiado en el colegio.
—Sí... pero ¿qué tiene que ver con... esto?
—Hitler llegó a dirigir los destinos de su Ejército y su país. Lo hizo hasta llevarlos a la destrucción total en la que cayó Alemania. Hitler tenía rango militar, se lo había ganado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial donde lo condecoraron. ¿Sabes cuál era el grado militar que tenía?
La muchacha negó con la cabeza.
—Cabo. Fue cabo del Ejército hasta su muerte. Una gran ironía del destino que un cabo les diera órdenes a generales y coroneles, pero fue así. Yo también antes de todo lo que pasó era cabo. Al degradarme, me sacaron el detalle con el que éramos parecidos. Yo, ahora soy soldado, un soldado más y espero serlo después de que salga de aquí. —Andrei miró a la muchacha. Le pareció tan frágil y, a la vez, tan llena de vida, la vida que había quedado allá afuera, como si solo le perteneciera a otros, pero no a él. Entonces trató de ser un poco más amable—. Te agradezco que hayas venido; este es un lugar terrible.
—Te traje algo de comida; un postre, baklava.
Lara tomó la tela y mostró el contenido y se lo acercó. Andrei se había quedado sin palabras. Recordaba aquel postre de los tiempos en que se lo hacía su abuela y luego su madre, tiempos en que había vivido la vida.
—Gracias... no te hubieras molestado.
—Lo hice para ti, Andrei.
—Gracias otra vez.
De pronto, dejó de tener la vista fija en aquellos pequeños triángulos de masa filo; los olores de la canela y el almíbar podían sentirse desde donde estaba sentado. El instinto de sobreviviente lo asaltó. «¿Y si los guardias se lo quitaban después con alguna excusa tonta, más bien maligna?».
Como un desesperado se llevó la primera tajada a la boca y se limpió la comisura de los labios con el revés de la mano. Estaba increíble; le había dado la correcta proporción de agua, almíbar y canela y el tiempo justo para que tomaran sabor.
—Está delicioso —dijo con la boca llena, lo que provocó la sonrisa de Lara.
—Puedes guardarlo para más tarde.
—No. Tal vez me lo quiten o... no me dejen comer en paz.
Devoró la segunda porción y puso la tela con la que ella lo había cubierto en su lugar. Le acercó el plato y cuando ella lo tomó le aferró una mano. Ella lo miró directo a los ojos.
—Gracias. Cocinas muy bien.
Decidió retirar la mano para no asustar a la muchacha.
—En este país es casi lo único que puede hacer una mujer: cocinar y tener hijos. —Miró con una cierta nostalgia o tristeza un horizonte indefinido—. En la capital hubiera tenido más oportunidades, pero llegó Andrei y su padre murió en un accidente en la construcción de un edificio.
—Lo siento.
—Pasó hace tiempo. —Intentó sonreír—. Te traeré más...
Andrei pensó que no podía exponer a la muchacha a todo lo que significaba viajar hasta la prisión, soportar los controles de los guardias, esperar su turno.
—Lara... quiero decirte que...
Uno de los guardias elevó la voz en medio de la sala.
—Se termina el tiempo. Comiencen a despedirse.
Ella se puso de pie.
—Volveré la semana que viene, Andrei.
—Lara... todo estuvo de maravillas, pero...
—¿Pero qué? —Una sombra de tristeza se dibujó en su rostro.
—No quiero que vengas más. Es un gran esfuerzo y...
—¿Y qué, Andrei? —preguntó ella buscándole el rostro al soldado que había decidido mirar el piso.
—Y yo no lo merezco. Eso. No lo merezco.
A Lara se le llenaron los ojos de lágrimas, pero era fuerte como para retenerlas y que no terminaran en llanto. Muy en su interior comprendió que tenía razón. Había escuchado de los controles de los guardias, de las horas de espera sin contar que casi se había dormido en el autobús que la traían.
—Si es tu voluntad...
—Quiero otra cosa —dijo él.
—Adelante...
—Dile al abuelo Andrei que tomaremos esa botella de vodka juntos algún día.
La voz del guardia se volvió a escuchar:
—¡El tiempo se terminó! Visitas hacia la puerta. El resto hacia la derecha.
Uno de los primeros en encaminarse hacia el pasillo fue Andrei. Lara lo siguió con la vista hasta que el guardia con un gesto le indicó dónde estaba la salida.
Esa noche luego de cenar y esperar que se apagaran las luces, Andrei se quedó mirando unos minutos más el techo de su celda. Aquel suave olor de canela y almíbar, la actitud de tapar el plato con una tela blanca como lo hacía su abuela, le habían dado una razón distinta para soportar todo, pero no quería ser un maldito egoísta y exponer a la muchacha a tantos esfuerzos y humillaciones.
Los días siguientes, con sus horas interminables de trabajo le quitaron tantas extrañas ideas de la cabeza hasta que llegó el día de visita.
Se retorcía las manos esperando el momento en que el guardia dijera su nombre en la lista. Había soñado con la sonrisa de Lara durante todas la noches, con sus manos, con la expresión de tristeza cuando le había dicho que no viniera más y, al mismo tiempo, deseaba que ella hubiera aceptado su pedido al pie de la letra y ahora estuviera en la granja del abuelo Andrei, o en cualquier otro lugar del país, disfrutando de una vida, que él no podía tener.
El guardia que venía caminando por los pasillos con la lista de reclusos se detuvo frente a su celda.
—Solovióv. Ponte de pie. Tienes visita.
«¡Lo había hecho otra vez! Se lo había pedido y ella había escogido el camino del sacrificio. No sabía si sentirse alegre o confundido. ¿Cómo se lo diría una vez más? Si hasta se le habían llenado los ojos de lágrimas la última vez, aunque ella lo negara o se hiciera la fuerte».
Se puso de pie y caminó hacia la sala, mientras el guardia lo seguía desde una distancia prudencial. Allí esperó mientras decían los nombres de todos hasta que llegó su turno. La puerta se abrió y apareció otra persona: el abuelo Andrei.
Había dejado en su granja el viejo mono de mecánico, lleno de manchas y se había puesto un capote militar de la época de la Gran Guerra, una camisa blanca, seguro la mejor que tenía y un chaleco negro. Hasta la viejas botas de trabajo habían sufrido una pequeña transformación con betún de color marrón oscuro. Se apresuró a ofrecerle su mano mientras lo ayudaba a sentarse.
—Hola, muchacho.
—¡Abuelo! No tendría que haberse molestado. Debe haber sido un viaje de unas dos horas por lo menos.
—Ja... no lo sentí tanto. Le pedí al conductor que me despertara cuando llegáramos y eso hizo. —El anciano miró las otras mesas donde había maridos y esposas que se tomaban de las manos—. ¿Cómo te tratan, muchacho?
—No es el hotel de la chica esa, Paris Hilton, pero al menos comemos bien.
—Y trabajan —le dijo el anciano achicando los ojos.
—Claro... no quieren que nos tome desprevenidos el aburrimiento —le respondió intentando sonreír.
—Tienes los ojos hundidos y la piel parece más oscura —comentó el abuelo.
—Hace días que hace mucho calor. Hay mucho sol. Pero un día vendrá el invierno y será distinto.
—Quiero pedirte perdón por todo, muchacho.
—No siga, abuelo.
—Por favor... déjame seguir.
—Abuelo Andrei, escuche usted. En algo tenía razón el Consejo de Guerra que me condenó en forma sumaria, yo fui el responsable de todo lo que pasó. Yo decidí como líder del grupo que cruzáramos la frontera.
—¿Por qué le pediste a mi hija que no viniera más a visitarte?
—¿Le hice daño, verdad? —Bajó la vista otra vez arrepentido—. Solo quise que no la humillaran, que no tuviera que viajar dos horas para llegar a un lugar como este...
—Ella lo entendió, pero...
—¿Pero qué?
—Le caíste bien y quería agradecerte por lo que hiciste por nosotros.
—Lo sé... pero... no merezco tanto sacrificio.
El anciano movió un poco su banco de madera, se acercó y le palmeó el hombro como lo haría con esos hijos que la vida o el destino le habían negado.
—Eres un gran hombre. Si pudiera hablar con tu comandante, tal vez...
—No lograría nada. Las piedras son mucho más blandas. —Se miró las cicatrices de sus manos, las ampollas, algunas secas, otras recientes de tanto picar piedras—. Las piedras son más blandas que su corazón. Solo empeoraría las cosas.
—Tal vez tengas razón... —comentó el abuelo resignado.
Se quedaron unos minutos en silencio.
—¡Qué tonto! Lara me envió unos pasteles para que comas. —Metió las manos en su abrigo y sacó dos pasteles pequeños, dos tokash envueltos en hojas de papel—. Me dijo que lo que te trajo lo devoraste aquí mismo.
—Tuve miedo de que me los quitaran y terminara en la celda de castigo.
—Te comprendo.
Sin decir más se llevó uno a la boca y lo terminó en segundos, luego siguió el otro. Faltaban el café o el té, pero eso quedaría para otros momentos.
—Esa chica cocina genial.
—¿Sí, verdad? Lo aprendió de mi Tanya, mi esposa.
El guardia se puso en el medio de la sala y anunció que el tiempo empezaba a terminarse.
—Antes de irme quiero decirte una cosa, muchacho.
—Lo escucho.
—He vendido la granja. Es mucho trabajo y así como tú no quieres el sacrificio de los que te quieren, no quiero que mi nieto deje su escuela, o mi hija camine cinco kilómetros todos los días para verme y ayudarme en lo que puede hacer. La granja es un esfuerzo enorme hoy; ya casi no llueve, no se puede cultivar mucho o casi nada. He comprado una casa en el pueblo de Ardagán. También tiene un poco de tierra. Cultivaré algo, no sé, flores. Ya sabes lo que dicen, que un campesino no puede estar sin cultivar la tierra.
—Ardagán... —repitió Andrei.
—Irán a vivir conmigo mi nieto y mi hija. Te digo esto porque soy un hombre viejo y hoy estamos y, mañana, no sabemos.
—¡El tiempo se terminó! Visitas.
Se puso de pie y el abuelo le dio un gran abrazo.
—Volveré, muchacho. Yo volveré. ¿No me echarás a mí también, verdad?
Como si lo hubieran regañado, sacudió la cabeza.
—Lo esperaré la próxima semana.
Andrei sabía que si seguía hablando no se despedirían jamás. Le dio la espalda a ese viejo excelente y caminó hacia el pasillo que lo conducía a su celda. No dijo nada ni se dio vuelta a mirar. Eso podía quebrarlo y debía mantenerse intacto y fuerte otra semana para esperar al abuelo. El Ejército lo había endurecido y él era un buen alumno...
6
Estaban sentados en el suelo disfrutando de su almuerzo y un poco de sombra cuando uno de los guardias se paró a su lado.
—Solovióv. Sígueme, el comandante quiere hablar contigo.
Andrei dudó, miró a su compañero y este cerró con fuerza sus ojos, como si quisiera decirle: “No hagas preguntas tontas, ve con ellos”.
—Vamos —dijo poniéndose de pie.
Siempre detrás de él, a una distancia prudencial, cruzaron todo el campo de trabajo, llegaron hasta la alambrada donde dos guardias lo estudiaron con serias miradas y los dejaron pasar. A una gran distancia todavía de allí estaban las tiendas donde estaban los oficiales que dirigían los trabajos. Un hombre levantó un poco la lona verde oliva y le hizo ademanes de que entrara. Adentro había un oficial. Era el comandante de la prisión; el teniente coronel Sergei Nóvikov. Nóvikov era un hombre joven, práctico, le gustaban las cosas blancas o negras y la gente que actuaba en consecuencia.
Cuando llegó el comandante se estaba sentando en una silla plegable. En medio de ellos había una pequeña mesa con diversos planos extendidos.
—Soldado Solovióv, presentándose.
—Solovióv, he estado leyendo su historial y me encontré con cosas muy interesantes. Vi que sabe manejar explosivos...
—Así es, señor. Algo de C4, dinamita.
El hombre señaló los planos abiertos con un bolígrafo que luego guardó en uno de los bolsillos delanteros de su uniforme.
—No me gusta andarme con rodeos, así que iré al punto: necesitamos avanzar en la obra cuanto antes y la gente del Ministerio de Defensa quiere que nos apuremos. Así que les pedí un poco de explosivos para acelerar el proceso de destrucción de lo que queda de la montaña y dos ingenieros en explosivos para manejarlos. Resulta que los muy malditos... retrasaron su viaje porque se quedaron dándose un atracón en una fonda que está a orillas de la carretera y ahora están con gastroenteritis... ambos. Otro equipo con dos ingenieros expertos en explosivos puede tardar una semana con suerte, lo más probable un mes. ¡Si pudiera los haría picar piedra toda una semana! —Hizo un silencio mientras miraba con odio las paredes de lona de la tienda y se calmaba—. Podría considerar como algo muy bueno en su historial de esta prisión que colaborara con nosotros manejando ese explosivo, ¿estamos de acuerdo, Solovióv?
—De acuerdo, señor.
Golpeó con energía los apoyabrazos de su silla de campaña mientras se ponía de pie.
—¡Eso me gusta! El guardia lo llevará hasta donde hemos dejado todo el material que trajeron los camiones. Eso es todo.
—¿En un polvorín, señor?
—Están en un depósito de la prisión.
—Señor, necesitaré de gente que retire parte de los explosivos y los acumule en un lugar seguro o que me permita determinar el grado de seguridad del depósito.
Se quedó pensativo mientras se rascaba la barbilla.
—Le conseguiré dos... tres guardias. ¿Algo más?
—Nada más, señor.
—Entonces, ¡a la obra!
Lo habían elegido para un trabajo mayor, no tanto porque lo apreciaban, sino más bien porque lo necesitaban. Si tenía suerte tal vez sumaría una recomendación en su expediente y algún día esos pequeños granitos de arena le servirían para bajar un poco la pena que le habían dado de manera injusta. Y también, sus compañeros solo tendrían que apalear los restos en los pequeños vagones de chapa en lugar de matarse con las mazas tratando de ganar el combate con las piedras.
El lugar estaba en un área apartada de la prisión. Era una casilla vieja que debía haber servido para improvisado casino de los guardias en otro tiempo. Las maderas se veían gastadas y descoloridas, menos la cerradura que, de nueva, parecía de oro. También habían incorporado un grueso pasador.
«Al menos es un buen lugar», pensó. «Alejado de todos los seres humanos que andamos por aquí; tanto del otro lado de la alambrada como desde adentro». Cuando entraron, se detuvo con las manos en las caderas mirando todo a su alrededor.
—¿Pasa algo? —preguntó uno de los guardias.
—Las ventanas. Habrá que clausurarlas con maderas, alguien puede tirar una piedra primero y luego una estopa ardiendo y ¡bum! Adiós, polvorín.
—Se supone que los explosivos son de seguridad —comentó uno.
—Yo no me arriesgaría.
—¿Qué más?
—También le cortaría la electricidad —dijo señalando una solitaria lámpara que pendía del techo—. Un chispazo puede ocasionar una tragedia.
Revisó la lista de materiales que habían traído, verificando que no hubiera elementos que pudieran provocar una atmósfera explosiva. Leyó en voz baja: “Dispositivo pirotécnico fragmentador de roca”. «Supieron elegir el explosivo correcto», pensó. «Lástima que tuvieron que enfermarse. O no tanto... No seas tonto, Andrei». Luego señaló una de las cajas que decía: “26 x 250”.
—Vamos a llevarnos una de esas, un rollo de alambre, de cables y el equipo iniciador.
Cargaron todo y se encaminaron hasta la parte de la montaña que se negaba a darles el triunfo a los hombres con sus mazas y vagones de chapa. Él mismo cavó cada uno de los 20 hoyos con un pico. Luego colocó las cargas y los alambres de conexión. A una gran distancia conectó las terminales al equipo y programó las explosiones con 3 segundos de diferencia entre cada una. La alarma de la prisión sonó con su quejido lastimero por un largo minuto. Giró la palanca y se escuchó la primera explosión.
—¡Rayos! —dijo uno de los guardias agachándose un poco cuando el estallido hizo temblar el suelo donde estaban.
Luego continuaron las siguientes mientras Andrei contaba tanto en voz baja como controlando la pantalla del equipo a todas y a cada una de las cargas. Así siguieron hasta que quedó la última serie de 20 explosiones que terminaría de destruir las piedras. Uno de los guardias se acercó a la tienda del comandante.
—¿Y bien?
—Solovióv está haciendo las cosas de forma muy correcta. Dice que va a usar todas las cargas para evitar el peligro de tener explosivos en una prisión militar.
—Muy buen punto —dijo el comandante—. Y de verdad tiene razón. Si a alguno de los presos se le ocurriera la idea de hacerse del polvorín tendríamos una masacre. Igual, sigue a su lado. No le quites un ojo de encima.
—Sí, comandante.
Andrei colocó la última carga y estiró los alambres hasta donde estaba su tienda de campaña. Hizo las conexiones y le pidió al guardia que hiciera sonar la alarma por última vez. Luego giró la palanca, la explosión y una pequeña nube de polvo saltó hasta una altura de más de diez metros. El guardia se agachó de nuevo.
—Nunca me acostumbraré.
—Si te sirve de consuelo... sí te acostumbras... puedes estar en peligro sin darte cuenta.
El guardia lo miró y sacudió la cabeza y no dijo nada. Andrei era un soldado, algo que algunos de los guardias habían olvidado. Había escuchado disparos de mortero, de cañones de largo alcance y hasta de baterías antiaéreas. Sus oídos estaban bastante familiarizados con las explosiones. Los hombres pueden ser irreverentes contra cualquier cosa, con la belleza de los animales o con lo salvaje de la naturaleza, pero le tienen un respeto enorme a los truenos y los rayos. Y una explosión en una cantera de una mina, o en una construcción, aunque controlada, siempre recuerda a un trueno, un trueno poderoso.
La pantalla mostraba 18 cargas explotadas. Siguió la número 19 y la cuenta y las explosiones se detuvieron. Esperó unos segundos más y volvió a girar la palanca; algo había pasado.
—¿Qué pasa? —preguntó el guardia.
—Falta la última.
—¿Y el equipo?
—Ya le di, dos veces.
—Tal vez, la batería...
—No lo creo. Estos equipos están diseñados para trabajar mucho... tal vez uno de los cables estaba cortado.
—¿Qué haremos entonces?
—Necesitamos algo que lo haga explotar. De lo contrario puede explotar cuando intentemos sacar la carga. ¿Hay... granadas en el arsenal?
—Preguntaré por radio.
El hombre se fue afuera y luego de intercambiar un par de palabras salió directo hasta la tienda del comandante. De allí regresó con él.
—¿Qué te propones, Solovióv? —preguntó poniéndose las manos en las caderas—. ¡Rayos! Hace calor...
—Si puedo dejar una granada sobre la carga la haré explotar sin riesgo.
—¿Tú?
—Soy el encargado de los explosivos, ¿verdad?
El comandante se dio vuelta a mirar la zona y luego lo miró con recelo. Si moría un solo guardia lo lamentaría el resto de su vida, sin pensar en el papeleo que de seguro no conformaría a nadie en el Comando Central. Y si lo mismo le sucedía a uno de los reclusos también, aunque se fingiera ser un hombre duro, sin sentimientos.
—Tienes razón. Toma —le dijo mientras le dejaba en la mano una granada de fragmentación; uno de los guardias tocó su pistola por si el recluso intentaba algo—. Trata de no volar en pedazos... sería difícil juntarlos todos.
Al verlo salir y dirigirse hasta la zona de explosiones, entre los compañeros que descansaban en una rústica e improvisada sombra con una tienda vieja, corrieron murmuraciones de todo tipo.
—¿Qué va a hacer?
—Va a tratar de sacar la carga.
—No seas tonto. Si toca esa carga puede volar en pedacitos. De seguro va a cambiar el alambre.
—Yo digo que no.
—¿Qué apuestas?
—Es la vida de un hombre —los interrumpió Boris con la frente ceñuda—. No es de buena suerte apostar algo.
Mientras Andrei se acercaba al lugar de la última carga los guardias de las torres de vigilancia lo seguían en las miras de sus fusiles.
—¿Lo tienen? —preguntó el comandante por la radio.
—Aquí torre 3: lo tengo.
—Torre 4: positivo.
Al llegar al lugar comprendió que no podía tirar la granada y salir corriendo. Existía la posibilidad de que cayera en un lugar apartado y no lograra ningún efecto. No había ningún gran hoyo en la que acertar algo tan pequeño como lo que llevaba que cabía en la palma de la mano. Aquello no era un aro de alambre con su red y lo que llevaba no era una pelota de básquet. Caminó hasta estar a escasos cincuenta centímetros del hoyo.
—¿Qué hace? —preguntó el comandante por la radio.
—Se ha acercado hasta estar encima del hoyo —le respondió uno de los vigías.
Uno de los guardias se pasó la mano por la cabeza.
—El tipo está chiflado.
—Tal vez lo que busca es que lo maten. Y ahora tiene una excusa... gigante —respondió el otro.
—Me parece que el chiflado eres tú.
—¿Por qué? ¿Nunca oíste hablar de los “suicidas”? Morir por morir. Se acerca mucho a la alambrada y uno de nosotros después de gritarle un par de veces, le mete una bala en la espalda y se muere desangrado. En cambio aquí... toca algo que no funcionó y muere hecho pedazos... no tendrá tiempo de sufrir.
—Lo que dije: te estás volviendo loco y yo me volveré igual si sigo escuchándote —le respondió y se apartó unos pasos.
Andrei estaba sobre la carga. Le sacó la anilla del seguro a la granada y la acomodó con suavidad sobre el explosivo fallido sin abrir la mano para abandonarla todavía.
—¿Qué hace, maldición? —gritó el comandante por la radio.
—Acaba de dejar la granada. Al menos eso creo.
—¿Eso creo?
—Me tapa la visual con su espalda. ¡Un momento! ¡Está corriendo!
—¿Escapa?
—No, señor. Corre hacia donde está usted.
El hombre había dejado la granada al fin y corría hacia donde se encontraban los guardias. Tenía cerca de 30 segundos antes de que todo se convirtiera en un infierno de rocas y fuego destructor.
—Corre, maldición... —dijo Boris desde la distancia.
—Corre, amigo... corre —dijo otro de los compañeros poniéndose de pie.
Hacía mucho tiempo que no sabía lo que era correr. Las piernas le dolían, pero estaba seguro de que si bajaba la velocidad algo de la onda expansiva lo alcanzaría y terminaría su aventura. Estaba a escasos cincuenta metros de la tienda del comandante cuando aquella cosa explotó y levantó una gruesa columna de polvo y piedras trituradas al aire hasta una altura de diez metros. Todos se agacharon, algunos se taparon la cabeza. En segundos una nube de polvo los barrió. Al despejarse, vieron a un hombre tendido en el suelo que no se movía.
—Tráiganlo —ordenó el comandante.
Fueron hasta donde estaba el hombre y, después de examinarlo, regresó uno de ellos.
—¿Qué pasó?
—Está inconsciente. No responde.
—Maldición... —Tomó la radio y llamó—. Habla el comandante, que venga el médico ya.
—¿Qué hacemos, comandante?
—Tráiganlo igual. Con cuidado y pónganlo sobre la mesa. Yo despejaré las cosas.
El médico tardó solo unos minutos. Como todos estaba observando el espectáculo desde un lugar privilegiado; no todos los días se presenciaba una detonación controlada de una cantera de trabajo. El doctor Býkov se puso sus gafas pequeñas mientras el guardia lo guiaba hasta la tienda del comandante, otro de los guardias se había ofrecido a llevarle el maletín negro.
—Comandante.
—Ahí tiene a su hombre, doctor. Estaré afuera para dejarlo trabajar tranquilo.
Diez minutos después el doctor salió secándose el sudor con su pañuelo celeste. El comandante estaba a punto de terminarse sus cigarrillos.
—¿Y bien?
—Se repondrá. Tiene dos golpes del tamaño de una pelota de tenis; uno en la nuca y otro en la espalda. De seguro fueron piedras de la explosión. El golpe de la nuca casi lo mata.
—Ordenaré que lo lleven a la enfermería entonces.
—Cuanto antes mejor.
Ninguno de los reclusos había vuelto al trabajo y el comandante no había dado órdenes tampoco. El degradado soldado Solovióv había sido uno de ellos y todas las circunstancias podían conducir a una sublevación. Un guardia por cada cinco reclusos, pero eso solo desembocaría en una tragedia.
Los reclusos se limitaron a mirar a los guardias.
—Tranquilos... su compañero se repondrá. Tiene un gran golpe en la nuca. Vuelvan al trabajo, hay mucha piedra que sacar.
Algunos con la cabeza gacha, otros con la mirada perdida y algunas herramientas al hombro, los reclusos comenzaron a empujar los vagones de chapa rumbo a la zona de demolición. Al clavar la pala en el montón de piedras uno susurró:
—Lo dejarán morir.
—Tranquilos —dijo Boris siempre aquietando los ánimos—. No creo que se animen a tanto...
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