Kitabı oku: «Cambio sin ruptura», sayfa 2
Dicen que, nunca como ahora, ha sido tan difícil gobernar.
Ignacio. Es muy difícil gobernar en todo el cuadro que estamos describiendo. Entonces, en ese contexto, ¿cómo aproximarnos a la gobernabilidad política y económica? A la construcción de un cierto orden político y económico, pero que no es sólo Estado y mercado, porque está la sociedad. Y la sociedad sí existe, a diferencia de lo que afirmó Margaret Thatcher en los años ochenta. En la tradición socialcristiana, o democratacristiana, hay un amplio espacio para las personas, las familias, la comunidad, la sociedad civil. Y hay que decir también que sociedad civil no es sinónimo de mercado o de sector privado. Por otro lado, el ámbito de lo público dejó de ser monopolio del Estado.
¿Qué pasa con la crisis de la representatividad de la democracia, de la que tanto se habla?
Ernesto. El elemento de la representatividad es importante. Con el surgimiento de esta base de comunicaciones desde el bolsillo o la mochila, la necesidad de la mediación decrece, es decir, decrece la necesidad de la representatividad. Entonces, surge una aspiración de democracia directa, porque se piensa que hay instrumentos como para que eso funcione. Concretamente, Internet.
Hasta ahora, ¿cómo ha sido esa experiencia?
Ernesto. La experiencia que ha habido en el mundo con respecto a la democracia directa ha sido muy débil, muy feble. En Italia, por ejemplo, el Movimiento Cinque Stelle, que nace con Gian Roberto Casaleggio y Beppe Grillo, surge como una forma de luchar contra la democracia representativa e introducir el elemento de democracia directa. Hoy día, el movimiento Cinco Stelle ha caído muy fuertemente y hoy, con la dirección del ex presidente del consejo, Giuseppe Conte, el movimiento ha abrazado la democracia representativa con algunos elementos nuevos, como puntos referendarios.
¿Por qué no resulta esta democracia directa?
Ernesto. En la democracia de la antigua Atenas, que contaba con una población de 35.000 personas, de esas 35.000, ni las mujeres ni los metecos, que eran los extranjeros, ni los esclavos formaban parte. Entonces, quien deliberaba era un grupo relativamente pequeño. Es imposible establecer una comparación con la democracia representativa moderna y sus grandes números. Además, la democracia representativa tiene la virtud de la reflexividad. La democracia directa es la asamblea, muchas veces es quien grita más fuerte quien se impone. La visión refrendaria termina resolviendo con una respuesta binaria problemas tan complejos como el Brexit. La democracia representativa, en cambio, te obliga a una discusión reflexiva, a una mediación. Porque lo otro sería pensar: “El pueblo siempre tiene la razón, en cada cosa y en cada momento”. Ese es el peligro del populismo.
¿Qué tan difícil es la reconstrucción de una democracia cuando se hiere o se desploma, Ignacio?
Ignacio. El año 1989, en el contexto de la tercera ola de democratización, Adam Przeworski, un gran cientista político estadounidense, dijo que este proceso de democratización y la caída del Muro de Berlín y el desplome del comunismo y de los socialismos reales representaban el gran fracaso de la ciencia política. ¿Por qué? Porque la ciencia política había girado en los últimos años y décadas, desde politólogos tan lúcidos como Juan Linz hasta otras aplicaciones más interesadas y antojadizas como las de Jeanne Kirkpatrick y Alexander Haig, a distinguir entre regímenes autoritarios y totalitarios. Ellos decían que los regímenes totalitarios eran, por definición, irreversibles, a diferencia de los regímenes autoritarios, como América Latina y otros, que eran reversibles. Pero la caída del Muro de Berlín y el desplome del comunismo y de los socialismos reales demostraron que esa era una distinción enteramente artificial. Lo que hay son democracias y dictaduras. No hay regímenes políticos irreversibles y la gran efervescencia sobre la democracia en los años noventa tuvo este antecedente.
Ernesto. No hay nada irreversible…
Ignacio. Así es. La mejor definición de la política que he visto es la de Maquiavelo en los discursos sobre la historia de Roma de Tito Livio, donde dice: “Los asuntos humanos están por siempre en un estado de mutación”. No, no hay nada irreversible. Lo único constante es el cambio, la transformación. Y añade Albert Hirshman, uno de los grandes cientistas sociales de la segunda mitad del siglo XX, que toda la politología y la sociología política de Estados Unidos y de Europa, desde los años cincuenta había girado en torno a los pre-requisitos estructurales –ya sean económicos, sociales, políticos o culturales– para la democracia y el desarrollo. Pero la democratización en América Latina demuestra lo contrario. Países que eran del tercer mundo, subdesarrollados, con culturas católicas, corporativas, acometen procesos de democratización desde los años setenta y lo mismo el Sudeste Asiático, incluso Sudáfrica, con el trasfondo del Apartheid. Recordemos que Corea del Sur y Taiwán eran dictaduras feroces y hoy en día son regímenes democráticos.
¿Qué te parecen experiencias como la de Italia, donde se observa una nueva esperanza para la democracia representativa?
Ignacio. Lo que estamos viendo frente a este estilo autocrático que se torna viral, es una resiliencia de la democracia representativa y sus instituciones, a pesar de sus problemas. Por ejemplo, Joe Biden termina por imponerse sobre Donald Trump. Angela Merkel se impone sobre la Alternativa de Alemania de la extrema derecha. Mario Draghi termina por imponerse sobre Matteo Salvini y el nacionalismo populista de Italia, que Ernesto Ottone conoce tan bien. Emmanuel Macron termina por imponerse sobre Marine Le Pen, al igual que sus antecesores en Francia. Es decir, la democracia representativa, sus instituciones y liderazgos tienen recursos políticos para resistir esta tentación autocrática nacionalista, populista, de derechas o de izquierdas, tan común en América Latina.
Pero un asunto es tener democracias y, otra, tener gobernabilidad…
Ignacio. Nadie puede negar que hoy en América Latina, a pesar de todo, sigue habiendo democracia, pero con enormes problemas de gobernabilidad. Recuerdo un titular del diario Siete más 7: “América Latina: democrática e ingobernable”. Porque una cosa es la democracia electoral, que goza de relativa buena salud. Las elecciones que hemos tenido en estos meses en Ecuador, Perú, México o Chile nos muestran que, a pesar de todo, la democracia electoral sigue gozando de una relativa buena salud en la medida que celebramos elecciones libres y democráticas. Muy tensionadas, con mucha polarización, con grandes clivajes, pero libres y democráticas. Entonces ¿cuál es el problema? Que, si bien tenemos democracia electoral, estamos muy lejos de tener una auténtica democracia representativa, lo que significa estado de derecho, igualdad ante la ley, separación efectiva de los poderes públicos, autonomía del Poder Judicial, libertad de expresión, accountability. Esa democracia auténticamente representativa sigue siendo muy lejana, muy esquiva. Algunos países como Chile, Uruguay y Costa Rica, que ya hemos dicho han sido calificadas como democracias completas en el índice democrático de The Economist, parecieran escapar a esa tendencia, pero con sus propias tensiones internas. Lo cierto es que estamos todavía lejos de la democracia representativa y estamos aún más lejos de la gobernabilidad democrática, que supone no solamente la democracia electoral y el estado de derecho –como es propio de la democracia representativa–, sino que la capacidad del Estado de proveer ciertos bienes públicos fundamentales, en el ámbito de la seguridad, la educación, la salud, las pensiones, las ciudades, el transporte público, que es donde transcurre la vida concreta y cotidiana de las personas.
¿Son los bienes públicos fundamentales la gran promesa incumplida en la región?
Ignacio. Son una promesa incumplida y es ahí donde está haciendo agua la democracia en América Latina. Tenemos Estados cuasi fallidos frente al tema del crimen organizado, el narcotráfico, la delincuencia. Chile no escapa a esta realidad, como lo demuestra la violencia en la Araucanía, junto con los factores anteriores. Adicionalmente, tenemos estados corruptos y la gran reacción de los pueblos contra la élite dirigente, la política y los políticos, y los empresarios, es por la corrupción. El presidente peruano Pedro Castillo decía: “Mire, yo no tengo mucha erudición y no hablo inglés, no estudié en una universidad estadounidense, pero los últimos cinco presidentes han sido procesados por corrupción, todos ellos eruditos, con muchos pergaminos” (la cita no es textual, es lo que recuerdo de una entrevista suya). En la región tenemos Estados capturados por intereses particulares, incluso a veces de los propios partidos políticos, con sus parcelas electorales y su capacidad de captura del Estado, o capturados por las propias organizaciones gremiales en el sector público. Y, sobre todo, tenemos un Estado que no provee de bienes públicos fundamentales como la seguridad, la educación, la salud o las pensiones.
La globalización deshace las llamadas categorías sociales, dijiste, Ernesto. ¿Podrías explicarlo?
Ernesto. En la democracia de masas de la sociedad industrial existía una relación muy fuerte entre clases sociales y pensamiento político. Es decir, entre categorías sociales y pensamiento político. Entre tradiciones culturales y pensamiento político. Era una relación muy fuerte. A veces se dice: “Los políticos de antes eran mejores oradores”. Sí, alguien podría decir: es verdad. Pero yo no creo tanto en eso. Sin duda hay grandes políticos que uno echa de menos. Pero lo que ha pasado es una transformación en la estructura de la política. La visión de esas categorías, de ese mundo más lento, no existe, porque esa sociedad ya no existe. Por decirlo así: el menú de posibilidades que tenía una sociedad industrial para entretenerte o para formarte una opinión, era un menú mucho más restringido. Los partidos políticos tenían sedes donde llegaba la gente después del trabajo. Los partidos más populares complementaban un sistema educacional, que era un sistema educacional muy pobre, donde la mayoría de la gente llegaba a un nivel de escolaridad muy bajo. El partido terminaba de alfabetizar a la gente, generaban cultura y cursos de cuadros permanentes. Los partidos más de derecha, a su vez, eran una especie de clubes donde se juntaba la gente acomodada. Entonces, era una vida completamente distinta. El voto era más bien permanente y para que ese voto cambiara, tenían que surgir elementos sociales muy fuertes.
¿Y hoy en día?
Ernesto. Hoy día, en una sociedad mucho más fragmentada, ya no existe esa clase obrera que generaba los partidos obreros. Eso desapareció. Si se mira el voto de los partidos de representación más popular, es un voto muchas veces de clase media. El voto más obrero, el voto de los trabajadores menos calificados, es un voto que muchas veces es de extrema derecha y de populismo de derecha. Esto pasa en Europa, en todas partes. Y, sobre todo, hay una volatilidad tremenda, es decir, hay una individualización: “Yo quiero ser singularizado y, por lo tanto, yo vitrineo, yo elijo, yo escojo y escojo una persona que tiene que ver no necesariamente con mis intereses, ideología ni pensamiento. Tiene que ver con una persona que siento que me acoge y comprende, que se empata conmigo, con la que me siento bien, que me gusta y que me gusta su imagen”. La política se personaliza: la política es la imagen y la imagen es la política. La política es menos una razón y más una emoción. Por lo tanto, se produce un cambio muy fuerte en términos electorales.
¿Eso explica los vaivenes electorales tan fuertes? Ejemplos hay varios…
Ernesto. Por eso los cambios pueden ser muy fuertes, exactamente. O sea, tú tienes el cambio de Obama a Trump y de Trump a Biden. Vas cambiando muy rápidamente. Lo mismo en Chile: pasaste del segundo Gobierno de Michelle Bachelet, que planteó un reformismo casi rupturista con respecto al reformismo gradual de la Concertación, y después de eso, Piñera. Y después de Piñera, lo que estamos viviendo: una gran confusión. Eso es lo que yo señalo cuando hablamos de categorías y de clases sociales que antes tenían una relación no permanente –porque no hay nada permanente–, pero una relación más dura con un cierto tipo de pensamiento. Piensen que había familias radicales. Familias democratacristianas. Familias socialistas. Hoy día ese concepto es muy difícil de encontrar.
¿Hay responsabilidad de los políticos en esta situación?
Ernesto. Sí, hay también responsabilidad. Por ejemplo, si tomamos la lista que hace el norteamericano Ted Piccone sobre América Latina, él dice: impuesto regresivo, informalidad laboral, gran desigualdad, poca autonomía en la división de los poderes, corrupción, inseguridad, relación entre la criminalidad y la política como problemas fundamentales de la democracia. Sí, seguramente hay parte de responsabilidad de la clase política, pero pienso que el problema es mucho más estructural.
¿Cómo recomponer la democracia representativa?
Ernesto. Es una tarea muy difícil recomponer una democracia representativa que sea capaz de oír los tiempos que corren e incorporar los elementos nuevos que están planteados, desde los temas de género hasta los de cambio climático. Y todo eso con una ética que sea defendible. Es complejo porque hay cambios estructurales muy fuertes en cómo se hacía política y cómo se puede hacer política en la sociedad de la información. Y sabemos poco, porque estamos en medio de un gran cambio. De lo que estamos seguros es de que la democracia representativa tiene dos elementos irremplazables: la libertad individual y la búsqueda de la igualdad. Si se le sacan ambos elementos, no queda democracia. Cuando se habla de democracia iliberal no se habla de democracia. La democracia iliberal no es una democracia. Tiene el aspecto electivo de una democracia, pero la democracia requiere dos cosas: un proceso de elección, pero también la plena vigencia de las reglas democráticas a respetar.
¿La democracia sigue siendo el sistema que la gente al final del día prefiere?
Ernesto. Es preciso observar el vaso medio vacío. Para no irme sólo a América Latina, donde las tendencias autoritarias han sido más bien de izquierda, salvo Bolsonaro, en Europa la fuerza del populismo autoritario es muy grande y de tendencia derechista. En Francia, Macron fue algo muy importante en un momento en que se desarmaba el cuadro político y parecía abierto el camino a un partido nacionalista con un cierto maquillaje. Marine Le Pen se había puesto un buen makeup en la cara, pero con un fondo autoritario y populista muy grande. Pero, aunque ganó Macron, ella tuvo un 34% de los votos y los sigue teniendo. Alemania tiene menos, pero ese 13% de Alternativa de Alemania pesa como algo duro en la historia. En Hungría y Polonia gobiernan partidos autoritarios. En Austria tienen el 46%. En Dinamarca, Suiza y los Países Bajos constituyen la segunda fuerza política. En Italia se ha logrado mantener gobiernos democráticos con Conte y con Draghi y tenemos a Enrico Letta en el Partido Demócrata, que es un gran dirigente. Pero, de todas maneras, entre Giorgia Meloni y Matteo Salvini están arriba de los 34 puntos y han avanzado en el último tiempo. Sobre todo Meloni, que es la presidenta del partido Fratelli d’Italia, con mucho olor a neo-fascismo. Y Trump sigue existiendo. El triunfo de Biden ha sido magnífico, pero Trump y el trumpismo siguen existiendo y siguen teniendo un apoyo muy fuerte.
En definitiva, la democracia sigue teniendo fuerza, pero está amenazada por lo iliberal, el populismo autoritario y la xenofobia…
Ernesto. Estamos ante una gran batalla por la democracia en el mundo. Se trata de ganarle la batalla no solo a los hechos que perjudican la solidez democrática, sino también a los miedos.
¿Miedos?
Ernesto. Miedo, sí. Nadie podría decir que en Finlandia, Suecia, Dinamarca o Noruega lo están pasando mal. Los finlandeses tienen muy pocos inmigrantes, pero el segundo partido en Finlandia se llama Partido de los Finlandeses Auténticos. Imagínense lo que quiere decir la palabra auténtico. Entonces, existe la transmisión de un miedo hacia el otro, de una falta de acumulación civilizatoria. Y eso nos pone a los demócratas en un enorme desafío.
¿Cómo se articula la democracia en una sociedad postindustrial?
Ignacio. La sociedad industrial tenía una forma de estructuración social y política sobre la base de las clases sociales, los sindicatos, partidos políticos que eran los grandes articuladores o intermediarios, con el trasfondo de los procesos de modernización (porque industrialización y modernización caminaron de la mano durante mucho tiempo, hasta hace poco). Conceptos como la burguesía, el proletariado o la clase media surgida desde el Estado o la educación pública, eran parte de la forma de estructuración social y política de la sociedad industrial. Y esta sociedad postindustrial que estamos viviendo cuestiona toda esa forma de estructuración social y política. De ahí que se nos mueva el piso y que surjan tantas interrogantes acerca de cómo producir esa articulación. Entonces, la forma de intermediación política –los partidos o los sindicatos– pierden fuerza y son cuestionados. Y el nuevo espacio pareciera ser el de la interacción en el mercado, pero no es tan así. Ya no se habla de clase media, porque la clase media suponía dos cosas: identidad de clase y una cierta homogeneidad, que ya no existen.
¿Y cómo son hoy los sectores medios?
Ignacio. Hoy en día los sectores medios son muy heterogéneos y vulnerables. Hablamos de sectores medios –más que de clase media– emergentes y aspiracionales. Es una categoría mucho más difusa y compleja. Son otros los parámetros en la sociedad de la información, en plena revolución digital. Todo es mucho más fluido, mucho más desestructurado. Todo es mucho más horizontal que vertical, como se ha dicho tantas veces. Hay menos compartimentalización. Y esto tiene tremendos efectos en los mercados laborales, por ejemplo, que es una de las grandes incógnitas sobre el futuro. La estructuración de los mercados laborales en la sociedad industrial era de permanencia, de contratos formales, de leyes sociales, de horarios; incluso se incorporaban a la empresa los hijos, a veces los nietos. Y eso cambia radicalmente. Es un cambio laboral y cultural de proporciones.
Ernesto. La solidez del sindicalismo iba de la mano con lo que describes.
Ignacio. Absolutamente. Hoy, además, hay un cambio cultural y generacional, porque los jóvenes ni buscan ni quieren eso. Los jóvenes, cuando ya llevan cinco u ocho años en un trabajo, se ponen nerviosos y quieren emigrar y buscar otras alternativas. El modelo son los startups, verdaderos ecosistemas conectados al mundo global, en la era digital. Pero los partidos siguen anclados en la lógica de la sociedad industrial, al margen de la era digital y los cambios que ello implica. Un ejemplo de lo anterior es el programa de gobierno de Gabriel Boric, que es muy poco renovado y muy anclado en añejas estructuras de la sociedad industrial.
¿Por qué cuestionas, Ignacio, que el paradigma imperante sea solamente la interacción en los mercados?
Ignacio. Porque seamos claros: la llamada globalización neoliberal –aunque en esto habría que hacer muchas distinciones y precisiones– apostaba a la autonomía de la economía y de los mercados. Margaret Thatcher llegó a decir que la sociedad no existe. Ronald Reagan apuntaba a que el problema era el Estado. El Estado no es la solución, el Estado es el problema, dijo. Y esto es una falacia. Las fuerzas económicas y los mercados no actúan en un vacío político e institucional. Eso es muy importante desde el punto de vista de la democracia. Yo creo en la primacía de la política y las instituciones. Entonces, necesitamos más y mejor Estado, que sea capaz de proveer ciertos bienes públicos fundamentales, como la seguridad, la educación, la salud, las pensiones. Un Estado más transparente en que sepamos distinguir el Gobierno de la Administración, que la Administración sea profesional como el civil service en Nueva Zelanda o Inglaterra, generalmente regímenes parlamentarios, más allá de los ciclos políticos y electorales que deciden la suerte de los gobiernos. Estos cambian, pero la Administración debiera asegurar una continuidad. Necesitamos renovar las instituciones políticas y, por supuesto, necesitamos mercados. Más y mejores mercados, pero más transparentes y más competitivos.
Ernesto. ¿Me permiten una acotación epistemológica? Me parece importante y tiene que ver con este asunto de la globalización neoliberal. Algunos dicen que hay una relación de causa-efecto entre globalización y neoliberalismo.
¿Y no es así?
Ernesto. No, estoy convencido de eso. Yo creo que puede haber una forma de globalización que no es necesariamente neoliberal. Eso lo han ido entendiendo incluso aquellos que son grandes críticos.
¿Te consideras de los críticos?
Ernesto. Yo también soy crítico de la forma actual de la globalización. Pero la globalización es un fenómeno distinto al pensamiento neoliberal, aunque coinciden en un momento histórico y tienen relaciones. Algunos hacen una cierta identidad entre ambas palabras, pero el pensamiento neoliberal es una forma de leer la economía capitalista. Hay otras formas. Por ejemplo, nadie podría decir que Suecia, que es un país capitalista, es un país neoliberal. Nadie podría decir que Noruega es un país neoliberal. Menos aún se podría decir que China es un país neoliberal, aunque su economía funciona de acuerdo a los elementos fundamentales que definen al capitalismo. China es una dictadura cuyo sistema económico es capitalista. Es un capitalismo distinto, con una serie de otros elementos. Entonces, entre economía de mercado y neoliberalismo, hay una diferencia. El neoliberalismo tiene su origen en los economistas austríacos y después pasa a la academia, sobre todo en Estados Unidos. Y de pronto logra tener una influencia política muy grande con Reagan y Thatcher, fundamentalmente. Y de ahí pasa a ser muy hegemónico en el campo económico. Y esto produjo la desregulación económica que señalaba Ignacio, que tiene su crisis en el 2008-2009.
En Chile supimos tempranamente del neoliberalismo…
Ernesto. En Chile, esto fue recibido como maná del cielo por la dictadura de Pinochet. Y lo impuso a troche y moche, quizás en algunas cosas podría haber tenido elementos positivos, pero conlleva muchas otras cosas negativas, como la destrucción del tejido social que hemos heredado al día de hoy y que nos tiene con grandes problemas. Pero, tal como yo no diría que la transición democrática chilena es una transición neoliberal –creo que es una visión equivocada–, no diría que el neoliberalismo se pueda identificar con la economía de mercado.
¿No se usan hoy como sinónimos, acaso, en el debate chileno?
Ernesto. Hoy día, en una cierta izquierda radical y no tan radical, hay una especie de completa identificación entre capitalismo y neoliberalismo. Esto es muy demente en un mundo donde todas las economías son capitalistas, salvo Corea del Norte (que es una especie de Disneylandia de los horrores), Cuba (un elemento crepuscular) y lo de Maduro (una dictadura casi sin economía). Pero como hoy impera el matonaje intelectual, te dicen: esto es neoliberal. Y neoliberal es como que te dijeran que eres un miserable. Entonces, existe una especie de uso ideológico del término y me parece importante que, desde una perspectiva seria, nosotros vayamos haciendo muy fuertemente esa distinción. Como decía Tocqueville, una idea simple y falsa siempre va a ser más popular que una idea compleja y verdadera. Pasa eso con el tema del neoliberalismo.
Ignacio. Ernesto toca un tema muy de fondo desde el punto de vista epistemológico. Por eso yo me refería a la “llamada” globalización neoliberal. Es un término que utiliza Michael Sandel –filósofo estadounidense, liberal demócrata, socialdemócrata–, que habla de la globalización neoliberal y de la tiranía de la meritocracia, ámbito en que tiene muchas cosas interesantes que decir. Entonces, lo pongo entre comillas, porque concuerdo en que existe mucho mito en torno al asunto. Y comparto lo que ha dicho Ernesto en el sentido del simplismo, la caricatura y la distorsión que significa identificar o reducir la globalización en toda su complejidad, toda su riqueza, también sus tensiones y contradicciones, con el término neoliberalismo. Entonces, epistemológicamente, ¿qué es el neoliberalismo? Básicamente, un reduccionismo economicista.
Ernesto. Así es.
Ignacio. O sea, el neoliberalismo, el nuevo liberalismo, ¿con qué hay que compararlo? No con la socialdemocracia, con el conservadurismo o con el socialcristianismo. Hay que contrastarlo y compararlo con el liberalismo clásico. Es un nuevo liberalismo en relación al liberalismo clásico. Y yo me quedo con el liberalismo clásico.
Ernesto. Es mucho más noble.
Ignacio. El liberalismo clásico es mucho más noble porque es una formulación moral, filosófica, política, social y económica. Es decir, el liberalismo clásico de John Locke, el gran autor, artífice y filósofo de la democracia representativa, del propio Adam Smith. Uno olvida que, junto con la mano invisible del mercado, concepto desarrollado en El origen de la riqueza de las naciones, está la teoría de los sentimientos morales. Agustín Squella y Ernesto Ottone siempre insisten mucho en esto. Adam Smith no fue un economista, fue un filósofo moral. John Locke fue un filósofo y John Stuart Mill fue un socialdemócrata, un proto-socialdemócrata.
Ernesto. Una de las fuentes de la socialdemocracia.
Ignacio. Por supuesto. Entonces, hablar de la globalización neoliberal me parece un despropósito, un gran simplismo. Yo dije que, a mi juicio, los verdaderos pilares de la globalización son los derechos humanos y la democracia. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es un aspecto de la globalización y la democracia, en la tercera ola de la democratización, a pesar de todas sus contradicciones y todos los reveses, es un contenido fundamental de la globalización. Y lo que sí se impone es el concepto de una economía de mercado, que es mucho más limpio. El neoliberalismo es sólo una aproximación a esa economía de mercado.
¿Concuerdas, Ernesto?
Ernesto. Es una aproximación reduccionista al extremo, porque piensa que todos los problemas de la sociedad se pueden resolver con una lógica de mercado. Finalmente, si reduces todo al mercado, resulta que el Estado es un problema, la sociedad no existe y al final aparece algo que es el mercado, el gran solucionador de todos los problemas de la sociedad. Y eso ha provocado sociedades extraordinariamente desiguales. ¿Cómo no van a haber sociedades desiguales si se produce una desregulación de la economía?
¿Por qué los europeos son menos desiguales que los norteamericanos, pese a los problemas estructurales que hay?
Ernesto. Porque tienen un conjunto de instrumentos que utilizan para morigerar las desigualdades. Y entonces es muy distinto, los ingresos, al final del día, son distintos de los ingresos que te da el mercado. Porque entre medio existen una serie de estructuras sociales que van produciendo una mayor morigeración y evitando esa desigualdad, porque hay otra concepción. No se piensa que el mercado va a resolver todos los problemas. Se piensa que es la sociedad en su conjunto la que se hace cargo de los problemas de la sociedad.
¿Estás de acuerdo, Ernesto, en la idea de múltiples desigualdades?
Ernesto. Por supuesto. Ahí hay toda una literatura sociológica y filosófica muy importante, que va desde John Rawls a Michael Walzer y pasa por toda una discusión en torno a cómo las desigualdades no coinciden siempre en las mismas personas. Como la democracia no puede convivir con una desigualdad total, lo más grave aparece cuando se juntan malos ingresos, malas pensiones, discriminación, desigualdades de género, es decir, todas las desigualdades que nombró Ignacio. Cuando todo lo sufre un sólo grupo social, naturalmente existe la base para un malestar tremendo, una cuestión que es completamente justa.
El aumento de la desigualdad, evidentemente implica una concentración de la riqueza…
Ernesto. Es muy importante cómo se ha producido una concentración de la riqueza y cómo se ha producido una caída de la distribución. Hubo un tiempo en que uno hablaba de redistribución y te miraban como si fueras el demonio. Aparecía como que era quitarle algo a alguien para entregárselo a otro. Cuando tú hablas del impuesto a la herencia, que ha sido uno de los factores más importantes para cortar la prolongación intergeneracional de la desigualdad, te miraban como que estaban asaltando a alguien. Entonces, creo que esos elementos que vienen propiamente, ahora sí, de la doctrina neoliberal, son perfectamente transformables. Miren lo que está haciendo Biden en Estados Unidos y la decisión de la Unión Europea de salir de la pandemia con una actividad solidaria que va a permitir a una serie de regiones estar en una mejor situación.
¿En qué medida la desigualdad empuja las rebeliones que hemos conocido en los últimos años?
Ignacio. Si uno toma el estallido social o los estallidos sociales y se hace cargo de la política en tiempos de indignados y descubre que detrás de todo eso está la lucha contra los abusos, los privilegios, las desigualdades y, principalmente, por cierto, la desigualdad económica y social, uno tiene que referirse necesariamente a una característica de la modernización que no siempre se entiende. En 1968, Samuel Huntington publicó su libro El orden político en las sociedades en cambio. Y él desarrolla una idea que para mí es casi una verdad esculpida en piedra: que la modernización es en sí misma disruptiva. El proceso de modernización es en sí mismo disruptivo, genera movilización, cuestiona las estructuras tradicionales hasta el punto que en el extremo conduce a lo que el propio Huntington llama el pretorianismo de masas, que es una situación de desborde institucional. Es lo que ha ocurrido en Chile, en América Latina y en Europa, con los indignados, con los estallidos sociales, con los chalecos amarillos. Cuando en noviembre de 2019 vino Manuel Castells al Centro de Estudios Públicos (CEP) para comentar los hechos del 18 de octubre, él acuña este concepto de estallido social y dice: mira, no crean que ustedes son originales. Y citó 15 o 20 casos en el mundo, como Francia, Gran Bretaña, España, Ecuador, Colombia, Perú, Hong Kong…