Kitabı oku: «Julito Cabello contra la lata tóxica», sayfa 2
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EXIJO UNA EXPLICACIÓN
LA NOCHE DEL DÍA “etc., etc., etc.” (ya me aburrí de repetirlo: “Leoncio-Coddou-Clementina-Karla con K”), me dormí mientras mis papás hacían sus maletas y la Clementina (o Jurasina, ¡qué chiste más malo!) llegaba a ocupar sus puestos.
Ella venía a ayudar algunos domingos, porque mi mamá decía que ella estaba aburrida de trabajar toda la semana y porque tenía derecho a un día de descanso. El problema es que la Clementina parecía película en cámara lenta y se demoraba como media hora en hacer una cama. Pero como había criado a mi mamá, a ella no se le ocurría otra persona para que la ayudara. Y si hubiera traído a otra ayudante, se habría sentido podrida de mala, creo. Es que la Clementina es algo así como una “especie protegida”. Y en vías de extinción.
El asunto es que, lenta como es (y arrugada como si se hubiera bañado dos horas en la piscina), la Clementina me caía bien. No sé por qué. A lo mejor porque era buena para reírse, aunque a veces se reía sola y se me paraban los pelos. Lo que sí tenía claro era que si mis papás apenas alcanzaban a atajar al Beltrán, ella ni soñarlo. Era yo o nadie.

Por eso, pensé, me iba a tocar harto trabajo.
Ya era tarde y estaba calculando todas estas cosas cuando me quedé dormido. Y cuando desperté todavía estaba oscuro.
Fue por un ruido insistente. Alguien tocaba el timbre.
Mis papás ya se habían ido, súper temprano, y la Clementina roncaba en la pieza del Beltrán. En el velador tenía un vaso lleno de agua con una dentadura postiza (los dientes no eran filudos, por si acaso, pero eso no los hacía menos asquerosos). Entonces fui a la puerta y, como tenía la obligación de ser adulto, vi por el hoyito quién era antes de abrir. Si hubiera sido un niño en vez de un adulto, de más que llego y abro sin preguntar.
Era una señora que se veía con las patitas chicas y el pelo muy crespo y que cuando se acercaba al hoyito, la nariz se le veía gigante. Como el hoyito, con ese lente que lo deforma todo, no me ayudaba mucho, puse mi mejor voz ronca:
—¿Quién es?

—¿Julio? —dijo la señora narigona—. Soy Karla. Karla con K. Acabo de llegar.
Cero dudas, pensé. No creo que haya muchas Karlas con K, así es que abrí la puerta y ni les digo la cara con que me miró.
—¿Julito? Tú debes ser Julito porque eres el vivo retrato de tu mamá.
Entonces, me apretujó, me levantó y me baboseó entero con un beso (¡aj!).
—Con esa voz tan ronca pensé que eras tu papá. ¿Y tus papás dónde están?
Yo, sin darme cuenta, seguí hablando con la voz media ronca (no sé, me dio plancha que escuchara mi hermoso y angelical tono de voz infantil y, además, era el adulto de la casa) y le comencé a explicar que mis papás se habían ido recién, cuando de repente, en bata y pantuflas, apareció la Clementina. Llevó a Karla a la cocina a tomar desayuno y a contarle en cámara lenta lo que había pasado. Lo del tío Leoncio y todo eso. Yo aproveché de ir a dormir un poco más. Hasta que saliera el sol, por lo menos, una hora decente para un niño.
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UN DESAYUNO ACCIDENTADO
LA SEGUNDA VEZ QUE ME DESPERTÉ, sí había sol. Y brillaba más para mí que para mis compañeros, porque yo no iba a tener clases.
Nada de tareas, esa era mi ilusión.
Yo pensaba que todo lo que me habían encargado mis papás (más bien mi mamá) iba a ser “pan comido”, pero me equivoqué. Me estiré, me salieron un par de ruidos irrepetibles (sin olor, lo juro) y después fui a la cocina a tomar la leche y a comer un par de panes con paté. Ustedes saben que el desayuno es la comida más importante para un niño. Sin calorías es imposible copiar en las pruebas, molestar en el recreo y defenderse de los puñetes. Je.
Falso.
Igual se puede hacer todo eso en ayunas, pero comer cochinadas temprano, en la mañana, es rico. Y más tarde, también.
Cuando llegué a la cocina, el cuadro parecía película de dibujos animados.
—Jurasina —dije, y luego me corregí—, ejem, Clementina, ¿qué hay de desayuno?
La Clementina, que necesita dormir todas sus horas de hibernación y no había podido, andaba como un zombi, mucho más lenta que de costumbre (increíble, pero es posible). Y el Beltrán, que ya estaba despierto, disparaba con su cuchara cereales con yogurt para todos lados, desde su sillita.
Como yo era el adulto-despierto, intenté negociar con él, para que dejara de molestar.
—Beltrán, ¿te parece necesario lanzar el desayuno por todos lados?
Beltrán me miró con su mejor cara de angelito.
—¿Kaa? —me respondió.
Como habíamos establecido algún tipo de contacto, creía yo, seguí.
—Pequeño hermano mío, ¿puedes parar de desordenar?
—¿Kaaaaa? —fue su segunda respuesta mientras me miraba pestañeando.
—Beltrán, ¡para!
Entonces dijo una palabra que yo nunca había escuchado.
—¿Ka, Ulito?
¿Mi nombre? ¿Me dijo Julito?
Debo haber puesto una cara ridícula, de pura sorpresa y pura chochera, pero se me pasó altiro. Bajé la guardia y, en ese mismo momento, Beltrán me lanzó un cucharazo de yogurt directo a la cara.
Mi mamá dice que cuando se enoja ve rojo. Yo, en cambio, vi rosado, porque el yogurt era de frutilla.
Les juro que lo hubiera estrangulado, pero entonces escuché un ronquido de la Clementina que se había quedado dormida sentada en la silla.
Estaba con la boca abierta. Y sin dientes. ¡Qué asco!
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“KONOCIENDO” A KARLA
ES VERDAD QUE ME TOCABA SER EL ADULTO de la casa, pero la Clementina tenía mi edad multiplicada como por siete. Me llevaba lejos la delantera. Era como siete veces más adulta que yo y, además, no estaba picada, como yo sí lo estaba, ni con la cara llena de yogurt.
Mientras el Beltrán seguía con su labor de distribución del desayuno por todas partes, comencé a moverle el hombro a la Clementina. Para que atinara. Primero fue suave, pero no me resultó. Le salió un ronquido enorme y siguió durmiendo como si nada. ¿Cómo habrá levantado e instalado al Beltrán en su sillita?, pensé yo. Allí estaba, diciéndole “despierta” a cinco centímetros del oído, cuando entró Karla con el pelo mojado.
“¿Dónde hay café?”. Dijo solo eso y ni tan fuerte, pero fue como si a la Clementina le hubieran dado un golpe de corriente. Se levantó de un salto y fue directo a la despensa, se agachó a buscar la cafetera y la puso en la cocina. Si no la hubiera visto, no lo creo. Parecía a velocidad normal, casi humana.
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OK, OK, OK
ESTÁBAMOS CUATRO PERSONAS AHÍ, en la cocina. O más bien tres, porque el Beltrán era como media persona y la Clementina, otra media más.
—Hola, Julito, ¿cómo estás? —me dijo Karla—. Muchas gracias por abrirme la puerta anoche.
Yo, que no soy bueno para hablar en las mañanas, solo respondí: “Mmm, ok”.
—Sé que llegué en la madrugada y si tú no hubieras estado despierto, me habría quedado afuera esperando a que amaneciera…
Yo que, insisto, no soy bueno para hablar, dije “ok” de nuevo.
—Te debo una y yo soy de aquellas personas que pagan sus deudas. Si quieres y si tienes tiempo, te puedo explicar un poco lo que hago. Soy artista y creo que te puede interesar.
¿Qué quieren que les diga? Yo estaba haciendo un trabajo a cambio de no ir al colegio. Y parte de ese trabajo, supuse, era escuchar a Karla.
—Ok —le dije, y puse mi mejor cara de mateo de la primera fila. Es así: con los ojos más abiertos, la boca un poco abierta también, las manos agarrando el cuaderno (aunque eso no tiene que ver con la cara y en la cocina no había ningún cuaderno) y un aire de interesado a más no poder.
Karla, que ya estaba tomándose el café, me miró y comenzó a hablar.
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LA VERDAD CON K
EN MI CASA NO SE FUMA pero, en ese instante, Karla sacó una caja de metal con pequeños puros. Tomó uno, lo prendió y, con un estilo que yo nunca había visto, lanzó un aro de humo perfecto. Beltrán no dijo ni “ka”. La Clementina se quedó muda (bueno, ella vive como en una película muda) y yo me preparé para escuchar algo que, por lo menos para Karla, era muy importante.
—El arte es algo distinto de lo que muchos piensan.
…
Silencio.
…
Efecto grillo: cric, cric.
…
Cric.
…
Entonces nos miró a los tres (y hasta el Beltrán estaba atento), antes de aspirar de nuevo y lanzar otra nube de olor fétido. Porque su cigarrillo era súper hediondo: olía a frenada de micro.
—El arte no está en los museos, como muchos piensan. El verdadero arte no se puede comprar, ni se puede colgar en las casas como adorno. Nadie puede comprar una verdadera obra de arte, porque una verdadera obra de arte es libre.
Karla se quedó tiesa, mirando al horizonte (o sea, a la ventana por donde entraba el sol). Y todos nosotros, que esperábamos algo más, nos quedamos tiesos también. Pero yo, que estaba trabajando como adulto, hice una pregunta.
—Karla, entonces ¿qué es lo bello?
Grillo.
Mentira.
¿Creen que yo habría hecho esa pregunta?
No sean brutos.
Reiníciense, recárguense, recapaciten.
Entonces le dije lo que había que decir (creo): “¿Y tú, Karla, me puedes decir qué es el arte para ti?”.
Si pudiera plastificar la mirada de amor que me lanzó Karla, para convertirla en una carta coleccionable Magic, tendría la con más superpoderes que nunca nadie jamás pensó. Karla ya me amaba.
Y era el primer día. No me costó tanto, vaya.
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