Kitabı oku: «Cuentos a Beatriz»

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Delfín de Color

I.S.B.N. edición impresa: 978-956-12-3389-8.

I.S.B.N. edición digital: 978-956-12-2346-2.

45ª edición: junio de 2019.

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

©1982 por Rita Cosani Sologuren.

Inscripción Nº 55.592. Santiago de Chile.

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Índice

Prólogo

El Querubín distraído

Un Querubín miedoso

Un Querubín juguetón

Un Querubín aventurero

Un Querubín porfiado

Un Querubín curioso

Un Querubín cachurero

Un Querubín amistoso

Prólogo

Queridos niños:

Antes de empezar a narraros estas historietas, quiero explicaros algunas cosas a fin de que no haya error posible.

Los Ángeles Guardianes son vuestros inseparables compañeros; siempre están listos para libraros de cualquier peligro y ayudaros a ser buenos.

Podéis verlos y oírlos mientras sois pequeños, muy pequeños. Después, ya no. ¿Por qué? Porque ya entonces sabéis lo que es bueno y lo que es malo y ellos os dejan elegir; claro es que, callados e invisibles, tratan siempre de que hagáis lo bueno y os apartéis de lo malo. Puede ser también porque, ya creciditos, no os parecéis tanto a ellos. Puede ser, ¿verdad?

Afirman los Santos Padres que los Ángeles Guardianes son espíritus celestes. Pero cierta vez le oí contar a una vieja nana que esos Ángeles eran los Santos Inocentes, a quienes Dios convirtió en querubines para velar por sus hermanitos de la Tierra.

Tanto me gustó esa leyenda, que en ella me baso para narraros estos cuentos.

No los toméis a pie juntillas, porque los Santos Padres saben mucho más que la nana aquella que me contó esta historia.

Escuchad:

Vosotros sabéis que cuando nació Jesús, el Rey Herodes, temeroso de que el pequeñín le arrebatara su trono, quiso hacerle morir.

Como no sabía cuál de todos los niños de Belén era Jesús, decidió salir del paso de una manera muy cruel: ordenó a sus soldados que degollaran a todos los niños menores de dos años que hubiera en Belén o sus cercanías. Y aquel día murieron asesinados millares de inocentes, a pesar de que sus padres los defendieron y trataban en vano de salvarlos.

Aquella noche, los pastores de Galilea vieron millares de copos de nieve que, en lugar de caer a la tierra, se elevaban de ella. Eran las almitas que subían al Cielo ya en grupos, ya en parejas, ya solitas, a medida que las espadas de los soldados iban consumando su martirio.

El Cielo irradiaba de luz. Dios en persona los aguardaba a la entrada, rodeado de sus Ángeles y, a medida que iban llegando, los abrazaba amorosamente. Se agruparon en un rincón temerosos y tristes.

Con los ojitos muy abiertos miraban las brillantes legiones de Ángeles y Serafines que les sonreían con admiración y cariño. Pero los niños aún no se sentían muy seguros. ¿No irían estos personajes a lanzarse contra ellos?

¿No irían a cogerlos de un bracito o de una piernecilla y cortarles de un tajo la cabeza o partirlos en dos, como un instante atrás lo habían hecho aquellos fieros soldados del Rey Herodes?

Dios leyó el miedo en sus corazones y sintió una inmensa pena por los pobrecitos que habían muerto para salvar la vida de su Hijo Divino. Entonces decidió hacerlos tan felices como lo eran sus Ángeles. Tendió sobre ellos sus manos de luz y, al punto, los pequeñuelos olvidaron su martirio y su miedo y una gran alegría inundó sus corazones.

Comenzaron a saltar, a reír, a cantar, cogidos de las manos.

Los hermosos Ángeles los llevaron a conocer las bellezas del Paraíso y, subidos en las estrellas más altas, les enseñaron a volar.

Como eran purísimos y se habían embellecido aún más por el Martirio, Dios los convirtió en querubines y les confió la misión de cuidar a los hombres, llamándolos Ángeles Guardianes.

Desde entonces, todo niño que muere inocente, se convierte en Ángel Guardián.

Esta es la historia, y creo muy justo que la conozcáis también vosotros. Cierto es que no deja de ser una fantasía, pero es tan bonita, que estoy segura os gustará tanto como me gustó a mí. Eso ya me lo diréis después.

Esther Cosani

El Querubín distraído

En un rincón del Paraíso se halla la oficina de San Roque, patrón de los caminantes. Dicha oficina es la que se encarga de enviar a la Tierra, junto a cada niño que nace, un Angelito Guardián. Este Santo, que es muy alegre y campechano, gusta de que en su oficina todo marche en perfecto orden. Tiene un gran sentido de la organización.

Pero como, según los filósofos, “de todo hay en la viña del Señor”, hubo una temporada en que al bueno de San Roque le salieron canas verdes a causa de ciertos querubines que le dieron mucho que hacer. Y le dieron que hacer porque aún conservaban sus cualidades de niños. Si no queréis creerlo, aquí van estas historias, que os probarán que lo que digo es muy cierto y, como dice una canción, “tanto como sacarse un ojo es quedarse tuerto”.

Junto a la oficina de San Roque, y separado por una verja de oro, se extiende un parque maravilloso donde viven los niños que van a nacer.

A menudo conversan con los querubines a través de la verja y se escuchan diálogos como este:

–Ya me han notificado que en cinco meses más bajaré a la Tierra.

–Pídele a San Roque que yo sea tu Ángel Guardián.

–Caramba, Querubín. Fíjate que ya se lo prometí al que me trajo unos rayitos de luna en días pasados. Porque yo voy a ser pintor.

–Es una lástima... con lo que me hubiera gustado acompañarte.

–Yo también lo siento. Si me lo hubieras dicho antes...

Y los querubines viven pegados a la verja de oro, a ver si algún niño los propone a San Roque como su Ángel Guardián.

Y esto tiene su explicación: cuando un Ángel ha sido Guardián de un niño, el Señor le entrega otra aureola además de la que ya tiene, y algunos son tan solicitados, que bajan tres y cuatro veces a la Tierra y lucen una verdadera torrecilla en la cabeza.

El caso es que entre los millones de querubines que moran en el Cielo había uno, gordote y mofletudo, bonísimo, como que era un Ángel pero... ¡más distraído!...

Se moría por ser el Ángel Guardián de algún pequeñín, y cuando no estaba en la Luna, pasaba pegado a la verja de oro. Siempre llevaba algún regalo para los niños, a ver si de esta suerte alguno se interesaba por él. Se instalaba allí desde temprano y haciéndose el desentendido, comenzaba a jugar con el regalo. Hasta que acudía algún curioso.

–¿Qué tienes ahí, Querubín?

–¿Quién, yo?... Una tontería.

–¡Déjame verla!... ¡Qué linda!... ¿Me la regalas?

–Bueno, pero si le pides a San Roque que yo sea tu Ángel de la Guarda.

Y, tras decir esto, se quedaba mirando con ojitos tan suplicantes y expresión tan ansiosa, que todos se largaban a reír. Y nacían niños y más niños y algunos compañeros lucían hasta diez aureolitas, sin que el pobre Querubín distraído pudiera conseguir nada.


Y era tal su deseo, que en los coros angélicos se quedaba con la boquita abierta en la mitad del canto, de pronto volvía a la realidad y comenzaba a entonar el Gloria cuando ya todos los otros decían “Amén”. Santa Cecilia, que es la directora de esos coros, perdía a veces la paciencia.

Un día vio paseando por el parque a un niñito con grandes gafas y un enorme libro bajo el brazo. Como de costumbre, lo llamó con un chiflido.

–Pshtt... Oye...

Lo llamó varias veces, sin que el otro pareciera escucharle. Por último perdió la paciencia y, a fuerza de empujar, logró meter la cabecita y un brazo por entre los barrotes, y al pasar el niño por su lado, lo cogió del pollerín.

–¿No oyes que te llaman?

–Palabra que no –repuso el de las gafas, sobresaltado.

–Pues yo te estoy llamando desde hace rato. Dime, ¿cuándo vas a bajar a la Tierra?

–No sé ni me preocupa. Yo voy a ser un gran sabio.

Lleno de ansiedad, gritó el Querubín:

–Entonces no te comprometas con nadie, pues yo voy a ser tu Ángel Guardián... ¿Oíste?

–Como quieras; a mí me da lo mismo, porque yo voy a ser un gran sabio.

Y, diciendo esto, el futuro sabio se marchó.

Nuestro buen Querubín, apurado por ir donde San Roque con la noticia, se encontró con que no podía salir de la trampa en que él mismo se había metido, y se vio tan afligido, que comenzó a llorar a gritos. Acudieron sus compañeros y varios Santos que por ahí pasaban. Y era tal el alboroto, que hubo que llamar al patrono de los cerrajeros para que limara los barrotes y así pudiera sacar su cabecita.

Magullado y sin embargo feliz, corrió a la oficina de San Roque y le notificó que el niño de las gafas lo había nombrado su Ángel Guardián.

San Roque lo miró por sobre sus lentes y, acariciándose la barba, preguntó:

–Por lo que veo, aún no has sido Ángel de la Guarda, ¿verdad?

El Querubín se puso colorado; se miró los pies: movió negativamente la cabecita.

–Pues has de saber que un Ángel de la Guarda tiene muchas obligaciones y muchas responsabilidades. Yo no acepto que mis Ángeles descuiden sus deberes, ni que haya reclamos al respecto. Tengo a orgullo decir que jamás a esta oficina han llegado reclamos ni quejas.

El Querubín afirmaba enérgicamente con la cabecita.

–Me alegro que hayas sido elegido –prosiguió San Roque–, y espero que sabrás cumplir fielmente con tu deber.

Tomando una pluma larga, larga, abrió un libro grande, grande, y anotó:

Pepín Pantoja, futuro sabio. A. de su G., Querubín.

Y el Querubín se marchó feliz, dichoso, loco de alegría.

Todos los días se instalaba en la oficina para saber cuándo nacería don Pepín Pantoja. Tenía aburrido a medio Paraíso, y bien pronto ángeles y santos desearon que don Pepín Pantoja se marchara luego a la Tierra a ver si así dejaba el Querubín de molestarlos. Organizaron una comisión encargada de apurar la partida del futuro sabio, el cual llegó a su casa mucho antes de lo que lo esperaban.

Era de verlo en su cuna, muy seriote, chupándose un dedo, mientras el Querubín, revoloteando en torno, ejercía sus funciones lleno de importancia.

Ya hemos dicho que el Querubín era bueno como el pan, pero ¡más distraído!... Por eso don Pepín comenzó su famosa vida cayéndose de la cuna y con grandes cototos en la cabeza. Afortunadamente era estoico en grado sumo y, a lo más, lanzaba un gruñido de protesta que servía de “recorderis” al flamante Ángel Guardián.

Cierta vez, cuando comenzaba a caminar, se cayó en un estanque, mientras el Querubín curioseaba en un nido de pájaros, trepado en la copa de un árbol.

De resultas, el niño cogió una pulmonía que, casi, casi, le impide llegar a sabio.

La madre, afligida, exclamaba a gritos:

–Pero ¿es que mi hijo no tiene Ángel Guardián que lo proteja, Dios mío?

El Señor, que siempre está atento a los ruegos de las madres, tomó nota de este. Al momento mandó llamar a San Roque y le dijo:

–Acabo de recibir un reclamo de la madre de un tal Pepín Pantoja, que pregunta si su hijo tiene o no Ángel Guardián, pues acaba de caerse a un estanque y, de resultas, ha cogido una pulmonía.

El Santo se rascó la cabeza.

–De tenerlo, lo tiene, Excelsa Majestad. No baja un solo niño a la tierra sin llevar uno a su lado. Me suena el nombre... voy a ver en mi libro.


–Ve y entérate de lo que pasa; cuida que esto no se repita.

Muy afligido por esta llamada de atención, San Roque se marchó. Era la primera desde que administraba la oficina.

Al buscar en su libro grande, grande, halló lo que había escrito con su pluma larga, larga:

Pepín Pantoja, futuro sabio. A. de su G., Querubín.

Se dio una palmada en la frente y gritó como el famoso griego:

–¡Eureka!... Este Querubín, ¿no es aquel majadero que nos tenía locos a preguntas y que armó un escándalo por meter la cabeza entre la verja de oro? Bueno, ese cangrejo se las verá conmigo.

Al punto mandó a la Tierra un Ángel que estaba desocupado, con órdenes estrictas de enviar inmediatamente de regreso al Querubín.

Al paso que iba, con tantos porrazos e indigestiones, don Pepín Pantoja no llevaba trazas de ser un gran sabio, y lo más probable era que al crecer le preguntaran si había sido golpeado en la cuna. Por la tarde, mustio y cariacontecido, se presentaba ante San Roque el buen Querubín.

–Badulaque –tronó el Santo–. ¿Es así como cumples tu sagrada misión de velar por don Pepín?

Y, sin más, cogiéndolo de un brazo, lo puso boca abajo sobre sus rodillas y, levantándole el pollerín, le propinó unas palmadas en salva sea la parte, que, por muy Querubín que fuese, no dejaba de tenerla y muy sensible.

–Y ahora, so distraído, vas a quedar cesante y no podrás volver a ejercer la profesión mientras no hayas reunido plumas suficientes como para que tus alas puedan volar.

Y ahora el pobre Querubín vaga cesante por el Paraíso, con un tarrito, pidiendo:

–Por caridad, una plumita para este pobre angelito que no puede volar.

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