Kitabı oku: «Universales», sayfa 3
6 Judith Butler, Excitable Speech. A Politics of the Performative, cap. 2 (Nueva York-Londres: Routledge, 1997), 71-102. Ed. fr.: Judith Butler, Le Pouvoir des mots. Discours de haine et politique du performatif, trad. por Charlotte Nordmann (París: Amsterdam, 2008). [Ed. cast.: Judith Butler, “Performativos soberanos”, en Lenguaje, poder e identidad, trad. por Javier Sáez y Beatriz Preciado (Madrid: Síntesis, 2004), 125-74].
7 Joan Wallach Scott, Only Paradoxes to Offer (Cambridge: Harvard University Press, 1996). Ed. fr.: Joan Wallach Scott, La Citoyenne paradoxale. Les féministes françaises et les droits de l’homme, trad. por Marie Bourdé y Colette Pratt (París: Albin Michel, 1998). [Ed. cast.: Joan Wallach Scott, Las mujeres y los derechos del hombre. Feminismo y sufragio en Francia, 1789-1944, trad. por Stella Mastrangelo (Buenos Aires: Siglo XXI, 2012)].
8 Scott, Las mujeres y los derechos del hombre, 12.
9 Étienne Balibar, La proposition de l’égaliberté [1989], (París: PUF, 2010). [Ed. cast.: Étienne Balibar, La igualibertad, trad. por Víctor Goldstein (Barcelona: Herder, 2017)].
10 Michèle Duchet, Anthropologie et histoire au Siècle des Lumières (París: Maspero, 1971). [Ed. cast.: Michèle Duchet, Antropologia e historia en el Siglo de Las Luces: Buffon, Voltaire, Rousseau, Helvecio, Diderot, trad. por Francisco González Aramburo (México D. F.: Siglo XXI, 1976].
11 Evidentemente, pensamos aquí en toda la obra de Colette Guillaumin que explora esta relación. Ver en particular Sexe, race et pratique du pouvoir. L’idée de Nature (París: Côté-femmes, 1992).
12 Sigmund Freud, “Psicología de las masas y análisis del yo”, en Obras completas. Volumen 18, trad. por José L. Etcheverry (Buenos Aires: Amorrortu, 1992), 63-136.
13 George Mosse, Nationalism and Sexuality: Respectability and Abnormal Sexuality in Modern Europe (Nueva York: Howard Fertig, 1985).
14 Étienne Balibar, “Racisme et nationalisme”, en Étienne Balibar y Immanuel Wallerstein, Race, nation, classe. Les identités ambiguës (París: La Découverte, 1988), 54-92. [Ed. cast.: Étienne Balibar, “Racismo y nacionalismo”, en Étienne Balibar y Immanuel Wallerstein, Raza, nación y clase (Madrid: Iepala Textos, 1991), 63-110].
15 Étienne Balibar, “De la préférence nationale à l’invention de la politique”, en Droit de cité [1998] (París: PUF, 2002), 89-132. [Ed. cast.: Étienne Balibar, “De la preferencia nacional a la invención de la política” en Derecho de ciudad. Cultura y política en democracia, trad. por María de los Ángeles Serrano (Buenos Aires: Nueva Visión), 87-128].
16 Ver toda la obra de Geneviève Fraisse, a partir de Muse de la raison. La démocratie exclusive et la différence des sexes (Aix-en-Provence: Alinéa, 1989). [Ed. cast.: Geneviève Fraisse, Musa de la razón. La democracia excluyente y la diferencia de los sexos, trad. por Alicia H. Puleo (Madrid: Cátedra, 1991)].
17 Retomé este tema en Saeculum. Culture, religion, idéologie (París: Galilée, 2012).
18 En L’Avenir du christianisme (París: Desclée de Brouwer, 1999), Stanislas Breton explicó que un cierto budismo (cuya enseñanza él había recibido en Tokio) indicaba la dirección de la superación de la “religión” en el interior del propio cristianismo. [Stanislas Breton, El porvenir del cristianismo: La laicidad y el espacio interreligioso, trad. por Enrique Hurtado López (Bilbao: Ediciones Mensajero, 2002)].
19 Me aproximo aquí, evidentemente, lo mejor que puedo a las formulaciones de Jacques Rancière en La mésentente (París: Galilée, 1995) relativo a la oposición de la “policía” (que distribuye las partes sociales, dejando siempre de lado algunas “sin partes”) y a la “política” que cuestiona el principio mismo de la distribución reclamando la parte de los sin-parte”). Pero creo que es necesario llamar “política” más bien, a la unidad contradictoria de estos dos aspectos como uno de los dos polos. [Ed. cast.: Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, trad. por Horacio Pons (Buenos Aires: Nueva Visión, 1996)].
20 Jacques Derrida, “Les fins de l´homme”, en Marges de la philosophie (París: Minuit, 1972), 129-64. [Ed. cast.: Jacques Derrida, “Los fines del hombre”, en Márgenes de la filosofía, trad. por Carmen González Marín (Madrid: Cátedra, 2008), 145-74].
21 Retomé estos temas en un largo ensayo, Étienne Balibar, “Universalité bourgeoise et différences anthropologiques” (publicado inicialmente en la revista L’Homme), que forma la conclusión de mi recopilación Citoyen sujetet autres essais d’anthropologie philosophique (París: PUF, 2011), 465-515. [Ed. cast.: Étienne Balibar, “Malestar de sujeto. Universalidad burguesa y diferencias antropológicas”, en Ciudadano sujeto. Vol. 2. Ensayos de Antropología Filosófica, trad. por César Marchesino (Buenos Aires: Prometeo, 2014), 283-336].
22 Sobre este tema complejo en la lectura de Foucault, ver en particular el libro de Stéphane Legrand, Les normes chez Foucault (París: PUF, 2007).
23 Jean-Luc Nancy, La Communauté désoeuvrée (París: Christian Bourgois, 1986). [Ed. cast.: La comunidad inoperante, trad. por Juan Manuel Garrido (Santiago: Lom, 2000)]. Jean-Luc Nancy, La Communauté désavouée (París: Galilée, 2014). [Ed. cast.: La comunidad revocada, trad. por L. Felipe Alarcón (Buenos Aires: Mardulce, 2016)].
Construcciones y deconstrucciones del universal24
Primera conferencia25
Permítanme comenzar con algunas aclaraciones a propósito del título bajo el cual fue anunciada mi conferencia y de la forma en que lo interpretaré. Insisto en no dejar ningún equívoco en cuanto al hecho que no voy a exponer una doctrina ni bosquejar una teoría sobre el universal y el universalismo. Y desde ese punto de vista, tal vez decepcionaré sus expectativas. Una vez más, voy a tantear formulaciones que tocan cuestiones del universal y hacerlos trabajar. Por definición, estas son preguntas filosóficas —nos podríamos preguntar incluso, si no son por excelencia las preguntas filosóficas, ya que la filosofía es la disciplina que intenta decir el universal, o “frasear” (como diría Lyotard) bajo la modalidad del universal (sub specie universitatis)— matiz sobre el cual volveré. Pese al riesgo que esto comporta, de encerrarme en una especulación no sólo abstracta sino vacía, quisiera intentar elaborar un cuestionamiento que atraviese las aporías inherentes a diferentes instancias de enunciación del universal, conllevando cada vez retos políticos, morales y sociales, al explicitar el principio filosófico común, si no invariante.
“Construcciones y deconstrucciones del universal”. ¿Por qué este título entonces? Ante todo, es la huella de un plan que había pensado, alzando cara a cara dos tipos de enfoques privilegiados por los filósofos, que tienen en común, el pensar que lo universal (si existe) ciertamente no es un dato (como hecho o como idea), pues depende de un proceso.26 Más aún, es un proceso en el cual sus “contrarios” (lo particular, lo relativo, la toma de partido, etc.), no dejan de afectarlo de vuelta o de cuestionarlo. Salvo que, para algunos filósofos (entre los cuales, el más significativo a mi parecer siempre es Hegel), el proceso del cual hablamos es una construcción progresiva del universal pasando por la interiorización a su concepto mismo de sus opuestos, transformados a partir de entonces en mediaciones de su propio desarrollo, hasta que de esta dialéctica surja una figura concreta del universal. Mientras que, para otros filósofos, el proceso en cuestión está destinado a perder el control de su propia idea, o de su propio problema, en una diseminación sin fin. Haya inventado o no el término deconstrucción, Derrida aquí es para mí la referencia ineludible, porque él sometió a una lectura crítica todas las antítesis del universal, es decir, las oposiciones binarias que parecen indisociables de su definición misma, comenzando por la oposición “lógica” del universal y de lo particular y, por tanto, con la identificación del universal con lo que difiere de lo particular, con el fin de poner en cuestión el efecto de simetría del cual procede la apariencia de su autosuficiencia y de su validez absoluta. De esta manera, se van despejando poco a poco todas las figuras del exceso, del resto, de la suplementariedad que desbaratan la simetría de las antítesis del universal, pero sobre todo porque sostienen su construcción en su represión misma. Figuras de lo que no es ni universal ni particular, como tampoco ni natural ni cultural, ni masculino ni femenino, ni racional ni existencial, etc. Aplicando un modo de pensamiento hegeliano a la idea de una construcción del universal, habría podido preguntarme cómo se forman en ella lo finito y lo infinito, la contingencia y la necesidad, cómo intentar leerlo en términos de resolución de contradicciones o en términos de desplazamiento de diferencias. Habría explorado, a la vez, las afinidades con diferentes figuras “concretas” o “prácticas” del proceso dialéctico: el progreso, la educación, la revolución, todas las cuales han sido asociadas a la idea de universalización, o de realización del universal en el tiempo, en la historia, en el mundo, en la vida. Aplicando enseguida a diferentes textos (incluyendo los de Derrida mismo) la idea o el proyecto de la deconstrucción, habría intentado afrontar la dificultad con la que tropiezan muchos de sus lectores: toda noción fija, “esencia” o “relación”, se presenta en Derrida como deconstruible, salvo la deconstrucción misma, porque ella no es una idea o un método, sino una práctica sin regla. Lo que no deja de conducir a esta inquietante consecuencia: que los ideales típicamente universalistas o universalizables —como la justicia, la democracia, el cosmopolitismo, las Luces— o al menos su nombre, deben conservar una validez performativa, como si ellos formaran los nombres “propios-impropios”, “determinados-indeterminados”, de todo lo que puede abrir nuestra historicidad a las figuras esencialmente imprevisibles de su alteridad y de su alteración por venir.27
Sin embargo, ver sólo esa manera de proceder, ¿me habría conducido inevitablemente hacia la absurda obligación de elegir entre esos dos estilos o esos dos enfoques y, por consiguiente, a transformarlos a ellos mismos en abstracciones antitéticas? No tardé en comprender que un encadenamiento mecánico de ese tipo, sería infiel tanto a un filósofo como al otro; y si siempre ha sido imposible leer a Derrida fuera de su relación íntima y conflictiva con el hegelianismo, es igualmente imposible leer hoy en día a Hegel haciendo abstracción de Derrida. Lo que significa, más claramente: Hegel, sin duda, procede a una construcción de lo universal (en cuanto figura del absoluto, en cuanto idea, universalidad concreta o dialéctica, en cuanto proceso o, como él dice en la Lógica, en cuanto “método”). Pero él no lo hace nunca sin simultáneamente proceder a una deconstrucción: al “comienzo”, en cuanto momento de crítica o de “tachadura” preliminar (del ser, del sujeto, de lo inmediato: los fundamentos tradicionales del universalismo filosófico), y sobre todo al “fin”, cuando descubre (y nos descubre) que el infinito, el absoluto nombran una subversión de la representación, el elemento no representable de la experiencia o de la historia, prohibiéndole al mundo encerrarse en sí mismo o “totalizarse” en la figura de una consumación.28 Pero esto quiere decir también, aunque menos evidentemente quizás: cuando Derrida procede a la deconstrucción del universal en cuanto esencia metafísica, tachadura de lo aleatorio y de lo imprevisible, “posibilización de lo imposible”, propiación y apropiación del pensamiento o de la vida por medio de nombres y de instituciones, etc., él ya está también construyendo una cierta universalidad —incluso si es en la modalidad de la ficción, de la superación hiperbólica de instituciones dadas (como en la idea de “la universidad sin condición”) o de la negación interior (tal como lo expresa la famosa fórmula de lo “mesiánico sin mesianismo” y, en términos más generales, todas las enunciaciones en la forma “X sin X” que él toma prestado de Blanchot), o del doble rechazo (“ni humano ni no-humano”).29 Todas estas modalidades, son efectivamente enunciados del universal. En todo caso, lo cierto es que no recubren sus enunciados contrarios, como a veces se ha supuesto. Está claro que la idea derridiana de la différance no es para nada “relativista”. Así es que tendré que conservar la huella de mi intención original, pero en lugar de pasar abstractamente de un momento de construcción a un momento de deconstrucción, intentaré darle juego a cada uno al interior del otro. Haré un uso extensivo de nociones y de proposiciones que se pueden encontrar en Hegel, pero en la medida en que sea posible de una manera que implique ya su deconstrucción. Estoy convencido que se puede aplicar a Hegel (y exacto, muy particularmente a Hegel) lo que Derrida dice, por ejemplo, de Platón: desde el momento en que su filosofía debió escribirse como un texto, y que nosotros la consideramos en el proceso de su escritura, permanece inacabable e imposible de identificar con la figura de totalidad de un sistema —por muy dominante que haya sido ese sistema desde el comienzo, y por muy inevitables los efectos de sujeción que produce—.30
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Es así como procederé en la articulación de mis problemas:
1) En un primer momento, recordaré la demostración que nos propone Hegel en la Fenomenología del espíritu: la enunciación del universal (y, en consecuencia, su inscripción, su institución, su realización histórica) entraña inmediatamente que se vuelque en su contrario (lo particular, lo contingente), o produce su negación. Pero me pregunto si esta paradoja, la cual podríamos decir que constituye por excelencia el teorema de Hegel a propósito de lo universal, realmente sólo tiene un significado negativo o representa una descalificación de todo universalismo. Tal vez lo universal no sea en sí mismo nada más que lo que se enuncia, precisamente, en esta modalidad tan particular.
2) En un segundo momento, me interesaré en las implicaciones de otra terminología: aquella de la ideología, generalmente relacionada con el uso que ha sido propuesto por Marx. En un comienzo no dice otra cosa que lo que decía Hegel, pero lo dice en el otro sentido: no en aquel de la reducción del universal a lo particular, sino en aquel de la elevación de lo particular al universal. La ideología según Marx no es otra cosa que el lenguaje mismo del universal, en cuanto borra la particularidad del interés, de “la toma de partido”, de la situación que expresa. Es por esto que enunciar el universal es instalarse “en” la ideología, o más bien es descubrir que desde siempre estábamos ahí. Pero el concepto de ideología implica también que el lenguaje del universal, de cierta manera, no tiene exterior, ya que la resistencia a su “dominación” (Herrschaft) se da esencialmente en la forma de una disidencia interna, o de una contra-interpelación. De esta forma, la categoría de ideología (que al mismo tiempo pierde toda connotación reductiva) no hace otra cosa que describir el lenguaje del universal indicando también la ambivalencia intrínseca de éste, y permitiendo exhibir sus puntos de herejía.
3) Para terminar, pondré en discusión una de las estructuras que articulan la enunciación del universal con la producción (o la manifestación) de sujetos, de los cuales nos vemos llevados a decir que no son “sujetos universales”, sino más bien “sujetos del universal”. Esta estructura es indisociable del hecho que el universal se convierte en el ideal con el cual el sujeto individual mide el valor y las obras de una comunidad, igual como se sirve de él para comparar diferentes comunidades y considerarlas como absolutas o relativas, necesarias o contingentes, etc. Tal vez se trata en realidad de la estructura que por excelencia subjetiva el universal, y bajo la cual se manifiestan para los sujetos los conflictos internos de la universalidad, por lo tanto, también la que lleva las disidencias, las herejías al seno de la universalidad, o las fallas de la ideología.
En esta formulación, sin embargo, sin duda perciben ustedes algo así como una restricción o una precaución, lo que quiere decir que me será necesario reexaminarla de manera crítica. Esto deriva del hecho que otros filósofos han privilegiado una estructura totalmente diferente de universalización del sujeto: la estructura de equivalencia, estrechamente vinculada a instituciones como el mercado, el tribunal; en resumen, todo lo que Hegel situaba en la categoría del universal “abstracto”, pero que Marx, o los “utilitaristas” como Spinoza o Hume, e incluso Deleuze a su manera, consideraron como una forma autónoma de subjetivación del universal. Quizás es necesario admitir que, si hay un ideal de la comunidad susceptible de ser enunciado sub specie universitatis, pero también una idea de solidaridad universal, o de fraternidad, o de hospitalidad más allá de la comunidad, hay también un ideal de la equivalencia en la reciprocidad y en el intercambio que es universalizable, y a la vez una idea de igualdad o de “comercio” (o del “don”) que excede la equivalencia y se sitúa así del lado de una génesis completamente diferente del universal.
No tengo, por cierto, la ambición de desarrollar aquí plenamente todos estos puntos, pero me dije que no sería inútil haberlos registrado previamente para indicar el horizonte en el cual pretendo situar el trabajo (o el juego) que deseo someter a ustedes bajo la categoría del universal. Entraré ahora verdaderamente en materia.
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Comencemos por la inscripción del universal. Es necesario seguir aquí la extraordinaria demostración que Hegel ha proseguido en todas sus obras, pero que constituye sobre todo el hilo conductor de su exposición en la Fenomenología, donde aquella permite encadenar las figuras de la conciencia. Esta demostración interviene dos veces, siguiendo dos esquemas dialécticos aparentemente distintos. Uno es concreto, histórico; el otro es estructural y formal.
Concretamente, Hegel describe los discursos “universalistas” que aparecieron en la historia (occidental), y muestra que por el sólo hecho de su enunciación, con un contenido determinado y un propósito determinado, significa que en ellos el sujeto del saber o de la cultura (que él llama “conciencia”) busca reconciliar su certeza interior y sus criterios de verificación subjetiva con la verdad objetiva, “sustancial”, la universalidad se invierte en su contrario: tarde o temprano aparece como un discurso particular, que excluye otros consciente o inconscientemente, y que de vuelta es excluido (desafiado, amenazado) por ellos. En última instancia, esto quiere decir que en el discurso del universal no existe sólo lo “falso”, sino la impostura y el autoengaño. Tales son, por ejemplo, los casos de la “razón observante” (nombre con el cual describe la metodología de las ciencias de la naturaleza en la edad clásica, después de la revolución galileana y newtoniana) o de la politeia, la “constitución-de-ciudadanía” de la Grecia antigua, de la cual Hegel sostiene (interpretando Antígona de Sófocles) que excluye de su sistema de valores cívicos la “ley divina” (ctónica) de la fraternidad y de la piedad filial.31 Pero el ejemplo más importante tal vez, es aquel del conflicto entre los discursos de la fe (implícitamente: religiosa) y de la autonomía de la razón (la “Ilustración”), que precede inmediatamente la entrada en escena de la “visión moral del mundo”.32 Esta dialéctica de la fe y de la razón es el eje de la modernidad; y Hegel se propone explicarnos que, oponiéndose en cuanto al contenido de la verdad y remitiéndose uno al otro la acusación de impostura, ambos discursos comparten de hecho la misma presuposición de un poder de comprensión del mundo puramente intelectual (Einsicht), y descansan en el reparto de lo verdadero y lo falso —en lo que aparecen como realizaciones miméticas de la misma idea del universal—. Todos conocemos este aspecto de los dilemas del pensamiento moderno, que ha contribuido de manera decisiva a configurar lo que llamamos “la modernidad”. Ésta se basa en la aplicación de un principio lógico que Hegel heredó de sus predecesores (en particular de Spinoza): determinatio negatio est, lo que quiere decir que determinar el universal o expresar sus propiedades, dotarlo de un lenguaje y de una finalidad propia, es ipso facto mostrar que no es “universal”, sino solamente relativo a una concepción determinada del mundo, dicho de otra manera, que constituye un discurso particular.
Pero la argumentación de Hegel va más lejos que esa inversión de una categoría en su contrario, en la forma de lo que llamaríamos hoy una contradicción performativa. El movimiento que ésta describe implica el ejercicio de una fuerza, incluso de una violencia que hace que el universal no pueda sostenerse en la estabilidad de una representación finita, sino que debe buscar la totalidad, la inclusión de todas las determinaciones bajo un “cierto punto de vista”, antes de volver a caer de este modo en la absolutización de un concepto parcial (y sesgado). Mientras más un discurso es totalizante (como lo son justamente los de la fe y la razón), más se expone al surgimiento de la oposición, de la negación y de la escisión. Nuevamente, esta tesis está magníficamente ilustrada en el caso del discurso de la “Ilustración”, lo que la hace para nosotros el arquetipo del universalismo: cuanto más hace del universal una forma pura, racional (una forma de la “razón pura”), más se basa en realidad en postulados antropológicos, sobre una imagen del hombre y del humano que reprime toda una parte inconsciente de sí misma. Más todavía, se basa por tanto en la presencia de un no-dicho, en su propio seno. No nos confundamos, sin embargo, con el sentido de este argumento: lo que nos dice Hegel no es que los discursos del universal, al enunciarse, hayan sido víctimas de una “caída” en el infierno del mundo material, o en un campo de realidad empírica que los habría traicionado y privado de su pureza original. No es (neo)platónico. Ya que precisamente los discursos del universal no existen antes de su enunciación, éstos coinciden con su operación. Los discursos del universal siempre están ya inscritos en un contexto que Hegel describe, de hecho, como un contexto de escritura, y él no estaría en capacidad de proponernos un tal relato abstracto de su constitución y de su descomposición, repitiendo su propio movimiento histórico, si no los tratara como textos en el universo y en la red de todos los textos. En este punto, precisamente, podemos volvernos hacia lo que he llamado una exposición formal o estructural de la dialéctica de la enunciación del universal que, como tal, manifiesta su reversibilidad.
Este otro argumento se presenta en los comienzos de la Fenomenología, en el capítulo sobre la “certeza sensible” (sinnliche Gewissheit), que de hecho no tiene nada que ver ni con los “sentidos” ni con lo “sensible” en el sentido ordinario, sino que concierne a lo que Émile Benveniste, en una serie de textos claramente inspirados por la lectura de ese desarrollo, llama “la apropiación subjetiva de la lengua” y “el aparato formal de la enunciación”, prestando su atención a la función de los operadores que permiten, a un sujeto determinado, introducirse en el universo del lenguaje o de la expresión, tales como los pronombres personales (Yo, Tú, Nosotros), los demostrativos (esto, aquello), los adverbios de tiempo y de espacio (ahora, aquí), y quizás igualmente los conectores proposicionales como la negación.33 Tales operadores sintácticos abren inmediatamente la posibilidad de universalizar lo particular y de particularizar el universal, de subjetivar lo objetivo y de objetivar lo subjetivo: Yo estoy [suis] aquí ahora, diciendo la verdad para ustedes, y esta verdad puede ser cualquiera, ustedes pueden ser cualquier persona, yo mismo puedo ser cualquiera… Pero también: dependiendo si yo soy [suis] tal o tal, que estemos aquí o allá, que hablemos tal o cual lengua —todas cosas completamente contingentes—, la verdad que enunciamos ya no será la misma, inclusive ya no será verdadera.
Detengámonos aquí un instante y volvamos a nuestro problema inicial. Una manera simple de comprender la significación de los análisis de Hegel y de mostrar su pertinencia con respecto a los debates contemporáneos, sería reformular todo operando una distinción entre el universal, o la universalidad como tal, noción que parece que debe permanecer como un ideal inaccesible, una “cosa en sí” que no podemos conocer, pero que podemos también representarnos como un ideal regulador y, por otra parte, diferentes universalismos, que expresarían una demanda de universalidad o una tentativa de expresar y de realizar el universal, incluso para apropiárselo. Por diferentes razones, no puedo descartar enteramente dicha sugerencia. La tensión entre lo infinito y lo finito, o el poder constituyente y las instituciones constituidas, bien parece corresponder a una dualidad inherente a los enunciados del universal, o a algunos de entre ellos. Así, en un contexto político-religioso, el filósofo americano Michael Walzer ha propuesto distinguir entre un universalismo “misionero”, trascendente y un universalismo “ejemplar”, que podríamos también llamar universalidad inmanente; uno y otro son detectables, señala él, en el texto de la Biblia. Y yo mismo en diversas ocasiones he recurrido a una distinción descriptiva entre una universalidad “extensiva”, que podríamos también llamar universalismo, y una universalidad “intensiva” cuya mejor ilustración —tal vez la única, de hecho— es representada por la “proposición de la igual libertad” entre los seres humanos, donde sea que ellos se encuentren reunidos en comunidad, por muy grande o pequeña que sea esta comunidad.34 En ambos casos, encontramos la idea de una tensión que opone dos maneras diferentes de relacionarse con la institución histórica. Esto llama igualmente nuestra atención al hecho que los “universalismos”, como lo ha explicado muy bien Alain Badiou en su libro sobre San Pablo, remiten a fundaciones institucionales, hacia las cuales éstas se orientan para enseguida derivar sus consecuencias (permanecerles “fieles”, en el lenguaje de Badiou).35
Siguiendo el hilo conductor hegeliano, quisiera poner este hecho en relación con una realidad que ha marcado gran parte de nuestra historia contemporánea, en la medida en que ésta precisamente nos hace experimentar la disolución de las fronteras detrás de las cuales las doctrinas universalistas instauran imperios y protegen su monopolio de la interpretación de la verdad, lo que llamaré la experiencia de la universalidad del conflicto entre los universales. De ahí, la realidad de universalismos en competencia que pueden transformarse en guerras a muerte entre universalismos. Esta realidad es sobre todo visible en el campo político y teológico-político: en el siglo XX, el liberalismo y el comunismo han desarrollado, uno y otro, discursos universalistas que no comportaban solamente un aspecto extensivo, a partir del cual tendían a eliminar a su adversario para erigirse en “ley del mundo” y en “ley de la humanidad”, sino un aspecto intensivo tendiente, al menos en teoría, a instaurar la igual libertad y la igual dignidad de los individuos y de los grupos humanos a través de sistemas de mediaciones diferentes (por un lado, la “propiedad”; por el otro, la “fraternidad”). Y en la actualidad, la confrontación de universalismos seculares y religiosos, que de manera desconcertante parece reconducir el conflicto de la fe y de la razón descrito por Hegel en su capítulo sobre la Aufklärung, aunque siguiendo una trayectoria histórica muy diferente, no deja de ilustrar nuevamente el hecho que el universal no puede enunciarse en la forma de un discurso universalista, con sus fundamentos y sus fines, sin verse apropiado y sin convertirse igualmente, en consecuencia, en el medio de una apropiación del pensamiento, de la lengua y de la vida misma por los sujetos que lo portan o se vuelven sus agentes.
Notemos, sin embargo, la ambigüedad de tal proposición: todo lo que se describe como una apropiación podría también serlo como una expropiación, o mejor todavía, siguiendo la expresión oximorónica forjada por Derrida, como una “exapropiación”.36 En aquel caso, el mismo gesto de enunciación que conduce a una cierta doctrina hacia la universalidad en detrimento de su contrario (así el liberalismo o el comunismo, los “derechos del hombre” o el “derecho de Dios”), y la transforma en “posición” limitada, en “opinión” particular, en “propiedad” de algún sujeto, es también lo que la expone a las condiciones y a los riesgos del universal, lo que destruye sus mecanismos de defensa contra la pretensión de universalidad —en particular, aquella que postula una disponibilidad y una traductibilidad ilimitadas—. A aquellos que no verían aquí más que una especie de feria de opiniones y de doctrinas, todas compitiendo en un mercado universal para obtener una posición dominante en términos de reconocimiento o de validez, yo diría por mi parte que ellos no encaran el problema. El “mercado” no es, en efecto, más que una de las estructuras materiales e institucionales que entrañan la anulación o la relativización de las fronteras entre universos semánticos o universalismos en competencia. El hecho importante es que todo discurso universalista sea siempre confrontado con su antítesis, con sus límites o exclusiones internas y, finalmente, con lo que ha reprimido.
Pero otro aspecto de este sistema de de-limitaciones recíprocas es aún más paradójico, y debe conducirnos a dejar de lado esta distinción todavía demasiado simple entre el universal como tal y el universalismo en singular o en plural, que es de hecho una distinción metafísica: el hecho que, desde que llega al primer plano uno de los grandes conflictos que resultan de la elevada pretensión de ciertas “verdades” y ciertos “valores” en nombre del universal —así, el conocimiento científico o el imperativo de la responsabilidad moral, o en el campo político, el valor de libertad y el valor de igualdad o de justicia—, el punto sensible no es la competencia entre los universalismos (a la manera del liberalismo y del comunismo), que denota en el fondo la existencia de un punto en común, inclusive si se trata de un punto de herejía, un acuerdo que refiere al desacuerdo mismo y lo que en él está en juego, sino más bien el reenvío a una heterogeneidad fundamental. Encontramos aquí algo muy cercano a la paradoja hegeliana de la “certeza sensible”, que es mucho más radical que la competencia de las opiniones: no hay lenguaje común. Digamos esta vez con el lenguaje de Jean-François Lyotard: las “frases” (o fraseos) del universal no son mutuamente presentables, ni siquiera en la forma de un debate contradictorio, ellas perfilan una yuxtaposición violenta de significados y de pretensiones incompatibles, que él llama un “diferendo”.37 El diferendo lyotardiano es, en muchos aspectos, una reformulación de la paradoja hegeliana de la contradicción inherente a la enunciación del universal, que tiene en cuenta por anticipación la multiplicidad de los enunciados mismos (mientras que la primera formulación de Hegel conllevaba una dimensión solipsista, preparando de lejos la definición de un “saber absoluto” perteneciente a un mismo “Sí” —Selbst— pero situado de alguna forma más allá de la universalidad).
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