Kitabı oku: «La parte de bronce. Platón y la economía», sayfa 5

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La ciudad enferma (372e-373e)

Pese a que Sócrates reconoce que la ciudad de las necesidades limitadas es una verdadera ciudad, él acepta asimismo la exigencia de Glaucón: hacer de los hábitos la norma de lo necesario.

Sócrates: Ah, ya comprendo. No se trata meramente de examinar cómo nace una ciudad, sino también cómo nace una ciudad que se ablanda (τρυφῶσαν πόλιν). Finalmente, tal vez no esté mal lo que sugieres, pues al examinar una ciudad de esta índole podremos posiblemente percibir la manera en que la justicia y la injusticia nacen algún día en las ciudades. A mí me parece que la verdadera ciudad (ἡ ἀληθινὴ πόλις), la ciudad sana, por así decirlo, es la que hemos descrito; pero si vosotros queréis, estudiaremos también la ciudad hinchada (φλεγμαίνουσαν πόλιν), nada lo impide. (373a) Al parecer, efectivamente, esto no será suficiente para algunos, ni tampoco aquel régimen de vida, pues se añadirán camas, mesas y otros muebles, y naturalmente, también manjares, perfumes en esencia e inciensos, cortesanas y golosinas; y cada una de esas cosas será presentada en toda la diversidad de sus formas. Y no se considerarán como necesarias solo las cosas de las que hablamos primeramente, o sea, la vivienda, el vestido y el calzado, sino que habrá que incluir la pintura y el bordado, y habrá que adquirir oro, marfil y todo ese tipo de cosas. ¿No es cierto? (373b)

Glaucón: Sí.

Sócrates: Entonces, ¿no será necesario agrandar de nuevo la ciudad? Porque aquella ciudad sana no es ya suficiente, desde ahora habrá que aumentar su volumen y llenarla con lo que no tiene ya como objetivo la satisfacción de lo necesario en las ciudades. Por ejemplo, todos los cazadores y los imitadores, entre los cuales muchos se ocupan de las figuras y los colores, y muchos otros de la música; los poetas y sus subordinados, rapsodas, actores, los coristas, los empresarios (ἐργολάβοι)94; fabricantes de toda clase de accesorios y, entre otros, (373c) también los que conciernen al adorno femenino. Y naturalmente, necesitaremos también una cantidad de servidores. ¿A tu juicio harían falta pedagogos, nodrizas, institutrices, criadas, peluqueros y además cocineros y carniceros? Y aun necesitaremos porquerizos, ya que esto no existía en la ciudad anterior, donde no era necesario, pero en esta habrá que agregarlo. Y tendrá que haber todo tipo de ganado para quien lo come. ¿No es así?

Glaucón: ¡Claro que sí! (373d).

Sócrates: ¿Y si llevamos ese régimen de vida habrá mayor necesidad de médicos que antes?

Glaucón: Sí, mucho mayor.

Sócrates: E imagino que el territorio que era suficiente para alimentar a los hombres no será ya suficiente, sino que se hará pequeño. ¿No es así?

Glaucón: Así es.

Sócrates: ¿Tendemos entonces que amputar el territorio vecino, si queremos tener uno suficiente para pastorear y cultivar? Y ellos [los vecinos], ¿no tendrán también que amputar una parte del nuestro si se abandonan igualmente a la adquisición ilimitada de riquezas, sobrepasando el límite de sus necesidades? (373e).

Glaucón: Parece inevitable, Sócrates.

Sócrates: ¿Entonces haremos la guerra, Glaucón? ¿O puede ser de otro modo?

Glaucón: No, así95.

La aquiescencia de Sócrates frente a las exigencias de Glaucón resulta sorprendente cuando se piensa que el dominio de sí mismo y de los propios apetitos (ἡ ἐγκράτεια ἑαυτοῦ) representa para aquel una condición indispensable, no solo para ser guardián sino también para hacer parte de la ciudad96. Esta aparente contradicción se explica por el hecho de que por el momento Sócrates se limita a describir la necesidad humana que, como lo vimos anteriormente, es incapaz de permanecer en los límites fijados por la necesidad natural. Si Sócrates acepta el paso de la ciudad sana a la ciudad enferma por razones vinculadas al objeto de la investigación, «pues al examinar una ciudad de esta índole podremos posiblemente percibir la manera en que la justicia y la injusticia nacen algún día en las ciudades» (372e), su aprobación representa fundamentalmente una manera de ilustrar la tendencia natural de los apetitos humanos a sobrepasar los límites que la naturaleza ha impuesto a los demás animales97.

En este texto, que describe la transformación de la necesidad en una multiplicidad de apetitos o de necesidades, son resaltados tres aspectos estrechamente vinculados. El primero es el estado de inflamación de la ciudad, atribuido a su reblandecimiento progresivo o a la falta de disciplina de los apetitos. El segundo es la singularización del objeto de los deseos, su proliferación infinita y la forma indefinida que adoptan. El último es la apertura de la necesidad a un nuevo registro: ya no se trata únicamente de necesidad natural, sino que además, lo superfluo se vuelve necesario y adopta la forma de deseos indefinidos e infinitos. Examinemos cada uno de estos aspectos.

El primero está relacionado con un mal bien particular que afecta a la ciudad: agrandarla más de lo necesario es enfermarla. La idea de hinchazón aparece ya en un pasaje del Gorgias, en el que Sócrates se dirige a Calicles:

Sócrates: Elogias a los hombres que alimentaron a los atenienses y les obsequiaron todo lo que estos deseaban. Ciertamente, se dice que esos hombres hicieron grande a Atenas, pero en realidad, a causa de ellos, ¡se convirtió en una ciudad hinchada de pus (ὕπουλός) y no nos damos cuenta! (519a) Pues, sin justicia ni moderación, la atiborraron de puertos, arsenales, murallas, rentas de tributos y otras estupideces de este tipo98.

Pero en la República, la noción de hinchazón aparece vinculada al reblandecimiento y la negligencia (τρυφῶσαν, 372e). Este mal proviene de una falta de tensión de la parte del alma que aloja y alimenta el ardor combativo (τὸ θυμοειδὲς). Como lo explica Sócrates a propósito del tirano, la τρυφὴ es el resultado de la ausencia del coraje requerido para disciplinar los apetitos99, cuando la parte colérica del alma (τὸ θυμοειδὲς) es incapaz de oponer resistencia a la tendencia espontánea de los apetitos a multiplicarse y de someterlos a la autoridad de la parte racional. Este mal no es más que la prolongación de la propensión natural del hombre a buscar el confort y la facilidad que Glaucón reclama bajo la forma de camas y de mesas para evitar que los hombres «sufran» (ταλαιπωρεῖσθαι, 372d). Contrariamente a lo que la mayoría de las traducciones permite suponer100, la τρυφὴ no designa tanto el «lujo» de la ciudad, como la tendencia profunda a la facilidad y el rechazo del esfuerzo, tendencias con respecto a las cuales el lujo no representa más que una expresión. Así por ejemplo, cuando Menón exige de Sócrates una definición del color, este último le reprocha el hecho de haberse convertido en un tirano en materia de discursos, como sucede con quienes viven en la molicie (οἱ τρυφῶντες)101. La τρυφὴ designa entonces principalmente un enervamiento de las facultades, una indisciplina de los apetitos, que reclaman su satisfacción inmediata y se vuelven tiránicos. Este dejarse llevar no es inercia o apatía ni la simple presión constante de los apetitos, sino un humor variable, una «sobre-pathía» que, incapaz de satisfacerse con algo concreto, está constantemente exigiendo nuevos objetos. De acuerdo con el Ateniense de las Leyes, «la blandura (ἡ τρυφὴ) hace a los caracteres de los jóvenes malos, irascibles y excitados por muy pequeños asuntos»102.

Es por esta razón que en numerosos pasajes de los Diálogos, la τρυφὴ viene acompañada de la riqueza, pero no tanto de su búsqueda, que aviva la reflexión y supone un esfuerzo para obtenerla, como de su posesión que, dada la abundancia de recursos que ofrece, no incita al esfuerzo físico ni moral. He aquí algunos ejemplos: según el relato del Critias, la presencia del elemento divino en el carácter de los atlantes los preservó durante generaciones de la molicie (ἡ τρυφὴ) que genera la riqueza, pero cuando este elemento se corrompió, los atlantes se volvieron moralmente feos103. En la República, Sócrates recomienda que no se introduzca la riqueza en la ciudad, pues esta «produce el libertinaje, la pereza y el afán de novedades»104. Cuando se produce el paso de la oligarquía a la democracia, la preocupación exclusiva de los ciudadanos por el enriquecimiento vuelve a sus hijos, a fuerza de molicie (τρυφῶντας), «perezosos, incapaces de los trabajos del cuerpo como de los del alma, demasiado indolentes para endurecerse contra los placeres y las penas»105. Lo mismo sucede en las Leyes, en las que refiriéndose a la educación que Darío ofreció a Jerjes, el Ateniense declara que la molicie (ἡ τρυφὴ) es la consecuencia «de la mala vida que en muchos sentidos llevan los hijos de los excesivamente ricos y de los tiranos». El Ateniense añade que Darío, al no ser hijo de un rey, no fue educado en la molicie, lo que explica que sus disposiciones favorecieran la igualdad entre los ciudadanos y el sentido de pertenencia a la comunidad106. Los ejemplos anteriores permiten entonces afirmar que, de manera general, la riqueza corrompe el alma, dada la molicie que le imprime107.

La molicie desemboca en el rechazo de toda obligación, puesto que es precisamente el resultado de la ausencia de obligaciones durante la educación. Ella va a la par con un descuido educativo, como el que Lisímaco y Melesias reprochan a sus padres en el Laques108. En este aspecto, la molicie se opone a la virtud, cuya adquisición solo se logra por medio del esfuerzo y del entrenamiento en el dominio de sí mismo.

Esta oposición, constantemente presente en el pensamiento ético y político de Platón109, se expresa claramente en la respuesta que Sócrates ofrece en el Gorgias a los argumentos expuestos por Calicles a favor de la molicie. Para este último, la molicie (ἡ τρυφὴ), la indisciplina (ἡ ἀκολασία) y la libertad (ἡ ἐλευθερία) constituyen la felicidad, siempre y cuando escapen al castigo: «Todas esas otras fantasías y convenciones de los hombres contrarias a la naturaleza son necedades y cosas sin valor»110. En respuesta, Sócrates apela a un mito que cuenta que Radamanto envía al Tártaro a las almas feas y desordenadas, que presas de la licencia (ἡ ἐξουσία), la molicie (ἡ τρυφὴ) y la desmesura (ἡ ὕβρις) son incapaces de dominarse en sus acciones (ἡ ἀκρατία τῶν πράξεων)111. En este sentido, la molicie está asociada a una felicidad ilusoria, tanto en el plano individual, como lo ilustra la conducta de los sicilianos, quienes creen ser felices porque viven en la molicie y porque gobiernan a sus dirigentes, como en el plano político, como sucede cuando el legislador se muestra negligente frente a la educación de las mujeres y las abandona a la molicie, limitándose a asegurar la felicidad de la mitad de la ciudad112.

Además de su antagonismo con respecto a la virtud, la molicie se opone al rigor de la disciplina filosófica y a la práctica inteligente de la virtud que aquella implica. Reconocer la molicie de la ciudad enferma es destacar la incompatibilidad fundamental entre el rigor que exige la filosofía y las prácticas sociales y políticas de las ciudades empíricas.

Lo anterior permite comprender el segundo de los tres aspectos nombrados a comienzos de este apartado, a saber, por qué la truphè está ligada a la singularización y a la excesiva multiplicación de las necesidades. Si Glaucón considera que la ciudad descrita por Sócrates es una ciudad de cerdos (372d), es porque en ella no hay lugar para la particularización y la singularización del objeto del deseo, constitutivas de los apetitos humanos.

Es por ello que, concediendo la razón a Glaucón y abriendo de esta manera el camino a la mutación de la ciudad «sana» en ciudad enferma, Sócrates procede a una serie de distinciones minuciosas entre los objetos, resaltando sus más mínimas particularidades. En esta ciudad será necesario introducir no solo uno, sino dos tipos de perfumes, no solo mesas sino también «otros muebles», y cada una de esas cosas será presentada «en toda la diversidad de sus formas» (373a). Agregaremos «artesanos fabricantes de toda variedad de artículos», y «tendrá que haber todo tipo de ganado para quien lo come» (373b). Esta diversidad indefinida de especies de objetos y de animales es la manifestación material y económica de la tendencia de los apetitos humanos a la proliferación ilimitada.

Si esta necesidad de particularización es una necesidad humana, ¿hasta qué punto puede ser admitida sin que llegue a ser peligrosa y excesiva? ¿Cuál es el límite que debe imponérsele? Sin ofrecer todavía una respuesta, Sócrates se limita a mostrar la ambivalencia consustancial a la necesidad: limitada en tanto determinación natural, la necesidad es tendencialmente ilimitada en sus expresiones particulares. Es en este sentido que debe ser interpretada la forma, sin duda irónica, en que Sócrates emplea el verbo ταλαιπωρεῖσθαι (372d): empleado frecuentemente por los Trágicos, este verbo es puesto en boca de Glaucón, anunciando la truphè de 372e113. Recordemos que para este último la cama y la mesa son indispensables para el bienestar y que por lo tanto gozan de cierta legitimidad. Pero, contrariamente a los lechos «formados por hojas desparramadas de nueza y mirto» de la ciudad sana (372b), aquellos elementos arrancan a la necesidad de su anclaje natural. Por insignificantes que parezcan, los términos que señalan una ligera indeterminación en el texto anterior dan cuenta del paso de una concepción naturalista de la necesidad a la institucionalización humana de las necesidades. ¿Es además necesario introducir un zapatero en la ciudad? (369e). Después de todo, Sócrates es el filósofo de los pies descalzos114 y determinar si los zapatos son superfluos o necesarios parece complicado. Pese a que Sócrates ha declarado que «nuestra» necesidad forja la ciudad (369c), queda todavía por determinar el sujeto designado con este adjetivo: ¿Sócrates, Glaucón o un tirano de apetitos desenfrenados? ¿O un sujeto colectivo, como los atenienses del siglo IV, animados por un apetito insaciable de riquezas? ¿O los espartanos, tan conocidos por su ascetismo?

Al afirmar que nuestra necesidad produce la ciudad, Sócrates instaura la idea, hasta entonces inédita, de que la economía constituye el fundamento de la polis, y nos enseña que aquella está abierta a variaciones cualitativas y cuantitativas cuasi infinitas. Es justamente en virtud de dichas variaciones que la necesidad se aplica desde ahora a lo superfluo, tercero y último de los aspectos nombrados a comienzos de este apartado. Nada ilustra mejor dicha transformación que el lugar concedido al divertimento, ya presente en la ciudad de los cerdos, pero reducido a su más mínima expresión y desprovisto de todo artificio: «Recostados en lechos formados por hojas desparramadas de nueza y mirto, festejarán ellos y sus hijos bebiendo vino con las cabezas coronadas y cantando himnos a los dioses» (372c-d). En esta ciudad los recursos del cuerpo bastan como divertimento: se canta, pero sin la compañía de instrumentos musicales; los hombres se adornan con coronas que no requieren ninguna herramienta para ser confeccionadas. En la ciudad de los cerdos, el divertimento se reduce a lo estrictamente necesario y, por consiguiente, no requiere ninguna actividad económica. En la ciudad enferma, Sócrates lo incluye en la lista de actividades necesarias pero, a diferencia de la ciudad de los cerdos, aquel se inscribe claramente en la esfera económica.

Este componente de la economía aparece confirmado en el Político. Entre las artes auxiliares del Político115 –que en su conjunto forman el que designamos como el sector o la esfera económica–, el arte del «divertimento» es la quinta especie. Este comprende «cuanto se refiere a la ornamentación y a la pintura y todas esas imitaciones que sirven para producir esas técnicas, por ejemplo la música, que son realizadas solo para nuestro placer»116. La diferencia con respecto al pasaje de la República es que, en el inventario de las artes auxiliares que definen el sector económico en el Político, la presencia del divertimento se impone como algo necesario, como un hecho antropológico, y no como el síntoma de una enfermedad inevitable. De igual manera, la caza, la carnicería y la medicina que en la República aparecen en la ciudad enferma117, en el Político pertenecen, como la agricultura, a la especie de lo que nos alimenta, lo que confirma la necesidad de las mismas. Volveré sobre este texto del Político en el último capítulo, al establecer la distinción entre la eficiencia política y la eficiencia económica. Por el momento observemos un aspecto importante que Platón resalta en este contexto: la economía no se limita a procurarnos lo estrictamente vital; la importancia concedida al divertimento muestra que la economía debe también satisfacer una necesidad antropológica fundamental: la gratuidad del placer. La finalidad de la economía no es, pues, puramente utilitaria en el sentido de que esta no se limita a satisfacer una necesidad inmediatamente vital. Su función es la producción de lo útil que, por estar abierto a la dimensión de la gratuidad, abarca un horizonte más amplio que lo utilitario. La economía tiene entonces que ver también con lo superfluo. El problema reside en saber en qué medida.

El vocabulario prescriptivo muestra que lo superfluo, a pesar de enfermarnos, no deja de ser necesario. Expresada bajo las formas verbales δεῖ (once en voz activa) y προσδεῖ (dos en voz activa), la prescripción sobre lo que puede ingresar a la ciudad abre el campo de las necesidades más allá de lo necesario118. La voz media de estos dos verbos119 es particularmente significativa a este respecto, dado que indica la falta o la necesidad subjetivas, tanto como la necesidad objetiva de aceptar el ingreso de ciertos elementos a la ciudad. Antes de que se produzca el paso de la ciudad sana a la ciudad enferma, esta prescripción obedece a lo que es considerado como necesario, pero una vez que se produce el paso, la prescripción aparece subordinada a la búsqueda «de lo que ya no es necesario» (οὐκέτι τἀναγκαῖα, 373a4-5)120. La proximidad con la que se suceden las formas activa y media de estos verbos señala la velocidad con la que se produce la expansión ilimitada de las necesidades (373c), indicando que lo innecesario es necesario en cierto grado.

La necesidad de lo necesario presenta dos facetas. Por una parte, ella se impone como un hecho natural que todas las descripciones de la naturaleza deben tener en cuenta: por ejemplo, alimentarse es la primera y la más importante de las necesidades, puesto que representa una condición indispensable para la supervivencia individual. Por otra parte, el carácter necesario de las necesidades se presenta como tal (373a) en la variedad cualitativa y cuantitativa de los objetos particulares: alimentarse es una necesidad universal, pero la relatividad colectiva e individual de los diversos regímenes alimenticios puede justificarse por otro tipo de necesidad, una necesidad de segundo rango. Lo que la distingue de la primera no es que sea menos necesaria que ella, sino que, en términos cuantitativos y cualitativos, es maleable en cierto grado.

De la economía a la economía política

Con la proliferación indefinida de las necesidades, la ciudad es empujada hacia la guerra defensiva, viéndose confrontada al riesgo de su propia destrucción. Más adelante veremos que el conflicto por la riqueza y los bienes materiales se despliega igualmente al interior de la ciudad. En ambos casos, la paradoja de la economía es la siguiente: la necesidad hace la ciudad, las necesidades la deshacen si no se les impone un límite. Cuando la economía es abandonada a sí misma, promueve la tendencia anómica de los apetitos que, cuando no destruyen completamente la ciudad y pueden conducirla a la enfermedad. Los efectos concretos de esta tendencia patológica de la economía sobre la vida de la ciudad serán estudiados en el siguiente capítulo, a la luz de otros pasajes de los Diálogos.

Por el momento, al analizar lo que sucede en la ciudad, según nos situemos en la perspectiva de una economía sana o de una economía enferma, el pasaje 369b-374a del Libro II de la República desempeña una función determinante, ya que además de aportarnos algunos elementos indispensables para comprender la particularidad de la naturaleza de la economía, él inventa la economía política en un sentido determinado. Efectivamente, Platón no ofrece en él una deducción trascendental del mercado121 ni se contenta con exponer las condiciones necesarias para la aparición de la ciudad verdaderamente política122. Lo que hace fundamentalmente es poner en evidencia la incapacidad de la esfera económica de instaurar un orden autónomo y el hecho de que la economía es moldeada por las normas que le son transmitidas por la política en vigor. La ciudad sana, pero irrealizable de Sócrates, muestra que para efectuar una gestión adecuada de la economía, la política debe adoptar la verdad como norma y reducir a su mínima expresión las exigencias que Glaucón reivindica y que guían la economía en las ciudades empíricas. Pues si la ciudad de Glaucón no es ninguna ciudad en particular ni corresponde a un régimen determinado, ella ilustra las posibles derivas de la economía en las ciudades empíricas en el abandono de la política, es decir, cuando esta suelta las riendas de la economía y se borra en beneficio de la misma. Así, la economía es heterónoma, porque los valores que determinan la amplitud y moldean la naturaleza de sus actividades le son transmitidos por la esfera política, de modo que su consistencia no es más que mixta: en su borde inferior se encuentra el carácter necesario de las necesidades como determinación abstracta y general; en su borde superior, las normas que indican la manera en que las necesidades deben ser satisfechas. La ciudad sana y la ciudad henchida de humores no son entonces puramente económicas. Y pese a la ausencia de un cuerpo dirigente, no son apolíticas123: ellas son económicas y a la vez políticas, siempre y cuando entendamos que la política no es meramente el ejercicio de las magistraturas ni la presencia de los guardianes, sino también una reflexión sobre la naturaleza y la economía pensadas en relación con la totalidad de la organización de la ciudad. En ese sentido determinado, la economía política da aquí sus primeros pasos.

Antes de examinar en el siguiente capítulo los estragos ocasionados en la ciudad por una economía abandonada a sí misma y «conforme a los usos» o a las costumbres de las ciudades empíricas, y de analizar en el último capítulo las medidas necesarias para regularla, será oportuno estudiar la antropología que explica esta doble capacidad de la economía de hacer y deshacer la ciudad. Comencemos por estudiar el rol del cuerpo, para luego estudiar el rol del alma en la economía de Platón.

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