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EL MALETÍN DEL CÍNICO

El cínico le lleva enorme ventaja al resto de los hombres. Su categoría de cínico le permite adaptarse a las circunstancias más difíciles o embarazosas. No tiene que dar cuentas a nadie –como el resto de los mortales– de los actos que emprende. Para él, las cosas se acomodan a su modo de ver la vida. El que no quiera ajustarse a su criterio, que siga su camino.

El cínico se deja llevar por la corriente de los vientos. Nunca de los nuncas constituye un obstáculo. Descree de los preceptos que guían el criterio de los hombres sin criterio. Él le ve el lado bueno a la vida. Sabe que las cosas no tienen compostura, o en todo caso que otros se encarguen de arreglarlo.

Revisa la historia y advierte que los ganones siempre son los mismos, es decir quienes sospechosamente creyeron en sus ideales. Para que a la vuelta del tiempo traicionaran sus valores. Ese ir y venir lo pone contra la pared. Mejor ser un cínico, se dice. Mejor no creer en nada, ni en uno mismo, se repite. Y dejar que la vorágine de los conflictos arruine los sueños de los idealistas, de los que mueren por sus convicciones.

El cínico lleva en la mano su verdad, que incomoda y provoca malestar en unos y urticaria en otros. La exhibe en los momentos álgidos, a modo de una cuchilla despiadada pero envuelta en fina seda. Cuando ninguno de los interlocutores se la esperaba, la muestra. Todos se vuelven a mirar aquella arma. Su palabra es invencible. Y quienes lo rodean lo saben. El hecho de no tomarse las cosas en serio, lo hace resbaloso, como el cuerpo de los gladiadores. Porque los abanderados de la verdad son enemigos acérrimos de enfrascarse en una contienda donde lo único que priva es la inteligencia corrosiva, no la erudición ni mucho menos la solemnidad.

Los mortales le tienen envidia a los cínicos. Saben que atrás de cada cínico hay un alma que les puede brincar a la yugular. Un enemigo en potencia. No entienden cómo un cínico logra sobrevivir. Revisan entonces su cuenta bancaria. Miran con desconfianza su automóvil último modelo. Si él tiene todo, cómo es posible que un cínico –a quien no le quitan el sueño los avatares del consumismo– lo sobrepase, se burle de él.

El cínico desconfía de todo, incluso del amor. No ve en el amor más que una forma de esclavizarse. Él, que defiende su libertad a costa de todo y contra todos, advierte en el amor un guiño de la heroicidad. Asume que tras lo actos épicos, el amor es capaz de filtrarse. Entonces denuesta del amor. Lo hace a un lado y se dispone a lo que viene.

El cínico hace de cada día el colmo del aburrimiento. El mundo se puso delante de él para que lo viviera. Pero cada día es exactamente igual que el anterior. Aunque cada día le provoque connatos de sonrisa. Nunca de melancolía.

La palabra riesgo no entra en el vocabulario del cínico. Quien tiene los pelos de la mula en la mano no tiene por qué arriesgarse. Otras palabras constituyen su acervo cotidiano: epicureísmo, placer, vuelta en U. Porque ese insignificante peldaño que va de una situación a otra que acaso se torne trágica, el cínico la identifica de inmediato y prefiere seguir su camino. Ahora es él quien sique su camino.

De esta forma, sin quererlo, el cínico da lecciones de vida. Este cometido no figuraba en su manual del cinismo, pero al fin y al cabo a él le viene bien.

LOS PRECIOS DE LA LENCERÍA

Ser superficial no cuesta ningún esfuerzo. Por eso los superficiales son longevos. Aquellos ancianos de excelente buen humor –son adorables– siempre se inclinaron en la vida por la superficialidad. En cambio los frívolos son incapaces de llevarse la fiesta en paz. Siempre están buscando el modo de sobresalir, aunque sea con la máscara de pasar inadvertidos.

Se llega a la frivolidad por la vía del conocimiento, la inteligencia, la sensibilidad o el dolor.

El frívolo puede ser superficial en el momento que se le antoje; el superficial no puede ser frívolo. Carece de esa suspicacia.

El frívolo provoca admiración; el superficial, aburrimiento.

Nada más peligroso que una mujer frívola; sobre todo cuando navega con bandera de superficial.

La frivolidad de Wilde es única e irrepetible. Llevó la frivolidad a tal altura, que se tornó profunda –la factura todavía la está pagando.

El frívolo no se toma en serio ante los ojos de los demás porque de los hombres es quien más se toma en serio. Pero es un maestro en el arte del ocultamiento. Lo que genera en derredor es confusión: los superficiales lo tildan de banal, y las mujeres de encantador.

El superficial cree que siempre tiene la razón.

El frívolo hace un platillo de sus errores, y lo pone a la mesa para la degustación de los comensales.

Los superficiales miden el alcance de su superficialidad cuando cuentan los pasos de la bailarina. O las sílabas del endecasílabo. Es el límite del ejercicio de la superficialidad –el cual llevan a cabo de forma espontánea; si lo hicieran deliberadamente serían frívolos.

En el momento en que el superficial se advierte como superficial, se vuelve frívolo. Lo que asume con una gran sonrisa. Es el alpinista que llega a la cima y no hay nadie para recibirlo. La cumbre del anhelado fracaso.

El superficial es solemne, y cree que el mundo está hecho a su medida. El frívolo sabe que el mundo está hecho a su medida.

El frívolo sabe que ciertos gestos tienen aún más elocuencia que la palabra. Su mejor consejero es el espejo, y de cuerpo completo mejor todavía.

El superficial pone énfasis en sus palabras, sobre todo cuando, zafio, las considera profundas.

El superficial recita un poema en el momento en que nadie se lo espera, porque piensa que así no será considerado superficial.

El frívolo jamás recita un poema, excepto si lo inventa en ese momento y se lo adjudica a otro; es decir, excepto si es para reírse de sí mismo.

Para que el frívolo sobreviva, necesita del superficial. Es el mérito del superficial.

El frívolo defiende su semblante; el superficial, sus facciones.

El superficial sueña con la lencería; el frívolo sabe los precios de la lencería.

El superficial permanece superficial toda su vida. Para él no es cosa de mérito. Si hubiese doctorado en superficialidad, el frívolo se llevaría el galardón.

Se nace superficial. La frivolidad se advierte a lontananza no como un premio sino como el colmo de la fatalidad.

UNA ADICCIÓN INCONFESABLE

Para Leopoldo Lezama

El ensimismamiento obliga a quien lo ejerce.

Todos somos adictos a ensimismarnos –que no significa encimarse unos encima de otros. Aunque bien visto podría ser que la imagen no sea tan disparatada.

Como sea, el ensimismamiento va a la par de la introspección. Hay una actitud de fondo, cierta gesticulación inequívoca. El ensimismamiento le ordena al cuerpo que se contraiga, que ubique su centro de gravedad, el plexo rotundo, y que hacia allá tienda todos los vectores. Los vectores que le indican a un cuerpo qué actitud tomar. Porque no es lo mismo los vectores en línea recta, tensos como terminales nerviosas, que anuncian un cuerpo dispuesto a la carrera de los cien metros, que la tensión dramática del cuerpo del violinista a punto de tocar el primer acorde en un concierto con el auditorio abarrotado de gente.

Nadie se atreve a interrumpir a un hombre ensimismado. Quizás esté en el sacramento de la confesión –se dirán algunos. Quizás esté en ese proceso multívoco que se denomina yoga. O tal vez esté emprendiendo un viaje sin retorno. Como sea, cada vez que se interrumpe a un hombre ensimismado, se quiebra una nuez universal.

El hombre ensimismado –ensimismado en sí mismo, ¿es un pleonasmo, una tautología, un disparate decirlo?– nunca está solo; siempre está consigo mismo. ¿A la espera de qué? ¿De una idea?, ¿de un recuerdo?, ¿de una sensación?

El ensimismamiento tiene que ver con la edad. Una vez rebasados los, digamos, veinticinco años –edad crucial en la vida de un hombre, acotó san Agustín, y lo sublimó Beethoven– el hombre tiende a ensimismarse. Como las víboras, a cambiar de piel. Ha dejado atrás la piel de la superficialidad, y ahora se ve impelido a mirarse a sí mismo.

Todo hombre ensimismado lleva consigo un espejo de cuerpo entero. Un espejo que sólo y solamente y nada más ese hombre ensimismado contempla. Es un interlocutor, su interlocutor. Con él establece pactos y límites. Te veo pero de aquí no me hagas pasar. Me ves, pero no rebases esta línea.

El ensimismamiento tiene que ver más con los hombres que con las mujeres.

Las mujeres son dueñas de su tiempo. Valoran su tiempo de otro modo. Le dan a cada segundo –iba a escribir a cada nota musical– un peso específico determinado. El que tienen. Y no están dispuestas a conversar con su otro yo, sin ningún cometido a posteriori.

Porque ésa es otra. ¿Qué espera el individuo ensimismado si no es conversar consigo mismo, obtener una ganancia explícita de esos largos minutos vuelto hacia sí mismo?

Acaso la palabra ensimismamiento es de suyo de las más claras y felices por su estructura: ensimismamiento= en sí mismo. ¿Y qué habrá de entenderse, qué habrá de interpretarse de estas tres palabras?, ¿algo tan profundo que no resiste la anfibología? Seguramente. Porque todos hemos aspirado a concentrarnos en nosotros mismos, a dejar de lado lo que significa la abundancia y el exceso. Sin detenernos en lo que la palabra ensimismamiento lleva en su semántica, en su cambio de significados. Que no existen. Es unívoca.

El ensimismamiento no significa tristeza. Tal vez por eso las mujeres son poco afectas a ensimismarse, porque la tristeza parece atraerlas como fragmentos a su imán.

El ensimismamiento conduce directamente a la libertad y el descubrimiento, porque se practica en la soledad –en la bendita soledad, como quería Rilke y como enfatizó Nabokov.

RECETARIO DOMÉSTICO

1. Sé tolerante; lo que implica descubrir el lado noble que contiene aun el texto más deleznable. No hay que darle muchas vueltas para descubrir ese lado noble: el ejercicio de la escritura. Es el primer paso. Escribir. Se da ese paso y se da el siguiente, y así hasta darle la vuelta al mundo. Que se tenga talento o no es otra cosa. Pero el acontecimiento de aplicar la fantasía para conformar un texto ya implica cierto arrojo, cierta búsqueda. En un taller de creación literaria es lo que hay que imbuir. Nadie con la cabeza bien puesta exigiría obras maestras, ni siquiera medianamente pasables.

2. Comparte poemas, cuentos, fragmentos literarios que juzgues superiores y que a ti te hayan arrojado luz. Honrar es el único modo de sobrevivir. Cuánto placer implica poner en las manos de otro aquella novela, aquel cuento que desde tu óptica distingas ejemplar. No hay ninguna diferencia entre este acto y compartir un buen vino, un platillo soberbio. Cantidad de veces el camino ya está abierto. Los maestros se encargan precisamente de eso, de abrir brecha. Mostrar esos textos te ahorra palabras inútiles.

3. Sé sutilmente franco. Pero no bajes la guardia. Se puede ejercer ese doble filo: externar tu opinión con franqueza pero no de un modo brutal. La violencia innecesaria se castiga, aun en el futbol llanero.

4. Reprueba la crítica acerba. Porque el escritor bisoño que asiste a un taller lo hace con el ánimo de aprender, no de que lo apaleen. Poner los puntos sobre las íes en cuanto al modo de blandir la crítica le corresponde al coordinador. Cuando la crítica es demoledora el criticado no escucha. Se pasma. En el fondo es una crítica obscena.

5. Prohíbe los aplausos –no es un recital, es un taller de creación literaria. Si algo hay perfectamente kitsch en un taller es el aplauso. En primer término porque no hay texto que se lo merezca, y, en segundo, porque el aplauso es la hipérbole, el elogio desmesurado.

6. Haz de la incomplacencia tu chaleco antibalas. Descubre el error aun en el texto perfecto –porque no hay texto perfecto. Desde la primera palabra del texto que tengas ante tus ojos, destaca el error.

7. Empéñate en encontrar precedentes en los textos de los participantes. Uno de los cometidos de un taller literario –quizás el principal– es bajarle el volumen a la soberbia. De ahí la recomendación de que se deje la camisa de fuerza del amor propio en la entrada. Para nadie es novedad que el escritor se pasea en los hombros de la fatuidad. Señalar los precedentes literarios de cualquier texto contribuirá a que aquel vacuo pierda el equilibrio y caiga estrepitosamente.

8. Dispón lecturas neutras en voz alta –es taller de creación literaria, no de actuación. Las lecturas dramatizadas no son bienvenidas en un taller de esta naturaleza. Porque el que escucha se deja contaminar por el modo de leer del autor, y confunde una cosa con otra.

9. Sé puntual –es el único ejemplo que puedes dar.

10. Calla, si hay que callar; escucha, si hay que escuchar. Pero no escribas.

11. Regla de oro: no recomiendes tus propios libros ni leas en clase para demostrar, según tú, el buen empleo de tal o cual recurso.

12. Sé cauto con lo que digas, si te ves obligado a hablar. Porque aun las palabras más hueras, van a dar a oídos atentos. En un taller de creación literaria siempre hay alguien pendiente de tus palabras. Después de todo, eres el coordinador, y esa palabra equivale a general de división. Para algunos.

TAN FÁCIL QUE ES PROVOCAR ENVIDIA

El recato en un hombre equivale al encanto en una mujer.

Pocos individuos ejercen el recato. La inmodestia, la imprudencia en cambio generan expectativas. Crean una situación que habrá de resolverse de alguna manera. Generan.

El recato alimenta el espíritu. Cuando un individuo es recatado, los demás prefieren pasarlo por alto. Saben que con esa persona no irán a ninguna parte, desde el punto de vista del hombre exitoso. Pues nadie más alejado del éxito que el individuo caracterizado por el recato.

En el ejercicio del recato, las cosas adquieren otra dimensión. Acaso la de Aristóteles. Acaso la de Horacio. Acaso la de Quintiliano. Acaso la de Alfonso Reyes. De aquellos pensadores cómplices de la más alta retórica.

El recato va de la mano de la introspección. Un hombre recatado es un hombre prudente. Y un hombre prudente es aquel que prefiere contenerse. Y pensar antes de actuar, de abrir la boca más de la cuenta. Esto es, un hombre recatado sopesa las palabras antes de pronunciarlas. La boca se le tuerce por escupirlas, por arrojarlas lejos de sí y colmar el ámbito; pero sabe –lo experimenta todos los días– que la prudencia es mejor consejera. Cuántas veces la prudencia lo ha mantenido a salvo de cometer o decir cualquier improperio que lo haga denostar de sí mismo; prefiere callárselo. Es un buen tema sobre el cual podrá reflexionar cuando esté solo. Que es casi siempre. Pues el recato es ángel guardián de los solitarios. De los que caminan a solas en medio de la multitud.

El recato provoca envidia.

Aquel individuo que se encierra en su mutismo es calificado por los demás como timorato, pávido. ¿Por qué no habla?, se preguntan cuando la discusión sobre política, futbol o religión alcanza los cien grados de adrenalina. ¿Por qué no abre la boca dice lo que piensa y siente?, se cuestionan los que lo rodean. Ignoran que mientras ellos dicen pavadas y desgañitan ver desfallecer, él, el prudente, piensa sobre el arte vacuo de hablar, cuando de decir banalidades se trata. Pero no sólo eso. Por ahí empieza y se sigue, sembrando la tierra fértil de su cerebro. Que esperen las semillas del silencio como la parcela al rocío matinal.

El recato, la modestia, la prudencia, abren las puertas del alma.

El hombre prudente está dispuesto a escuchar. Siempre. Inequívocamente. Los más graves secretos que le han contado permanecerán en su interior como en un cofre de manuscritos ininteligibles. Si acaso alguien lograra tener en sus manos aquellas hojas amarillentas, no podría leerlas. Así es el corazón del prudente. Un pequeño estuche sin llave posible.

En la mujer el recato es doblemente valioso. Porque la condición femenina es opuesta a la prudencia. No hay mujer que, bajo la presión de la codicia, no revele los secretos que pueblan su corazón. Es como si rasgar la cortina de la prudencia la dotara de otras armas. Más fuerte que la bendición del recato. La mujer compara los beneficios de la imprudencia con los del recato, y se inclina por los del placer que, en su ser más profundo, provoca el morbo. El placer de manifestarse en acre intimidad.

Hay pueblos que se distinguen por ser recatados. Comunidades que pueblan el paso del tiempo a través de los escritores. Ellos son los que se encargan de recoger y guardar secretos multívocos, que yacen en boca de todos. Son naciones que han sido golpeadas por sociedades opuestas a la modestia. Enemigas del recato y la modestia. Y cuyos escritores, en este caso, les echan en cara la desfachatez y el desdoro.

LA LLAVE MAESTRA

La imaginación va un paso delante de nosotros.

Entre más echemos mano de la imaginación, el mundo cobrará su dimensión verdadera, porque será la nuestra.

La utilidad de la imaginación radica en que termina de armar las cosas que dejamos inconclusas. Que son las que más abundan. Por donde transcurrimos, vamos dejando rastros inequívocos de nuestra presencia. Pero siempre rastros incorpóreos, que exigen ser concluidos. Basta con dar media vuelta, para advertir tantos errores.

Los hombres con imaginación descuellan por encima del resto. No es difícil distinguir a un hombre dotado de imaginación. Sus labios escuecen por decir palabras, por tejer historias, por desentrañar la condición humana en cualquiera de sus formas: plástica, literaria, musical.

Los escritores cuentan con dos recursos para la elaboración de su trabajo: la solidez que otorga la estructura, y la solvencia que brinda la imaginación. Una se apoya en la otra. Se complementan y se enriquecen en forma simultánea. Quien nada más posea imaginación está perdido. Sus dotes irán a dar al bote de la basura. Pues la imaginación exige ser aplicada. Que adquiera cuerpo. Materia prima. No basta con imaginarse ser el mejor pintor de México. Hay que demostrarlo.

Pero asimismo el hombre sin imaginación se seca. Por más granítica que sea su estructura, al cabo del tiempo aquella losa de granito sufrirá las consecuencias del abandono. No basta con la inteligencia en estado primitivo, educada en la adversidad o echada a perder en los pupitres de la academia.

La inteligencia necesita ser regada con la lluvia de la imaginación.

La imaginación aporta su dosis de baño refrescante al hombre apabullado por la cotidianidad aplastante. Porque aquel hombre despliega las alas de sus sueños y remonta el vuelo. Cuando sea y donde sea. Su imaginación le permite relajarse, imaginarse que contempla el mundo desde una cima; que navega en el Pequod a la caza de la ballena blanca bajo las órdenes de un desquiciado, que mira la Tierra desde una nave espacial de la cual él es piloto.

El hombre que le teme a su imaginación se confunde. La imaginación es la llave que abre el propio corazón. Cuando el corazón se encuentra en estado de putrefacción, es cuando la imaginación le puede inocular frescura y salvarle la vida a ese hombre.

Cuidado con que la imaginación se desate en la pluma de un escritor. Tendrá que ser muy firme para mantenerla bajo su dominio. Apoyado en el contrafuerte de la estructura y el estilo, el escritor debe domeñar su imaginación, no al revés, Así las cosas, la imaginación es la peor consejera de quien practica el oficio escritural. Porque el ejercicio de la imaginación es insaciable. Y siempre estará exigiendo más. Un párrafo más, una línea más. Hay que ser muy audaz y astuto para cortarle las alas a la imaginación.

El hombre imaginario es el otro yo del hombre con imaginación. Cada hombre conferido de imaginación, lleva consigo su hombre imaginario. A todos lados. Y lo contempla desde que se mira al espejo por las mañanas. Le abre su corazón a ese hombre imaginario. Suele charlar con él en las horas más impensadas. En las juntas con el jefe. En el momento en que escucha las diatribas de su mujer. En el largo camino a casa. De ese yo imaginario no espera más que la verdad. Por eso hay el que acude a él tan de vez en cuando. Porque la verdad de uno mismo es la más rotunda y despiadada. Y no siempre se está de humor para escucharla. Aunque no falta el que se ríe de sí mismo con su hombre imaginario. Sólo el de alma grande lo hace.

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