Kitabı oku: «Elogio del demonio», sayfa 2

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En los aposentos reales

Que esperara un poco más. Había quedado con el rey Luis Otón Federico Guillermo de Baviera de compartir el desayuno a las 10 de la mañana en punto. Y ya llevaba cinco minutos de retraso. Pero cinco minutos más no significaba gran cosa. Cuando menos no para él. Que Luis de Baviera esperara.

Aún resentía el vino que había consumido la noche anterior. Como ya se había vuelto costumbre, había compartido con el rey el tinto para uso exclusivo de la realeza. Cómo despreciaba esos detalles. Porque desde luego que se los merecía. Él era Richard Wagner. Y lo que se merecía lo había recibido directamente de las manos de Dios. El rey Luis II de Baviera no era más que un intermediario —y así se lo había dicho en una conversación, y el rey lo había aceptado de buen talante. Que encima el magistrado estaba loco, nadie lo discutía; él no, pero la corte sí. De hecho, no se hablaba de otra cosa en los corredores de aquel palacio.

Todo mundo temía las órdenes cotidianas del rey —a quien el pueblo había apodado el Rey Loco. ¿Qué se le ocurriría ese fin de semana? Imposible saberlo. Capaz de brincarse el protocolo real, no era nada difícil que lo asaltara un capricho al estilo wagneriano, o una travesura de niño callejero. Y de que había que cumplirla, era inminente. Nadie podía olvidar la vez que mandó tapizar de cisnes el lago de Starnberg, el estanque que se encontraba al flanco izquierdo de su palacio y frente al que le gustaba pasar horas leyendo poesía —o intentando él mismo escribirla—, o escuchar música a cargo del cuarteto de cuerdas que lo acompañaba a todas partes. Su vista, pues, se regodeaba en aquellos cisnes que iban de un lado a otro del estanque. Cuando su secretario Pfistermeister —el mismo que se había encargado de localizar a Wagner en un punto perdido en el horizonte de la Europa Central para llevarle la encomienda de que el rey Luis II lo buscaba para poner el reino a sus pies— se atrevió a decirle que si no prefería un matrimonio de cisnes en lugar de esa parvada, montó en cólera y le ordenó al ministro que no se metiera en lo que no le competía. Que lo suyo era la agenda real, y no los gustos personales de Su Majestad. Pero al día siguiente el estanque amaneció poblado por dos hermosos cisnes negros —símbolos de él y de Wagner—, que se paseaban a lo ancho y largo con donaire y gracia.

Wagner se miró al espejo por última vez antes de abandonar la habitación. Le pareció identificar una sutil irritación en el labio inferior, casi al borde de la comisura. Un rey es como cualquier otro hombre, se dijo. Aunque hay de reyes a reyes. Le constaba —y todos los días lo constataba. Muchos lo habían rechazado. Porque él necesitaba de su apoyo —de sus finanzas, sería más apropiado decir— para cristalizar su sueño dorado: el arte total. Todo el arte dirigido hacia un solo punto: la música vuelta drama. Poesía, música, histrionismo, plástica, dramaturgia, arquitectura, todo al servicio del drama musical. Cuánto había soñado con eso. Era una meta que se había propuesto. Pero para eso se necesitaban recursos. Las ideas las tenía él. En su cabeza bullían las melodías, las orquestaciones. La tensión musical. La paleta orquestal llevada hasta las últimas consecuencias. Pero sin dinero no podía avanzar. Sólo con una fortuna podría echar adelante su proyecto titánico. Precisamente sobre eso se encontraba cavilando cuando se presentó ante su persona el secretario del rey. Todo el imperio de Luis II de Baviera estaría a sus órdenes. Y no tardaría en comprobarlo. Desde que Su Majestad lo vio entrar —el encuentro había sido en Munich—, habló con regalos, festines y tesoros. A partir de ahí Richard Wagner no tendría que preocuparse por nada. Excepto por mandar. Puso a sus órdenes un ejército de colaboradores, aparte de una orquesta, un conjunto de cantantes de primer orden, un coro, el teatro de Munich —en tanto construía uno ex profeso—, una casa —aunque él era libre de dormir en el palacio—, carruaje con caballos y conductor, y, en fin, todo lo que su genio exigía. Se veían todos los días. En algún momento de la jornada, el rey y él charlaban sobre los proyectos que ahora parecían pertenecer a ambos. Pero no era ése su único tema de conversación. También la poesía, el amor, los amigos afines, el arte de montar, de comer, de beber. En todo su reino, Luis II de Baviera no tenía otro confidente como él, a quien en sus cartas, sus mensajes cotidianos, llamaba Amigo.

Salió de su habitación dando un sonoro portazo. Diez minutos era tiempo más que suficiente.

Berlioz

Su pecho se inflamó cuando vio aparecer a OFELIA en el escenario. Shakespeare le atraía, pero nunca supuso que Hamlet comprendería una mujer tan indeciblemente hermosa.

Buscó en el programa el nombre de la actriz. Harriet Smithson, así estaba escrito. Con esas letras que a él le sonaron a su sinfonía favorita de Beethoven: la Heroica. Leyó el nombre una vez más: Harriet Smithson. Y otra. Y otra. Entonces estuvo a punto de gritar. Nada nuevo en él. Pero el grito se le quedó en la garganta. Levantó los brazos al cielo y se imaginó besando la mano de aquella mujer. Que tendría que ser suya.

Terminó la función y el teatro se desplomó en aplausos. La gente parecía estar poseída de una energía que la desbordaba. Gritaba el nombre de Shakespeare, gritaba el nombre del actor, gritaba el nombre de ella. La voz de Hector-Louis Berlioz se levantaba más alta que las demás. Su volumen era cosa de asombro. Porque no sólo era su voz. La portentosa cabeza de Berlioz, su larga y aristocrática melena, parecía secundar la estridencia. Tal frenesí no pasaba inadvertido para los demás; y no lo aprobaban. Hubo algunas cabezas que se volvieron a Berlioz y exclamaron gestos de franca reprobación. Pero bastó con que el compositor se percatara para que su énfasis fuera aún más desbocado. Pues ahora levantaba los brazos al mismo tiempo que brincaba sobre la butaca, los agitaba en el aire y hacía gestos como si lo suyo fuera dejar una marca indestructible.

Pronto la gente comenzó a abandonar el recinto. Unos iban para la calle, y otros para los camerinos. A él, ambas direcciones lo atraían por igual.

Si se dirigía directamente hacia la calle, sus pasos lo conducirían sin remedio hacia la orilla del Sena. Porque el río era su interlocutor. Con él estableció su primera amistad apenas llegó a París. Aún llevaba en el corazón la maldición que le había proferido su madre. Luego de suplicarle de rodillas que no cambiara la medicina por la música, lo sentenció: “Te maldigo. Si escoges la música no quiero verte nunca más. Te maldigo con mi odio y mi desprecio”.

Eso le había dicho, y esas palabras las llevaba Berlioz en el tuétano. Tenía que desahogarse con alguien, y buscó en el silencio del Sena al amigo paciente y sabio. Le confesó su dolor al río y esperó a que el flujo acuático le respondiera. Había salido reconfortado de la experiencia.

Se convirtió en una costumbre aquella forma de dialogar. Todos sus secretos los compartía con el Sena. Y eso que tenía amigos inteligentes y cabales. Sensibles e incondicionales. Hombres fraguados en la lucha del arte: Chopin, Dumas, Delacroix, Liszt, Ingres, Balzac. Pero con nadie se sentía en absoluta plenitud como con el Sena.

Así que ésa era su primera opción. La segunda era encaminarse a los camerinos. Seguir a la gente. Formarse y esperar.

Sintió en el interior el llamado de la selva. La inminencia del desafío. Aún se convulsionaban sus extremidades. Aún sentía el sudor del impacto de aquella mujer resbalar por su nuca. Y decidió encaminarse a los camerinos. Se topó con una fila interminable. Pero al parecer avanzaba a buen paso. ¿Tanta gente admiraba el teatro en París? ¿De verdad había esa avidez de Shakespeare? Delante de él se encontraba formada una pareja. Su olfato le dijo que era un matrimonio. Se compadeció del varón. ¿Con qué cara se aproximaría ese hombre a Harriet Smithson? ¿Con qué ojos se atrevería a mirarla? Con su esposa al lado tendría que ocultar su admiración a la belleza personificada.

Avanzó un par de metros.

De pronto se percató de que la distancia entre él y su amor había disminuido notablemente. A este ritmo, en un santiamén estaría delante de la OFELIA de Hamlet y entonces podría contemplarla a su antojo. Nada más para él. Una belleza nada más para él. La mujer más bella del universo para su contemplación personal.

Avanzó cinco metros más.

Ya sólo restaban tres, dos, uno.

Ya sólo estaba a una zancada. Pero entonces se arrepintió. Llevaba el programa de mano para el autógrafo, y lo estrujó hasta el tamaño de un puño enfurecido. Se dio media vuelta y salió sin excusarse ni pedir permiso a nadie. El día de mañana aquella mujer, se dijo, sería suya. Como las sirenas de la fantasía. La fantasía. Ahí estaba todo. Crearía una obra fantástica para conquistarla. No iba a acercársele con las manos vacías.

El Sena lo esperaba.

Un cuarteto sin nombre

Joseph Haydn miró aquella particella en el atril. Delante de sus ojos, los acordes parecían brillar con luz propia. Nadie como él conocía los secretos de la música. Aclamado por propios y extraños, había empezado su carrera en la música desde muy niño; pero fue expulsado de una escuela y otra. Sus maestros no podían admitir que un niño con tantas aptitudes para la música, desperdiciara su tiempo en bromas y travesuras en clase y fuera de ella. O lo disciplinamos o lo disciplinamos, había dicho una de las autoridades de la escuela. Y ¡expúlsenlo!, sentenció otro director cuando vio una sonrisa dibujada en el expresivo rostro de aquel chiquillo.

Lo que aquel niño quería era muy diferente. Nadie lo sabía y nadie se había preocupado por averiguarlo. Por su enorme disposición para la música, desde sus seis años había sido separado de sus padres, a quienes no vería nunca más. Esos seis años habían sido de música y diversión en casa. Pero llegó un momento en que sus progenitores decidieron enviarlo a una ciudad en donde pudiera adquirir los conocimientos de un futuro gran músico. Esa había sido la causa de la separación. Sin embargo, y paradójicamente, en lugar de sentir animadversión por la música, lo primero que afligió su corazón fue la necesidad de expresarse musicalmente. Extrañaba a sus padres, a su hermano menor Michael, pero más lo desesperaban los métodos para aprender composición, así como los maestros y compañeros, y quizás por esto se lo pasaba haciendo bromas.

Aunque al paso del tiempo, finalmente se había expresado. Lo había logrado —para todos los auditorios del mundo musical de la época; pero no para él.

¿Qué música pretendía? Lo ignoraba. El tiempo no le había dado la respuesta. Aquella mañana, compositor ya de veintenas de cuartetos de cuerda, de sinfonías, de oratorios, de sonatas para piano solo, de tríos para piano, violín y chelo, la obra en su conjunto no conseguía dejarlo satisfecho; feliz, mucho menos. Ése no era obstáculo para que todo el mundo lo quisiera. Quién más, quién menos, la gente que amaba la música se peleaba el derecho de estar a su lado. Ese compositor modesto y dulce como un pan recién salido del horno, tenía ante sí el delirio que provoca la admiración. Príncipes, condes, duques, reyes y marqueses, y desde luego jerarcas de la iglesia se disputaban el privilegio de besarle la mano a ese varón humilde. Ambas manos. Inventor de la sinfonía moderna, del cuarteto de cuerdas, de tantas formas como géneros satisfacían su sed inagotable, Haydn hizo todo lo que un hombre puede desear: rogó piedad a través de sus Siete últimas palabras de Cristo, cultivó la hortaliza de la amistad en la persona de Mozart, inoculó en su alumno Beethoven el acicate de la disidencia. Le dio a las notas el valor de la aceptación universal. Tal vez por eso, las naciones más cultas contendían por su favoritismo. Querían ser pasto y flor del árbol de su genialidad.

Pero esa vez estaba ahí. En el jardín trasero de la familia Mozart. Leopold Mozart los observaba desde una silla puesta en forma improvisada enfrente de ese cuarteto sin nombre. No había nadie más. Excepto, pues, el padre de Wolfgang Amadeus Mozart. El acontecimiento no era para menos. Y quizás por esa razón, la exclusividad era absolutamente cerrada. No se admitían ahí extraños ni improvisados. Sólo los señalados por Mozart.

Haydn al primer violín; su hermano Michel al segundo; Mozart a la viola, y Dittersdorf al chelo, principiaron a tocar aquel cuarteto. El oído de Haydn se quebró. Pero se repuso de inmediato. En su finísimo oído musical habían transcurrido ciertas disonancias —que finalmente se tornaron sublimes. Y prosiguió. Ya estaba sumergido en un océano de melodías agridulces, que le parecieron la única música posible para dirigirse a Dios. Melodías de las cuales nadie habría abjurado jamás. Así pasaran cien mil años.

Haydn esbozó una velada sonrisa. Su esposa —que no distinguía entre el sonido de un piano y el paso de un carromato por un camino empedrado— ya lo habría sacado de allí. La ventaja era que la había dejado en Londres, donde vivía temporalmente.

La ejecución por vez primera de ese cuarteto terminó, sin aplauso alguno de por medio, y Joseph Haydn regresó aquellas hojas de música a su inicio. Y leyó en la primera página de su particella: “Cuarteto Las Disonancias para dos violines, viola y chelo. Autor: Wolfgang Amadeus Mozart. Dedicado a Franz Joseph Haydn”.

Leyó y no pudo evitar el llanto.

Trágica dulzura

Camille Mauclair lo distinguió de lejos y apresuró el paso. Tenía tiempo que no cruzaba palabra con él, y apenas la víspera había cantado un lied suyo. No era fácil hablar con Ernest Chausson. Compositor de tiempo completo, dedicado al ejercicio de la música en todas sus facetas, sin embargo era poco afecto a hacer vida social. París era una ciudad efervescente de arte, sobre todo de música. Aún privaba la huella de Chopin tocando en la sala Pleyel, de Berlioz dirigiendo su Sinfonía Fantástica, de Liszt defendiendo con música la genialidad de Wagner. Y ya se avistaba en el horizonte la aquiescencia de Debussy.

Admirador irrestricto de Cesar-Auguste Franck, además de su discípulo, Chausson prefería caminar por los abundantes jardines parisienses donde existían muy pocas posibilidades de que alguien lo identificara y le dirigiera la palabra. Cosa que odiaba. Consideraba su tiempo sagrado no porque en eso se le fuera la vida como a cualquier mortal, sino porque era tiempo que le robaba a la música. Sobre todo en lo que se refería al arte de componer. Como Cesar-Auguste Franck, Chausson era autor de obra magra. No abundaba en su catálogo la música sinfónica ni para la escena o el drama. Lo suyo era la música para escasos instrumentos, una dotación sobria. Las grandes orquestaciones estaban reservadas para otros temperamentos.

Cuando escuchó su nombre se volvió enseguida, con cara de pocos amigos; pero cuando identificó a Camille Mauclair su semblante se dulcificó. Le tenía en gran estima. No sólo por su espléndida voz de tenor consumado, sino por su sencillez —virtud que Chausson justipreciaba. Así que se abrazaron y decidieron caminar juntos.

—Cada vez se le ve menos en los conciertos, maestro, supongo que cada vez resultan menos exigentes.

—No es por eso, a mí todo lo que proviene del corazón de la música me conmueve. Yo no juzgo. Yo celebro. Llevo muchos años en esto. Sé que la vida es corta. Ruego a Dios porque me permita seguir escuchando música el resto de mi existencia.

—¿A dónde se dirige, maestro?

—A la casa de un gran violinista, Eugène Ysaÿe, con toda seguridad lo ha oído usted mentar.

—Por supuesto. Vieuxtemps, Saint-Saëns, todo mundo le ha dedicado algo —demasiado tarde se percató de que había cometido una imprudencia, pues Chausson no le había dedicado nada—, aunque a veces una dedicatoria puede modificar un destino —añadió, tratando de cambiar el curso de su ligereza—. Como las dedicatorias de Beethoven, ¿no cree, maestro?

—¿Está usted diciendo que Beethoven se equivocó? ¿Se atreve usted a profanar el nombre de Beethoven?

Camille Mauclair no supo qué decir. Quizás hubiera sido mejor no acercarse. Pero una idea vino a su cabeza, que tal vez reblandecería la dureza de Ernest Chausson.

—¿Y va usted a la casa de Ysaÿe a escuchar una obra en particular?

—Sí. Mi Concierto para piano, violín y cuarteto de cuerdas. Con su cuarteto y conmigo al piano. Más otro atrilista, claro, al violín. Por cierto, está dedicado a Ysaÿe.

—Me han hablado de esa obra, maestro. Se asegura que es el colmo de la exquisitez y el buen gusto.

—Exageraciones de gente que no sabe lo que es la música. De cuándo acá la exquisitez tiene que ser requisito de una música para que sea buena... En fin. ¿Quisiera usted acompañarme?

***

La casa de Eugène Ysaÿe se veía más como un palacio que como la casa de un violinista que se ganaba la vida tocando. O acaso era el entusiasmo que se tornaba en esplendor de la gente que entraba, ávida de escuchar música. Como fuera, Ernest Chausson se perdió rumbo hacia el escenario, y Camille Mauclair ubicó una silla que le permitiera disfrutar a plenitud. La gente que lo rodeaba se veía más interesada en su lucimiento propio que en la música. Por desgracia, París se había convertido en la capital universal de la música —atrás habían quedado Viena y Venecia— pero también en la capital del esnobismo. Si la crítica y el público parisinos aceptaban una obra, significaba que esa obra tendría éxito; pero cuánta música no alcanzaba ese nivel de aprobación. Entonces estaba destinada al cesto de la basura. Donde había ido a parar música tan valiosa. Sobraban los nombres.

El cuarteto, el pianista y el violinista hicieron su aparición. Y la música principió. De inmediato vinieron a la mente de Camille Mauclair los lieder de Chausson que había interpretado. Había en esa música lirismo y poesía, alma y melodía. De una introspección rayana en la dulzura más honda, trágica. Una dulzura trágica, eso era aquella música. Sin duda, Chausson era el más importante compositor francés vivo. Para él. Y para otros cuantos cultos.

En las estepas Canadienses

Para Octavio Moctezuma

Acomodó su silla y se sentó. Jamás tocaba el piano en ningún otro mueble que no fuera su silla. Había salido retratada cientos de veces en las fotografías que le tomaban a él. Las sesiones fotográficas se habían convertido en una rutina. Conocía a los fotógrafos por sus nombres. Era de lo más común verlos entrar y salir de su casa. Si un nuevo disco veía la luz, si se avistaba un reportaje o una entrevista, entonces su agente se encargaba de enviar por delante a los artistas de la lente. Él no era dueño del mejor carácter del mundo, pero hacía su mejor esfuerzo para tratar bien a los fotógrafos y para complacerlos en lo que se refería a la pose que le pedían.

Pero esta vez, Glenn Gould se había sentado al piano no para ensayar. Siempre y cuando no fuera una presentación en vivo, siempre tenía trabajo pendiente; sobre todo la grabación de discos.

Se preguntó si estaba en el camino correcto. No porque le hubiera gustado hacer otra cosa que no fuera tocar el piano. No, su vocación era manifiesta. En todo el mundo se esperaban sus nuevas grabaciones. Alguna vez había ambicionado ser el Charles Dickens del piano, que los capítulos de las novelas del gran escritor inglés se aguardaban en las costas de Estados Unidos como si fueran el pan mismo.

A sus cuarenta y un años, lo sacudió el golpe de la inmortalidad.

Se preguntó sobre el sentido de la gloria universal. Puso las manos en el teclado y vino a su mente la Fantasía en do menor K 397 de Mozart. Apenas las notas fueron apropiándose de la atmósfera, su corazón se hinchó hasta más allá de lo que le dictaba la experiencia. Era una música suprema.

Sublime. Y entonces recordó lo que había dicho en una entrevista reciente. Había denostado de la genialidad de Mozart por un asunto que más tenía que ver con la veleidad que con la introspección. ¿Acaso lo había hecho para llamar la atención? No, qué necesidad tenía él de llamar la atención si los melómanos de los cinco continentes estaban al pendiente de sus declaraciones. Se miró de niño. Cómo amaba recorrer al lado de su padre la pródiga naturaleza canadiense. Las llanuras. Las estepas. Los bosques. La admiración iba por el lado de la humildad. En todo lo que sus ojos abarcaban, su padre veía una lección de belleza, lo que para él significaba una lección de humildad ante la omnipresencia del Creador. Se lo explicaba en palabras que él pudiera entender. Ponía su máxima atención para captar lo que, aun sin saberlo pero su intuición se lo decía, era importante, muy importante, trascendental.

Si hubiera recordado esas palabras, no habría señalado públicamente lo que para él eran defectos técnicos en ciertas obras de Mozart —y que los medios se habían encargado de difundir en todos los ámbitos a su alcance.

Cómo pude haber sido tan idiota, se dijo.

No era dado a conversaciones consigo mismo. Había encontrado en el piano el interlocutor que todo hombre de espíritu reclama. Él lo tenía todo en el instrumento soberano. Como si fuera un ser vivo. De pronto se descubría conversando con él sobre los temas que lo inquietaban. Pero lo maravilloso era que ni siquiera tenía que estar tocando. Apenas se sentaba, apenas le abría las fauces —esa imagen le inquietaba desde que era un chiquillo, y que no era otra que levantarle la tapa—, la conversación fluía.

Se le estaba yendo la boca más de lo deseado. Dejó de tocar Mozart, se puso de pie y sus manos se encresparon de ira. Estaba cayendo en el juego de los periodistas. Porque eran expertos en hacer preguntas clave que el entrevistado no podía eludir. Lo hacían sentirse el hombre más importante del universo para enseguida descargar una pregunta que lo llevaría a otra y a otra, hasta hacerlo quedar en ridículo. ¿Era eso? ¿De verdad había sido eso? Lo ignoraba. Pero se prometió ser más cuidadoso en un futuro; o de plano, negarse a conceder entrevistas.

Regresó a su piano. Se avistaba la grabación de autores modernos, además de una obra que él mismo había compuesto para cuarteto de voces y cuarteto de cuerdas sobre el arte de la fuga. Esa música se había apropiado de su inteligencia. Quizá por eso admiraba hasta el delirio a Johann Sebastian Bach. Veía en él al más alto portento de la música. Un matemático de las formas musicales. Un compositor perfecto en cuanto al equilibrio entre emoción e ideas.

Veía venir la fecha de los ensayos. Pero por el momento nada lo distraería de las Variaciones Goldberg. No había obra que se le comparara.

Guardó un silencio absoluto, se concentró al máximo y emprendió el camino de la música.

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