Kitabı oku: «La música de la República», sayfa 3

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La última conversación de Sócrates, según la fabricó Platón, no empieza como una conversación sobre la inmortalidad del alma. De hecho, al principio parece como si el mismo Sócrates invitara al grupo a discutir, no sobre la vida y la muerte, sino sobre la maravillosa relación, digna de Esopo, entre los dos contrarios, placer y dolor. Fedón ya había expresado su asombro ante la mezcla de emociones en sí mismo y en el grupo y ahora Platón presenta a Sócrates haciéndose eco de una experiencia similar. ¿Cómo se convierte entonces la inmortalidad del alma en el asunto central de la última conversación de Sócrates?

La mención de Esopo empuja a Cebes a preguntar por las propias composiciones de Sócrates, sus arreglos musicales de las fábulas de Esopo y un himno a Apolo. Eveno, el poeta-sofista, quiere saber, dice Cebes, por qué Sócrates ha retomado de pronto la composición. Sócrates le cuenta a Cebes su sueño recurrente y la exhortación divina a «hacer música». Termina diciéndole a Cebes que le diga a Eveno que él, Eveno –«si es sensato»–, siga a Sócrates en la muerte tan pronto como sea posible. Eso, a su vez, lleva a una discusión sobre por qué el filósofo, aun siendo un seguidor de la muerte, no se quita la vida. Ni siquiera en ese momento, a pesar de que la discusión gira hacia la muerte, se plantea explícitamente la pregunta «¿Es el alma inmortal?». En su lugar, el asunto se transforma en si Sócrates es justo en su disposición a abandonar a sus amigos y a los dioses. Simmias y Cebes presentan cargos contra Sócrates. Requieren que Sócrates aporte una apología o defensa de por qué alguien que fuera verdaderamente sabio estaría tan dispuesto, como Sócrates parece estarlo, a liberarse de un maestro bueno y divino, de por qué Sócrates está tan dispuesto a morir. La analogía con el juicio de Sócrates y los cargos que Atenas presenta contra él por impiedad y corrupción de la juventud informa la conversación entera según la relata Fedón. No solo se obliga a Sócrates a dar cuenta en el sentido teórico; también debe dar cuenta de sí mismo ante el tribunal de Simmias y Cebes. Debe convencerlos de que su tranquila aceptación de la muerte no es un caso de injusticia con quienes lo aman.

Aquí empieza la denigración enfática del cuerpo que continuará a lo largo del diálogo. Esa denigración tiene una importante función retórica respecto a los cargos de Simmias y Cebes. Al denigrar el cuerpo y todo lo unido al cuerpo (incluyendo lo que llamamos «personalidad»), Sócrates trata de alejar a sus dos amigos del afecto por el hombre Sócrates, a quien se niegan a dejar morir.

Así empieza Sócrates su defensa. El verdadero filósofo, dice, está «muerto» para el cuerpo y sus atractivos, y la filosofía es la práctica de morir y estar muerto. El único buen filósofo, al parecer, es un filósofo «muerto». El cuerpo, oímos, es una especie de prisión, de la que el filósofo trata de escapar. El filósofo lucha por lograr una visión precisa e infalible de lo que es y el cuerpo, con todos sus sentidos y emociones, no es más que una continua molestia y un obstáculo. Como esfuerzo por entregarse a la investigación y, por tanto, librarse del cuerpo, la filosofía es nada menos que «la preocupación por la muerte», una frase que Sócrates usará después. Puesto que la muerte es la liberación y, por tanto, la separación del alma del cuerpo, y puesto que el filósofo, en todas sus investigaciones, no ha hecho otra cosa que esforzarse por lograr esa separación y pureza, es completamente razonable, argumenta Sócrates, que al verdadero filósofo no le irrite la muerte.

Tras esa defensa, Sócrates pasa a discutir la sabiduría o prudencia como virtud superior y más verdadera y define esa virtud como una forma de purificación. Concluye su defensa de modo mítico expresando la creencia de que Allí, en el Hades que nos aguarda a todos, morará con dioses y «buenos camaradas».

III EL ARGUMENTO DE LOS CONTRARIOS (69 e-72 e)

La defensa previa del verdadero filósofo (que Sócrates ha manejado de un misterioso modo órfico-pitagórico y atribuido a «los que filosofan correctamente») iba dirigida a Simmias. El tono elevado de Sócrates y su analogía final entre su defensa ante Simmias y Cebes y su defensa ante los jueces atenienses hacen que Sócrates parezca preparado para «cerrar su caso». Pero Cebes dice lo que piensa y obliga a Sócrates a seguir hablando. Como señala Cebes, argumentar que el filósofo debería alegrarse ante la muerte porque Allí, en el Hades, conseguirá separar el alma del cuerpo que ha sido su práctica y preocupación a lo largo de la vida, es presuponer que el alma seguirá siendo una vez haya ocurrido esa separación. En este punto empiezan los argumentos de la inmortalidad del alma.

Al girar la conversación hacia la prueba de la inmortalidad, Cebes aporta dos temas interrelacionados que rondarán por el resto del diálogo: el miedo a la muerte y la desconfianza. Cebes habla en nombre de todos los seres humanos. Traslada la conversación de la descripción y alabanza de la vida superior de la filosofía (la anterior defensa órfica de Sócrates) a la vida y la muerte en general. Es Cebes quien obliga a que la conversación retome el alma y su destino en relación con el llegar a ser y el desaparecer, en una palabra, con el pasar. A causa de Cebes, en otras palabras, el Fedón combina la preocupación por el alma humana con la física como estudio del «devenir» como tal.

Sócrates acepta el reto de Cebes, o más bien su aguda ansiedad, apelando al comportamiento de los contrarios. Haciéndose eco de su anterior observación de que el placer y el dolor parecen evocarse mutuamente, Sócrates expone la opinión de que todos los contrarios nacen el uno del otro: el mayor del menor, el peor del mejor, el justo del injusto. Amplía esa opinión para incluir procesos contrarios como la separación y la combinación, el enfriamiento y el calentamiento. Si, de hecho, los procesos o el «devenir» de los contrarios siempre corren parejas, entonces el proceso de morir no puede dejar de evocar su proceso correlativo: la vuelta a la vida. Si los vivos generan a los muertos, entonces los muertos han de generar a los vivos. El devenir es un círculo. Debido a ese círculo, el alma –cuya presencia o ausencia marca a un ser como vivo o muerto– debe ser antes de llegar a un cuerpo.

IV EL ARGUMENTO DE LA REMINISCENCIA (72 e-77 a)

Recordando su anterior advertencia sobre la desconfianza humana, Cebes le dice a Sócrates que «no nos engañamos al ponernos de acuerdo en esas cosas». De manera provocadora vincula lo que Sócrates acaba de exponer –la psicofísica de Sócrates– a la enseñanza de que todo aprendizaje es, de hecho, reminiscencia.

Llegados a ese punto, Simmias retoma el argumento. Pide que le «recuerden» la demostración de esa enseñanza. Sócrates lo complace y aduce varios ejemplos, mostrando primero que la reminiscencia puede ocurrir a través de asociaciones distintas a la de la semejanza: el amante ve la lira o la capa del amado y recuerda al amado mismo. Luego, Sócrates pasa a la reminiscencia basada en la semejanza. Platón nos obliga a preguntarnos por qué se aduce primero la clase de reminiscencia basada en la desemejanza, que Sócrates, de manera provocadora, vincula a la experiencia erótica.

Previamente, en la exagerada defensa dirigida a Simmias, Sócrates había hecho referencia primero a las formas, designándolas como «cada uno de los seres inalterados en sí mismos y por sí mismos». En el argumento de los contrarios, Sócrates, en efecto, se vuelve de las formas a los procesos naturales. Con la reminiscencia basada en la semejanza, las formas, a las que se refiere de nuevo como las «cosas mismas por sí mismas», regresan a la conversación, esta vez como parte integral de una prueba de la inmortalidad del alma. Mientras que la reminiscencia basada en la desemejanza estaba vinculada al amor erótico, la reminiscencia basada en la semejanza está vinculada a la sobriedad de las matemáticas. Sócrates usa el ejemplo sorprendente de una forma «relacional»: lo Igual. Si realmente palos y piedras iguales nos «recuerdan» a lo Igual en sí mismo estando por debajo de ese Igual y si, por tanto, tenemos que haber «visto» lo Igual «de antemano» (es decir, antes de encarnarnos), entonces «nuestra alma es, incluso antes de que naciéramos». Simmias parece enteramente convencido. Habla de una «necesidad abrumadora» del argumento de Sócrates, añadiendo que «el relato se refugia en una hermosa conclusión». Pero nos deja perplejos: ¿por qué usa Sócrates como ejemplo de una forma una relación matemática en lugar de una propiedad matemática de algo individual (por ejemplo, la circularidad de un objeto)? ¿Y por qué esa relación?

Hay muchas cosas dignas de atención en el tratamiento socrático de la reminiscencia. Por ejemplo, Sócrates no vincula directamente la reminiscencia que «prueba» la inmortalidad del alma a la investigación filosófica, como hace en el Menón, aunque los argumentos empiezan en ambos diálogos con el descubrimiento matemático. Que Sócrates no abogue aquí por la inmortalidad basada en la reminiscencia como investigación tal vez se deba a los temores de Simmias y Cebes. La ansiedad por el futuro, el temor a lo que le suceda al alma después, ha usurpado el lugar del eros filosófico, que tiende, no hacia delante y hacia abajo, sino hacia atrás y hacia arriba hasta los seres verdaderamente inmortales. Esa dirección de la investigación figura en la propia palabra para reminiscencia, anamnesis, en la que ana- significa tanto «atrás» como «arriba». Podríamos decir que los temores de Simmias y Cebes obligan al argumento a «bajar» más que a «subir». Sócrates, que no está dispuesto a abandonarlos a sus temores y dándose cuenta, sin duda, de que el miedo es un impedimento para el amor filosófico, «desciende» con ellos.

V CANCIONES PARA NIÑOS (77 a-78 b)

Pero ¿ha persuadido a Cebes, que va al grano? Simmias comenta la capacidad para el escepticismo de su amigo, llamando a Cebes «el más obstinado de los hombres en cuanto a desconfiar de los argumentos». Sugiere que también él está sujeto al «temor de la multitud». ¿Y si el alma, insiste, se juntara de algún modo al nacer y se separara al morir? ¿No podría entonces el círculo del devenir seguir sin la existencia continua del alma? Cebes elogia la perspicacia de Simmias y observa que solo se ha ofrecido la «mitad» del argumento necesario. Sócrates recuerda a los dos amigos que ya ha atendido a la supuesta mitad que falta. Sin embargo, está dispuesto a consentir lo que llama su miedo «infantil» a la muerte. Esa desenfadada reprimenda transmite una enseñanza muy importante: que nadie debería tomarse el miedo a la muerte demasiado en serio si su principal preocupación es la búsqueda del Ser inmortal. Cebes, riéndose, le dice a Sócrates que siga: «Intenta persuadirnos como si tuviéramos miedo». El pequeño intervalo termina con Sócrates contándoles a los dos amigos que ahora, cuando está a punto de irse, deben buscar por todas partes, incluso entre los «bárbaros», al «buen encantador» que sepa conjurar al coco llamado Miedo a la Muerte.

VI EL ARGUMENTO DE LA INVISIBILIDAD (78 b-84 b)

Sócrates va al grano con Cebes. Juntos exploran los atributos del alma. Si resulta que el alma está compuesta, el viejo temor vuelve, pues un alma compuesta podría y, sin duda, lo haría, sufrir una descomposición en las partes o elementos de los que estaba hecha. Un alma no compuesta no lo sufriría. Sócrates basa la investigación en la distinción ya mencionada entre los «seres mismos» y sus participantes sensuales. Los primeros pertenecen a la clase de los invariables e invisibles, los segundos a la de los cambiantes y visibles. Rápidamente se estima que el alma es afín al Ser mismo en virtud de su invisibilidad y hegemonía natural sobre el cuerpo. Es «muy semejante a» lo divino e inmortal, mientras que el cuerpo es «muy semejante a» lo humano y mortal.

Entonces Sócrates vuelve a su anterior modo mítico de expresión. Con un juego de palabras con «Hades» –que se parece mucho a la palabra griega para «invisible»–, Sócrates le dice a Cebes que el alma que ha pasado sus días con pureza filosófica, en comunión con el Ser mismo, marcha en el momento de la muerte a un lugar como ella misma, «noble y puro e invisible». El juego de palabras con «Hades» sugiere que el filósofo, mientras está vivo en un cuerpo mortal, «marcha», sin embargo, a un «lugar» inmortal siempre que participa de la filosofía. Eso sugiere la posibilidad aquí inexplorada de que el verdadero Hades no sea en absoluto una vida después de la muerte, que no sea «donde vamos a continuación», sino donde tenemos el poder de ir ahora. A su feliz retrato del filósofo, Sócrates añade una ominosa «historia probable» sobre el destino del alma impura, amante del cuerpo. Extiende su ataque al cuerpo contándole a Cebes que el placer y el dolor «clavan por igual el alma al cuerpo». La retórica de Sócrates parece tener en este caso el propósito de contrarrestar el miedo a la muerte con el miedo a la esclavización más vil. Sócrates termina esa sección de la conversación insistiéndoles a Simmias y Cebes en que la muerte, para el alma pura o filosófica, es la escapatoria a esa esclavización y que el filósofo, más que nadie, carece de motivos para temer a la muerte.

VII LA LIRA Y EL TEJEDOR (84 b-88 c)

El alentador discurso de Sócrates sobre no temer a la muerte tiene, sin embargo, una coda inquietante. Ofrece una descripción demasiado familiar y vívida de lo que justamente tememos en nuestra infantilidad: que nuestra alma se «disperse» y «disipe» en el momento de la muerte, ¡que «se desvanezca y no esté en ninguna parte»!

El largo silencio que desciende con las palabras de Sócrates envuelve a todos los presentes. Simmias y Cebes tienen un aparte privado, pero Sócrates los saca del escondite. Los exhorta con vehemencia a expresar su desconfianza. Entonces Sócrates se ríe y compara su «canto del cisne» –su lógos musical– con el canto de los cisnes reales, que, dice, cantan de alegría el día de su muerte. Simmias retoma el hilo del argumento y habla de la necesidad de valor e ingenio. Si un ser humano no puede determinar lo que es verdadero, entonces, navegando entre explicaciones humanas como sobre una balsa, debe encontrar entre esas explicaciones «la mejor y menos refutable». El discurso de Simmias anuncia la «segunda navegación» que oiremos más adelante. También invoca como modelo para la virtud filosófica la figura de Odiseo, fecundo en ardides. En el Fedón se invoca a Odiseo en momentos cruciales. Odiseo, Teseo y también Heracles forman una suerte de heroico triunvirato en el diálogo. Proporcionan un paradigma para los esfuerzos de Sócrates y de sus amigos por matar a los monstruosos enemigos del discurso.

Simmias expresa su desconfianza a través de la imagen de una lira afinada. Si el alma es al cuerpo como la afinación a la lira, entonces igual que la afinación se destruye con la lira, también se destruye el alma con el cuerpo, pues el alma no sería más que eso: «una mezcla de los elementos del cuerpo».

Entonces oímos la desconfianza de Cebes. También usa una imagen. Su objeción es una versión más radical de la que Simmias ha expuesto. Aunque el alma fuera «más fuerte y duradera que el cuerpo», aunque sobreviviera a su cuerpo en el curso de muchas grandes muertes, ¿qué evitaría que el alma «se gastara»? Es como un viejo tejedor, dice Cebes, que tejió y desgastó muchos mantos, pero no «duró lo suficiente» para llevarlos para siempre. ¿Quién sabe? ¡El «manto» actual del alma –Cebes aquí, o Simmias, o Sócrates– puede ser el último!

VIII EL ODIO AL ARGUMENTO (88 c-91 b)

En ese peligroso momento, nos aproximamos al centro mismo del Fedón, el corazón del laberinto de Platón. Equécrates irrumpe en la conversación. Lo hace porque Simmias y Cebes acaban de plantear, cada uno de ellos, serias objeciones que amenazan con deshacer los argumentos de Sócrates. Se pregunta cómo podrá confiar en un argumento de ahora en adelante. De vuelta a Atenas, Sócrates ha previsto justo ese derrotismo y, como si hablase con Equécrates desde la tumba, se dirige a Fedón, que le contará a Equécrates lo que sucedió a continuación.

Lo que sigue es seguramente uno de los momentos más memorables de los diálogos platónicos. Sócrates juega con el pelo de Fedón (algo que solía hacer, nos dicen) y adivina que mañana, cuando Sócrates ya no esté, Fedón se cortará esos hermosos rizos suyos, añadiendo que los dos tendrán motivo para cortarse el pelo incluso hoy, «si el argumento encuentra su final». Ese gesto afectuoso es suficiente para disipar toda noción de que Sócrates odie simplemente lo corporal.

Sócrates le pide a Fedón que sea su Heracles, como él será el Yolao de Fedón, en la hazaña de salvar la vida del relato, lo que casualmente ilustra lo que Fedón acaba de contarle a Equécrates: que nunca admiró a Sócrates más que en esa ocasión por haber sido tan amable y admirativo al tratar con las críticas de los jóvenes. Heracles es el gran héroe y Yolao su joven compañero y Sócrates propone modestamente que se inviertan los papeles. Ahora advierte de un peligro, una experiencia que deben evitar. Para nombrarlo, acuña una palabra análoga a «misantropía», el odio a los seres humanos. Es «misología», el odio al argumento. Igual que alguien llega a desconfiar y odiar a todos los seres humanos porque una confianza equivocada lo ha «quemado», una manera inocente e ingenua de confiar en argumentos hace que al final desconfíe de todos ellos y los odie, ya que no hay cosa ni argumento que dure para siempre ni satisfaga su exigencia de librarse de la decepción. Entonces, en vez de culparse por su ineptitud, renuncia a dar explicaciones y elaborar argumentos.

Ese memorable drama entre Sócrates y Fedón, dispuesto con tanto cuidado en el centro del diálogo, sugiere que el odio al argumento es más terrible que el miedo a la muerte, que ese odio es el verdadero y más profundo Minotauro en el alma. También nos ayuda a comprender la función musical y encantatoria del discurso de Sócrates, aquí, como en otras partes del diálogo, vinculado sin duda al poder del canto de Orfeo. En varias ocasiones oímos hablar del encantador que puede conjurar el miedo a la muerte. Tal vez ese conjuro no sea distinto a lo que en realidad vemos que pasa ante nosotros en el drama, no solo en los momentos no argumentativos del diálogo, sino también en los propios argumentos. El grano al que la filosofía suele ir, como Cebes, posee una «música» parecida a Simmias. La música del discurso filosófico calma la ansiedad humana por la muerte, sin aducir «pruebas» irrefutables «de la inmortalidad del alma», llevando al alma al grano cotidiano del filósofo de proponer argumentos.

IX DESAFINAR (91 b-95 a)

Sócrates se dirige entones a Simmias y Cebes. Los ayuda a demoler el argumento más familiar para ellos como discípulos de Pitágoras, el argumento de que el alma es una afinación, una mera relación de partes. Aquí empieza la lucha cerrada por la supervivencia del discurso y el argumento razonables. Sócrates resume brevemente sus respectivas formas de desconfianza y con eso retoma la objeción de Simmias. En su primer «ataque a la Armonía», señala a Simmias y Cebes que la tesis de la afinación desentona con la enseñanza de que el aprendizaje es reminiscencia: si confías en una, tienes que rechazar la otra.

En su segundo asalto, Sócrates, dirigiéndose ahora a Simmias, argumenta que si el alma fuera una cuestión de afinación y estar afinado significara siempre estar bien hecho y con orden, entonces todas las almas serían buenas y ordenadas: el vicio sería imposible. No solo eso, sino que, puesto que una afinación no puede estar más afinada ni ordenada que otra, todas las almas serían virtuosas por igual.

El tercer y último ataque apela al comportamiento de los contrarios. El supuesto crucial aquí es que una afinación debe seguir siempre la disposición de sus partes y no ir en contra de ellas. Si el alma fuera de hecho una suerte de afinación, entonces, puesto que sus partes serían los elementos corporales en tensión unos con otros, el alma nunca iría contra su cuerpo: el cuerpo siempre dirigiría. Pero esa conclusión es contraria a lo que se había acordado antes: que el alma, por naturaleza, rige. Sócrates apoya la opinión de la hegemonía natural del alma sobre el cuerpo apelando a las incontables ocasiones en las que restringimos o refrenamos nuestros deseos corporales.

El ataque al alma como afinación termina con una apelación a la autoridad poética. Como el «Poeta Divino» nos muestra, Odiseo (a quien Simmias había invocado indirectamente con su imagen de la balsa) habla a su corazón y se controla. Pero la referencia apunta a una dificultad que Sócrates no menciona. En el pasaje de Homero, Odiseo refrena su ira y animosidad más que sus deseos corporales. De hecho, se refrena para no matar a las doncellas por haber sacrificado todo honor y lealtad a los placeres del cuerpo. Si el alma no es un compuesto y si la única oposición que se debe considerar es la que hay entre el alma y el cuerpo, ¿cómo explicamos lo que parece una tensión dentro del alma de Odiseo en el ejemplo que Sócrates escoge astutamente?

X LA AMENAZA DE CEGUERA Y LA SEGUNDA NAVEGACIÓN (95 a-102 a)

Sócrates retoma la objeción de Cebes. Adopta una estrategia completamente nueva para hacer el argumento, como dice, «más discreto». Se demora durante un largo rato para considerar algo dentro de sí: la imagen misma de la reminiscencia. Esa pausa es una señal de que algo muy misterioso se aproxima; lo que están buscando «no es un asunto trivial», como dice Sócrates con la sencillez que suele usar en los momentos cruciales, y de hecho está relacionado con la reminiscencia. Les muestra que lo que está en juego aquí es entender «la causa de la generación y destrucción en su conjunto».3

Sócrates empieza dándoles a Simmias y Cebes una oportunidad de comprender mejor su desarrollo intelectual, en el curso del cual casi se desespera en dos ocasiones a causa de lo que acaba de denunciar de modo tan ferviente. Cuando era joven, estaba «asombrosamente deseoso de esa sabiduría que llaman la investigación de la naturaleza». Al principio, habría dado la respuesta más corriente para explicar la generación y el crecimiento: un ser humano crece comiendo, bebiendo y añadiendo carne. Pero fue por completo insatisfactorio. Entonces leyó un libro de Anaxágoras, que decía que la Mente ordena el mundo. Estaba encantado, hasta que vio que ese «sabio» no usaba en realidad la Mente en sus explicaciones causales. Por ejemplo, Anaxágoras habría dicho que Sócrates no estaba sentado en prisión deliberadamente, sino porque tenía los huesos doblados de cierta manera en sus cavidades. Se habría olvidado de mostrar que había sido la mente de Sócrates la que había juzgado que lo mejor sería soportar la pena que le habían impuesto los atenienses y no huir. Aunque Anaxágoras había afirmado que la Mente era la causa de todas las cosas, al final era un materialista más. No podía explicar por qué lo mejor era que todo fuera como es. Sócrates es aquí como Odiseo, que está a punto de llegar a casa cuando un soplo de viento lo desvía.

Sócrates le cuenta entonces a Cebes que simplemente «se había hartado» de estudiar los seres en sí y había empezado a temer la posibilidad de quedarse «ciego para el alma». Buscó refugio, como expone, en los lógoi o explicaciones verbales. Así comienza la famosa «segunda navegación» de Sócrates en busca de la causa.

El pasaje sobre la ceguera y el refugio en los lógoi es uno de los más difíciles del Fedón. ¿Cuál es exactamente la ceguera que Sócrates teme? ¿A qué se refiere lógos aquí? Parece que Sócrates describa una conversión de la percepción directa e intelectual de «las cosas mismas» (presumiblemente la visión de frente que buscó en la física de Anaxágoras) en la actividad indirecta, pero no menos orientada hacia el Ser, de las explicaciones filosóficas basadas en las formas. El giro no es la conversión de los «seres mismos» en imágenes o semejanzas de seres, como Sócrates se esfuerza por aclarar. El refugio en los lógoi no es un giro a la investigación del «lenguaje». Lógos tampoco es aquí una «teoría» o «concepto» que desplace la orientación de la filosofía hacia el Ser a la orientación hacia el mero pensamiento del Ser y la invención de estructuras artificiales. Parece el giro a una manera filosófica de hablar que «capte» realmente el Ser de las cosas, de modo indirecto y, por tanto, «seguro», atendiendo a lo que los discursos y las cosas tienen en común: la genuina inteligibilidad de la forma, eídos, en oposición a la seductora, pero falsa inteligibilidad del proceso físico.

Sócrates esboza un «método» de hipótesis, un modo de investigación que parece una elaboración de la balsa de Odiseo que Simmias había descrito. Esas hipótesis, literalmente «poner por debajo», no lo son en el sentido moderno del término –conjeturas racionales, a menudo matemáticas, que se intentan verificar mediante experimentos–, sino más bien suposiciones que soportan el pensar y hacen posible el discurso. Discurso significa aquí todo discurso, el discurso corriente y cotidiano así como la rendición de cuentas y los argumentos en los que Sócrates se ha refugiado. La primera hipótesis es que hay formas –lo Bello en sí mismo por sí mismo y muchas otras–, cada una de las cuales es en sí misma una hipótesis. «En sí mismo por sí mismo» es una especie de fórmula que Sócrates ha concebido para esos supremos pensables; denota la intensidad de su ser y su independencia de la variedad de los objetos de los sentidos que llamamos por su nombre. La comunión con esos seres de pensamiento es la causa inteligible de que los objetos de los sentidos lleguen a ser y perduren. Sobre todo, las formas son responsables de nuestra habilidad no solo para dar nombre a las cosas, sino también de participar en discursos razonados. Sócrates deja claro que considera esa hipótesis un retorno, en un plano aclarado, a su temprana inocencia, antes de que lo desconcertaran las causas «sabias», es decir, sofisticadas que dan los que investigan la naturaleza. Llama sencillo, sin artificio e ingenuo a su proceder y se lo recomienda a Simmias y Cebes como el proceder de todos los amantes de la sabiduría.

El resto del diálogo hasta el mito se dedica a mostrar cómo se puede pensar por medio de hipótesis. La parte siguiente del diálogo sirve, más allá de su asunto, de demostración para Simmias y Cebes, aunque más para nosotros, del razonamiento sobre la suposición de las formas.

XI EL ENTUSIASMO DE EQUÉCRATES (102 a)

Equécrates no puede contenerse de nuevo. Interrumpe por segunda y última vez, señalando que el episodio central se ha acabado. Ha consistido en dos partes complementarias: una apasionada defensa de rendición de cuentas y una manera particular de hacerlo. Equécrates expresa su entusiasta aprobación de Simmias y Cebes por estar de acuerdo con Sócrates en el uso correcto de las hipótesis. La ligera interrupción sirve para recordarnos que el drama no está estrictamente confinado a la celda de Sócrates. Al mediar entre los acontecimientos reales y sus oyentes, Fedón «devuelve» a su manera «el lógos a la vida». Lo prolonga para Equécrates y sus amigos, igual que Platón devuelve a Sócrates a la vida para nosotros. Equécrates dice directamente lo que seguramente Platón intenta que deduzcamos: que el camino de las hipótesis socráticas es largo y puede emprenderse provechosamente en lugares lejanos y épocas distantes.

XII EL ARGUMENTO DE LA CAUSA (102 a-107 b)

Fedón retoma el hilo de su narración. Al principio, Sócrates habla con Simmias, pero pronto entra Cebes y sigue con Sócrates hasta el final mismo de esta última sección del argumento.

Llegamos a la sección más densa y laberíntica del diálogo. La base para toda la discusión es que los contrarios son mutuamente excluyentes, una exclusión que Sócrates retrata de modo mítico (y algo cómico) con el lenguaje del combate y la retirada. Sócrates pone el ejemplo de lo Grande y lo Pequeño. Argumenta que «lo Grande en nosotros no tolera lo Pequeño ni está dispuesto a que lo sobrepasen». Lo Grande y lo Pequeño se presentan en guerra el uno con el otro, como el placer y el dolor en la referencia anterior de Sócrates a Esopo. Las formas poseen identidades inviolables y esa virginidad hace que una forma sea enemiga de su opuesto. Ante la aproximación de su contrario, una forma debe «huir» o «perecer». En este punto, un oyente anónimo habla en voz alta y muestra que ha estado prestando mucha atención a la conversación durante todo el tiempo. (Tal vez no sea uno de los catorce nombrados porque no necesita estar a salvo de emociones inapropiadas y simplemente «siga el lógos» con gran interés.) Le recuerda a Sócrates que se había acordado que los contrarios, lejos de excluirse entre sí, salen el uno del otro. Sócrates replica a la objeción diciendo que la afirmación anterior no había sido sobre las formas, sino sobre las cosas. Entonces, devuelve a Cebes a la afirmación aparentemente indisputable de que «un contrario nunca lo será de sí mismo».

Sócrates insiste en ese aspecto pasando a otro ejemplo, lo Caliente y lo Frío y su influencia en el comportamiento del fuego y la nieve: las formas Frío y Caliente se comportan como suelen hacerlo los contrarios, según lo que se ha dicho hasta ahora. Cuando uno de ellos se aproxima, el otro «huye o perece». Pero el fuego y la nieve, dice Sócrates, también se comportan de esa manera. Cuando lo Caliente se aproxima a la nieve, la nieve que fue una vez fría no se transforma en nieve que ahora está caliente: puede «alejarse» o quedarse y perecer como nieve. Tampoco «se enfría» el fuego con la cercanía de la nieve. Debe «salirse del camino o perecer».

Sócrates extiende el argumento para incluir el comportamiento de Pares e Impares en relación a los números. ¿Por qué, nos preguntamos, ha escogido esos ejemplos en particular y esa secuencia? ¿Apuntan esos ejemplos, cuando se toman y exploran por separado, a las mismas o distintas conclusiones? ¿Tienden a reforzar el argumento o a debilitarlo? En cualquier caso, Sócrates parece ansioso por sacar una conclusión general: los contrarios, como resultado, no son los únicos que no se admiten el uno al otro; las cosas que contienen opuestos actúan del mismo modo.