Kitabı oku: «Todos los pájaros cantan», sayfa 3

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Capítulo 5

La comisaría olía a sopa de tomate. Detrás de la mesa de recepción había una policía con una coleta y un rostro resplandeciente.

—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarla, señora? —dijo, y se puso un poco roja.

Había aparcado frente a la comisaría, pensando que tendría tiempo de reflexionar sobre lo que quería decir, pero, cuando puse el freno de mano, unas caras aparecieron en las ventanas del edificio. Traté de ignorarlas, de moverme como si no supiera que me observaban, pero había olvidado cómo hacerlo. Sentí que tenía los brazos extremadamente largos y, al cruzar la carretera desierta, noté que mi trasero se movía más de lo habitual y que me controlaba las piernas. Subí las escaleras de entrada con ese estúpido balanceo.

Pensé en las pruebas que tenía. Me propuse hablar con calma y claridad. Repasé todo lo que había ocurrido el día anterior en mi cabeza, en busca de cosas sobre las que informar cuando me preguntasen: «¿Ha notado algo fuera de lo normal?».

Estaba previsto que nevara al anochecer, pero mis ovejas permanecieron ajenas a las noticias, pegadas unas contra las otras y observándome mientras avanzaba entre ellas y les rociaba las patas con spray para evitar la podredumbre del pie. Para cuando terminé, hacia las tres y media, Perro ya estaba rebozado en mierda de oca y el viento soplaba con más fuerza y hacía que gotitas de agua me salpicaran en la cara. Descendí por la colina hacia el viento procedente del mar, en dirección al sur. Hacía frío y unas pocas hojas muertas colgaban de las hayas. Perro trotaba delante de mí en dirección al perímetro del bosque, negro incluso en la oscuridad mate de los árboles, con las orejas enhiestas; la masa negra se lo tragó y una bandada de mirlos alzó el vuelo de forma repentina y pio con fuerza antes de volver a instalarse en otros árboles, donde se atusaron las plumas y sacudieron la cabeza. Probablemente se tratara de una liebre que había salido pronto. Perro no tenía la menor oportunidad de cazarla. Volvería en diez minutos, con la lengua rosada, la barriga cubierta de barro y agotado.

Eché un vistazo a mi alrededor en busca de huellas extrañas, rastros o cabellos que se hubieran quedado enganchados en la valla, pero solo encontré una colección de plumadas de ratoneros. Metí las manos en los bolsillos y sentí su valor, como si fueran animales compactos, con los huesos de las patas doblados en sus cuerpecillos grises y emplumados. A medida que avanzaba, desintegré las plumadas con los dedos.

Me había detenido junto a los escalones que conducían al camino, bajo la protección de los espinos blancos que separaban el prado superior del de abajo y que se extendía a lo largo del sendero de la costa. Desde allí se divisaban los bosques del prado más alejado, abajo, y también mi casa de dos plantas, achaparrada contra la pendiente del acantilado. Me fumé un cigarrillo. Abajo, en el prado más alejado, una de las ovejas pastaba en la zona donde la hierba todavía estaba oscurecida por la sangre de su compañera muerta. No les importaba un comino.

En el suelo, al pie de los escalones, había un puñado de colillas esparcidas. No eran de la marca que yo fumaba; estos no tenían filtro y las puntas estaban mordisqueadas, aplanadas y cubiertas de mantillo. Conté siete.

—Malditos niñatos —le dije a Perro.

Terminé de fumarme el cigarrillo y lo apagué en el suelo, allí donde otro fumador había dejado una marca negra con el suyo. Recogí las colillas y las guardé en el extremo de mi caja de cerillas. Nos dirigimos hacia la playa por el camino mientras el sol se ponía tras las nubes.

Se oyó un rumor que podría haber sido un trueno. Perro se agachó, ser irguió de nuevo y me miró.

—No es culpa mía —le dije.

Lo aceptó y siguió explorando la hierba baja como si buscara fósiles. Casi siempre lograba desenterrar algo que se había arrastrado hasta allí para morir. No había manera de saber durante cuánto tiempo había sobrevivido mi oveja, hasta dónde se había arrastrado antes de morir o lo que había visto.

Recorrimos la pequeña bahía rápidamente y vacié mis bolsillos, llenos de polvo de huesos y pelo. A la luz del crepúsculo, ascendimos la colina, de vuelta a casa, con el viento soplando a nuestra espalda.

Los cuervos estaban apostados en los árboles como capullos a la espera de florecer. De repente, me rugió el estómago y recordé el pollo que había comprado el fin de semana. Debía guisarlo, pero eso llevaría tiempo. Lo más probable era que lo aplastara con el dorso de la mano, lo metiera en el horno y me lo comiera con un poco de pan en cuanto estuviera cocinado.

Rodeé el sendero y me detuve de golpe. Frente a la caseta, había un hombre con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y la mirada fija en el frente. Llevaba un pañuelo de seda en el cuello que le ocultaba la parte inferior de la cara y vestía un traje. Tenía el pelo aplastado contra el cráneo y una bolsa de polietileno colgando de la muñeca. Seguí andando como si no lo hubiera visto, pero apreté los puños hasta que me crujieron los nudillos. Lo olía, como si fuera una verdura podrida. Caminamos rápidamente hasta llegar a casa. Ya no pensaba en cocinar el pollo. Perro emitió un gruñido grave sin separarse de mí.

—Malditos niñatos —repetí para mí, solo por decir algo.

Intenté no echar a correr. Me metí en casa, cargué la escopeta, miré el teléfono y eché el cerrojo.

—Me gustaría informar de un delito. Un hombre se metió en mi propiedad —dije, y la policía comenzó a teclear afanosamente algo. Levantó la mirada.

—¿Me puede decir su nombre, por favor? —Me miró de arriba abajo, pero creo que no esperaba que lo advirtiera—. Y… mmm… ¿qué edad tiene?

Un policía salió por la puerta de un despacho que había detrás de la recepción. Tenía las sienes plateadas y llevaba un jersey que parecía cómodo encima del reglamentario.

—Ya me encargo yo, Gracie —dijo con cierta arrogancia. La mujer frunció el ceño levemente.

—Sí, sargento —contestó, y tecleó algo más rápidamente.

—Por aquí, por favor —me indicó el sargento mientras abría la puertecilla de metacrilato en la que ponía no entrar.

La mujer policía nos observó por el rabillo del ojo. Sentí que mi trasero volvía a ejercer control sobre mis piernas.

—Qué frío que hace, ¿no?

Asentí.

—Por eso tengo que ponerme dos jerséis —añadió con una sonrisa, y tiró del cuello de la prenda—. Este mes ha habido bastante trajín —continuó mientras me guiaba por el pasillo—. Entre la Navidad y Nochevieja, y justo antes del festival de la cerveza… Han llegado montones de autobuses repletos de visitantes del país.

Mientras cruzábamos el pasillo, unas caras nos observaban desde todas las puertas abiertas. La gente se reclinaba en la silla para mirarme.

—Oh —dije.

Abrió la puerta de su despacho y, con una risita y el ceño fruncido, me indicó que me sentara mientras él hacía lo mismo.

—Es un problema de logística, nada más.

Me fijé en que, desde su ventana, se veía el bosque de Hurst y en las espinosas antenas que marcaban la cárcel, oculta en las profundidades del bosque.

—Como los organizadores del festival no dan mapas con indicaciones sobre cómo llegar, tengo que enviar a mi equipo para que ayude a los visitantes… Para indicar a los autobuses dónde pueden aparcar, responder sus dudas… En fin, básicamente para que se ocupen de todo.

—Ya veo —comenté.

—En mi opinión, la culpa es de los patrocinadores. Si no tienen medios para pagar la organización y el personal necesario, mejor no montar un festival.

El sargento dejó caer la mano en la mesa con firmeza y yo me removí en la silla. Se hizo un silencio.

—Quiero poner una denuncia. Alguien se ha metido en mi propiedad.

Cambió de expresión al oírme.

—No oímos ese acento muy a menudo por esta zona— dijo—. No lo había notado antes, pero sí que lo tiene, ¿verdad?

Sonreí ampliamente, le mostré los dientes y, luego, tomé aire para continuar, pero el hombre me interrumpió.

—Mi yerno es australiano —dijo, y asintió con la cabeza—. Mi hija y él se conocieron en una conferencia en Singapur. Qué cosas, ¿verdad? En la empresa de recursos humanos en la que trabaja mi hija.

Traté de calcular cuánto tiempo debía permanecer callada para resultar educada antes de volver a cambiar de tema.

—Ahora viven en Adelaida y, claro, mi esposa siempre me está diciendo que tendríamos que ir a visitarlos, pero, en mi opinión, ellos también podrían acercarse, ¿no? Es que a mí las arañas me dan miedo. ¿Sabe cuántas clases de arañas hay en Australia?

—Yo…

—Creo que unas tres mil. ¿Sabe cuántas personas sufren picaduras de arañas al año? Unas cuatro mil personas. —El policía se reclinó en su silla y me miró—. Calcule.

—Mire —dije, y sonreí, mostrándole de nuevo los dientes—. Es que vivo sola, ¿sabe? Y…

—Ah. Sí, es un lugar solitario, demasiado como para vivir solo —me interrumpió—. Una joven como usted debería estar con alguien. Eso le levanta la moral a cualquiera.

—Ese no es el problema —respondí, tratando de no ponerme demasiado tensa—. Es que alguien está matando a mis ovejas y, ahora, hay un tipo que se pasea por mi propiedad.

—¿Es ganadera? ¿Cría ovejas? Bueno, pero no se lo calle. Ese es un trabajo duro, sin duda.

—Sí, mire, ¿podríamos…?

De repente sentí que tenía fiebre y el rostro del sargento adquirió una expresión completamente diferente.

—Claro —contestó—. Vamos a hacer el informe, así se sentirá mejor y podrá volver con sus animales. Será rápido.

—Genial. Gracias.

Sacó un bolígrafo y una hoja de un cajón de la mesa.

—Los ordenadores nunca han sido lo mío. Le daré las notas a Gracie y ella las pasará a limpio en el ordenador. Bueno, ¿cómo se llama, cielo?

—¿Cómo dice?

De repente, sentí que no corría el aire en el despacho.

—¿Eh? —Se oyó una tos en la puerta de al lado. Probablemente no se perdían palabra alguna de nuestra conversación. El sargento me miró ligeramente sorprendido con una pequeña sonrisa—. Solo necesito que me diga su nombre.

Me mordí la lengua.

—Jake Whyte.

—¿Dirección?

—Coastguard Cottage, Millford.

Levantó la mirada, como sabía que iba a hacer.

—Ah, eso lo explica todo, ¿no? Vive en la antigua casa de Don Murphy.

—Sí. Se la compré.

—No se la ve por el pueblo. Todos nos preguntábamos cuándo daría señales de vida.

Sonreí. Más dientes.

—Tendría que pasarse por el pub, hacer amigos. Así no se sentiría sola.

—No me siento sola.

—Bueno, si usted lo dice…

—Han matado a dos de mis ovejas.

—¿Cree que ha podido ser un perro salvaje?

—No. Las han destripado y destrozado.

—Bueno, le sorprendería saber lo que un perro es capaz de hacer. Una vez vi un perro de caza que iba detrás de un zorro. El bicho le abrió las costillas solo con la fuerza del hocico, sin necesidad de morderlo. El animal no duró mucho después de eso. De hecho, le digo más: escupió parte de sus entrañas. No fue nada bonito.

—Hay un grupo de chavales que merodea cerca de mi casa.

—Esta isla no es ideal para los críos, eso es cierto. Bueno, hasta una cierta edad. Se aburren. El festival de cerveza artesana es lo más excitante que tienen, y eso que se supone que no pueden entrar. —Me señaló con el bolígrafo—. Mire, le diré lo que vamos a hacer. Hablaré con ellos y les diré que la dejen en paz.

—¿Cómo sabe quiénes son?

El sargento se dio un golpecito en el lateral de la nariz.

—Me hago una idea de quiénes son los chicos problemáticos de la zona. ¿Dónde los vio?

—En Military Road.

—¿Military Road? ¿No me ha dicho que se metieron en su propiedad?

—No, eso fue otra persona. Lo vi en el sendero que lleva a la playa.

—Bueno, pero eso sigue sin estar en sus tierras.

Sentí el impulso de arrojar su té al suelo, pero me agarré a los brazos de la silla y dije, hablando lenta y claramente:

—Estaba oscuro. No debía estar allí.

El sargento entrecerró los ojos.

—¿Y qué hacía usted allí?

—Estaba paseando, ¡pero yo vivo allí! Mire…

El sargento se reclinó hacia atrás de nuevo.

—Señorita Whyte, lo cierto es que nadie ha hecho nada.

—Mis ovejas.

—Las ovejas se mueren constantemente. Es como si se lo buscaran. Eso dice mi tío, y él sabe de lo que habla. Tiene una granja de cuarenta hectáreas en Gales, donde cría corderos escoceses de cabeza negra. Nunca ha probado carne tan buena.

—No me parece que se lo esté tomando en serio —comenté. Tuve la sensación de que nunca había dicho nada con tan poca firmeza.

El rostro del sargento se apagó y su voz se volvió más suave.

—Sí me lo estoy tomando en serio, señorita Whyte. Me tomo su salud y su felicidad muy en serio. Que una mujer de su edad, con todas esas responsabilidades, viva sola no está bien. Debería bajar más al pueblo, hacer amigos. Es una lástima que el festival ya se haya celebrado, porque, aunque me quejo mucho, puede ser muy divertido.

Cerró la libreta y me ofreció una amplia sonrisa.

Parpadeé y cerré la boca. Me levanté e intenté no tropezar mientras recorría el pasillo para salir de allí. El sargento caminaba de prisa a mi espalda.

—Si está preocupada, puede llamarnos. Si ve al tipo de nuevo y está realmente en su propiedad, avíseme.

La policía de la recepción se volvió y me observó buscar a tientas el pestillo de la puertecilla de metacrilato. El sargento lo abrió. Trató de guiarme tocándome el codo ligeramente, pero yo me aparté con brusquedad.

—Cuidado —dijo, como si hubiera trastabillado.

Bajé los peldaños de la comisaría a trompicones y la fina lluvia me escupió sobre el rostro ardiente.

—Mire, se me ocurre algo —dijo mientras subía a la camioneta—. Quizá podría traer un poco de carne, unas chuletas o una paletilla, para el sorteo que se hace en el Blacksmith’s todos los miércoles. ¡Seguro que con eso hará amigos!

Apenas me di cuenta cuando se despidió de mí con la mano y me marché sin decir adiós.

Todavía era temprano, pero se divisaba una luz en el salón de té y el coche de la dueña estaba aparcado delante. Llamé a la puerta con fuerza y eché un vistazo al interior con las manos alrededor de los ojos para ver quién había dentro. La mujer que la regentaba, que no era mala persona, me vio y dijo: «Está cerrado». Pero yo me quedé ahí, mirándola. Me observó durante unos segundos y, finalmente, pareció darse por vencida. Se acercó a la puerta sacudiendo la cabeza y me aparté para que la abriese.

—Está cerrado, no abrimos hasta las once. El autobús ni siquiera circula todavía.

El autobús era un vehículo amarillo y pequeño que traía a los turistas desde las cuevas de los contrabandistas hasta el salón de té, cuya dueña se refería a él como «un lugar pintoresco». Tenía vistas al mar gris, por lo que no se veía el resto del país desde allí. Si uno lo visitaba en verano o en el momento equivocado del día, estaba lleno de familias y de críos chillando, correteando y peleándose. Cuando iba, siempre trataba de ser la primera en llegar, para asegurarme de que todo estuviera tranquilo, las mesas limpias y el aire todavía puro y libre de las exhalaciones de padres aburridos y pedos de niños.

No me moví ni dije nada; simplemente me quedé allí, de pie. Lo necesitaba. Al final, la mujer suspiró y abrió la puerta para dejarme pasar.

—No puedo seguir haciendo esto, ¿sabes? —dijo, y me limpié las botas en el felpudo antes de entrar—. Ni siquiera he montado el mostrador. Acabo de pasar la fregona. Jacob ni siquiera ha traído las pastas, así que tendrás que pasar con las de ayer. —No esperó a que contestara y señaló una mesa bajo la ventana, donde me senté—. Ni siquiera he preparado las mesas todavía, así que tendrás que esperar.

No le dije que no se molestara en hacerlo, porque sí quería sentarme en una mesa con un mantel de papel blanco y una servilleta cursi bajo el plato y la cafetera. Quería toda la cubertería que la señora siempre colocaba, como si alguien pudiera comerse un panecillo con nata y mermelada con cuchara, cuchillo y tenedor. Tres cucharillas diferentes: una para el café, otra para la nata y una última para la mermelada. Pinzas para los terrones de azúcar. Una taza blanca para el café, previamente calentada con agua caliente para mantenerla a la temperatura adecuada. Quería todo eso y las vistas al mar gris; eso era todo.

La mujer era amable incluso cuando estaba enfadada. Limpió las huellas que había dejado de camino a la cocina, salió y dispuso la mesa, y yo me aparté para que colocara las cosas. Desapareció y, cuando volvió, llevaba un delantal blanco con encaje atado a la cintura y puede que se hubiera aplicado un poco de pintalabios. Pero no me preguntó qué quería, porque ya lo sabía. Cuando llegué por primera vez a la isla, me había puesto en evidencia al pedirle un panecillo con nata de Devon.

«Me temo que solo puedo ofrecerte nata de la isla», me dijo.

El panecillo estaba un poco duro, aunque lo había calentado para ablandarlo. No importaba. Unté la nata y la mermelada, y dirigí la vista al mar mientras me lo llevaba a la boca. No me gustaba la nata, pero podía tolerarla con un poco de café fuerte. Me calenté las manos con la taza y miré la silla vacía que había frente a mí como si fuera a decirme algo. No lo hizo.

Cuando nos acercamos a la puerta, Perro levantó las orejas y tensó los hombros. Me pasé la lengua por los labios y pensé en la escopeta que había en el piso de arriba, apoyada en el armario. Intenté abrir la puerta en silencio, pero Perro salió disparado. Sus pezuñas repiqueteaban por el suelo de piedra de la cocina y por las escaleras que llevaban al primer piso. Creía que había dejado un grueso bastón al lado de la entrada, pero ya no estaba allí. Algo apestaba, como si le hubieran arrancado las entrañas a un animal. No veía a Perro, que ladraba y gruñía sin cesar. Saqué una sartén de un armario y me dirigí arriba tras él, levantándola en alto para descargarla con más fuerza.

Se oyó un fuerte golpe en el rellano junto a mi dormitorio. La barandilla tembló mientras ascendía por las escaleras corriendo. En el rellano, Perro bailaba alrededor de una enorme paloma que tenía el ala doblada en un ángulo raro y un reguero de sangre en la parte posterior.

—¡Perro! —grité, y me miró.

Ya no estaba furioso, aunque todavía agitaba la cola y tenía una pluma colgando del labio. Dejé caer los brazos, suspiré profundamente y me apoyé en la barandilla un instante. Perro aún tenía la lengua fuera y tuve que contenerlo, agarrándolo por la piel de la parte trasera del cuello para evitar que volviera a atacar al ave.

—Basta. Vale, paloma. Vale.

Me miró. Noté que el corazón le subía y bajaba en el pecho. Solo tenía que acercarme y levantarlo. Me dejó hacerlo, y evité con cuidado el ala rota. El corazón le zumbaba, pero seguía en mis manos. Perro gimoteó.

—No —espeté. Se sentó y volvió a levantarse.

La paloma agitó una de sus patas. Tenía una anilla alrededor. Sostuve el ave contra el pecho y le quité la anilla con una mano. Solo había un número de teléfono, lo cual era algo bueno; no tendría que tomar la decisión de retorcerle el pescuezo.

—Vamos a llamar por teléfono —le dije a Perro.

Los tres nos dirigimos hacia el aparato y marqué el número.

El hombre que descolgó no dijo hola.

—Esler.

—He encontrado una paloma que tenía este teléfono en la pata.

Guardó silencio.

—Se ha roto el ala.

—¿Está muerta? —preguntó.

—No, solo herida. El ala.

El hombre suspiró.

—Métala en una caja de zapatos, manténgala caliente y dele agua. Si sobrevive esta noche, ya le dirá ella cuándo estará lo bastante bien como para regresar a casa.

Colgó.

—Capullo —solté, mirando a la paloma.

Todos los zapatos que compraba venían en bolsas de plástico. Eché otro vistazo al ave. Vi que tenía un párpado cerrado y el cuello caído hacia atrás. Mientras hablaba con el hombre por teléfono, había apretado con demasiado fuerza y ahora estaba muerta.

Llevé a la paloma hacia la orilla, envuelta en papel de periódico como si fuera pescado frito. Perro saltaba a mi alrededor con un brillo en los ojos que decía que tenía ganas de matar y traté de mantener un ambiente relajado, no como si intentara deshacerme de un ave domesticada que había matado por accidente. No era una playa bonita para un entierro en el mar. Una capa de algas marinas infestada de piojos de mar cubría las rocas. A nuestro alrededor, se erigían rocas negras, de modo que, si alguien olvidaba el camino de vuelta, corría el riesgo de sentirse atrapado. Era incomprensible que las familias inglesas llevaran allí a sus hijos. Justo después de mudarme, me topé con una pareja joven cubierta de barro hasta los muslos que caminaba por el camino de espinos blancos, perdidos en la oscuridad y con un bebé cada uno. La mujer tenía la cara cubierta de lágrimas y el hombre estaba aliviado de que los llevara en coche de regreso a su bed and breakfast.

«No es un buen lugar para perderse», les dije durante el trayecto de vuelta. «Estabais a pocos kilómetros de un acantilado bastante escarpado». Lo cual era una verdad a medias.

Durante el primer verano en la isla, me preparaba la cena en la playa, bebía cerveza envuelta en una manta, escuchaba cómo las olas rompían en la arena y observaba las luces de los barcos que regresaban a Inglaterra mientras mis ojos se acostumbraban al mar negro y la luna se tambaleaba en el horizonte. Había decidido hacer lo mismo el verano siguiente, pero cada vez llovía más y, a veces, la playa olía de un modo extraño cuando llegaba el crepúsculo, como a goma quemada y forraje.

Perro se comió un cangrejo muerto. Oí crujir su caparazón al hacerse añicos. Comenzó a lloviznar y el agua lo cubrió de una película plateada. Terminó de comérselo, vio algo en las hierbas secas de la orilla y levantó las orejas. Ascendió por la pendiente, con las patas dobladas, y desapareció tras una duna, impulsándose con las patas posteriores. Mientras estaba distraído, di unos cuantos pasos en dirección al agua con las botas de goma puestas para evitar que persiguiera y destrozara el cuerpo sin vida de la paloma cuando la arrojase al agua. Resultó que estaban agujereadas. El agua helada me entraba por la suela, me rozaba los tobillos y me subía por los calcetines. Saqué la paloma del envoltorio y dejé que flotara en el mar. Intentó regresar un par de veces, pero, finalmente, tras varios intentos, se alejó más allá de las pequeñas olas que rompían en el mar, con el pecho blanco y seco, y el ala rota y torcida hacia arriba, alejándose hacia el horizonte. Luego se hundió, como si el mar la hubiera engullido. Tarareé la melodía de Titanic.

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