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UNA NOVELA DEL FRACASO

Sábato quiso testimoniar lo que somos como país, lo que son algunos tipos argentinos, la oligarquía decadente que no se adaptó a la industrialización, los inmigrantes desarraigados, los trabajadores argentinos, los industriales bajo Perón, algún snob, el peronismo, el anarquismo. Esos hombres distintos, esas clases sociales enfrentadas, esos movimientos históricos de signos desiguales, se abrazan en la frustración, en la nostalgia, en la soledad que el autor atribuye genéricamente al “argentino”. Los inmigrantes consumiéndose en el desarraigo, los obreros suicidándose como clase en la falta de conciencia, las familias tradicionales como la de Alejandra sucumbiendo en la enfermedad y en la locura, los industriales adaptándose y robando. Sobre héroes es el testimonio del fracaso y el fracaso del testimonio: Sábato cree dar cuenta de una realidad concreta, existente en la historia y solo expresa su propia realidad, su filosofía, su mirada: desde la negación de la historia hasta la esperanza espiritual y sin lazos con la realidad; desde la soledad de todos hasta el “Sentido Oculto de la Existencia”, el “irracional misterio de la existencia humana”, la “realidad más profunda y verdadera”.

No hay dos universos en Sobre héroes y tumbas. No hay un sector oscuro y misterioso y otro claro y popular. No hay decadencia y muerte por un lado y renacer y vivir por otro. La frustración y la soledad atacan a todos por igual, el fracaso unifica ese mundo aparentemente escindido. El amor tiene a un mito por objeto, el “ser nacional” es un mito; el “ser nacional” es un esqueleto petrificado, los personajes son psicologías petrificadas. Todo es trágico. Si unos sectores sociales mueren corroídos por estigmas antiguos, la Argentina entera tiene un pecado original que no le permite progreso; el complejo de Edipo en esos individuos y el caos en que se debaten, equivale al no ser Europa ni América y a nuestro caos nacional. Todos somos iguales, pero unos buenos y otros malos. Ese es el testimonio de Sábato.

Los “héroes” de Sobre héroes y tumbas son los extranjeros, los marginales, los inmigrantes, los ancianos, los jubilados de las plazas, Vania, el padre de Tito, el abuelo Pancho, el padre de Martín, los hombres que viven del pasado y de los sueños. Los frustrados, los alienados, los solos, los derrotados, los que huyen al norte o al sur, los vencidos por el amor, la vejez, la vida, los que siempre recuerdan, los que quieren fijar el tiempo repitiendo una misma idea y un solo acto, relatando los hechos de la Legión, tocando la misma melodía, mirando la cabeza de un muerto, descifrando el mismo enigma, recordando siempre a su patria, pronosticando tiempos de fuego, diciendo que el país no tiene arreglo.

Publicado en Boletín de literaturas hispánicas, Facultad de Filosofía y Letras de Rosario, n. 5, 1963, ps. 83-100.

1 En El otro rostro del peronismo, Buenos Aires, 1956, p. 16, dice Sábato: “Y así, en el tembladeral de las ciudades improvisadas –donde nada permanecía válido para siempre–, en el caos babilónico de Buenos Aires...” (el subrayado es mío). “…pues en aquella muchacha, descendiente de unitarios y sin embargo partidaria de los federales, en aquella contradictoria y viviente conclusión de la historia argentina, parecía sintetizarse, ante sus ojos, todo lo que había de caótico y de encontrado, de endemoniado y desgarrado, de equívoco y opaco”. Sobre héroes y tumbas, Buenos Aires, Fabril, 1961, p. 167 (los subrayados son míos).

2 Cf. p. 206 de Sobre héroes y tumbas. En Heterodoxia, Buenos Aires, Emecé, 1853, p. 117, Sábato repite el mismo concepto con palabras similares: “El mundo es hoy un caos, pero nuestro país lo es doblemente, pues al caos universal suma el que resulta de su condición de país inmigratorio. Nuestra tragedia consiste en buena parte en que no habíamos terminado de hacer un país cuando el mundo comenzó a derrumbarse; esto es como un campamento en medio de un terremoto” (los subrayados son míos).

3 Cf. El otro rostro del peronismo, donde Sábato explica el proceso del peronismo por el mecanismo del resentimiento (p. 12) Perón, hijo natural, resentido, explota a las masas, especie de prostitutas resentidas. En la página 32, Sábato habla del derrumbe de los valores espirituales por obra de la gran marea del peronismo.

4 En El otro rostro, también dice Sábato, respecto al peronismo: “la patria había sido reemplazada por un carnaval” (p. 33). Un proletario podría afirmar, en el sentido inverso de Sábato, que el peronismo fue un carnaval y la cuaresma comenzó con la Revolución Libertadora.

5 Cf. las páginas 65, 67, 84, 110, 159, 337, 338, de Sobre héroes.

6 Cf. Sobre héroes, p. 179.

MIGUEL BARNET:
EL MONTAJE DE LAS PALABRAS

Canción de Rachel* nos propone, quizás definitivamente, un problema particular: la negación de lo “imaginario narrativo” y sus corolarios: la superación de la subjetividad creadora, la resolución de la dualidad realidad/ficción, y el surgimiento del escritor a partir de un contenido ajeno. Desde Biografía de un cimarrón**, Barnet crea una narración que él no inventó ni llevó a cabo; así, declarativamente, el autor cumple una función marginal: es un transcriptor, un mero intermediario entre la palabra de otro y la lectura. La materialidad de la escritura está llevada a su punto extremo: el escritor es simplemente el que dobla la representación: desplaza una palabra emitida por una voz a la letra escrita; la palabra como materia es el único material de su escritura; no crea personajes, situaciones, mitos, no se expresa, no irrealiza; corta, numera capítulos, titula, corrige, actualiza. Pero en ese acto crea un texto (y ese texto, que surge cuando Barnet registra en la escritura la palabra pronunciada, se recorta sobre la ausencia de quien la emitió y sobre la ausencia del mismo Barnet como interlocutor) y, de inmediato, el oyente, el etnólogo, el antropólogo, el historiador se transforman en lectores; el testimonio, la crónica, la historia se hacen literatura.

El texto surge de su lectura: Barnet es el primer lector de lo que será su obra; instauró el pasaje, antes de nosotros, de oyente a lector. Así, Barnet como escritor es ese hombre a través del cual la palabra de otro se constituye en discurso; y al asumir esa palabra el autor no se diferencia sustancialmente de su lector, es solo el que primero leyó. Nosotros constituimos una cadena de lectores segundos, que mantenemos con el lector primero una relación dual: por un lado recibimos una materia, una historia que él también recibió de otro; por otro lado somos lectores de la primera significación que él, primer lector, atribuyó y constituyó en esa materia ajena. (Barnet mantiene con el origen del material una relación de uno a uno; cuando él se constituye en origen del material, es decir en autor, ofrece esa relación a la mirada de otros). Y esa situación particular acerca a Barnet, como escritor, al estatuto específico del crítico y a las relaciones que este mantiene con su lector: por un lado una materia ajena, por otro una significación primera, escrita, que el crítico transmite a su lector. Barnet es el primer lector crítico de su propia obra: inicia, a partir del otro, la cadena indefinida de la significación.

Y sus dos modos de leer a los otros instauran dos correlativas formas narrativas. Biografía de un cimarrón marca el primer modo de lectura: Barnet lee en el negro ex esclavo de 104 años en un sentido etimológico; leer es elegir, reunir, apoderarse. Lo elige como testimonio privilegiado, reúne sus palabras, se apodera de su historia. El movimiento es el de la apropiación del material ajeno, el hacerlo suyo en bloque e instalarse en esa palabra, eligiéndola en su totalidad. Se constituye de este modo un espacio narrativo bidimensional de inclusiones recíprocas: Montejo está en Barnet y Barnet en Montejo, el otro es yo y yo el otro. Barnet repite el movimiento de “contar su historia” y lo ofrece, sustrayéndose desde adentro de la narración. Es que la distancia la pone el mismo Montejo, que fue cimarrón: se apartó rebelándose contra la injusticia de su tiempo y se plegó en la lucha por la independencia. Y el sentido de esa Biografía reside justamente en esa voz, en ese modo particular en que una sociedad revolucionaria se habla hoy de su pasado; ante esa voz ejemplar, casi sagrada, solo cabe introducirse y ordenar, aliviar de redundancias; si se agrega algo hay que fundar la separación física: como introducción o como notas fuera del texto, fuera del cuerpo de la voz. El esclavo es así la verdad del narrador.

Pero cuando las notas, objeciones, explicaciones, contradicciones o aserciones son llevadas al texto (cuando Esteban Montejo, nombrado, entra en el texto de Rachel), comienza el segundo modo de lectura, el de Canción de Rachel. Barnet rompe la simbiosis narrativa y surge el otro del otro; a la voz de Rachel se superpone todo un proceso: otras voces, textos de otros, cortes, distanciamientos que crean un espacio no ya plano sino en perspectiva: se inaugura una profundidad narrativa cuyo efecto es la constitución del escritor como ente autónomo. Es que la voz y la materia han cambiado. Ya no se trata del esclavo anónimo que se rebeló contra la opresión y cuya historia puede asumirse metonímicamente como la historia de Cuba; se trata de una corista cuyo esplendor coincide con el esplendor del teatro Alhambra y con el esplendor de un estilo de vida que Cuba reconoce como definitivamente pasado. Montejo y Rachel, ancianos, hablan de sus pasados; Barnet solo introduce el presente en Rachel; Montejo y Rachel hablan de sus cuerpos; Barnet coloca a otros cuerpos junto al de Rachel; Montejo y Rachel hablan de sus ideologías; Barnet incluye otra ideología –la del mismo Montejo– que la de Rachel. En ese movimiento narrativo nunca se trata de la voz del autor; siempre son otros los que hablan, escriben o simplemente están presentes. Pero de esos otros surge el no, la distancia, el tiempo, el diálogo, la movilidad, la contradicción. Barnet es así la verdad de Rachel.

De modo que una narración simbiótica corresponde a un personaje (para llamarlo de algún modo) que se distancia de su orden social rebelándose, y una narración distanciadora corresponde a un personaje en actitud simbiótica con su orden social. Y cuando el escritor debe fundar la separación y la distancia en el interior mismo del texto, cuando tiene que inventar el pasaje (entre el relato de Rachel y el mundo, entre el sí y el no, entre el afuera y el adentro, entre el entonces y el ahora) nace toda una dialéctica narrativa que en la historia de Montejo estaba ausente. Cuando Barnet confronta textos, voces y presencias de otros que Rachel en el pasado y en el presente traza un diálogo que puede esquematizarse así:

1) la canción de Rachel consiste en la exaltación afirmativa del cuerpo, en la alegría profunda, en la afirmación de su situación no contradictoria en el interior de una sociedad fundada en la escisión, donde su papel fue exclusivamente de ser cuerpo;

2) los textos y las voces de su época de esplendor confirman esa exaltación y alaban a Rachel en su cuerpo, en su atracción, en su situación de hembra;

3) voces actuales, testigos de su época, corroboran la escisión negando a Rachel en tanto no cuerpo: por ignorante, burda, no refinada;

4) pero el texto mismo de Rachel, sus palabras (emitidas en ausencia del cuerpo, negándolo ellas mismas, porque una palabra sobre el cuerpo o referida a él es ya un modo de síntesis) niegan desde el presente a los que la negaban. Ahora, anciana, irremediablemente anacrónica, desde la interioridad del recuerdo se constituye como interioridad, rebelándose implícitamente de su destino de cuerpo y negando la escisión de que fue objeto;

5) la negación de la escisión es negación, a través de su palabra, de la propia escisión; Rachel sigue pensando, sin embargo, desde la escisión cuando condena la lucha de los negros y a los negros mismos;

6) Montejo (un negro) y un revolucionario blanco asumen, desde el presente, la defensa de los negros que Rachel negaba y la afirmación de la rebelión contra la escisión; al negarla en los otros y en sí mismos, la niegan en su totalidad, incluyendo no solo la negación particular de Rachel (que se refería a sí misma) sino la negación del orden social que la fundaba, sobre el cual se erigió el esplendor y el destino de Rachel.

Y en esa dialéctica narrativa Barnet, en su segunda lectura, leyendo a Rachel y superada la simbiosis, se constituye él mismo como escritor.

Publicado en Los libros, n. 3, septiembre de 1969, p. 6.

* Miguel Barnet, Canción de Rachel, Galerna, 1969, 169 ps.

** Miguel Barnet, Biografía de un cimarrón, Galerna, 1968, 219 ps.

VICENTE LEÑERO, LOS ALBAÑILES. LECTOR Y ACTOR

Lo inmediato –abstracto y exterior– en Los albañiles, premio Biblioteca Breve en 1963, son sus similitudes formales con el nouveau roman. Es una novela de forma policial; la naturaleza misma del nouveau roman lo lleva a la técnica de la novela policial, el arquetipo de la novela de investigación, quizás el arquetipo de la actitud exploratoria: La mise en scène de Claude Ollier, Les gommes de A. Robbe-Grillet, Moderato cantabile de Marguerite Duras, Clope au dossier de Robert Pinguet, L’emploi du temps de Michel Butor, Portrait d’un inconnu de Natalie Sarraute. En la mayoría de estas novelas el lector es llevado a una investigación que le permitirá reconstruir una realidad; algunos elementos le son revelados, los más rodeados de misterio. Del mismo modo que en las novelas policiales el lector, identificándose con el detective, con sus tics, con su sistema, trata de recrear la verdad de un “asunto”, “lo que ocurrió realmente”, en el nouveau roman es siempre un “asunto” por su misterio, su oscuridad, su ambigüedad, aunque no sea directamente un asunto policial. La tarea de lector es poner en tensión todos sus recursos intelectuales para el acto de la lectura: la recreación se convierte, en la mayoría de los nouveau romans y en Los albañiles, en la ejecución de un montaje y de una inteligibilidad por aproximaciones diversas, en la resolución de una adivinanza a través de sucesivos momentos de racionalidad y de síntesis.

En Los albañiles hay tres crímenes: uno antiguo, otro cercano y el actual, que desata la investigación: el padre de Jesús, Isidro, el mismo Jesús. La repetición de un crimen –la reivindicación de la repetición en general– es un procedimiento del que se han servido Butor en El empleo del tiempo, Robbe-Grillet en Las gomas y Ollier en La puesta en escena; en los tres casos una muerte legendaria prefigura una muerte actual: Robbe-Grillet acude a la mitología griega y al símbolo de Edipo matando a su padre; en Butor es la muerte de Abel; en Ollier hay un crimen muy antiguo que se perpetúa bajo la forma de un grabado rupestre norafricano. El crimen constituye la forma extrema del enigma que lleva en sí todo nouveau roman.

El personaje central de Los albañiles es el detective, el “hombre de la corbata a rayas”; este personaje, en la mayoría de las novelas citadas y en el mismo Leñero, deriva directamente de la concepción que los “nuevos novelistas” tienen del antihéroe: un detective solo en función de su papel, sin psicología, sin historia, dedicado a ordenar impresiones y a realizar operaciones de pura deducción mecánica. La investigación fracasa finalmente en Los albañiles, del mismo modo que en Butor, Robbe-Grillet y Ollier; los testimonios de los personajes no ofrecen demasiada precisión; la ausencia directa de causalidad, la indeterminación y la ambigüedad del crimen dan la impresión de que se asiste a una representación eterna, a una situación circular, predestinada, mítica. Otras características genéricas de las nuevas novelas como la importancia otorgada a la visión, la precisión geométrica de sus formas y el reiterado uso de símbolos se encuentran igualmente en Los albañiles. Pero todas estas similitudes constituyen ya, para nosotros, características que configuran una nueva convención: del mismo modo que en el siglo XVII se pretendía transcribir, en un acto de homenaje a la realidad (pero que al mismo tiempo la ocultaba al velar la identidad del autor) un manuscrito encontrado; o en el siglo XVIII la novela por cartas o el diario íntimo; un grupo de novelistas franceses acude a mediados del siglo XX a la forma de la novela policial con intenciones de renovación formal, de rebelión contra nociones que consideran no aptas para expresar su versión de la realidad, y sobre todo para cuestionar la novela como tal, para crear un nuevo relato. Sin embargo lo que expresan Butor y Robbe-Grillet, por ejemplo, es tan disímil que la recurrencia a la forma policial, el gusto por el símbolo y el mito, la descripción repetida de objetos o la existencia de anti-personajes solo puede ubicar genéricamente a la obra: se trata de cierto número de novelistas que se revelaron bruscamente hacia 1956; tenían ciertamente puntos comunes, publicaron casi todos en la misma editorial, pero de ningún modo constituyeron una doctrina común.1

Pero las analogías son empobrecedoras y nos ocultan el objeto. Nos interesa notar dos elementos presentes en toda la obra de Leñero, evidentes en Los albañiles: la figuración de un “lector” y un “actor” en el interior de sus novelas: estos dos elementos las constituyen, en bloque, en metáforas del acto de la lectura.

Han matado a Jesús, el sereno de un edificio en construcción. Ante un detective desfila un grupo de hombres sospechosos todos de asesinato; ese “hombre de la corbata a rayas” carece de identidad, es el que escucha la historia de cada uno de los sospechosos, la persona a quien se dirige el discurso; es el que quiere saber qué sucedió, el que quiere tener una conciencia clara de los acontecimientos, el que quiere llegar a la objetividad; pero es también el que no puede identificarse con ningún personaje porque todos son sospechosos, el que está afuera; es, entre los albañiles, el no proletario, el trabajador intelectual. No puede narrar su propia historia pero agrupa y dirige las de los demás; imagina, conjetura, estructura; es el que recibe las confesiones, el sacerdote y el juez.2 Pero sobre todo es el que está por encima de todos en la jerarquía de los personajes: sabe más que cada uno de ellos, sabe lo que omiten, lo que mienten; puede torturarlos, someterlos, culparlos, condenarlos. Es el centro de la novela; a él se dirigen los relatos, ante él se muestran; es el reflector mediante el cual los personajes son introducidos y pasan a primer plano; es también el que los sintetiza, el que posibilita que exista un grupo: es el peligro del grupo, el objeto por el cual se constituye y se defiende; es el perseguidor, la meta común que determina la praxis común.3

Todas las novelas de Leñero se estructuran en base a una relación asimétrica. Por un lado un interlocutor, una persona que gana información a costa de otra, sin que la otra la gane a costa de ella: es el receptor que escucha, organiza, piensa, lee. Por otro lado el actor, el hablante que actúa, vive, siente, comunica, se expresa sobre sí mismo y constituye la ficción. La función del receptor es ordenar, dar forma, interpretar el material dado y recrear imaginariamente los hechos; la función de locutor es simplemente emitir una narración, tratando de dejar de lado toda conciencia y toda racionalización.4 Cada miembro se encarga de expresar un sector de las preocupaciones concretas de Leñero: el receptor sostiene el discurso en tanto su función es estructurante, y ese “lector” (que en La voz adolorida permanece mudo, en relación con el ínfimo énfasis estructurante de la novela) refiere implícitamente, en Los albañiles, las ideas y puntos de vista críticos sobre la novela y la narración. El locutor informa sobre los contenidos psicológicos, familiares y sociológicos, es el que aporta el material de la historia.

En la primera novela de Leñero, La voz adolorida,5 los sujetos de esta relación son un psicópata y el médico psiquiatra; este último está implícito en el monólogo del otro, que se dirige a un “doctor”. Es el oyente, pero está significado a todo lo largo del relato. La novela fue reeditada en 19676 con algunas modificaciones: el médico desaparece como tal y solo habla el personaje, dirigiéndose a un “usted” puro; el título es ahora A fuerza de palabras, como si la voz requiriera al psiquiatra y las palabras al lector. Fuera de algunos cambios de vocabulario y de cierta economía descriptiva no ha habido modificación sustancial: desde su primera redacción están significados el hablante y el oyente –el actor y el lector– que sustentan las novelas de Leñero. En Estudio Q7 se trata de realizar un film de TV: el director asume las funciones de autor; ordena el material que brinda el actor, con su propia vida; el director escénico es el amo; el actor, el esclavo; gracias al director que ordena y dirige la filmación la vida se transforma en ficción; el director es, también, un personaje sin historia y sin nombre; los otros se dirigen a él solo ejecutando sus órdenes. En El garabato8 los dos miembros adquieren un nombre y están directamente aludidos: un novelista y un crítico literario. El crítico tiene una función concreta: debe leer una novela escrita por otro, debe juzgarla pero no la comprende; la abandona antes de terminarla, y su propia vida completa y da sentido a la obra que está leyendo. La relación se transforma: ya no hay un oyente o lector puro frente a un agente o hablante; hay una novela muda ante un lector que se expresa y vive; el problema del escamoteo de la identidad se transfiere al autor, que por sucesivos encuadres se hace triple.

El rasgo común de las novelas de Leñero es, pues, esa bipolaridad narrativa establecida en base a un locutor (que no es necesariamente el narrador)9 y un receptor: las novelas están encuadrando una “relación novelística”: un lector recibe una ficción. La novela resulta así una novela segunda respecto de la novela primera que escucha el detective; nuestra lectura es también una lectura segunda. Leñero cultiva especialmente este tipo de encuadre: en Estudio Q se crea un film de TV en la novela, en El garabato se lee una novela en la novela misma; en el interior de los encuadres surgen otros: relatos, mitos, citas, trozos de literatura ya hecha. Ese sistema de encuadres está indicando una relación de prioridad de un nivel sobre otro, a la vez que una interdependencia mutua: hay todo un sistema de subordinaciones internas (del mismo modo que en el relato de cada personaje hay un tejido esencialmente hipotáctico): relato principal, relato subordinado, que funciona como relato principal respecto de otro que se le subordina. Como veremos, la subordinación y la jerarquización, la rebelión de los subordinados contra el principal es la figura estructural que da cuenta de la totalidad de la novela.

Ese lector ficticio que enfrenta una ficción ficticia es siempre un intelectual; los personajes de la ficción son los otros: alienados, proletarios, actores, perseguidos, culpables; son el objeto ante el cual toma distancias y se despoja de la afectividad. El receptor reconoce los signos del locutor como significantes de otro sistema: es el dotador de significación. Pero la función más importante del detective de Los albañiles es reconocer precisamente que la ficción es ficción. Es el límite entre la irrealidad y lo real; es el que se encarga de señalar la irrupción de la realidad en el mundo imaginario; de negar la ficción en tanto realidad o de reconocerla como ficción. Esto no significa que, en el interior de Los albañiles, el detective “represente” la realidad –nadie representa nada en una novela–; simplemente es el que está fuera de la ficción y fuera del mundo elaborado por la ficción; es el no englobado por la historia. La bipolaridad no es mundo imaginario frente a realidad (o inconsciente frente a conciencia o cuerpo frente a mente, como podría pensarse esquemáticamente) sino, desde el ángulo del narrador, interioridad y exterioridad dentro de la ficción misma. Los dos polos se plantean al principio como escindidos: el detective aparece como la exterioridad absoluta (el “hombre de la corbata a rayas”) y el grupo, cada uno de los personajes del grupo, como la interioridad igualmente absoluta. El sentido de la novela, su movimiento hacia, es la interiorización, por parte del detective, del grupo, y la formalización y síntesis del mismo. En ese movimiento –que es el movimiento mismo de la narración y del narrador– el detective se constituye como un sujeto que revela un objeto a medida que lo interioriza; ese movimiento de interiorización es al mismo tiempo exteriorizado. El resultado es la mostración de la interioridad del detective en su propio grupo (el grupo del dominó frente al grupo de la ruleta, que es el de los albañiles),10 su personalización (se revela su nombre), la conclusión y cierre del grupo y al mismo tiempo de la ficción. Por eso el detective revela la ficción en su conjunto como un significante; crea constantemente un equilibrio que vuelve a romperse luego; paso a paso constituye un crimen –el de cada uno de los personajes– pero paso a paso lo desmiente y lo revela ficticio. La constitución de la totalidad de los crímenes –la síntesis del grupo y la significación– es seguida por el encuentro del detective con Jesús, el personaje que ha sido asesinado ficticiamente por cada personaje; el origen y el destinatario se tocan; la novela concluye.

El lector de Leñero se enfrenta con una ficción. Es la historia de un grupo culpable, de un grupo asesino11 que no tiene una conciencia común sino una inconciencia masiva, un grupo donde los individuos están fundidos, y cuyos dinamismos se constituyen allí mismo, en presencia del detective: es la mostración analítica de un grupo en constitución. A una novela cuyo sujeto es un grupo, corresponde una técnica grupal y polifónica: la biografía lineal, coherente con el héroe novelístico del período individualista no tiene cabida en Los albañiles; son biografías móviles, fundidas narrativa y humanamente: cada uno contribuyó a hacer del otro lo que actualmente es, y el grupo es la praxis común de cada uno de ellos. Ni biografía lineal, ni narración lineal, ni cronología lineal: la novela se presenta como una superficie donde pueden aislarse puntos, líneas, figuras geométricas o irregulares; esta superficie se constituye por bloques, bloques narrativos, temporales, bloques de hombres. Hay una extrema coherencia entre modos narrativos, modos de la cronología y modos humanos en el interior del grupo. La técnica del observador omnisciente, los monólogos interiores, el discurso directo, el indirecto, el puro diálogo, la cronología traspuesta, los retornos hacia atrás y seudo retornos, las escenas “falsas”, las conjeturas visualizadas narrativamente, los falsos recuerdos constituyen un coro que expresa al grupo, a la realidad de la subjetividad de un grupo. Cada personaje de Leñero es una subjetividad en bruto, y la totalización de las subjetividades por parte del detective hace la interioridad del conjunto. Pero más que nunca la literatura es literatura y la ficción, ficción: en la novela no ocurre nada sino el hablar del grupo al detective; todo está llevado al acto de locución, nadie actúa de otro modo; cada uno de los personajes es la persona formal, el discurso; el sentido de cada palabra es el acto mismo de emitirla. El único modo de manifestarse el grupo es la declaración que cada miembro hace en presencia del detective: todos los personajes acusan del crimen a otro miembro del grupo y esa acusación va dibujando las relaciones, lo que integra y desintegra al grupo. Pero el grupo en sí mismo es, ante todo, un grupo jerárquico, en el cual cada miembro depende del situado en un nivel inmediatamente superior:

Ingeniero Zamora (dueño de la empresa constructora, del cual dependen todos los albañiles).

Federico Zamora (hijo del anterior, dependiente de su padre. Dirige la obra).

Álvarez (capataz de la obra, depende del ingeniero Zamora y de su hijo).

Jacinto (obrero, dependiente de Álvarez).

Patotas (obrero, dependiente de Álvarez).

Isidro (peón, depende de Jacinto).

Jesús (sereno, depende de Álvarez y de todos los personajes en su conjunto).

(Fuera de la pirámide, marginal, pero dependiente a la vez de Álvarez y del ingeniero

Zamora, está Sergio García, el plomero).

Isidro acusa a Jacinto, Jacinto a Álvarez, Álvarez a García, Federico Zamora a Jacinto, Patotas a Federico Zamora. Dos líneas –dos motivos diferentes– convergen en Jacinto, cuya historia narrada desde dentro es historia común de muchos campesinos mexicanos; Jacinto es el cuerpo del grupo, se expresa con el yo narrativo, no está demasiado arriba ni demasiado abajo, y acusa a Álvarez, el capataz que lo manda a trabajar, el que le paga, pero también el que lo protege y le construye su casa. Álvarez es el líder del grupo: su narración surge desde dentro –yo– y desde afuera –él– de acuerdo a su situación: con los albañiles pero también contra ellos; se queda con parte de sus jornales. Álvarez acusa a García, el marginal, el que por circunstancias físicas y de su vida personal mantiene con el grupo una relación negativa de no integración; pone en cuestión al grupo con solo marginarse, constituye capítulos aparte, es narrado desde un exterior absoluto, se muestra en el puro diálogo o desde fuera, su temporalidad no está contraída ni alterada, se da por unidades enteras: un día de García, el momento del interrogatorio. García delata a todos los albañiles, aunque no acusa a nadie; no mantiene con nadie en particular ningún tipo de relación, solo miedo, odio, frustración. El hijo del ingeniero Zamora, el Nene, acusa a Jacinto; es el único personaje de una clase social distinta, que se muestra desdoblado en pensar, sentir y decir; considera animales a los albañiles. Pero Isidro también acusa a Jacinto; Isidro está, respecto de Jacinto, en la misma situación que este respecto de Álvarez: está a sus órdenes, es mandado a trabajar, pero también protegido; Isidro tiene el mismo nombre que el hijo muerto de Jacinto. Patotas, el analfabeto, totaliza al grupo proletario contra el explotador, es el único que no reconoce eslabones intermedios, el solidario.

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