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PREFACIO

15 enero 1831.

A través de la profunda concentración que cautiva todos los intereses en un orden de ideas graves y elevadas, el autor de estos relatos espera deslizarse inadvertido entre el mundo literario. Después, habiéndose asignado fecha y lugar, como tantas honradas gentes a las que se encuentra, pasadas nuestras largas tormentas sociales, colocadas muy alto en la opinión de un gran número, aspira a colocarse, como ellas, en una decente reputación negativa, nublada al silencio de la crítica y a la oportunidad de los grandes acontecimientos, tan favorable a los espíritus mezquinos.

Porque la carrera de esos veteranos de que hablamos ha sido plena, entera, honrada, gracias a su ancianidad que en la literatura prueba el mérito, casi lo mismo que un costurón prueba el valor.

El tranquilo porvenir, la dulce y perezosa quietud de esos gruesos canónigos de la literatura, han engolosinado de tal modo al autor de este libro, que se apresura a inscribirse como profeso, en su orden, estimando que las mismas circunstancias llevarán sin duda un día a los mismos resultados.

Un certificado de vida literaria es, pues, toda la ambición del autor.

Dicho esto, continuemos.

Antes de Cooper, hubiera tenido, quizá, la audacia de intentar interesar al público francés en las costumbres, en los caracteres que no despiertan en él ninguna simpatía. Ignorante, además, de las costumbres marítimas, le sería verdaderamente imposible apreciar la exactitud de los cuadros que se desarrollaran ante sus ojos.

Por la topografía de su país y gracias a su política, los americanos estaban llamados, mejor que nadie, a comprender todo el alcance del genio de Cooper. ¿Es que no hay en sus creaciones más que una obra de artista? ¿No existe un profundo pensamiento patriótico en el género que ha encontrado? Este género es una expresión de los deseos, de las necesidades, de la potencia de los Estados Unidos; es la historia de los Estados Unidos dramatizada.

Por ello, ved si de Nueva Orleáns a Boston hay un corazón que no lata, una frente que no se coloree, cuando se leen esas bellas páginas en las que se pintan las luchas de esa salvaje y vigorosa América, cuya religión fue la de permanecer libre bajo su hermoso cielo, en medio de sus ricas selvas, sobre su suelo virgen, y de rechazar hasta su brumosa isla a la aristocrática Inglaterra, llena de prejuicios, abrumada por sus viejos sistemas de colonización.

A causa de nuestra indiferencia por el mar, nuestras glorias navales son casi ignoradas en París. Bonaparte había visto que le era imposible luchar directamente con Inglaterra. Le era necesario reunir a cada momento todas sus fuerzas para aplastar al enemigo en el continente. Si la marina tuvo una plaza secundaria en sus combinaciones, fue porque por dos veces sus almirantes perdieron los navíos de Francia, y porque, para servirnos de una de las expresiones de Napoleón, una flota no se improvisa como un ejército. Por esta causa, a pesar de algunos admirables combates parciales sostenidos por nuestros marinos, la fama no ha tenido voz más que para celebrar la gloria de nuestro ejército de tierra.

Y esto fue una grave injusticia como arte y como política.

Como política, porque la mayoría de los hombres creen lo que leen, porque los relatos de nuestras victorias marítimas, adornadas por la literatura, poetizadas, exageradas quizás, hubiesen acabado por darnos a nosotros mismos una idea de nuestra importancia marítima. Este sentimiento se hubiera infiltrado entre las masas en Francia y en el extranjero; esta fe nacional hubiese producido grandes resultados, sin duda; porque se equivocaría, creo, el que pensase que las historias, las novelas, las memorias sobre las conquistas de Bonaparte no han aumentado nuestras fuerzas morales en el interior, nuestra potencia en el exterior.

Y además, ¡si se supiese de qué modo las costumbres marítimas son nuevas y picantes! ¡qué pocas cosas hay tan singulares, curiosas y dignas de estudio como el interior de un barco! ¿No es éste un resumen de todos los conocimientos, de todas las artes, de todas las industrias humanas? ¿No es una obra que prueba a cuánta altura puede elevarse nuestra inteligencia?

Sobre todo, constituyen un campo digno de estudio esas costumbres, esos afectos, esos odios floreciendo sobre frágiles tablas, y esos caracteres puestos ásperamente de relieve por el aislamiento, por la concentración; y esa fisonomía moral de un pueblo acusada allí más vigorosamente que en parte alguna, porque, en aquella vida incesantemente peligrosa, el hombre, menos gastado por las costumbres de una civilización decrépita, reproduce más vivamente el tipo impreso a cada raza por la Naturaleza.

¡Y los marineros!.. ¡Qué estudio para el que los comprende, para el que sabe bucear en la profundidad de sus almas! Es un pueblo poderoso y débil a la vez: tan pronto furioso como un soldado el día de pillaje, tan pronto tímido e ingenuo como un niño, cuando la embarcación se mece perezosamente en la calma; en el mar, resistente a todas las pruebas, el marinero soporta las privaciones con un desdén, con una firmeza estoicas; en tierra, sumergiéndose en todos los excesos, se entrega al placer con un ardor que se puede comparar más que con el vigor de organización desplegado en delirantes orgías: a bordo, durmiendo sobre el puente, corriendo en lo alto de un palo; en tierra, llevando los refinamientos y el lujo de la mesa hasta un grado inaudito, disipando en ocho días el fruto de dos años de ahorros forzosos.

Y en efecto, el marinero, ese pobre hombre, ¿no debe olvidar en un alegre festín, que acaba con su oro, sus largos cuartos de noche1 durante los cuales temblaba bajo la escarcha? ¿y esas horas de tempestad, cuando, balanceándose sobre una verga, contemplaba sonriendo el remolino que amenazaba tragarle? ¿y esos días miserables en que, prisionero en un lugar estrecho y malsano, ha carecido de aire, de agua, de pan, de esperanza y de luz?..

¡Pobre hombre, mañana ya no tendrá más oro! ¡mañana no más vino humeante y generoso, no más muelle cama, no verá ya a la muchacha riente y loca! ¡mañana, no más alegres espectáculos que ensanchaban su franco y jovial rostro, siempre granujiento, enrojecido, radiante!..

¡Se acabó todo!

Mañana, pobre marinero, besarás a tu vieja madre entregándola escrupulosamente una parte sagrada de tus ahorros; porque una hermosa hostelera de ojos brillantes, de cabellos negros, se esforzará en elogiarte aún la calidad superior de su grog, el perfume de su tabaco y sus platos apetitosos…

– Que me trague diez brazas de cable, si toco esta suma; ¡es la parte de mi madre!… – dirás cerrando con rapidez el largo bolsillo de cuero.

¡Ahora vas a embarcarte de nuevo! ¡ahora te esperan una valiente fragata y una disciplina severa!.. – ¡Larga velas! ¡arría velas! ¡Arriba, abajo! ¡Galleta dura, agua corrompida y algún vergazo si no andas listo!..

Y bien, ¡qué importa! él se encamina a su flotante casa cantando, sin una lamentación, sin un suspiro. Durante esos ocho días tan brillantemente coloreados por placeres sin número, ha hecho una provisión de recuerdos para los dos años que pasará en el mar. Durante las largas noches insomnes, se acordará de sus goces uno a uno; se aislará del presente hundiéndose en sus pensamientos; encontrará en el fondo de su alma no sé qué perfume de vino, qué sonrisa de mujer, qué vagos reflejos del tiempo pasado que le harán olvidar la aflictiva realidad.

Tal es ese pueblo, esencialmente bueno, pero uniendo a la altivez de un escocés la ingenua bondad de un bretón; doblando pacientemente la espalda ante un puñetazo, pero dando una puñalada por una mirada, pasando de la extrema alegría al extremo disgusto, pero sin perder nada de la vivacidad de estos dos sentimientos. A bordo, con una alegría dulce y melancólica, con una imaginación ardiente alimentada sin cesar por una vida sedentaria y por relatos cuya grosera poesía no carece de originalidad ni de grandiosidad, ¡ser complejo, múltiple, en fin! viviendo de anomalías y de oposiciones, pero, por encima de todo, impregnando su vida entera de una despreocupada e irónica intrepidez, que no le abandona nunca a pesar de todos los peligros corridos, después de tantos años de una existencia que no es otra cosa que un largo peligro.

Ya lo hemos dicho, Cooper, en sus admirables novelas, ha pintado a ese hombre de una manera tan amplia como pintoresca. Ha excitado vivamente la curiosidad, el interés por costumbres cuyos detalles contrastan rudamente con los de nuestra vida ciudadana. Pero, desgraciadamente, la energía, la finura del original, se debilitan casi siempre en la traducción. En francés, ese estilo queda despojado de su nerviosa concisión. Así, y todo, podemos admirar los grandes rasgos que caracterizan a ese talento verdaderamente nuevo; pero los matices, el color local, la preciosa ingenuidad de los idiomas, escapan a los que no pueden leer en inglés esas páginas maravillosas.

Sin embargo, nosotros creemos que si uno de nuestros talentos de primer orden, que si Víctor Hugo, de Vigny, Janin, Merimée, Nodier, Balzac, P. L. Jacob, Delatouche, etc., quisieran cambiar un año de su vida estudiosa por un año de existencia marítima, e intentasen entonces aplicar su potencia, su riqueza de ejecución a la pintura del mar, tendríamos ciertamente una gloria literaria más. Y, ¿por qué Lamartine no ha de ensayar conducir su musa por el mismo camino donde Byron ha conducido la suya en el segundo canto de Don Juan y en su Corsario? El temor de la imitación no sería racional; Cooper ha pintado americanos; vosotros podríais pintar las costumbres de los franceses, otros sitios, otros lugares, otras costumbres, otros combates…

Todo talento que se basa en la observación exacta de la Naturaleza, ¿no será siempre más sui generis, más personal, original, influyente?.. ¿No son así Corneille y Shakespeare, Goethe y Chateaubriand?

Pero yo me equivoco. Tenemos ya nuestro Cooper: un poeta que conmueve y atrae por la energía de su composición, por la verdad de sus descripciones. En presencia de sus obras el corazón se oprime… ¿Veis esas olas enormes que estallan y se rompen contra ese navío desmantelado… ese cielo sombrío y brumoso, esos rostros de mujeres llorosas, palpitantes, y que contrastan de una manera tan sublime con la actitud tranquila, fría, de un marino que manda siempre a la tempestad, aun en el momento de perecer?

Otras veces, al contrario, vuestra alma se dilata, se ensancha… La atmósfera es pura; ni una nube vela ese ardiente sol que desaparece en el horizonte entre un vapor rojizo. ¡Y después, qué calma! ¡qué dulce alegría anima a esos pescadores al dejar sus redes y sus barcas sobre esa playa resplandeciente a los últimos rayos del sol!

¿Oís los gritos de los niños… los cantos de los marineros? ¿Veis la noble cabeza del abuelo, del viejo marino que se hace llevar a la puerta de su choza para gozar aún del imponente espectáculo que siempre le emociona, aun después de tantos años?

Ese poeta, vosotros le conocéis, estoy seguro. ¿No habéis admirado el Kent, el Colombus, la Puesta del sol en el mar?.. ¿Ese poeta, pues, vuestro Cooper, no es Gudin? ¿Acaso en sus cuadros no hay el mismo colorido, la misma ingenuidad, la misma alteza de concepción que en las páginas del Piloto y del Corsario rojo?

¡Ah! si alguno de los escritores que hemos nombrado oyese nuestra débil voz, tendríamos una doble gloria en este género; poseyendo ya la poesía pintada, gozaríamos además de algunas deliciosas poesías escritas.

En cuanto al autor de este libro, su papel es poco más o menos el de un enano de la edad media, cuya historia quiero contaros.

«Un día, algunas bandas de salteadores y de arqueros galos, habían sitiado la abadía de San Cutberto, en Bretaña. Su jefe, Manostuertas, cabalgaba insolentemente a la vista de las murallas, pero, no obstante, fuera del alcance de los tiros de los hombres de armas de la abadía.

»Viendo esto los monjes desde lo alto de las murallas, invocaban piadosamente la intercesión de San Cutberto, cuando advirtieron, no sin extrañeza, al enano del prior que conducía o más bien arrastraba una ballesta prodigiosamente pesada y maciza.

» – ¡Dios me valga! – exclamó el prior – ; ¡el muy necio se ha atrevido a poner mano sobre la ballesta dedicada a nuestro señor San Cutberto, en la nave de nuestra iglesia!.. sobre la ballesta, ¡gran Dios!, que ese santo hizo caer de las manos de un gigante que la usaba para esperar a los mercaderes lombardos y a los peregrinos que pasaban por tierras de la abadía.

» – Pero – dijo el enano – , ¿olvidáis, señor, que esta ballesta traspasaría la más sólida muralla de Granada a mil pasos de distancia?

»Y diciendo esto había apoyado entre las almenas el poderoso arco que armara el gigante, pero el pobre enano ni siquiera pudo hacer mover el rudo mecanismo que impulsaba el proyectil.

»Y el jefe de los salteadores, el condenado Manostuertas, injuriaba siempre con sus gestos, al prior, a la abadía y a los monjes.

»Mientras que el prior se burlaba del enano porque había osado poner sus débiles manos sobre un arma tan pesada… un caballero, vasallo del primado, y de brazo maravillosamente fuerte, asió la ballesta que el enano había dispuesto sobre la muralla, la cuerda de hierro se tendió, la flecha silbó y alcanzó a Manostuertas a pesar de su armadura.

»Por la noche, los arqueros galos, espantados de la muerte de su jefe, habían dejado libres todas las salidas de la abadía de San Cutberto.

»Y viendo las últimas lanzas de los salteadores brillar al sol poniente y después bien pronto desaparecer en el horizonte, el pobre enano se alababa de su loca e impotente tentativa, porque uno más fuerte que él había valerosa y felizmente realizado su idea.»

El lector ha comprendido el sentido de este apólogo. Nosotros nos consideraríamos muy dichosos, si algún escritor de nombre quisiera marchar por la vía que indicamos en estos ensayos.

Eugenio Sue.

PLICK Y PLOCK 2

KERNOK EL PIRATA

Got callet deusan Armoriq.

Era un hombre duro de la Armórica.

Prov. bretón.

CAPÍTULO PRIMERO
EL DESOLLADOR Y LA BRUJA

 
Los desolladores e hiladores de cáñamo viven
separados del resto de los hombres…
 
 
La presencia de un loco en una casa defiende
a sus habitantes contra los malos espíritus.
 
Conam-Hek, Crónica bretona.

En una noche de noviembre, sombría y fría, el viento del NO. soplaba con violencia, y las altas olas del Océano iban a estrellarse contra los bancos de granito que cubren la costa de Pempoul, mientras que las puntas destrozadas de aquellas rocas tan pronto desaparecían bajo las olas como destacaban su fondo negro sobre una espuma deslumbradora.

Colocada entre dos rocas que la protegían contra los efectos del huracán, se elevaba una cabaña de miserable apariencia; pero lo que hacía verdaderamente horrible su aspecto, eran una multitud de huesos, de cadáveres de caballos y de perros, de pieles ensangrentadas y de otros despojos que anunciaban bien claramente que el propietario de aquel chamizo era desollador.

Se abrió la puerta y apareció en ella una mujer cubierta con una manta negra que la tapaba enteramente y no dejaba ver más que su cara amarilla y arrugada, casi oculta por mechones de pelo blanco. Llevaba una lámpara de hierro en una mano y con la otra trataba de resguardar la llama, que el viento agitaba.

– ¡Pen-Ouët! ¡Pen-Ouët! – gritó con un acento de cólera y de reproche – ; ¿dónde estás, maldito niño? ¡Por San Pablo! ¿no sabes que se acerca la hora en que las cantadoras de la noche3 se disponen a errar por la playa?

No se oyó más que el mugido de la tempestad que parecía redoblar su furor.

– ¡Pen-Ouët! ¡Pen-Ouët! – gritó una vez más.

Pen-Ouët prestó por fin oído.

El idiota estaba inclinado sobre un montón de huesos a los cuales daba las formas más variadas y extravagantes. Volvió la cabeza, se levantó con aire descontento, como el niño que abandona a disgusto sus juegos, y se dirigió a la cabaña, no sin llevarse una hermosa cabeza de caballo, de huesos blancos y pulidos, que él apreciaba mucho, sobre todo desde que había introducido en su interior unos guijarros que resonaban de la manera más agradable, cuando Pen-Ouët sacudía aquel instrumento de nuevo género.

– ¡Entra, pues, maldito! – exclamó su madre, empujándole con tanta violencia que su cabeza fue a dar contra la pared, y la sangre salió.

Entonces el idiota se echó a reír a carcajadas, con una risa estúpida y convulsiva, enjugó su herida con sus largos cabellos, y fue a dejarse caer bajo la campana de una vasta chimenea.

– ¡Ivona, Ivona, cuida de tu alma, en lugar de derramar la sangre de tu hijo! – dijo el desollador que estaba arrodillado y parecía absorto en una profunda meditación – . ¿No oyes, pues?..

– Oigo el ruido de las olas que golpean esa roca, y el silbido del viento.

– Di mejor la voz de los muertos. ¡Por San Juan del dedo! hoy es el día de los difuntos, mujer, y los náufragos que nosotros… – aquí una pausa – , podrían muy bien venir a arrastrar a nuestra puerta el carriquet-ancou4, con sus vestidos blancos y sus lágrimas sangrientas – respondió el desollador en voz baja y trémula.

– ¡Bah! ¿qué podemos temer? Pen-Ouët es idiota; ¿no sabes tú que los malos espíritus no entran nunca bajo el techo que cubre a un loco? Jan y su fuego que dan vueltas con tanta rapidez como la devanadera de una vieja, Jan y su fuego huirían a la voz de Pen-Ouët como una alondra ante el cazador. ¿Qué temes, pues?

– Entonces, ¿por qué desde el último naufragio, ya sabes, aquel lugre que se estrelló contra la costa, atraído por nuestras señales engañadoras… por qué tengo una fiebre ardiente y pesadillas espantosas? En vano he bebido tres veces, a media noche, el agua de la fuente de Krinoëck; en vano me he frotado con la grasa de una gaviota sacrificada en viernes; nada, nada, me ha calmado. Por la noche tengo miedo. ¡Ah! mujer, mujer, tú lo has querido.

– Siempre cobarde. ¿Es que no hay que vivir? ¿tu estado no te hace horroroso a todo, Saint-Pol? y sin mis predicciones, ¿a qué nos veríamos reducidos? La entrada en la iglesia nos está prohibida; los panaderos casi no quieren vendernos pan. Pen-Ouët no va una vez a la población que no vuelva molido a golpes, el pobre idiota. Y si se atreviesen nos darían caza como a una bandada de lobos de las montañas de Arrés, y porque nosotros aprovechamos lo que Teus5 nos envía, tú te arrodillas como un sacristán de Plougasnou y estás tan pálido como una muchacha que saliendo de la velada encontrase a Teus Arpouliek con sus tres cabezas y su ojo de fuego.

– Mujer…

– Eres más cobarde que un hombre de Cornouailles – dijo finalmente Ivona exasperada.

Y como el más sangriento ultraje que se pueda hacer a un leonés es compararle con un habitante de Cornouailles, el desollador agarró a su mujer por el cuello.

– Sí – repitió con voz ronca y ahogada – , ¡más cobarde que un hijo de la llanura!

La rabia del desollador no conoció límites, y se apoderó de su hacha, pero Ivona se armó de un cuchillo.

El idiota reía a carcajadas, agitando su cabeza de caballo llena de guijarros que producían un ruido sordo y extraño.

Afortunadamente, llamaron a la puerta de la cabaña, cuando estaba a punto de ocurrir una desgracia.

– ¡Abrid, voto a…! ¡abrid de una vez! El NO. sopla con una fuerza como para descornar a un buey – dijo una voz ruda.

El desollador dejó caer su hacha, e Ivona se arregló la cabeza lanzando sobre su marido una mirada en la que aun brillaba la cólera.

– ¿Quién puede venir a esta hora a importunarnos? – dijo el hombre; después se subió hasta una estrecha ventana, y miró.

II
KERNOK

Got callet deusan Armoriq.

Era un hombre duro de la Armórica.

Prov. bretón.

Era él, era Kernok el que llamaba a la puerta. He aquí un bravo y digno compañero. Juzgad, si no.

Había nacido en Plougasnou; a los quince años se escapó de casa de su padre y se embarcó en un barco negrero, comenzando allí su educación marítima. No había a bordo grumete más ágil ni marinero más intrépido, ni nadie tenía la mirada más penetrante para descubrir a lo lejos la tierra velada por la bruma. Nadie apretaba con más gracia y presteza una gavia. ¡Y qué corazón! Un oficial se descuidaba su bolsa, y el joven Kernok la recogía cuidadosamente, pero sus camaradas tenían parte en el contenido; si robaba ron al capitán, lo partía también escrupulosamente con sus amigos.

¡Y qué alma! ¡Cuántas veces, cuándo los negros que eran transportados del África a las Antillas, entumecidos por el frío húmedo y penetrante de la cala, no podían arrastrarse hasta el puente para aspirar el aire durante el cuarto de hora que a este efecto se les concedía, cuántas veces, digo, el joven Kernok les hacía recobrar el movimiento y la transpiración de la piel a fuerza de golpes! Y el señor Durand, artillero-carpintero-cirujano del brick, hacía notar juiciosamente que ninguno de los negros sometidos a la vigilancia de Kernok padecía de aquella somnolencia y de aquella pesadez peculiar a los demás negros. Al contrario, los suyos, a la vista del amenazador cabo de cuerda, estaban siempre en un estado de irritabilidad nerviosa, como decía el señor Durand, de irritabilidad nerviosa muy saludable.

De este modo, Kernok obtuvo bien pronto la estimación y la confianza del capitán negrero, capaz, afortunadamente, de apreciar sus raras cualidades. El buen capitán se aficionó tanto al joven marinero, que le dio algunas lecciones de teoría, y un día le nombró segundo de a bordo. Kernok se mostró digno de este ascenso por su valor y su habilidad; descubrió, sobre todo, una manera de encajonar a los negros en el sollado tan ventajosamente, que el brick, que hasta entonces no había podido llevar más que doscientos, pudo contener trescientos, a la verdad, apretándolos un poco – rogándoles que se pusieran de lado en lugar de tenderse panza arriba como bajás – , así decía Kernok.

Desde aquel día el negrero predijo a su protegido el más alto destino. ¡Dios sabe si se cumplió esta predicción!

Al cabo de algunos años, una tarde que singlaba hacia la costa de África, el digno capitán de Kernok, que había bebido un poco más que de costumbre, estaba del más jovial humor. A horcajadas sobre una ventana, fumando su larga pipa, se divertía en seguir con la vista la dirección de los espesos torbellinos de humo que lanzaba gravemente o en mirar fijamente la rápida estela del navío, apresurando con sus deseos el momento en que volvería a ver Francia.

Después pensaba con emoción en las bellas campiñas de Normandía, donde había nacido; creía ver aún la choza dorada por los últimos rayos del sol, el arroyuelo límpido y fresco, el viejo manzano, y su madre, y su mujer, y sus hijitos que esperaban su regreso, suspirando junto a los hermosos pájaros dorados y a las telas de vivos colores que él no dejaba de llevarles nunca como recuerdo de sus lejanas correrías. El creía ver todo esto, ¡pobre hombre! Su pipa, que el tiempo había vuelto negra como el ala de un halcón, había caído de su boca entreabierta, sin que él se diera cuenta; sus ojos se llenaban de lágrimas, su corazón latía con violencia. Poco a poco los esfuerzos de su imaginación encaminada hacia un mismo objeto, quizá también por la influencia del aguardiente, dieron a esta visión fantástica una apariencia de realidad; y el buen capitán, creyendo, en su embriaguez, que el mar era aquella riente pradera tan deseada, tuvo la loca idea de querer ir hacia ella. Y en efecto, poniéndose en pie avanzó hacia el líquido elemento.

Otros dicen que una mano invisible le empujó y que la estela plateada del buque se enrojeció un momento.

Lo cierto es que se ahogó.

Como el brick se encontraba cerca de las islas de Cabo Verde, el oleaje era fuerte y la brisa fresca, el timonel no oyó nada; pero Kernok, que había ido a dar cuenta de la ruta al capitán, debió ser el primero en advertir el accidente, al cual no era quizás ajeno.

Kernok tenía una de esas almas fuertemente templadas, inaccesibles a las mezquinas consideraciones que los hombres débiles llaman reconocimiento o piedad. No es extraño, pues, que cuando apareció en el puente no se notara en él la menor emoción.

– El capitán se ha ahogado – dijo con calma al contramaestre – ; es una lástima, porque era un valiente.

Aquí Kernok añadió un epíteto que nosotros nos abstenemos de repetir, pero que terminó de una manera pintoresca la oración fúnebre del difunto.

– ¡Oh! ¡Kernok era lacónico!

Después, dirigiéndose al piloto, añadió:

– El mando del buque me pertenece, como segundo de a bordo; de modo que vas a cambiar de ruta. En lugar de gobernar al SE. te dirigirás al NE. porque vamos a virar en redondo y a dirigirnos a Nantes o a Saint-Malo.

El hecho es que Kernok había tratado de desviar al capitán difunto del tráfico de los negros, no por filantropía, ¡no!, sino por un motivo bastante más poderoso a los ojos de un hombre razonable.

– Capitán – le decía continuamente – , usted hace adelantos que le producen todo lo más un trescientos por ciento; yo en su lugar ganaría lo mismo, o más, sin desembolsar un céntimo. Su brick marcha como una dorada; ármelo en corso, yo respondo de la tripulación; déjeme hacer, y a cada presa oirá usted la canción del corsario.

Pero la elocuencia de Kernok no había quebrantado jamás la voluntad del capitán, porque él sabía perfectamente que los que abrazan tan noble profesión acaban tarde o temprano por balancearse al extremo de una verga; y el inexorable capitán había caído al mar por accidente.

Apenas Kernok se vio dueño del buque, retornó a Nantes para reclutar una tripulación conveniente, armar su nave y poner en práctica su proyecto favorito.

Y para que digáis que no hay una Providencia, apenas llegado a Francia se entera de que los ingleses nos han declarado la guerra, obtiene la autorización competente, sale, da caza a un buque mercante y entra con su presa en Saint-Pol de León.

¿Qué más diré? La suerte favoreció siempre a Kernok, porque el Cielo es justo: hizo numerosas presas a los ingleses. El dinero que obtenía se liquidaba rápidamente en las tabernas de Saint-Pol; y es en el momento de disponerse a embarcarse de nuevo para fabricar moneda, como él decía en su ingenuo lenguaje, cuando le vemos llamar a la puerta de la respetable familia del desollador.

– Pero, ¡voto al diablo!, abrid de una vez – repitió sacudiendo vigorosamente la puerta – . ¿O es que queréis quedaros agazapados como las gaviotas en el hueco de una roca?

Por fin abrieron.

1.Guardias.
2.Traducida esta obra con toda fidelidad, esperamos que el buen sentido del lector subsanará las lamentables inexactitudes en que el autor incurre a cada paso al pretender pintar las costumbres españolas sin conocerlas, sin duda, y sabrá juzgar sus gratuitas apreciaciones, así como el injustificado menosprecio del carácter español, que campea en las páginas del libro. Por tratarse de una figura literaria de la talla de Sue son más de sentir tales ligerezas, capaces de desprestigiar al escritor de más fuste y que son imperdonables en el autor del Judío. – N. del T.
3.Espíritus malignos. (Trad. pop.)
4.El carretón de la muerte; es arrastrado por esqueletos, y el ruido de sus ruedas indica el fallecimiento.
5.Espíritu maligno que preside las tempestades.
Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
27 eylül 2017
Hacim:
210 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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