Kitabı oku: «Por una Constitución Ecológica», sayfa 3
5. Una Constitución Ecológica
Cuando hablo de una Constitución Ecológica, me refiero a una que ponga a la protección del medio ambiente en el centro de las preocupaciones de la sociedad, tendiendo a una armonización entre las actividades sociales y la naturaleza.
Esto no quiere decir, por supuesto, que la Constitución completa se refiera solamente a la protección del medio ambiente. Lo que quiere decir, en cambio, es que podamos reconocer en el texto y la práctica constitucional la existencia de esta preocupación, de esta centralidad y de un conjunto de normas que se dedican al asunto en las diversas partes de una nueva Constitución, constituyendo un cuerpo con una lógica común.
Debemos aspirar a que en una nueva Constitución quede claro que la continuidad de la comunidad que habita Chile depende de tener un medio ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Es una idea a la que le ha costado ganarse un espacio suficiente, pero que crecientemente es parte de nuestro sentir cotidiano.
Los movimientos sociales de todo el mundo han repetido esta idea hasta el cansancio y su presión hacia las autoridades para que lo reconozcan ha ido en aumento. Un punto importante fue la notable arremetida de la joven activista sueca Greta Thunberg y la aparición de organizaciones globales como Fridays for Future y Extinction Rebellion. Mientras, aunque con lentitud y tibieza, los gobiernos han avanzado con pasos como el Acuerdo de París, en 2015, y los eventos posteriores como el compromiso de carbono neutralidad de China para el 2060 y de la Unión Europea para el 2050. Con la llegada de Joe Biden a la presidencia de EE.UU. es esperable que también dicha potencia avance en esta línea y, de hecho, entre sus primeros actos como Presidente suscribió nuevamente el Acuerdo de París y comprometió una disminución del 50% de los gases de efecto invernadero emitidos por EE.UU. para el año 2030.
En América Latina, además de los compromisos relativos al cambio climático, un punto de gran potencia civilizatoria ha sido la celebración del Acuerdo de Escazú, que mejora las condiciones de la democracia en materia ambiental, aumentando los estándares en acceso a la información, acceso a la justicia y participación en materia ambiental, además de reconocer el rol fundamental que juegan las y los defensores ambientales. Se reconoce así el valor de la comunidad en la toma de decisiones sobre el medio ambiente, democratizándolas.
El fenómeno de crecimiento del movimiento es también una realidad en Chile. Solo durante 2019 hubo decenas de marchas por el clima, en las que jóvenes y familias de todas las regiones del país se manifestaron para exigir políticas climáticas acordes a la gravedad del asunto. Aunque los resultados no han sido de la profundidad esperada, consiguieron que el gobierno de Sebastián Piñera comprometiera la carbono neutralidad para el 2050, además de un plan de cierre de las termoeléctricas a carbón para el 2040 y una serie de medidas que son parte de la Contribución Determinada a Nivel Nacional10, la que a su vez constituye un avance considerable en relación con la contribución anteriormente presentada a la comunidad internacional. Y si bien la cuestión climática es una de las claves para mantener condiciones de vida adecuadas en el país, hay muchas otras condiciones ambientales con características netamente locales, que deben ser abordadas para una adecuada protección ambiental. La más urgente en nuestro caso es la relacionada con la protección del agua, como veremos más adelante.
Pero la aspiración a una Constitución Ecológica no se agota en reconocer nuestra dependencia de las condiciones ambientales, sino que requiere también reconocer un valor a la naturaleza en sí misma, que está más allá del uso que podamos darle como humanos. Un valor por la vida que no se agota en la vida humana, sino que se extiende a otras vidas y sobre todo a las condiciones de posibilidad de todas las vidas, como es un medio ambiente sano y equilibrado.
A veces parece que esta idea es más difícil de consensuar, porque, a pesar de que ese reconocimiento puede tener formas muy diferentes, la tendencia de las instituciones hasta ahora no ha sido la de reconocer ese valor de manera explícita. Pero, sin embargo, es algo que tenemos con nosotros y no solo por la fascinación individual que cualquier persona puede sentir por la belleza, inmensidad y complejidad de la naturaleza.
Existen instituciones que se han basado en este valor intrínseco desde hace mucho tiempo, a pesar de que muchas veces no sea evidente ni siquiera para quienes definen esas instituciones. Es el caso de muchos acuerdos internacionales para la protección de diferentes especies, como las aves, las ballenas y luego todas las que se encuentren en ciertas condiciones de riesgo. Es el caso también de acuerdos como la Convención de Washington, para la protección del paisaje y la belleza escénica en América, tratado al que le debemos la existencia de Parques Nacionales, entre otras áreas protegidas. Últimamente, además, algunos países han reconocido derechos a la naturaleza, ya sea en constituciones, leyes o fallos judiciales.
Pero incluso instituciones religiosas han reconocido este valor, siendo especialmente importante para nuestra cultura occidental judeocristiana lo que el papa Francisco I expresa al respecto en la Encíclica Laudato Si’, de 2015. Entre otras cosas enuncia:
Pero no basta pensar en las distintas especies solo como eventuales “recursos” explotables, olvidando que tienen un valor en sí mismas. Cada año desaparecen miles de especies vegetales y animales que ya no podremos conocer, que nuestros hijos ya no podrán ver, perdidas para siempre. La inmensa mayoría se extingue por razones que tienen que ver con alguna acción humana. Por nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje. No tenemos derecho.11
Hacer posible que nuestra sociedad se respete a sí misma en el largo plazo y también respete las demás vidas requiere de modificaciones sustantivas en nuestro modo de vida. Una Constitución Ecológica debería al menos aumentar las probabilidades de que ello ocurra, incorporando instituciones específicas para eso, como sería el reconocimiento de derechos de la naturaleza o la consagración del principio de justicia intergeneracional, entre otras.
A lo largo de los capítulos que vienen detallaré las distintas normas que podrían ser parte de esta Constitución Ecológica, explicando en parte las razones para considerarlas como un elemento importante dentro de la nueva Constitución, y también las maneras en que cada una de esas normas podría operar, mirando las consecuencias que podrían tener.
Hay que considerar, de todas formas, que se requerirá que cada una de las normas sea operativa para el subsistema de la Constitución Ecológica y para el sistema jurídico nacional, por lo que muchas de las propuestas que acá se detallan tienen que ser adecuadas sobre la marcha de la deliberación constitucional. Por lo mismo, no se sugiere un articulado en especial, sino que el contenido fundamental de las diferentes instituciones.
Lo más importante es no perder de vista que la Constitución Ecológica, siendo parte del sistema jurídico, será aquella parte que permita a este sistema comunicarse con la naturaleza y con el gran sistema que ella constituye. Por lo mismo, debe capturar en parte lógicas ecosistémicas y sociales, junto con las propias del Derecho.
III. Un Estado al servicio del medio ambiente
6. El territorio como elemento del Estado
Tradicionalmente, se define que los elementos del Estado son la soberanía, la población y el territorio. Entender qué es un Estado no ha sido una cuestión ni sencilla ni pacífica a lo largo de la historia y, por supuesto, la conceptualización de esta noción ha variado en el tiempo. Más aún respecto de los elementos que integran el Estado. Así, por ejemplo, la soberanía que alguna vez fue reconocida a los reyes por mandato divino, hoy se la reconocemos al pueblo por mandato de la razón. La población también se ha modificado de algunas formas: primero, porque se ha ido reconociendo derechos a más personas dentro de los Estados, aboliéndose la esclavitud y logrando paulatinamente las mujeres su emancipación, y, segundo, porque la globalización ha llevado a cambios poblacionales importantes en los Estados, desafiando ciertos conceptos de ciudadanía, que se superponen con los de población.
En lo que respecta al territorio, el concepto sigue estando anclado en una visión principalmente militar y limítrofe. El territorio es visto, a este respecto, como un espacio geográfico en el que los Estados ejercen soberanía, pero no se ha integrado en ello los elementos naturales y humanos que se encuentran dentro de dicho espacio, y que son los que en realidad posibilitan la vida y continuidad de las comunidades jurídico-políticas que constituyen los Estados.
El territorio, como lo entendemos hoy, y gracias al aporte principalmente de los geógrafos, es también un intrincado sistema de elementos y conexiones, de relaciones entre la naturaleza y la sociedad. Es sobre estos sistemas que se construyen los Estados, sobre todo si entendemos el Estado como una entidad que las personas creamos para servirnos de manera individual y colectiva; una reunión de poder que realizamos con la idea de que ese poder colectivo nos permita sortear conjuntamente las dificultades de la vida, aumente nuestras posibilidades de bienestar, nos permita la creación conjunta, resguarde nuestra seguridad y se preocupe de la existencia de un orden y de paz.
Ninguno de los fines que se expresan anteriormente son posibles sin la existencia de un medio ambiente funcionando adecuadamente. Nuestro bienestar, seguridad, orden y paz dependen del medio ambiente, tanto como nuestras propias vidas. Es fácil entender que no podemos vivir sin un medio ambiente funcional, pero a veces no lo es comprender lo que eso significa y sus consecuencias en nuestro sistema de vida. Esto, porque tampoco es tan sencillo ver los matices que se producen en diversos puntos de degradación del medio ambiente. Los procesos naturales que hemos alterado son las base de nuestra alimentación, de nuestra salud y también del orden social, que se ve fuertemente alterado cuando las condiciones ambientales en las que viven las sociedades se ven, a su vez, alteradas.
Jared Diamond, en su libro “Colapso”, revisa la caída de antiguas sociedades para mostrar cómo es que las principales causas por las que estas desaparecieron están asociadas a la degradación del medio ambiente que habitaban. Bastante documentado está el hecho de que la deforestación, la destrucción de hábitat, los problemas de suelo, de gestión de agua, la excesiva caza y pesca, la introducción de especies y el crecimiento de la población fueron las causas del colapso de esas sociedades. Todos estos procesos de degradación ambiental fueron acompañados además de eventos que imposibilitaron la paz social, precisamente porque, sin el adecuado devenir de las funciones que sostienen la vida, las estructuras sociales también comienzan a fallar, y ya no solo nos enfrentamos al riesgo de la muerte por falta de alimentos o agua, sino que también al riesgo de la muerte en manos de otro.12
El propio Diamond reconoce que realiza este ejercicio buscando recomendaciones para la situación actual, y encuentra, finalmente, dos que él cree cruciales: el pensamiento de largo plazo y la revisión de nuestros valores fundamentales. Esto último es precisamente lo que estamos haciendo con el cambio constitucional, y sobre todo al reformular nuestra concepción del elemento territorio, lo que es parte de lo que debemos imprimir en una nueva Constitución Ecológica.
El reconocimiento del territorio de una forma en que se incluya en él a los ecosistemas, las culturas y las variables sociales implica entender que los valores e instituciones que se relacionan con la protección del territorio no tienen una función que es solamente relativa a la protección de las fronteras, sino que también a la conservación de la naturaleza y las personas.
Así, por ejemplo, las relaciones internacionales no pueden estar basadas solamente en mejorar condiciones comerciales de corto plazo a cambio de mantener condiciones que favorecen a un tipo de industria extractiva, que daña considerablemente a las culturas locales y los ecosistemas. Igualmente, las relaciones internacionales debieran tener en alta consideración el que muchas veces el territorio en términos políticos no coincide con los territorios en términos ecosistémicos y culturales, cuestión que demanda cierto tratamiento especial a, por ejemplo, el intercambio que se produce entre los pueblos altoandinos que se encuentran en diferentes países.
De la misma manera, las fuerzas armadas tienen un rol en la protección del patrimonio ambiental, que pueden ejercer desde la investigación y la protección de zonas extremas y de frontera, pero que también deberían ejercer desde la reacción frente a eventos climáticos extremos, un área donde Chile no tiene un cuerpo efectivamente preparado ni suficientemente organizado ni financiado. Es decir, mientras por la práctica se ha venido solicitando el apoyo a las fuerzas armadas cada vez que existe un estado de catástrofe o emergencia provocado por eventos climáticos extremos, parecería más razonable establecer un cuerpo permanente para ello, cuyo entrenamiento no esté enfocado en la guerra, sino que en el rescate y la contención de estos fenómenos, y que para ello tenga una pequeña parte del presupuesto y equipamiento del que disponen las fuerzas armadas.
La comprensión del territorio como una realidad que abarca a los ecosistemas, los sistemas sociales y las personas necesita de una mirada con la que esa integración supere la perspectiva de recursos naturales que tan solo ve en el medio ambiente una colección de elementos que pueden ser extraídos para, supuestamente, generar riqueza.
Cómo esa visión va erosionando las bases mismas de la existencia en conjunto es graficado por el poeta popular Ismael Sánchez Duarte, en estos versos de su poema “Oda a la patria”:13
Patria, que tanto te nombran
por ti yo siento respeto
pero me dejan perplejo
si los mismos te hacen sombra;
es acaso una maniobra
para seguir disfrutando
no ven que te están robando
lo que tienes de valor
y nos deja en estupor
qué pobre te vas quedando
Hay una muestra patente del contrasentido de quienes a la vez dicen tener una inclinación por la defensa de la patria y, sin embargo, también defienden las actividades que van empobreciéndola, como son la destrucción de los ecosistemas. El robo de lo que la patria tiene de valor hace referencia a cómo los bienes naturales, convertidos en recursos, son extraídos sin contemplación ante el empobrecimiento del territorio.
En los versos siguientes, Sánchez Duarte lo hace aún más evidente al poner de ejemplo al agua: “Patria que no te han dejado/libre aprovechar tus aguas/que bajan de las montañas/te las han acaparado”.
Un concepto integrado de territorio permitiría mirar con mayor claridad lo que significan las alteraciones en el mismo y valorarlas no solo a la luz del aumento de la riqueza inmediata, sino que también del empobrecimiento de mediano y largo plazo, que va incluso más allá de lo material.
7. La protección del medio ambiente como principio fundamental
Es una práctica constitucional establecer, en los primeros capítulos, cuáles son los principios fundamentales que ellas, los Estados que crean y las sociedades que regulan, perseguirán. En la Constitución de 1980, por ejemplo, se estableció que el Estado está el servicio de la persona humana, que la familia es el núcleo fundamental de la sociedad, que el bien común es el de todos y de cada uno, y otra serie de cuestiones fundamentales. Todas ellas, por valiosas que parezcan, son fruto de la voluntad de quienes redactaron ese documento y no de una deliberación democrática.
Obviamente la familia es importante, pero ¿es el núcleo esencial de la sociedad? Podría ser la persona el núcleo, o no tener núcleo y considerar que la sociedad es una asociación de personas mucho mayor que cualquier otra, en la que las familias son parte de la manera en que las personas se organizan. O quizás, el Estado no debe estar al servicio de la persona, puede que creamos lo contrario: la persona está al servicio del Estado; o puede que creamos que el Estado está al servicio del bien común, pero no de la persona individualmente considerada. Por último, podríamos considerar que tanto la familia como las personas son parte de la naturaleza y que el Estado está en realidad al servicio de la protección de ella, en tanto base de la vida en sus múltiples formas. Lo que quiero decir, en síntesis, es que esta parte de la Constitución es una que hemos discutido muy poco, y respecto de lo cual un aparente sentido común esconde muchas cosas.
Lo que debiéramos contestar en esta parte de la Constitución es cuáles son las razones por las que la redactamos, cuáles son las razones por las que nos organizamos y cuál el sentido que le damos al Estado. Por supuesto, nos organizamos para lograr el interés general, el bien común. Para superar todas las barreras que la vida nos pone individualmente, pero que de forma colectiva podemos superar. Para protegernos de la muerte y la violencia. Para aumentar nuestro bienestar y disminuir nuestro sufrimiento.
Si todo lo anterior es correcto, entonces parecería que la incorporación de la protección del medio ambiente como una de las cuestiones esenciales de un Estado se hace imprescindible. Necesitamos un medio ambiente funcional para vivir, pero además reconocer que es la fuente de la mayor parte de nuestro bienestar, que es el que nos permite vivir de manera armónica y que su protección es una cuestión imposible de lograr de manera meramente individual. Es claro que cada persona puede propender hacia esto y preferir productos menos contaminantes, usar menos agua, plantar árboles nativos, proteger un pedazo de tierra, donar a organizaciones ambientalistas, participar de ellas, y otra serie de actividades muy loables. Pero la suma de todos esos esfuerzos siempre será insuficiente cuando las estructuras sociales no sean las que se destinan a la protección ambiental. Esto no quiere decir que no haya que hacer esfuerzos individuales, ya sea por cumplimiento de un deber ético o por sumar un esfuerzo, pero sí quiere decir que, además de ellos, se requiere una modificación de las estructuras sociales, como el ordenamiento jurídico y la estructura económica. En el mejor de los casos, los cambios individuales empujarán al cambio social en un círculo virtuoso.
Un Estado al servicio de la protección del medio ambiente pondría como eje de acción del mismo esta obligación, y, por lo tanto, se movería a tomar las decisiones que fueran más convenientes desde ese punto de vista. Un Estado al servicio de la protección del medio ambiente se pone en la obligación de considerar esta variable como una esencial al tomar decisiones, se pone en la obligación de pensar en acciones positivas y específicas para lograr esa protección. Se hace funcional, de manera completa, a la mantención de un medio ambiente adecuado, sano y ecológicamente equilibrado, para las generaciones actuales y futuras.
Esta discusión ni siquiera existió en momentos anteriores, pues la urgencia por la protección ambiental no estaba tan presente. No se vislumbraba siquiera la necesidad de que nos organizáramos especialmente en protección de nuestro entorno. Se daba por sentado que la poderosa naturaleza que nos rodeaba mantendría los atributos esenciales que permiten nuestra vida y la de otros seres, independientemente de lo que nosotros hiciéramos. Hoy sabemos que no es así, y que organizarse para evitarnos el sufrimiento que la degradación ambiental implica –parecería– un mínimo razonable de organización social.
Sin embargo, hemos visto cómo la discusión se ha venido instalando en la esfera pública en los últimos años. Recordemos, por ejemplo, lo sucedido en 2017, cuando el Estado tuvo la intención de comenzar un proceso constituyente que de alguna forma se anticipaba al estallido social que se produciría luego. Ese proceso falló por un sinnúmero de razones, pero nos dejó cosas muy interesantes que analizar y discutir. Nos dejó, en efecto, una deliberación de más de 200 mil personas en Chile, sobre el país que queremos tener. Nunca antes se había generado una participación deliberativa de esa naturaleza, en ninguna parte, ni menos en Chile. A pesar del fallido proceso, hoy tenemos una buena base para conversar sobre lo que queremos.
Lo que nos interesa relevar ahora es que ese proceso arrojó una preocupación por el medio ambiente que los poderes constituidos no habían notado antes y que no se refleja en la regulación existente. En efecto, uno de los temas en que el medio ambiente apareció con fuerza fue en la definición de valores y principios para una nueva Constitución. La pregunta que se realizó en el proceso participativo fue: “¿Cuáles son los valores y principios más importantes que deben inspirar y dar sustento a la Constitución?”, siendo una de las 37 opciones de respuesta la siguiente: “El respeto y conservación de la naturaleza y medio ambiente”. Esta opción fue la cuarta más votada en las consultas individuales, la tercera en los encuentros locales autoconvocados y la quinta en los cabildos regionales, dando cuenta del amplio consenso en torno a la protección del medio ambiente como valor fundamental de la sociedad chilena. Además, de la lectura de las razones que se dan para poner al medio ambiente como un principio fundamental, resaltan cuestiones evidentes: el medio ambiente es el sustento de la vida, la base de nuestro posible desarrollo y algo que hay que cuidar para las generaciones futuras.14 y 15
¿Qué significaría poner la protección del medio ambiente como principio de una nueva Constitución? Además de ser una potente señal sobre lo que la sociedad chilena pretende para su futuro, esta incorporación significaría, de partida, que la administración del Estado tendría que incorporarlo dentro de sus lógicas como una cuestión esencial, el Congreso tendría que observar ese principio al hacer leyes y, del mismo modo, los jueces deberían seguir dicho principio al juzgar cuestiones relacionadas. También que los privados deberían observar este principio, especialmente aquellos que se desenvuelven en áreas reguladas (como energía, sanitaria y obras públicas) o se relacionan con bienes comunes. En el fondo, es una manera de acotar el poder de decisión que tienen las personas que se encuentran dotadas de ese poder, y también de guiar esa decisión hacia ciertos fines que, en este caso, son los de protección ambiental. Y, asimismo, las decisiones que se opongan abiertamente a este principio podrían ser anuladas por los organismos correspondientes. No sabemos cuáles serán en el futuro, pero hoy significaría que la Contraloría, el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema, según sea el caso, podrían anular decisiones de autoridades políticas que se opongan al principio de protección del medio ambiente.
El contenido específico del principio es una cuestión que seguramente suscitará un interesante debate que debe darse. El punto de partida podría estar en que la protección del medio ambiente importa la mantención de los atributos básicos, la funcionalidad y la perdurabilidad natural de los ecosistemas. De alguna manera, esto equivaldría a establecer una regla general contra el ecocidio, pero es notablemente diferente la prohibición que se puede producir en relación con las personas naturales y jurídicas que respecto de un mandato de optimización para el Estado. Establecer un principio es lo segundo, y sin dudas tiene un poder normativo mayor que lo primero, sin perjuicio de que la creación de delitos ambientales como el ecocidio debieran estar también en la agenda legislativa de corto plazo.
Hay una paradoja en todo esto. Las decisiones públicas actuales parecen tomarse, desde el discurso público, con un enfoque principal en el crecimiento económico y la eficiencia, como mandatos muy visibles pero inexistentes en la Constitución o alguna otra norma. Esto se debe, en parte, a una extendida visión ideológica que vincula e iguala el crecimiento económico con todas las variables del bienestar humano, y que, por lo tanto, pretende que mediante la obtención de mayor crecimiento económico es posible servir a todos los demás propósitos particulares y del Estado.
En lo normativo, sin embargo, esto no es tan así. Lo que en las decisiones sobre el enfoque de la política pública es expresado con objetivos de crecimiento se encuentra muchas veces jurídicamente justificado de otra manera. Sin perjuicio de que el crecimiento económico sea una variable posible de tener presente para la administración del Estado al momento de decidir, ello no podría sobrepasar derechos fundamentales, valores y principios de la Constitución.
Supongamos, por ejemplo, que quisiera reinstaurarse el trabajo infantil, habida consideración de que ello generaría un atractivo a la inversión y permitiría mayor crecimiento. Partiendo de bases esenciales del Estado, como la supremacía de la persona y el valor de la familia, y pasando por derechos como la libertad y la integridad física y psíquica, se podría argumentar de manera relativamente evidente que ello no es posible en el Chile de hoy. La dignidad que les reconocemos a estas personas menores de edad está por sobre un posible crecimiento económico.
¿Qué pasa con la destrucción de un río para explotar la tierra mediante la plantación de árboles frutales? No es tan sencillo hacer una argumentación sobre cómo, normativamente, esto puede ser permisible en el país que habitamos. Sin embargo, es lo que en realidad pasa y con ello la dignidad mínima de una serie de personas también se ve afectada. La destrucción del río en sí mismo pareciera ser una preocupación de segundo o tercer orden, respecto de lo cual el Estado sencillamente se omite de la realidad, para considerar cuestiones desconectadas que sí le parecen justificables: las frutas son importantes, la agricultura da trabajo, el agua puede ser usada por su dueño.
Son este tipo de realidades las que un principio como el de la protección del medio ambiente debería ayudar a evitar. Con un Estado especialmente concebido para la mantención de los ecosistemas, las herramientas para, al menos, poder ver esta realidad y tomar cartas en el asunto tendrían un sustento normativo esencial y deberían ser entregadas por la ley por mandato constitucional.
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