Kitabı oku: «Cuál es tu nombre», sayfa 2
Antes de ser nombrado juez del Tribunal Supremo, tuvo que lidiar día sí, día también, con toda clase de individuos que tenían por norma saltarse las leyes sin importarles nada ni nadie. Él siempre había creído que los padres de esa escoria de mal vivir no habían estado lo suficientemente implicados en la educación de sus hijos y las consecuencias de esa dejadez les habían llevado a saltarse la legalidad a la torera. Esa teoría saltó en mil pedazos, como si de la luna delantera de un coche al estrellarse de frente se tratase. Todo lo que había aprendido, todo lo que había vivido, le llevaba hacia un callejón sin salida. Poco a poco tuvo que resignarse a ver como su hijo decidía tomar un camino imposible de comprender para un hombre cuyos principios estaban cimentados en la legalidad. La anarquía y la desobediencia civil ni las podía asumir ni tolerar.
No sabía mucho de su vida, y mucho menos desde que lo había desterrado a la casa de invitados. Durante esos seis años no había intentado tan siquiera acabar la carrera y sus continuas salidas eran observadas por su progenitor como una reiterada humillación imposible de soportar. Solamente el nocturno susurro conciliador de María Luisa era capaz de mitigar los deseos de echar a aquel sujeto, ahora desconocido para él, que un día fue su precioso y apreciado hijo.
María Luisa era también la culpable de que a Fabián nunca le faltase la asignación de mil quinientos euros que recibía desde que se trasladó a la casa de invitados. Ese dinero se suponía que debía servir para pagarse la comida y los gastos de la vivienda prestada, pero Roberto sospechaba que su mujer le ayudaba en esos menesteres, por lo que, seguramente, dedicaba la totalidad del dinero a sus juergas y caprichos.
Roberto no era un ingenuo y sabía que la vida nocturna en Madrid no se podía costear con la ridícula cantidad que él le tenía asignada, por lo que intuía que el capital necesario para llevar a cabo sus desenfrenos tenía que provenir de otras fuentes.
Parecía que hubiesen llegado a un pacto de silencio. El resignado juez no intentaba indagar sobre la procedencia del dinero a cambio de que Fabián no interfiriera negativamente en la vida de la familia.
Como todo contrato de conveniencia que no está por escrito y debidamente firmado por ambas partes, este tampoco parecía que se estuviese cumpliendo en sus más elementales términos, y últimamente los desprecios hacia la familia y hacia la convivencia vecinal se multiplicaban exponencialmente.
—¿Te habrás duchado en el club?
—Por supuesto, papá —contesta Daniel sin mirarle mientras se sienta a la mesa junto a su hermano—. ¿Es que crees que soy un cerdo?
—¡No consiento que me hables en ese tono!
—Has empezado tú. Parece que dudas de todo lo que hago o digo.
Fabián contempla con una sonrisa ganadora el combate dialéctico entre su hermano y su padre. Esta vez no es él el interpelado y parece disfrutar de ese momento haciéndoselo notar a su padre.
—Yo no dudo de nada —continúa el juez—, pero últimamente no se te puede decir lo más mínimo sin que saltes a la tremenda. De verdad, no sé a quién quieres parecerte. ―Sí lo sabía.
—Quizá sea porque me queda una semana para cumplir los dieciocho años y aún me sigues tratando como a un niñato.
—Solo te he hecho una pregunta sin intención y además…
—¡Callaos de una vez!
El grito de María Luisa deja a todos perplejos, pero mucho más a su esposo. No recuerda haberla visto con esa mirada, o quizá sí, hace años. Sus ojos irradian una mezcla de odio y súplica, y los cuatro la miran en silencio mientras observan como su pecho se infla y desinfla mostrando su agitación.
—¡Estoy harta de estas discusiones y de que no hagáis nada más que poner trabas a la convivencia familiar! —Ninguno se atreve a decir nada—. Escuchadme. ¿No os dais cuenta de que vivimos de una forma que muchas personas envidiarían y que matarían por tener los privilegios de los que disfrutamos? Yo intento por todos los medios que todo esto tenga sentido y que nos podamos reunir como una familia normal un domingo normal, pero ya veo que es imposible. No puedo comprender cómo aprovecháis, tanto los unos como los otros, para sacar de contexto cualquier menudencia para comenzar con una bronca que al final os llevará a una pelea en la que saldréis cada uno por una puerta distinta dejándoos de hablar por una semana, y así sucesivamente. No soporto los reproches hacia tu padre —señala a Fabián— y tampoco —mira a su esposo— los continuos tiras y aflojas que tú le haces a él. ―María Luisa se sienta al lado de su marido y este le llena un vaso de agua que ella atrapa con sus manos temblorosas—. Tenéis que cambiar. Os lo pido por favor. No puedo vivir siempre con esta incertidumbre. Hubo un tiempo en que disfrutabais cada uno de los momentos en los que coincidíais. No puedo creer que todas aquellas maravillosas vivencias hayan desaparecido. Y tú, Daniel —el chico aparta de la cara su largo flequillo rubio—, tú, hijo mío, no puedes seguir todos los frentes que vaya abriendo tu hermano a su paso. —Fabián baja la cabeza—. Él ha decidido llevar una vida que no es la que yo le deseo, pero la respeto. El que yo la respete no quiere decir ni mucho menos que la comparta, pero hace años decidí que os tenía que ayudar en todo lo que quisierais hacer, aunque tengo que admitir que se me está haciendo cuesta arriba el ver como desperdicias tu vida. —Fabián no alza la vista. Intenta parecer ausente jugando con el tenedor del pescado—. ¿Ves, cariño? Sigues eludiendo tus responsabilidades sin atreverte a afrontar el resultado de tus actos.
—Yo no he tenido nada que ver en esto, mamá —protesta Fabián mientras se marcan los huesos de su mandíbula.
—¡Por supuesto que estás involucrado en todo esto, hijo mío! —le contradice María Luisa―. No puede ser que con tus decisiones y consejos estés poniendo a Daniel en contra de tu padre. Dios no te perdonará que estés metiendo ese veneno en la piel de tu hermano.
—¡Mamá! —interviene Daniel—. Fabián nunca me ha dicho nada sobre cómo tengo que tratar a papá. Es él el que tiene que replantearse la forma en la que me trata a mí.
—¿Ves lo que has conseguido? —La mujer mira a Fabián negando con la cabeza―. Tu hermano cree que tú no tienes nada que ver en la forma en la que él percibe a tu padre. Seguro que piensa como tú, que solo lo trajimos al mundo para hacerle la vida imposible. ―La agitada mujer se lleva el vaso de agua a la boca y se moja los labios sin apenas beber―. Te quiero con locura, cariño, pero no puedes poner a tu hermano en contra de tu padre, eso es un pecado que Dios se encargará de hacértelo pagar si continúas actuando de esa manera.
—¿Dios? —Fabián se levanta de la mesa arrastrando la silla a propósito—. Siempre tienes que mencionar a Dios en estas situaciones. ¡No comprendes que tu Dios no nos va a ayudar ni a castigar!
—¡No te atrevas a decir nada sobre mis creencias!
—No son tus creencias lo que me molesta. Lo que no puede ser es que la gente, por el mero hecho de ir a misa de doce, se piense que son las mejores personas de este mundo. Precisamente las peores personas que conozco no fallan en su misa dominical.
—Ya veo que no quieres arreglar nada.
Los ojos de María Luisa comienzan a poblarse con lágrimas de amargura. El juez se levanta y enfrenta su mirada con la de su hijo.
—Una de esas personas de las que hablas, y a las que te gusta tanto criticar por ir a la iglesia, es tu madre. Además, no creo que seas el más indicado para dar lecciones de moralidad.
—¡Ya saltó el juez que llevas dentro, papá! Veo que no puedes evitar el seguir juzgando fuera de tu ámbito laboral. Deberías plantearte el no traer trabajo a casa, eso facilitaría mucho las cosas.
Roberto da un manotazo sobre la mesa con tal violencia que no cae en la cuenta de los cubiertos y los dos platos superpuestos que tiene ante él. Porcelana y acero acaban estrellándose contra en el suelo. Luciana está escondida tras la puerta que da a la cocina y ni tan siquiera se inmuta. No es la primera vez que una conversación entre padre e hijo acaba por esos derroteros.
—¡Nunca has respetado mi trabajo y me has ninguneado cuantas veces te ha venido en gana! —Las venas del cuello de Roberto se hinchan de tal modo que su mujer puede ver los latidos de su corazón a través de ellas—. Tengo un oficio donde no podemos librarnos de la responsabilidad que conlleva el que una persona acabe en prisión o que ande suelto por la calle. Quizá tú no veas en esto nada más que un trabajo en el que nos gusta ponernos unas ridículas togas, pero este es un oficio que se lleva en la sangre y no todo el mundo vale para llevarlo a cabo con la ecuanimidad que requiere.
—¿Lo ves? Ya estás volviendo a juzgarme por haber dejado los estudios.
—Yo no te juzgo para nada. Ve aprendiendo que el único responsable de lo que te suceda en la vida vas a ser tú. No culpes a nadie porque tengas una vida sin sentido que solo te gusta llenar de alcohol y posiblemente drogas.
—¡Roberto, por favor! —María Luisa no deja de llorar—. Estás hablando sin saber. El que salga de fiesta con los amigos no significa que…
—¿Quién es la ingenua ahora? —le interrumpe el juez—. ¡Por Dios, tiene veintinueve años y no se acuesta ningún día antes de las cuatro de la mañana! ¿De verdad crees que está por ahí con sus amigotes tomando zumos de naranja?
El tío Juan coge la cuchara y da un sorbo a la sopa mientras observa cabizbajo como su cuñado abandona el salón despotricando.
—Hoy sí que la has liado gorda. —Daniel pronuncia estas palabras después de soltar un silbido—. Me parece, hermano, que esta vez vais a tardar más de una semana en volver a hablaros.
VIEJOS TIEMPOS
Era solo un niño insignificante e introvertido de nueve años cuando conoció a Irene. Por lo menos es así como se sentía y como le hacían sentirse tanto sus padres como la mayoría de sus supuestos amigos. Nunca le había apasionado estudiar, pero, por una inesperada paradoja, se convirtió en el mejor y más aventajado de los alumnos del colegio Santa María del Carmen, edificio público situado en la parte alta de Ramales de la Victoria.
Sin saber cómo, comenzó a usar sus estudios como escudo ante la hostilidad que provocaba en todos los que le rodeaban. Nunca lo había llegado a comprender. Durante mucho tiempo pensó que era por sus gafas de culo de vaso, pues su corta edad le impedía tener los datos necesarios para comprender que el odio que esgrimían hacia él no tenía otra procedencia que el molesto oficio de su padre. Damián era un rudo e intransigente guardia civil que llevaba su trabajo hasta tal extremo que los habitantes de Ramales de la Victoria y los alrededores lo sufrían como una penitencia en vida. Los continuos abusos de poder no podían ser denunciados ni contrarrestados de manera alguna, por lo que cada uno de los lugareños se ocupaba de devolver esas injusticias de la forma que más a mano encontraba. Eso pasaba tanto por despreciar a la niña de once años, y hermana de Roberto, como a él mismo. Eso sí, siempre lo hacían de una forma que no supusiera que ninguno de los dos niños pudiese delatarles ante el aspirante a dictador que era su padre.
En el cuartelillo convivían cuatro guardias civiles. Los otros tres también sufrían los desfases del teniente Damián Alcázar, e intentaban compensar ante los vecinos los continuos y despóticos atropellos de su jefe al mando, aunque no siempre lo conseguían.
A Raquel y a Roberto no les quedaba otra que aguantar los constantes cambios de humor de la población sin percatarse que las únicas culpables de esos desprecios eran las acciones exageradamente estrictas de su padre.
La personalidad de Damián no se quedaba solamente en el ámbito profesional, sino que la trasladaba de forma inexorable al terreno doméstico, haciendo de su hogar un segundo y severo cuartelillo en el que sus dos hijos y su mujer debían seguir unas minuciosas y absurdas normas.
A su corta edad, Roberto soñaba todas las noches con ganarse el amor de una madre que solo vivía para cumplir cada uno de los deseos de su padre y que había relegado a un segundo plano lo de ejercer como protectora cariñosa. La envidia le golpeaba cada vez que veía a los niños del pueblo ser abrazados por sus afectuosas madres. Sabía que él nunca se vería en tal situación.
Cuando comenzó a ser consciente de que las prioridades de sus progenitores no pasaban por darle un cariño y un amor que él suplicaba con la mirada, Roberto decidió buscar esas sensaciones fuera de su entorno familiar.
Escrutaba a cada uno de los niños y niñas del colegio buscando inútilmente la complicidad que le hacía falta para sentirse querido, pero eso no hacía nada más que complicar todavía más las cosas. El sentarse a diario en lo alto de las escaleras, en silencio, observador y vigilante, le hizo ganarse una fama entre sus compañeros que él nunca llegó a conocer. «Miradlo, igual que el cabrón de su padre, siempre acechando».
Solamente una niña llamada María Luisa se atrevía a sentarse a su lado. Tenía cuatro años, era hija de otro guardia civil prematuramente jubilado, el cual, a todas luces, era la antítesis perfecta del ogro de Damián.
Aunque los vengativos niños rezumaban un odio irrefrenable contra Roberto y lo que representaba, nadie daba la espalda a esa niña que se acercaba de forma sistemática todos los días a hacer compañía al chaval. Ni que decir tiene que contar como única compañera de escalón a una niña de cuatro años no era la mejor forma de que el resto de chicos le llegasen a respetar, pero eso solo le molestó en los primeros días.
Media hora duraba el recreo y, durante ese tiempo, Roberto y María Luisa no se dirigían la palabra. Sus miradas se proyectaban al frente, silenciosas, sin buscar nada en especial, esperando a que los minutos pasasen de largo y sonase la campana para regresar a sus respectivos pupitres.
Ese verano fue especial para Roberto. Nada tuvo que ver las altas temperaturas que ese año sufrió tanto el pueblo como el resto de Cantabria, sino que un nuevo agente de la Guardia Civil apareció en el puesto del padre de María Luisa.
El nuevo parecía una persona extraña, retraída. Nada tenía de especial su aspecto achaparrado, que iba en concordancia con la imagen de su mujer. Parecían estar sacados del mismo molde y, de no conocer que eran marido y mujer, podrían haber pasado perfectamente por hermanos.
El punto contrapuesto, y la esperanza de Roberto, estaba desesperadamente localizado en Irene. Una niña que él estaba seguro de que debía ser adoptada, pues esos padres enrobinados y amorfos no podían haber traído al mundo algo tan perfecto y maravilloso.
Desde el primer momento en que la conoció, su sonrisa se quedó impresa en lo más hondo de su ser. Incluso la mella de las dos palas le favorecía, a tal punto que le fastidiaba pensar que los dientes de leche que ya no estaban pronto tendrían su repuesto.
Su pelo rubio y lacio estaba siempre perfecto. Daba lo mismo si su madre la peinaba con una coleta alta, baja o si ella misma decidía quitarse el coletero cuando saltaba a la comba. De cualquiera de las maneras que Roberto la viese, siempre la contemplaba perfecta en todo su ser.
Tenía su misma edad, y solamente compartió clase y pupitre con ella durante las dos últimas semanas del curso, pero ese escaso tiempo y el trabajo de sus padres les unieron de una forma especial.
Acostumbrado a sufrir el desprecio de la gente, el poder disfrutar de una amistad que no tuviese nada que ver con su hermana Raquel ni con su infantil escudera de recreo le había hecho recuperar la alegría de vivir.
No eran grandes cosas —unas miradas a espaldas de doña Matilde, una nota pasada bajo el pupitre o sencillamente el roce de sus manos por equivocación cuando coincidían en ir a coger la goma de borrar—, pero tan diminutos detalles consiguieron crear algo realmente bonito.
Él continuaba en el último peldaño de piedra de aquella escalera mirando al frente, sereno, y con su fiel acompañante María Luisa a su lado, pero ya no buscaba amigos ni compañeros entre el bullicio de niños que corrían de un lado a otro, pues sus ojos estaban permanentemente clavados en la figura de una Irene sonriente y despreocupada. Daba igual si jugaba a la rayuela, a la goma, al pañuelo o a la comba, pues para Roberto cualquiera de sus movimientos se convertía automáticamente en una emoción que le hacía sentirse en paz consigo mismo.
Mientras tanto, María Luisa permanecía a su lado, inamovible, sabiendo que su amigo había encontrado a alguien más en su vida, y no podía evitar que le asaltasen unos celos inocentes que no acertaba a comprender. Con tan solo cuatro años, y sin ningún hermano pequeño al que envidiar por la excesiva atención de sus padres, María Luisa estaba experimentando en su propia piel el síndrome del rey destronado.
Nunca habían hablado. Sus encuentros en lo alto de la escalera eran lo único que habían compartido este último año, pero, para María Luisa, Roberto era lo más parecido a un príncipe azul y, aunque él no dejase de buscar el contacto visual con esa recién llegada, ella no lo abandonaría jamás. Quizá no tenía en su haber la edad de Irene, pero sería paciente y esperaría para conquistarle. Después de todo, las personas crecen, y ella no iba a ser distinta. Por lo menos eso es lo que quería creer, aunque lo viera tan lejos.
VIVIENDO LA NOCHE
Cualquier noche es buena para darse una fiesta con sus amigos de toda la vida, y esta no va a ser menos. Ya han pasado dos días de la pelea con su padre y desde entonces no se han cruzado ni una sola vez. Fabián conoce perfectamente los horarios de su padre y ha hecho todo lo posible para no coincidir con él ni en sus llegadas ni en sus salidas.
El Ferrari amarillo, que su madre le regaló cuando cumplió los dieciocho años y por el que solo se mostró agradecido los primeros diez minutos, chirría en cada una de las curvas de la urbanización El Viso, que es donde residen sus dos compañeros de juergas. Son amigos desde que Fabián cambió de colegio a los trece años. Aquellos dos chicos a los que él adelantaba en dos años tenían algo especial. Tal vez fue su palmaria rebeldía lo que provocó que Fabián comenzase a unirse a ese dúo de niñatos y dejase de lado a los que eran de su edad. No fueron tiempos fáciles para él, pues eso no fue recibido nada bien por su círculo de amistades, pero los ratos de aventuras que pasaron juntos superaban con creces los inconvenientes de tener a una clase entera en su contra.
Primero recoge a Humberto en un chalet donde sabe que no es bien recibido, por lo que tiene que esperarle en la puerta acompañado de los escandalosos ladridos de dos dóberman que parecieran estar recibiendo órdenes explícitas de los padres de su amigo para mantenerle alejado de aquella suntuosa mansión.
No tarda en aparecer su amigo, engominado, en mangas de camisa y con la chaqueta de pana al hombro. Sin dudarlo, arroja la americana en los asientos de atrás y ocupa el lugar del acompañante. Tras un fuerte choque de manos, el deportivo arranca derrapando y quemando ruedas. Humberto lo mira enfadado. Conoce de sobra que eso molesta a sus padres, y también sabe que su amigo lo hace precisamente por eso. No hay nada que fastidie más al rico empresario dedicado a la fabricación de papel que un holgazán, niño de papá, le deje una estela de humo maloliente a las puertas de su casa.
Tras unas cinco rotondas llegan a las puertas de otra finca en la que tienen permiso para entrar cuando y como quieran. El padre de Néstor está divorciado y sus veintitantas parafarmacias no le dejan apenas tiempo para estar en casa. Si en alguna ocasión habían coincidido con él, siempre les había saludado con normalidad e incluso rayando el colegueo.
La puerta corredera de la entrada se abre para ellos y el Ferrari amarillo entra en la finca moderando sus acelerones. Le caen bien al farmacéutico, pero no quieren tentar la suerte. En la puerta aparece un muchacho, rubio, bien parecido, vestido con un vaquero repleto de rotos y una camiseta de manga corta ceñida, la cual deja a la vista su aspecto atlético. En su mano derecha lleva una chaqueta de cuero que arroja también sobre los diminutos asientos de atrás.
Humberto se ha bajado del deportivo para dejar pasar a su amigo a la parte trasera.
—Siempre me toca atrás —protesta Néstor airadamente—. Le podías decir a tu padre que te cambiase esta mierda por un coche en condiciones.
—Está el asunto como para ir pidiendo.
Tanto Fabián como Humberto rompen a reír a carcajadas. Fabián le ha contado parte de la discusión en el trayecto y no han dejado de mofarse del juez mientras relataba su pelea.
—En cuanto me den el BMW nuevo, no volveremos a movernos por Madrid en esta caja de cerillas —dice Néstor alzando la barbilla.
Humberto propina un puñetazo en el hombro a su amigo y le empuja para que entre de una vez por todas en el deportivo amarillo, tras lo cual se vuelve y se despide del farmacéutico, que les observa desde la segunda planta.
No tardan en abandonar la urbanización y tras cuarenta y cinco minutos se encuentran pugnando por un puesto entre la marabunta de vehículos que se mueven por la maraña de las calles de Madrid. El Ferrari amarillo hace su aparición estelar en el aparcamiento de la gran discoteca Opium. Hoy no debería estar abierta, pero han organizado una fiesta privada y va a acudir lo mejor de lo mejor de Madrid. Los tres amigos aparcan en el sitio destinado a la zona vip y se adentran en el local. El portero les saluda con un gesto que denota confianza o quizá algo más.
Roberto, padre de Fabián, no sabe a qué se dedica su hijo cuando no duerme o se emborracha, y aquí está la respuesta. Hace cuatro años conoció a Ramón, un dominicano que en esa época llevaba afincado en Madrid solamente siete meses. Como cualquier inmigrante, tuvo que buscarse la vida en medio de la crisis que España estaba sufriendo en 2013 y lo hizo donde más oportunidades podía tener un tiarrón de uno noventa recién salido de un gimnasio tercermundista en su República Dominicana natal. Las habilidades en artes marciales y el haber peleado en combates de MMA le abrieron las puertas a codearse con las altas esferas de la noche. Sus inicios fueron como un simple portero de discoteca, pero no tardó en comenzar a trabajar para todo tipo de locales de lujo. Realizaba una interminable lista de servicios privados, pero en el que más destacó fue en el de guardaespaldas. Para terminar de forjarse la fama por la que ahora es temido y respetado solo tuvo que mandar a tres tipos al hospital y uno al cementerio.
Este último caso sucedió a las cuatro de la madrugada en el estacionamiento de un local de alterne de lujo. La verdad sea dicha, el que comenzó la pelea fue un pardillo borracho al que la droga y el alcohol le habían hecho apropiarse de un valor y una fuerza imaginaria que no le valió para nada contra el ataque de la mole de ciento diez kilos que era Ramón. El borracho amenazó con una navaja al hombre que debía proteger y el dominicano no dudó en contraatacar arrebatándole el arma blanca sin dejar de propinar bestiales puñetazos a su contrincante. Apenas le duró unos segundos, y el tipo cayó hacia atrás con la mala suerte de golpearse en uno de los maceteros de hormigón que adornaban el puticlub de lujo.
Naturalmente, tuvo que ir a juicio y, de no haber sido por un testigo que lo observó todo y que suavizó los hechos de manera premeditada, Ramón podría haber llegado a dar con sus huesos en la cárcel por unos cuantos años. Salió libre tras pagar una fianza, que el ricachón al que tuvo que proteger del ataque no dudó en depositar en el juzgado, y ya en la calle comenzó una amistad con el testigo que le había ayudado a quitar hierro a la agresiva y aparentemente desproporcionada acción que el guardaespaldas tuvo hacia su agresor.
Por supuesto, y como no podía ser de otra forma, al juez Roberto Alcázar no le hizo puñetera gracia que su hijo testificara a favor de uno de los esbirros del individuo que manejaba la mayor parte de la droga que se movía por Madrid.
Ese fue uno de los conflictos peores que tuvieron que atravesar padre e hijo, y para los dos supuso un antes y un después en su relación. Como castigo, su padre decidió quitarle la paga que tenía adjudicada durante un par de meses, y ese fue el disparo de salida hacia una carrera como organizador de fiestas y discreto proveedor de sustancias de origen dudosamente legal.
El juicio que estuvo a punto de acabar en condena de prisión también hizo abrir los ojos a Ramón, que decidió buscarse la vida de otra forma, eso sí, sin abandonar el mundo de la noche que era lo que conocía a la perfección.
En los planes del grandullón dominicano no entraba asociarse en un principio con un tío de veintipocos años que se había negado a crecer, como lo hiciese Peter Pan en el país de Nunca Jamás, pero, al enterarse de que el padre de ese tío era uno de los jueces con mayor influencia en Madrid, no tardó en reconsiderarlo y no solo lo admitió como socio, sino que además le dejaba un puesto prácticamente presencial dentro de esa etérea e ilícita sociedad. Esto significaba que no tenía que estar ni en la preparación de los eventos de sociedad ni cuando recibían su peculiar mercancía en los distintos almacenes que Ramón se encargaba de alquilar.
Por supuesto, el dominicano no era tonto y nunca iba a dejar que un niño de papá se llevase la mitad de los beneficios sin hacer nada, por lo que rebajó su porcentaje a un 8020. En aquellos momentos, Fabián mantenía sus vicios con el dinero que le prestaban tanto Humberto como Néstor y accedió a ese veinte por ciento sin dudar un segundo. En alguna ocasión llegó a pensar que lo que buscaba su asociado era la protección judicial que en un futuro podía otorgarle su padre, pero no iba a ser él quien lo sacase de tan tremendo error. Ramón ni tan siquiera lo podía imaginar, pero, si alguna vez llegase a estar ante el juez Roberto Alcázar, lo último que debería mencionar es que era amigo suyo. Su padre no dudaría en aplicar la condena superior posible sin dejar escapar ni un jodido pestañeo.
El que su padre y él se peleasen como el perro y el gato era un secreto que se llevaría, si era preciso, a la tumba. Nunca lo admitiría ante él, pero reconocía para sí que, indirectamente, se había estado aprovechando toda su vida de la fama de juez estricto e intransigente que tenía su padre. En más de una ocasión, alguna puerta se había abierto solamente con mencionar el apellido Alcázar, pero jamás lo reconocería delante del juez.
Los tres amigos se adentran el local saludando a cada uno de los relaciones públicas que encuentran a su paso. Distintos chicos y chicas provistos de intercomunicadores envían cómplices sonrisas a Fabián mientras se dirigen hacia el restaurante donde les está esperando Ramón.
Solamente hay ocupadas cuatro mesas de este restaurante de comida internacional y en otra, al fondo del salón, un gigante apura con premura un chuletón de carne roja muy poco hecha.
—Veo que no esperas a nadie, socio.
El grandullón sigue con su tarea y lo mira de reojo sin demostrar ni un ápice de amabilidad hacia los recién llegados. Fabián sabe que sus dos amigos no son del agrado de su socio, pero a él eso no le importa en absoluto.
—Tengo que preparar muchas cosas antes de que comiencen a llegar los gorrioncillos pidiendo trigo y no me puedo entretener en conversaciones intranscendentes.
—Calvo de mierda, ¿me puede aconsejar un libro para hacer amigos?
El comentario de Humberto no hace ni pizca de gracia al grandullón de piel tostada y se levanta de la mesa cuando aún le queda un bocado de carne de ternera rodeada de un caldo rojizo. De un trago apura la copa de vino tinto y tras dar la mano a Fabián dirige una mirada que deja patente la animadversión hacia Humberto y Néstor.
—En la silla te he dejado la mercancía. Que no te regateen las palomitas. No venimos aquí ni a hacer amigos ni favores. El que quiera calidad que la pague, y eso lo digo también por estos dos imberbes.
Fabián sonríe reteniendo una carcajada mientras observan como la amplia espalda de esa mole abandona el comedor.
—¡Solo era un chiste! —intenta justificarse Humberto—. ¡Este tío no tiene sentido del humor! Si me hubiese dejado contárselo entero...
—Si le cuentas el chiste entero, te habría sacado a patadas de aquí. ―Las risas de Fabián cuentan ahora con la complicidad de Néstor—. Te has cagado, amigo. No pasa nada ―Fabián apoya el brazo en el hombro de Humberto—, yo también me habría acojonado, y eso que es mi socio.
Tras un momento incómodo, los tres se sientan a la mesa y entre los dos amigos intentan convencer a Humberto de que esa actitud forma parte del papel que Ramón tiene que interpretar para que el personal siga guardándole el bulto.
—El respeto en esta profesión no se gana siendo un irrisorio bonachón.
—¡Lo entiendo, no soy tonto, pero tampoco creo que siempre tenga que comportarse como un capullo!
—No es nada personal —dice Fabián mientras llama a la camarera—. Ramón es así con casi todo el mundo.
La cena transcurre entre risas y recuerdos. El marisco, la carne y el buen vino no han tardado en hacer su efecto, y Humberto ha cambiado de actitud en el mismo tiempo que han tardado en apurarse dos botellas de Pago de Carraovejas.
Los constantes envites de mal gusto que ha protagonizado Fabián hacia la camarera han sido recibidos por sus dos amigos como triunfos personales. Esos capullos impertinentes han rebasado una y otra vez los límites que se le supone a un cliente con cada uno de los comentarios sexistas y machistas. La camarera debería haber recurrido al encargado, pero sabe que el dominicano siempre tiene la última palabra.