Kitabı oku: «Cuál es tu nombre», sayfa 7

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—No puedes aguantar que alguien de una clase inferior a la tuya sienta más la muerte de tu hermano que tú, ¿verdad?

A Fabián se le ha clavado en el alma lo que su padre le acaba de decir. Tras levantarse de su asiento con una expresión de odio marcada en su rostro, se acerca a donde el juez le espera inmóvil. Le mira desde arriba con el desprecio más absoluto, agarra la botella de vino y vierte el contenido haciendo grandes círculos sobre el mantel recién repuesto.

—Por muy juez que seas, no te atrevas a juzgarme en tu puta vida.

Descargado parte de su resentimiento, Fabián arroja la botella vacía contra el suelo de mármol haciéndola añicos, tras lo cual se marcha sin hacer caso del desesperado llamamiento lacrimógeno de su madre.

Esta noche no puede quedarse en la casa de invitados. Los metros que separan esa construcción de la casa principal le parecen una miseria para lo que a él le gustaría en esos momentos. Se ha vestido con una camisa de cuadros azules y un vaquero. Las noches de finales de febrero suelen ser bastantes frías en Madrid, por lo que agarra su chaqueta de piel y abandona la finca haciendo rugir el motor de su deportivo.

El Ferrari se detiene en una de las curvas sin poner los intermitentes de emergencia y Fabián, tras pensárselo un par de veces, abandona el deportivo. Allí se encuentra el bloque de hormigón donde se estrelló el BMW acabando con la vida de su hermano. Una vulgar vía de escape para el agua de la calzada ha sido la culpable de que la vida de Fabián haya dado un giro de ciento ochenta grados.

Las luces de un vehículo se acercan y decide que es el momento de abandonar el lugar. Antes de irse, su vista se queda parada en un ramo de flores prendido de la señal que indica la inmediatez de la curva.

Son las diez de la noche. Ni ha cenado ni tiene intención de hacerlo. El apetito que le hostiga nada tiene que ver con lo físico, sino con lo espiritual y, por supuesto, la comida no serviría a sus intereses. La única salida que le queda es que el alcohol pueda mitigar alguna de sus dudas.

El bar elegido para su intento de amnistía ha sido un lúgubre pub del casco antiguo de Madrid llamado Roncesvalles. Solamente había ido a ese lugar en un par de ocasiones y siempre obligado por su amigo y socio Ramón.

Fabián no comprende cómo un sudamericano amante de la bachata gusta de acudir a lugares tan extraños como este. Lo más normal en cualquier dominicano que se precie es acudir a locales donde suene música para bailar agarrado, pero este sitio es la antítesis de los bares destinados al jolgorio y al alterne de bailoteo. La estricta norma de la casa de tener prohibida la música y la televisión hace de este establecimiento un lugar orientado solamente a la conversación y a la reflexión. Ha elegido el día perfecto. Un miércoles a las diez de la noche es el mejor momento para encontrar la tranquilidad de un garito apartado del centro de la movida.

Al abrir la puerta de madera maciza, sin ventana que pudiese delatar lo que le esperaba en el interior, el chirriante sonido de las bisagras ha retumbado en el silencio del local. Un camarero uniformado completamente de negro seca unos cuantos vasos que acaban de salir del lavavajillas, y ni tan siquiera levanta la mirada para saludarle.

En cualquier otro momento de su vida, solamente esa indiferencia le habría valido para que, tras lanzar algún improperio a ese camarero inútil, se hubiese marchado del local haciendo una peineta sin mirar atrás. Pero hoy no es el caso, porque lo que anda buscando es precisamente lo que acaba de encontrar, silencio y apatía.

Fabián se sienta en un taburete de la barra y, apoyando los brazos en la superficie de la robusta y antigua madera, se queda mirando en silencio cómo trabaja el despreocupado barman.

—¿Tienes whisky del bueno?

El camarero deja el último vaso sobre la barra y mira al recién llegado como si le estuviese perdonando la vida.

—Tengo el mejor que hayas podido probar nunca.

La afirmación de ese chico que no debe pasar de los veinte años hace que aparezca una leve y desafiante sonrisa en los labios de Fabián.

—Pues adelante, muchacho, sorpréndeme.

El camarero se seca las manos con un paño negro que lleva prendido de su cinturón y, con una expresión inquietante, se gira hacia la parte donde está situada una ingente cantidad de botellas colocadas aleatoriamente, sin criterio alguno aparente.

El chico recorre con su dedo una a una las filas en un intento de localizar la bebida prometida y que, por lo que está tardando, debe estar a buen recaudo.

—Ajá. Ahí la tenemos, amigo.

Por un momento le han dado ganas de gritarle que él no era su amigo ni en su puñetera vida lo sería, pero ha decidido guardar silencio y observar con detenimiento como el chico se ha marchado a buscar una escalera. De puntillas sobre aquella escalera endeble y haciendo un último esfuerzo, al final consigue hacerse con la preciada botella.

El líquido de un tono acaramelado se adivina tras la etiqueta de color negro. Nada. Ni un solo número indicando la graduación. Tampoco el origen aparece por ninguna parte de la carátula. Solamente unas letras en color rojo carmesí adornan la pobre etiqueta: Yum Kimil.

—¿Estás seguro de que esto se puede beber?

El chico muestra una sonrisa confiada.

—Usted me ha pedido el mejor whisky, y se lo estoy ofreciendo. El beberlo o no se lo dejo a su libre albedrío, caballero. Solamente usted es dueño y señor de sus acciones.

El camarero deja con un contundente golpe un robusto vaso que contiene dos hielos redondos.

—¿Le sirvo? Sus deseos son órdenes para mí.

La actitud engreída del camarero es respondida por Fabián con una afirmación calmada de su cabeza. El dorado líquido comienza a caer dentro del vaso y, gracias a la ausencia de música, cada uno de los golpes de los hielos contra el cristal repica como si se tratase de campanas tocando a duelo.

Fabián acerca el vaso a sus labios y, frunciendo los ojos con desconfianza, prueba un pequeño sorbo del pretencioso líquido. No sabe cómo explicarlo, pero sus sentidos se abren de par en par apreciando la inmensa cantidad de matices que acaban de desparramarse por sus papilas gustativas. Ante la sonrisa ganadora del arrogante camarero, Fabián no puede dejar de saborear, a pequeños sorbos, una y otra vez el delicioso licor.

—Veo que le está gustando, señor. ¿Ha cumplido con sus expectativas?

Fabián apura de un trago el contenido del vaso y golpea sobre la barra reclamando una segunda carga. El camarero entiende como una afirmación el gesto de su cliente y vuelve a llenar el grueso vaso de cristal.

—¿Tienes nombre?

—Me llamo Gabriel, señor.

—¿Gabriel? Curioso nombre para alguien tan joven.

El camarero comienza a reír mientras seca los círculos húmedos que va dejando el vaso de Fabián.

—Perdone que le ponga una objeción a lo que acaba de decir. Los nombres de las personas no tienen edad.

Fabián cierra los ojos y continúa saboreando el precioso líquido entrando prácticamente en trance.

—Llevas toda la razón, muchacho. Los nombres no tienen edad y por ello nunca mueren. A las personas no nos ocurre lo mismo, ¿verdad?

El camarero asiente mientras sus chispeantes ojos parecen compadecerse del pensativo cliente que le ha tocado en su turno.

La puerta del local vuelve a gruñir abriéndose con una lentitud agónica. Tras ella aparece un anciano que de inmediato provoca un rechazo visual en Fabián.

—Buenas noches, señores —dice con voz ronca—. ¿Se puede pasar a tomar un último trago?

—Estamos aquí para ello, caballero. Tome asiento, por favor.

Gabriel le señala una de las banquetas cercanas a donde está sentado Fabián, gesto que este desaprueba y se lo hace saber retorciendo sus labios.

El anciano que acaba de entrar no forma parte del estereotipo de personas con las que Fabián podría llegar a intimar. Un gorro polar con orejeras y unas gafas de sol oscuras y redondas a lo Yoko Ono eran solamente el preámbulo de una indumentaria que no se podría describir de otra manera que no fuese como esperpéntica. Un raído abrigo largo que prácticamente arrastra por el suelo y una bufanda que en su origen debió de ser algo parecido a un blanco y que ahora se encuentra cubierta por toda clase de lamparones le terminan de otorgar el toque a mendigo que tanto desprecia Fabián.

Aun así, el que ese tipejo se sentase a su lado no ha producido en él la reacción que hace tan solo unos días le habría llevado a sacarle a patadas y arrojarlo a la acera.

—¿Puedes aconsejarme algo para entrar en calor? La noche va a ser algo más fría de lo que la época del año indica.

El camarero coge un vaso idéntico al de Fabián y lo coloca ante el anciano, cosa que él agradece con una amplia y sincera sonrisa.

Gabriel agarra la botella de Yum Kimil y llena hasta arriba el vaso del recién llegado. Ese gesto ha disgustado a Fabián que reprocha con sus cejas el que un licor tan exclusivo le sea servido al primer pelagatos que cruce la puerta.

—Tiene un gusto exquisito, señor —dice el anciano volviéndose hacia Fabián—. No todo el mundo sabría apreciar el sabor de esta bebida.

—Tan solo se trata de un whisky cualquiera —contesta con desdén.

El anciano le mira sin quitarse las gafas de sol.

—No, caballero, no. No se trata de una bebida cualquiera. Este líquido fue creado para abrir las compuertas de los sentidos.

A Fabián le llama la atención como este individuo está describiendo el sabor de la bebida prácticamente con las mismas palabras que él ha empleado en su mente.

—Quizá usted no la conozca —prosigue el anciano—, pero yo llevo bebiéndola desde hace siglos.

—Ya me parecía usted viejo, ya, pero no creía que lo fuese tanto.

Fabián sonríe mientras bebe otro trago de su vaso, a lo que su interlocutor reacciona imitándole.

—Chico, el poder que llegan a tener según qué bebidas ante la soledad de una barra es incalculable.

—¿Poder? ¿De qué diablos estás hablando, viejo? —Vuelve a aparecer el Fabián de siempre—. El único mérito que se le puede conceder al alcohol es el de poder anular durante un corto espacio de tiempo los remordimientos que nos persiguen.

Una risotada del viejo hace que el camarero ponga en sus labios una mueca extraña y se retire hacia el fondo de la barra, dejando solos a los dos frente a sus vasos.

—Chico...

—¡Me llamo Fabián!

—De acuerdo —asiente el anciano—. Tú estás hablando del alcohol terrenal.

«Ya está —piensa con hastío Fabián—, ya me ha tocado el típico loco de los cojones que merodea por los suburbios inventándose todo tipo de extravagancias. Seguro que no tardará en hablar sobre sus contactos con extraterrestres y sobre la confianza que han depositado en él para servir de intermediario ante los representantes políticos de la tierra».

—Veo que eres un pelín incrédulo.

—¡Hay que serlo! ¡Nunca se sabe si tienes delante a un loco o a un tonto!

—Estás en tu derecho —el anciano vuelve a dar otro sorbo—, pero lo que ignoras es que el líquido que estás bebiendo está elaborado con el elixir de los dioses.

Fabián alza la vista buscando al camarero para pedirle la cuenta, pero tras otear el fondo del local no consigue localizarlo.

—De acuerdo. Explícame las bondadosas virtudes de este whisky.

—Eres un pobre ignorante.

Fabián hace un intento de levantarse, pero el anciano se le adelanta y se coloca enfrente de él.

—Este líquido acaba de abrirte la puerta hacia un mundo que desconoces, pero aún no has despejado tu mente por completo.

—Mira, viejo —Fabián deja aparecer un gesto de resignación—, me has cogido en el peor momento de mi vida y no tengo ánimo para estar manteniendo una conversación con un loco.

—Es gracioso. Recurres con mucha facilidad a la palabra locura para defenderte de lo que no entiendes.

—El que no entiende nada eres tú, mírate.

El anciano se retira un paso hacia atrás y comienza a observarse a sí mismo de arriba abajo con cara divertida.

—¿No te gusta, verdad? ¿Te resulta molesto?

—¿A qué te refieres?

—A tener gente como yo a tu lado. Sí, gentuza que no merece estar en la tierra y, si han de estar, que sea a mil jodidas millas de ti.

—Pues ahora que lo dice, creo que lleva razón. No creo que tipejos como usted traigan ningún beneficio a la sociedad.

—Entiendo. O sea, ¿que la sociedad sí que puede beneficiarse de personas como tú, que consiguen emborrachar a su hermano y a su amigo para acabar juzgándoles simplemente por lo que son o dejan de ser en su intimidad?

—¿Qué coño dices?

Fabián se levanta haciendo caer su taburete y lanza un puñetazo al anciano. No puede explicarse cómo ha podido esquivarlo, pero con un lento movimiento el viejo ha conseguido que el puño pase a unos pocos centímetros de su cara. Fabián vuelve a la carga, pero esta vez es el viejo el que se adelanta golpeando con la palma de la mano la garganta de su atacante. El aire parece no querer transitar por la tráquea de Fabián y cae al suelo con el pánico reflejado en sus ojos.

El viejo se gira y toma otro trago de su vaso, mientras que Fabián, con un gran esfuerzo, consigue que el oxígeno comience a abrirse paso hacia sus pulmones.

—¿Cómo sabes lo que ha ocurrido? ¿Me conoces de algo?

El anciano comienza a reír de una forma que hace que Fabián se sienta tan asustado como lo estaría un niño.

—Se me ha olvidado decirte que bajo esta apariencia de mendigo hay un ser omnipotente y gracias a ello veo cosas que otros no pueden.

Fabián hace un repaso mental de las personas que había en el hospital, pero está completamente seguro de que, si este extraño hombre hubiese estado allí, no lo habría pasado por alto.

El viejo alarga la mano y, ante la reticencia de Fabián a aceptar su ayuda para incorporarse, comienza otra vez a reír.

—No tienes nada que temer, mi única misión es echarte un cable.

Fabián mira los sucios y deshilachados guantes con desconfianza, pero al final acaba cediendo y agarra los dedos descubiertos del hombre que le ha hecho besar el suelo.

—Estos guantes con los dedos cortados no deben protegerte mucho ante el frío.

—La protección está sobrevalorada. A las personas les hace falta notar el frío para apreciar la calidez. De nada sirve disponer de algo que te proteja de una forma tan perfecta que no te deje sentir tan siquiera un pellizco de realidad.

Fabián se reincorpora mientras piensa en estas palabras y en si tiene que poner a trabajar su percepción sobre los dobles sentidos. Pareciera que cada una de las frases que este tío suelta por su boca fuesen dirigidas contra su zona de confort.

—¿Puedes decirme cómo sabes lo que me ha ocurrido? —Fabián se muestra sumiso por primera vez.

—Leo las noticias. ¿O es que piensas que alguien como yo no sabe leer?

—No, claro que no. Yo…

—Tómate otro trago.

El camarero sigue desaparecido y es el propio anciano el que se presta para volver a llenar el vaso de Fabián.

—Salud.

El viejo levanta su vaso y, tras unos segundos de duda, Fabián hace lo propio. Después de chocarlos, los dos apuran los whiskies de un solo trago como si se tratase de un reto entre colegas.

—Así me gusta. Comienzas a comportarte como un hombre.

Fabián tose un par de veces mientras se limpia el líquido que se ha derramado por sus comisuras.

—Pon otro.

El viejo sonríe ante la orden de Fabián y accede sin poner ninguna pega.

—Mi hermano ha muerto y no sé quién ha tenido la culpa.

El anciano ni se inmuta ante la inesperada revelación.

—¿De verdad piensas que alguien tiene que ser el culpable de lo que ocurrió?

Esta vez Fabián solamente da un pequeño sorbo.

—Alguien tiene que serlo. No puedo comprender cómo un chico con toda la vida por delante tiene que acabar en el fondo de una cuneta.

—Ley de vida, chico, ley de vida. Todos hemos venido para irnos. Es así de sencillo.

—¡Yo no lo veo así de sencillo! ¿Cuántas personas hay en este mundo que se merecían la muerte antes que mi hermano?

—Vuelves a erigirte como juez. Lo hiciste aquella noche y hoy vuelves a cometer el mismo error.

Fabián mira extrañado al estrambótico hombre, pero esta vez ni se extraña de que parezca saber más de la cuenta sobre lo que sucedió aquél fatídico día.

—Aquí el único juez es mi padre. En la puta vida quisiera ser yo el que tenga que juzgar a alguien. Eso se lo dejo a los que ambicionan el poder absoluto.

—Su señoría el juez Alcázar, un buen hombre.

—¿Un buen hombre? —pregunta con un tono de rechazo—. Se nota que no conoces a mi padre en su día a día.

—No vuelvas a decir lo que puedo o no puedo saber sobre nada o sobre nadie, o volverás al suelo antes de que te des cuenta.

Fabián vuelve a beber para digerir la amenaza. Su garganta aún está resentida del certero golpe.

—Se piensa que todo en la vida debe juzgarse como lo haría en un tribunal, y esa forma de actuar la traslada a su familia.

—No se puede elegir la forma de ser —dice el anciano tras dar otro sorbo—, siempre habrá personajes y situaciones que moldearán la personalidad de un individuo, pero el interior de la persona está forjado mucho antes de que suene el primer latido de su corazón.

—Pues Dios se equivocó al formar el corazón de mi padre.

El viejo vuelve a reír de forma descontrolada antes de volver a dar otro trago a su bebida.

—Esto está comenzando a ser gracioso. ¿Ahora es Dios el culpable de lo que le ha sucedido a tu hermano?

Fabián mira con desprecio a este pordiosero que se está mofando de cada cosa que dice.

—Solo ha sido una forma de hablar. Si existiese un dios no habría consentido que mi hermano muriese.

—Te propongo una cosa. Si tú fueses Dios, ¿quién debería haber perdido la vida esa noche?

Fabián se queda callado mientras saborea un par de tragos y reflexiona sobre la hipotética pregunta.

—El primero, mi padre —sentencia con amargura.

—¿Tu padre en el puesto de tu hermano? ¿Y quién moriría por Néstor?

—¿Por qué tiene que morir alguien más?

Las risas vuelven a hacer su aparición.

—Ya estamos llegando al origen del problema. Por lo que veo, si tú fueses Dios, no permitirías que nadie en este mundo muriese. Veo que estás llegando a un punto de magnanimidad que nunca habría creído posible en el antiguo Fabián.

—¿Antiguo Fabián?

—Por supuesto. El antiguo Fabián siempre estará a un instante hacia atrás del presente. Y creo que, si hace un par de semanas alguien te hubiese propuesto la posibilidad de que no debería morir nadie, ni por un segundo se te hubiese ocurrido acceder a ello.

Fabián se queda pensativo mientras asiente con la cabeza. Sabe que este viejo loco lleva razón.

—Siempre has creído que el trabajo de tu padre es pan comido. No me malinterpretes, a mí no me molesta qué cosas puedas decir sobre él, pero hoy te estás metiendo en el terreno de lo divino, y eso no puedo consentirlo.

—¿Qué quieres decir? ¿Vas a volver a atacarme para defender a tu Dios? Tienes que saber que mi madre ha intentado llevarme por el camino de la doctrina cristiana y, como puedes ver, no le ha servido de mucho.

—Lo veo, salta a la vista —vuelve a dar otro trago—, pero también veo que estás equivocado conmigo. Yo no vengo a convencerte de la existencia de ningún dios o de ningún cielo. Mi misión consiste en convertirte en lo que más odias.

—No me digas, genio de la lámpara. —Esta vez es Fabián el que ríe con ganas—. ¿Me vas a convertir en mi padre?

—Aprovecha, porque las bromas están a punto de acabar, chico. No te convertiré en tu padre, pero sí en lo que representa.

—Explícate, viejo, me parece que el alcohol te está comenzando a afectar más de lo que crees.

—¿Qué alcohol? Estamos bebiendo agua cristalina.

Fabián emite un gruñido despectivo y se gira para volver a rellenar su vaso. Tras coger la botella, vierte su contenido sobre unos hielos que se han reducido a su mínima expresión, pero lo que cae en el fondo del vaso nada tiene que ver con el dorado elixir. Fabián comprueba asombrado como el vaso se llena de un líquido transparente que está muy lejos de parecer whisky.

—¿Esto es una broma, o algún truco?

—Aquí el único que se está intentando engañar eres tú, chico. Hoy has venido a este bar con un solo propósito, emborracharte para olvidar todo lo que te ha sucedido la última semana, y tu mente necesitaba hacerte ver que lo que tomabas era una bebida repleta de alcohol. El poder de la mente, chico, el poder de la mente, nunca lo menosprecies.

Fabián mira en todas direcciones buscando un responsable al que culpar.

—Alguien se está riendo de mí y voy a descubrir de quién se trata.

El anciano niega con la cabeza mientras vuelve a dar un sorbo a su vaso.

—¡Sal de donde estés cabrón, seas quien seas! Te mataré por lo que estás haciendo.

—Vuelves a hacerlo. Esta vez te has convertido en juez y verdugo. Tu currículum se va acrecentando a pasos agigantados.

—Maldita sea —gruñe Fabián—. Tú eres el cómplice de quien está intentando volverme loco. Ya lo veo claro —Fabián se detiene un instante para reflexionar—, te has compinchado con mi padre para castigarme.

—Tu padre no tiene nada que ver en esto. Te lo he dicho antes. Te voy a convertir en lo que más odias. A partir de hoy tú serás el juez.

Fabián lo mira con la cara desencajada sin saber muy bien si reír o salir corriendo de este cutre pub para dejar atrás esa situación surrealista.

—Por lo que dices, has podido conseguir lo que ni mi padre hubiese podido hacer en dos vidas. Gracias a Dios he podido terminar de una jodida vez la carrera de derecho.

Fabián bebe un trago y lo escupe al notar el insípido sabor del agua.

—Te lo he dicho. Eso no es whisky.

Fabián se limpia los restos de agua de su boca mientras mira de arriba abajo al impasible anciano.

—¿Se puede saber cómo te llamas, viejo?

El anciano vuelve a beber, y Fabián se percata de que su bebida sigue manteniendo el color dorado.

—No tengo un nombre en concreto. Algunas culturas se han empeñado en llamarme Parca, la Señora de la Guadaña o sencillamente Muerte, pero tú puedes llamarme Kimi.

Fabián intenta ignorar lo que le está dando a entender el anciano y se centra en el último nombre.

—¿Kimi? ¿Y eso es una abreviatura de...?

—De nada chico, de nada.

—No me gusta que me llames chico —protesta Fabián—.

—Tú no has dejado de llamarme viejo y no me he quejado ni una sola vez.

Fabián busca de forma nerviosa la presencia del barman, pero no consigue localizarlo.

—No hace falta que hables con el camarero. Ya me encargo yo de la cuenta.

—¿Tú? No tienes aspecto de llevar encima ni un puto euro. Más bien parece que no hayas comido caliente desde hace años.

—¿Ves? En eso llevas razón, pero aun así yo me encargaré de pagar tu deuda.

—No soy de los que se dejan invitar por un desconocido.

—Te he dicho mi nombre, por lo que ya he dejado de ser un desconocido. Pero, aparte de esa tontería, puedes dar por seguro que yo nunca pago nada sin que luego lo cobre con sus respectivos intereses.

—No dices más que estupideces, y ya me estoy cansando de esta pantomima.

Fabián se levanta del taburete y, tras colocarse su chaqueta de piel, inicia el camino hacia la puerta.

—¡Chico!

Fabián se detiene en seco antes de abrir la gruesa puerta de madera, pero ni se molesta en girarse.

—¿Se te ha olvidado decirme alguna chorrada más, viejo?

—Te acabo de nombrar juez y no me has dado las gracias. Veo que eres un desagradecido.

—¡Ya está bien, todo tiene un límite!

Fabián baja los cinco peldaños de un salto y se sitúa a unos pocos centímetros de la cara del anciano. En las oscuras y redondas gafas de sol puede ver reflejado su propio rostro, sudoroso y desencajado.

—Sabes muy bien que estoy deseando golpearte, pero no lo voy a hacer. Aunque, si te rompiese esas ridículas gafas, le haría un favor a la humanidad.

El anciano ni se altera y tan solo sonríe de manera confiada mientras con extrema suavidad deja las gafas sobre la barra. Fabián se queda petrificado. Esos ojos vacíos de vida y libres de arrugas no parecen corresponderse con la imagen de un anciano e incluso piensa que, si no fuese por la mortecina expresión de su rostro, bien podrían pertenecer a un niño.

—¿Eres ciego? —pregunta mientras se acerca a esas pupilas sin brillo.

El anciano vuelve a reír a carcajadas mientras se coloca las gafas.

—¿Te ha parecido que era ciego cuando te he pegado el puñetazo?

La rabia reaparece en la rígida boca de Fabián y sus dientes chirrían al tiempo que sus nudillos vuelven a tornarse blancos.

—No sé si estás ciego o no, pero tus ojos están muertos y creo que tú no tardarás en hacerles compañía.

La sonrisa del anciano desaparece de repente y los huesos de sus mandíbulas, cubiertos por una descuidada barba, se marcan de una forma grotesca. Fabián no se esperaba esa reacción y por eso da unos pasos hacia atrás en el momento que el viejo lanza su vaso contra la pared de espejo que hay tras la barra, provocando que una lluvia de cristales salte en todas direcciones.

—El único ciego que hay aquí eres tú. Crees que mis ojos carecen de vida y que no son capaces de discernir entre el bien y el mal, pero desde que viniste al mundo has sido tú el que te has ido convirtiendo en un ser insensible, engreído y resentido. Una y otra vez has despreciado todos los esfuerzos que hacía tu familia para normalizar un comportamiento despreciable. Nunca has querido asumir ninguna responsabilidad sobre lo que ocurre a tu alrededor, pero eso hoy se va a terminar.

—Veo que no te has dejado mucho en el tintero —replica Fabián con sorna―. No sé cómo te has enterado de algunas de las cosas referentes a mí, pero no tienes ni puta idea de lo que he tenido que pasar en mi vida.

—Puedes estar seguro de que sé todo lo referente a lo que tú llamas «tu vida». Por eso, a partir de mañana, conocerás a tres personas y tendrás que decidir cuál de ellas deberá morir.

Fabián se muerde la lengua, cierra los ojos y decide que toda esta locura tiene que terminar de una vez.

—No sé quién cojones te crees que eres. Lo mismo te has escapado de algún manicomio y me ha tocado la china de tener que aguantar todas las chorradas que sueltas por la boca. En algún sitio tiene que haber un loquero al que muy pronto harás feliz con toda esa paranoica parafernalia, pero yo no voy a escuchar ni una sola palabra más de alguien que se cree Dios.

—Pobres humanos —se compadece el viejo—, todo lo arregláis mencionando a un dios etéreo y abstracto. ¿Qué te hace pensar que yo me creo Dios? Sois vosotros los que, desde el principio de los tiempos, habéis necesitado creer en algo más grande que lo que tenéis ante vuestros ojos.

—Entonces —se atreve a intervenir Fabián—, si no te crees Dios, ¿cómo puede ser que me estés encomendando una misión para decidir quién tiene que morir y quién no?

—¡Basta ya de tonterías! Tienes que aceptar dos cosas. La primera es que una de esas tres personas va a morir sí o sí. Eso es algo que tú no podrás cambiar y tan solo podrás influir en cuál de ellos tiene que venir conmigo. Considera que te acabo de convertir en un ayudante exento de sueldo.

Fabián asiente como el que lo haría ante un ejército de pacientes huidos de un psiquiátrico.

—¿Y la segunda cosa?

—La segunda cosa que debes respetar es que no me gusta una mierda que me compares con no sé qué dios. Si por un momento has esperado que te descubra el secreto de la vida, te has equivocado de medio a medio. Yo solo soy el encargado de mantener el orden natural de las cosas. Los seres vivos nacéis para morir, esto es así de sencillo y, si quieres que todo lo que te va a ocurrir en treinta días te sea más llevadero, más te vale que lo asumas lo antes posible.

Esto es más de lo que la aturdida cabeza de Fabián puede aguantar. Por un momento ha comenzado a creerse las palabras del viejo, pero una brisa eléctrica se cuela por la puerta entreabierta y le saca de ese estado de estúpida credulidad.

—¿Treinta días? ¿Se supone que ese es el tiempo en el que tengo que decidir sobre la vida de una persona?

—De tres personas, chico, de tres.

No puede aguantar ni un segundo más en ese antro. Fabián sube los cinco peldaños y antes de abrir la puerta suelta un último improperio:

—¡Viejo loco, púdrete!

El portazo de despedida retumba en la calle desierta como un trueno en la lejanía, y los cuatro intermitentes del Ferrari sirven como única fuente de luz a un Fabián completamente desquiciado.

VOLVER A SENTIR

¿Cuántas veces maldeciría aquel día que optó por esconderse y vigilarlo desde la distancia? ¿Cien? ¿Mil? Está segura de que fueron más, muchas más. Por supuesto que le era imposible saber, ella no tenía dotes de adivina, que a los dos días de que Roberto estuviese de permiso en el pueblo, su abuela Encarna iba a enfermar y ella se toparía con la obligación de tener que marcharse junto a su madre a visitarla a un pueblo de Burgos. Roberto estaría en Ramales de la Victoria durante diez días, y su única esperanza pasaba por que su abuela mejorase pronto. Cada noche soñaba con recibir esos tres besos con los que la obsequió el día de su cumpleaños.

Nada de eso sucedió. Su abuela empeoró y, ante la disyuntiva que se planteaba, su madre se decantó por la peor opción. María Luisa tendría que quedarse a cuidar de aquella quejumbrosa anciana muy a su pesar.

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