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Federico Baeza

Arcadia litoraleña

Premio de Ensayo Crítico 2017/18


Texto ganador de la segunda edición del Premio de Ensayo Crítico arteBA – Adriana Hidalgo editora (2017/18).

Jurado: María Gainza, Fabián Lebenglik y Lucrecia Palacios Hidalgo



Baeza, FedericoArcadia litoraleña / Federico Baeza.- 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2020Libro digital, EPUBArchivo Digital: descargaISBN 978-987-8388-10-61. Arte Argentino. I. Título.CDD 709.82

Editor: Fabián Lebenglik

Diseño: Gabriela Di Giuseppe

Producción: Mariana Lerner

1a edición

© Federico Baeza, 2020

Luis Ouvrard, S/T © Herederos de Luis Ouvrard

Anselmo Piccoli, Paisaje de Lagos © Colección Museo Castagnino + Macro, Rosario © Foto: Norberto Puzzolo.

Mele Bruniard, El espantapájaros © Colección Museo Castagnino + Macro, Rosario © Herederos de Mele Bruniard

Juan Grela, Objetos de nuestra casa © Colección familia Grela-Correa

Fotografía: © Andrea Ostera y © Laura Glusman

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2020

www.adrianahidalgo.com

ISBN Argentina: 978-987-8388-10-6

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito

de la editorial. Todos los derechos reservados.

Índice

Portadilla

Legales

El malestar de lo contemporáneo

Museo provincial

Lo incontrolable de la transmisión

Cultura de aficionados

Saldos de la historia del arte

¿Una heterotopía?

El malestar de lo contemporáneo

I

El camino que va de Retiro a la estación Mariano Moreno en Rosario empezó a hacerse habitual para mí a lo largo de 2014. Un año antes había terminado una enclaustrada vida de becario doctoral y en esos momentos encaraba mis primeros proyectos curatoriales; el episodio que inició esos pequeños viajes fue una exhibición. El Museo Castagnino+Macro había lanzado una convocatoria para hacer una muestra que conmemorara los diez años de su creación. El surgimiento del “ala contemporánea” del museo Macro, en 2004, que dirigió inicialmente Fernando Farina, fue un hito importante en el panorama de la instituciones artísticas pos 2001. Fue el impulso por fundar una colección federal.

Construcción de un museo, el título que finalmente tuvo la muestra en la que trabajé, se preguntaba por el rol de este museo en la construcción de su comunidad, por los intercambios más o menos igualitarios con los que se relacionaba con ella, por los relatos que podía alojar su patrimonio y por cómo estas narraciones habían ayudado a elaborar una memoria en común, un archivo colectivo. Junto con Claudia del Río, Santiago Villanueva y Leandro Tartaglia conformamos el grupo curatorial. Entre las obras más paradigmáticas de la colección seleccionamos trabajos de Liliana Maresca, Roberto Jacoby, Marie Orensanz, Alfredo Londaibere, Fabio Kacero o Víctor Grippo. Basándonos en Pieza Pizarrón, un proyecto que Del Río desarrollaba desde 2006, introdujimos estas obras en una serie de salas cuyas paredes se pintaron de negro, convirtiéndolas en pizarrones donde los visitantes podían dejar algún tipo de marca con una tiza, a partir de una consigna que habíamos elaborado para cada piso. Una preguntaba, por ejemplo: “¿Qué museo imaginás para el futuro?”. El caluroso día de noviembre en el que se inauguró la muestra, las salas-pizarra habían quedado preparadas para la intervención del público y el grupo curatorial hizo una visita guiada. Allí ocurrió el primer incidente: Del Río y Tartaglia se apresuraron a borrar algo, que no llegué a leer, y luego a dibujar otra cosa sobre una inscripción que alguien ya había hecho en uno de los pisos. Pero enseguida las leyendas hostiles comenzaron a multiplicarse sobre las paredes: referencias escatológicas, críticas a la curaduría, al museo, comentarios sarcásticos dirigidos al arte contemporáneo.

Obviamente no todas las intervenciones fueron negativas, pero más allá de las habituales diatribas contra el arte contemporáneo percibí algo más sintomático: la comunidad artística de la ciudad, los estudiantes de arte de las escuelas o de la universidad, no se habían implicado con la propuesta de la exhibición. Al leer uno de los textos del catálogo de la exposición, escrito por Nancy Rojas,(1) la tensión se percibía cabalmente: las inscripciones daban cuenta de ese “otro” museo que, más allá de las buenas intenciones curatoriales o institucionales, exhibía, inocultable, su precariedad.

Sugestivamente, Rojas iniciaba el artículo con una cita de María Teresa Gramuglio sobre la crisis del arte contemporáneo a finales de los años sesenta y lo cerraba con otra de Pontus Hultén: “La colección es la espina dorsal de las instituciones; les permite sobrevivir a los momentos difíciles”. Estas transcripciones decían más de lo que ella podía decir directamente: era claro que el Macro vivía “momentos difíciles”. El impulso de este museo fue paradigmático en el campo nacional, estableciendo nuevos modos de gestionar exposiciones, actividades públicas y colección en una institución pública. Su acervo siguió creciendo e hizo que los artistas de todo el país se sintieran parte del nuevo museo. Pero en 2014, a diez años de su creación, ese vínculo entre nuevas institucionalidades, autogestión y actualidad artística parecía roto o, al menos, debilitado.

Aquella colección nacional parecía haber detenido su crecimiento y quedar congelada como instantánea de otro momento. Las inscripciones en las pizarras eran quizás un síntoma más del agotamiento de ese entusiasmo por el arte contemporáneo que había animado tan fuertemente los años 2000.

II

Este ensayo indaga en lo que tal vez sea una respuesta a este malestar de lo contemporáneo, tramada en una serie de relecturas de recordados artistas rosarinos que en su momento recortaron los perímetros de un lugar imaginario, marcado por un ethos localista y retrospectivo. El paisaje convocado es el de la producción artística del presente en relación con los años cincuenta, aunque las líneas cronológicas son difusas. Hito central en esta historia es la conformación del heterogéneo Grupo Litoral, que dio inicio a sus actividades con un manifiesto universalista a principios de la década. Este colectivo abrazó la renovación de las estéticas modernistas procesando sus indagaciones formales sin dejar de traslucir, paralelamente, un vínculo particular con actualizaciones estilísticas en clave regional.

En su composición aparecen algunos de los nombres más conspicuamente citados por las actuales revisiones: Luis Ouvrard, Aid Herrera, Juan Grela, Mele Bruniard o Anselmo Piccoli, entre muchos otros. El Grupo Litoral emergió luego de la declinación de la célebre Mutualidad Popular de Estudiantes y Artistas Plásticos, conformada en torno a la figura de Antonio Berni en los años treinta. La Mutualidad respondía a un programa típico de esa década: encuadrados dentro de una posición política radicalizada, propugnaron un heroico realismo social que pudiese enfrentarse a las fuerzas internacionales del fascismo. La Mutualidad se opuso simultáneamente al academicismo y a la indagación formal del esteticismo modernista, a pesar de haber metabolizado, gracias a la prédica de Berni, las enseñanzas de las primeras vanguardias y los hallazgos compositivos y técnicos que dejó la rauda marcha de Alfaro Siqueiros del país.

El Grupo Litoral actuó de un modo menos programático. Constituido como un grupo de difusión de la producción de sus integrantes mediante exhibiciones, su estrategia consistió en la incorporación de un vocabulario modernizador mientras generaba una plataforma institucional independiente de las estructuras porteñas. Fue precisamente la conjunción de un movimiento de innovación formal y el repliegue hacia cierto regionalismo temático lo que caracterizó la década que casi completó la trayectoria de este grupo. Como apuntó Guillermo Fantoni, la historia de esta heteróclita corriente artística se estrió entre la figuración y la abstracción, entre la innovación y el elogio al oficio pictórico, entre los motivos folclóricos del “hombre y el paisaje” del litoral y una vocación universalista centrada en las indagaciones europeas y norteamericanas, entre el rechazo a la política cultural del peronismo y la interposición de una distancia con la izquierda revolucionaria.

Entre el vanguardismo del realismo social de los años treinta y la neovanguardia rosarina de los años sesenta, el Grupo Litoral ocupa un lugar inclasificable en la historia del arte de la ciudad, y quizás haya sido ese carácter siempre elusivo el que le permitió convertirse en un espacio fértil para múltiples lecturas.(2)

Proyectos de artistas como Marcelo Pombo, Claudia del Río y Santiago Villanueva, desde el 2008 hasta la actualidad, tematizan aquellas figuras olvidadas en algún momento por la historiografía vernácula. El punto de inflexión fue la muestra Nuevos artistas del Grupo Litoral, curada ese año por Pombo en el Macro. La exhibición enlazó la herencia de este grupo con su propia figura y con otras como las de Emilia Bertolé, Raquel Forner o Domingo Candia, alterando y confundiendo las genealogías históricas.

Este movimiento encontró un actor importante en la editorial Ivan Rosado, espacio dirigido por Maximiliano Masuelli y Ana Wandzik. La iniciativa de la editorial rosarina fue nutriendo su catálogo con libros centrados en artistas locales, además de organizar múltiples muestras que celebraron también el legado. En un lapso de casi diez años, estos proyectos reconfiguraron la memoria sobre aquel patrimonio, impulsados por la necesidad de desclasificar ciertos relatos de la historia del arte para constituir un archivo que pueda interpelar las urgencias del panorama actual. A su vez, estos episodios parecen coincidir en estrategias que ponen en crisis las distancias tradicionales entre artistas y curadores, actuando directamente sobre decisiones de exposición, circulación y difusión de aquellos legados. Producir imágenes y hacer ver imágenes se vuelven actividades indiscernibles y porosas.

Esta arcadia litoraleña, resultado de la rememoración, es un sustrato fértil para sucesivas relecturas. Más allá de la entonación nostálgica de algunos casos, establece una serie de estrategias que responde estrictamente a ciertos apremios del presente. En primer lugar, la posibilidad de imaginar un mapa en el que las denominadas periferias puedan reestructurar los relatos globales sobre el arte más cristalizado; en segundo término, la reivindicación de una actividad amateur, autodidacta o retraída frente a perfiles artísticos contemporáneos que parecen comprometidos en un expansivo proyecto profesionalista; finalmente, la constitución de una temporalidad proliferante e intrincada que haga colapsar los resabios de esquemas lineales, causales o progresivos de las narraciones históricas tradicionales.


Mele Bruniard, El espantapájaros, xilografía, 1959.

1 Nancy Rojas, “El almacén del tiempo como laboratorio”, en Federico Baeza et al., Construcción de un museo (cat. exp.), Rosario, Ediciones Castagnino+Macro, 2015.

2 Aquí me remito a dos artículos de Guillermo Fantoni: “Itinerario de una modernidad estética. Intensidades vanguardistas y estrategias de modernización en el arte de Rosario”, en AA.VV., Arte y Poder, Buenos Aires, CAIA, 1993; y “Bajo la estrella de lo nuevo”, en Guillermo Fantoni, La diversidad de lo moderno: arte de Rosario en los años 50 (cat. exp.), Buenos Aires, Fundación OSDE, 2011.

Museo provincial

Marcelo Pombo

I

A mediados de los años ochenta Marcelo Pombo comenzaba a cursar el profesorado especial. Tiempo después tomaba un cargo docente en una escuela de San Francisco Solano, un establecimiento para chicos y chicas con capacidades diferentes. Allí abrazó la idea de la labor-terapia como una epifanía: el trabajo artístico como un cuidado de sí, la promesa de una felicidad sencilla en un aquí y ahora inmediato. Idealizaba a sus estudiantes, sentía que con ellos llegaba a otros niveles de compromiso en su trabajo. Mientras enseñaba continuaba con su producción artística, escamoteando imágenes y materiales de ambos mundos. La escuela y el taller se volvían porosos en su labor cotidiana, los hallazgos que hacía en cada uno de estos espacios se cruzaban hasta hacerse indiscernibles. San Francisco Solano fue la provincial evocación con la que tituló retrospectivamente la célebre serie de trabajos iniciados en 1991. En ellos los motivos de la fiesta humilde, del brillo de la celebración vecinal, de la alegría de la clase trabajadora, se hacían presentes con la candidez cristiana de una parábola.

En esa época Pombo también encontraba insumos de trabajo en vagabundeos que emprendía por el barrio de Once, cerca del Centro Cultural Rojas. Regateaba por lo bonito y lo barato: mostacillas, cuerina, gemas de plástico, papel de regalo, náilon, tachas, moños, stickers, brillantina. Lo fascinaban las vidrieras de ese mercado a cielo abierto, lo interpelaba el gusto y el mal gusto de un imaginario desclasado y marginal pero también colorido y resplandeciente, sentimental y eufórico. Durante los noventa Pombo producía pequeños objetos, posaba entre el ready-made y la artesanía precaria, entre la sacralización y la desacralización de una miríada de materiales de un lujo accesible. De igual modo se había deslumbrado con la nueva televisión. Se interesó particularmente por los programas de Telefé, donde ciclos como El show de Xuxa, ¡Grande, pá! o Videomatch representaban muy bien el nuevo imaginario televisivo del menemismo. Allí aparecía nuevamente su devoción por lo idiota, por cierta ingenuidad apta para todo público. El artista se cuidaba de mostrarse cínico, realmente quería sentir de un modo primario la felicidad que prometían estas imágenes.

II

Pombo viajó por primera vez a Estados Unidos en 1993, a Nueva York, pero recién a comienzos de los años 2000 empezó a afianzar su carrera en la costa oeste norteamericana. Durante esa década había mostrado su producción muy asiduamente, casi una vez por año, entre exhibiciones individuales y colectivas. Los esmaltes se habían vuelto su medio central. En ellos se exponían ambientes psicodélicos e iridiscentes con referencias oblicuas a una historia del arte jalonada por el surrealismo y una extraña yuxtaposición entre abstracción y figuración. Se volcaba hacia una imagen que parecía evocar, en clave un poco irónica, tendencias new age como las del arte visionario. Sin embargo, a casi diez años de cumplir ese ciclo de trabajo, entró en crisis.

En 2008 Pombo estaba trabajando en la exhibición Ornaments in the Landscape and the Museum as a Hotel Room para el Blanton Museum of Art de la Universidad de Texas en Austin, apoyado por su galería de Los Ángeles, Christopher Grimes. La instalación ponía en escena una sala de recepción de hotel que servía como entorno para la exposición de una serie de esmaltes. El impacto del crack financiero en el mercado del arte convirtió a esta muestra en la última del ciclo, no vendió nada. Esta pausa obligatoria le sirvió a Pombo para detenerse y repensar su recorrido. Sentía que hacía diez años no cambiaba su imagen, que había asumido su labor como la de un artesano que inconscientemente produce objetos atractivos. Se autorrepresentaba como un trabajador empeñoso que no podía olvidar sus orígenes provincianos. En ese momento no supo cómo recomenzar su carrera e interrumpió la relación con su galería.

A raíz de la muestra del Blanton, Pombo había podido observar de cerca el acervo de esta institución, una colección que contaba con gran cantidad de artistas autodidactas texanos del siglo XX como Eddie Arning, Mark Cole Greene o el reverendo Johnnie Swearingen. Tal vez pudo acercarse, por ejemplo, a la obra de Arning, uno de los exponentes más significativos de un arte desarrollado por autodidactas en Estados Unidos. La biografía de este granjero de origen alemán es bien conocida.(3) Nació a finales de siglo XIX en una familia que se mudó a Texas cuando tenía sólo seis años. Vivió y trabajó en la granja familiar durante tres décadas hasta que empezó a mostrar conductas destructivas e impulsos violentos que culminaron con un ataque a su madre. Desde ese momento, permaneció durante casi sesenta y cinco años en hospitales e instituciones. A mediados de los años sesenta descubrió sus dotes artísticas, siendo ya un hombre mayor, y en sólo nueve años produjo más de dos mil piezas gráficas sobre papel. Sus primeras producciones mostraban las memorias de su vida rural representada por formas geométricas y figuras simbólicas. Su sentido de la composición y del tratamiento cromático eran asombrosos, también el modo elegante y esmerado con el que trabajaba el pastel consiguiendo una terminación sumamente fina. Diversos objetos que iba recogiendo comenzaron a tener una importancia capital en sus procesos de trabajo: pedazos de madera, metal, telas y, muy especialmente, su colección de anuncios publicitarios que tomaba de distintas revistas que llegaban a sus manos. Este último material estaba compuesto por ilustraciones y anuncios de las publicaciones más populares de los Estados Unidos como Life, Reader’s Digest y Better Homes and Gardens.

En las producciones de Arning la composición era parte de un conjunto de intenciones comunicacionales y asociaciones emotivas que no pueden dejar de verse como un proceso de interpretación e interrogación sobre la cultura visual norteamericana conformada por los medios masivos. Murió después de una larga agonía a principios de los noventa, cuando el interés por su obra se acrecentaba fuertemente: importantes instituciones y colecciones privadas conservan hoy el trabajo de este lector del imaginario popular norteamericano. En contacto con casos así quizás a Pombo se le hizo palpable la existencia de un arte provinciano y amateur omnipresente, tal vez hasta pudo sentir cierta identificación con este tipo de trayectorias. En Estados Unidos pudo observar aquellos recorridos intrincados, lejanos al mapa de las vanguardias. Se fascinaba con estas imágenes conservadoras, populares, plebeyas, se le hacía muy palpable este territorio localista que se encontraba paradójicamente difuminado de modo global.

III

En 2008, plena crisis financiera global, mientras se cuestionaba incesantemente sus modos de trabajar, Pombo recibió una invitación del Macro para hacer una muestra. Tuvo una intuición general: quería repensar la manera en que se construye la historia desde identidades periféricas, localistas, marginales, como las del arte argentino. Precisaba cambiar sus métodos, no quería hacer con sus propias manos como un artesano, sino entregarse a otro tipo de tarea. Pidió que lo asistiesen en la investigación del acervo del museo, cuyos depósitos en esa época aún estaban en proceso de organización. En el contexto de este desorden de la colección, sentía que había descubierto un antiguo tesoro. Conocía muy poco sobre todo aquello que veía en ese lugar. Sin referencias, lecturas o experiencias previas, comenzó a descubrir una serie de obras que aparecían en la colección: una cabeza tallada en madera de quebracho de Stephan Erzia, una pintura en pastel de Emilia Bertolé, una escultura vaciada en bronce de Naum Knop, una pintura de Raquel Forner que le parecía extrañísima, una pequeña figura en madera de Juan de Dios Mena. Paralelamente, Pombo comenzó a reconstruir el itinerario del Grupo Litoral y a reparar en la trayectoria de los artistas que lo integraron y de otros, allegados a ese círculo, como Pedro Giacaglia, Carlos Uriarte, Luis Ouvrard, Aid Herrera, Juan Grela, Mele Bruniard o Anselmo Piccoli. De todos ellos expondrá obra en la exhibición que fue el resultado de estas pesquisas iniciales: Nuevos artistas del Grupo Litoral.

Se trataba de un proyecto urgente y de concreción sencilla. Aun así, le abrió una nueva y fructífera perspectiva. El gesto fue simple: colocó dos pequeños esmaltes suyos junto a la selección de obras que fue descubriendo. Utilizó una operación similar a la de su muestra en el Blanton Museum, generando una instalación a partir de algunos elementos puntuales: en el techo había colgado lamparitas que evocaban un salón municipal y los epígrafes de la sala habían sido escritos a máquina, aludiendo a condiciones de exhibición alejados de los estándares habituales del circuito del arte contemporáneo.

En ese momento comenzó a ver su propia obra de otro modo: percibía que inconscientemente había transitado un camino similar al de estos artistas. Se trataba de una combinación excéntrica de abstracción y surrealismo que le parecía muy propia de diversas modernidades periféricas. De algún modo, estaba reinscribiendo su propio trabajo en una tradición, una serie de filiaciones surgidas más de las distancias que del contacto directo, más por hallazgos retrospectivos que por encuentros concretos. Percibía que se trazaban vinculaciones con un dilatado mapa de un arte provinciano sin fronteras precisas. En sus esmaltes advertía esquemas propios de la abstracción geométrica insólitamente asociados con líneas surrealistas visionarias.

Como en la producción de diversos artistas autodidactas o marginales, Pombo reconocía en su propio trabajo elementos modernistas procedentes de la alta cultura con procedimientos visuales propios de imaginarios populares desclasados. Se le hacía evidente una característica recurrente, tanto en su obra como en la de los otros: el ejercicio de cierto pop con resabios conservadores. En los comienzos de su carrera, ese elemento retardatario había estaba asociado a la devoción por formatos objetuales con los que volvía a sacralizar el estatuto de obra frente a la desmaterialización neoconceptualista. Lo conservador siempre fue para él una marca importante y amada, casi una objetivación de su procedencia social.

IV

Self-taught artist, folk art, outsider art, visionary art son algunos de los términos que conjuraron desde los años noventa un poderoso movimiento tanto institucional como comercial en la escena artística norteamericana.(4) Dos exhibiciones fueron hitos de este movimiento: Self-Taught Artists of the 20th Century, organizada por el Museum of Folk Art de Nueva York en 1998, y Spirited Journeys, desarrollada en 1997 por la Archer M. Huntington Art Gallery en Austin, ahora Blanton Museum of Art. Estas exposiciones se encontraron entre algunos de los emprendimientos más relevantes enfocados en las trayectorias de artistas marginales, populares, autodidactas, “locos”, que se habían desarrollado por fuera de los cánones institucionales hasta ese momento, y que ahora parecían ocupar una parte importante de la agenda de museos y galerías. La década de los ochenta había preparado el terreno para esta expansión: la definitiva fractura de los principios estéticos alto-modernos, el multiculturalismo y el feminismo permitieron hacer visibles desde una nueva perspectiva estas producciones cercanas al mundo de la artesanía y las artes decorativas.

Según Elizabeth Manley Delacruz,(5) la historia del crecimiento del outsider art en los Estados Unidos puede sintetizarse en un itinerario de casi ochenta años que se expande vertiginosamente en los últimos veinte. A mediados de los años treinta el folk art ya había comenzado a recibir la atención de críticos e historiadores del arte. Las exhibiciones de artistas norteamericanos folclóricos producidas en el Newark Museum y en el MoMA fueron centrales. En este último caso es interesante señalar las afinidades entre las indagaciones modernistas y las trayectorias de aquellos artistas populares que se ponían en primer plano; la muestra subrayó el vínculo entre modernismo y primitivismo.

En la posguerra, cuando el expresionismo abstracto se instauró como movimiento hegemónico, el campo artístico norteamericano intentó formar parte de la escena internacional. En ese contexto, el folk art fue visto como una tradición poco sofisticada y difícil de asimilar a la escena contemporánea. En los años sesenta y setenta, renacido el interés, la escena del outsider art proveyó una línea divergente a las poderosas tendencias de Nueva York. Grupos como Chicago Imagists se vieron fuertemente interesados en las representaciones del folk art: comenzaron a estudiar expresiones artísticas nativas de culturas distantes, a coleccionar diversas piezas en torno al urban folk art y a exhibir sus propias obras junto a las de otros artistas marginales a quienes difundían. En la siguiente década el imaginario del outsider art siguió ofreciendo una alternativa a los trends de la escena neoyorquina: frente a las derivas impersonales del minimalismo y el conceptualismo, diversos grupos de jóvenes artistas indagaron en las tradiciones folclóricas, los arquetipos aborígenes, la iconografía visionaria y la inspiración intuitiva. Finalmente, desde los noventa, las muy distintas producciones agrupadas bajo la denominación genérica y ambigua de outsider art alcanzaron no sólo reconocimiento institucional e interés del campo artístico profesional, también se encontraron con un mercado proliferante que se estructuraba por medio de galerías y ferias especializadas.

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94 s. 7 illüstrasyon
ISBN:
9789878388106
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