Kitabı oku: «El Precio Del Infierno», sayfa 2
V
Stefano Zamagni no vivía en Bologna; allí solo tenía un apartamento de una habitación que utilizaba cuando debía quedarse en la ciudad por motivos de trabajo.
Su lugar de residencia era San Lazzaro di Savena, una pequeña ciudad en las afueras. San Lazzaro era bastante tranquila, al menos así se lo parecía a Stefano. Se extendía durante casi tres kilómetros a lo largo de la vía Emilia y tenía aproximadamente unos treinta mil habitantes, incluyendo las distintas aldeas.
Stefano vivía en la avenida de la Repubblica.
San Lazzaro di Savena era la clásica ciudad en que se sabía todo de todos, o casi, sobre todo del recién llegado, que en este caso era justamente él.
Todos sus conciudadanos estaban muy felices de haberlo conocido dado que era un excelente policía, por lo que se decía por ahí. En especial la señorita Emma Simoni, su vecina de edificio y de puerta.
Cuando se lo encontraban por la calle todos le agradecían lo que hacía por la ciudad. A veces, si desaparecía durante un período de tiempo por cuestiones de trabajo, a su vuelta la gente sentía curiosidad por la razón de su ausencia. Y él respondía dentro de los límites de lo posible y de lo permitido.
Si sabía que Stefano estaba en casa Emma lo invitaba enseguida a tomar una taza de té o incluso a comer. Su especialidad eran las pizzette a base de beicon y tomate fresco. Naturalmente a él le gustaban mucho.
Desde que Stefano se lo había dicho ella le daba siempre una docena en una pequeña caja de plástico azul. A veces Stefano llevaba unas pocas a la comisaría de policía de Bologna. También Alice, en cuanto se comió una de ellas, se enamoró de aquellas exquisiteces.
Cuando tenía problemas con su pistola de calibre 38, Stefano se pasaba por la armería de Antonio Pollini, en vía Mezzini, que estaba en la otra parte de la avenida de la Repubblica. El señor Polloni era un hombre no muy alto con el pelo corto y perilla.
Al poco tiempo de residir en San Lazzaro Zamagni se había hecho amigo también de Luigi Mazzetti, propietario de la ferretería de modestas dimensiones justo enfrente de su casa.
Se había dado cuenta que vivía en una hermosa ciudad fuera del caos, decía é, y estaba muy contento por ello.
No podía vivir en una ciudad superpoblada como Bologna, así que se había puesto a buscar algo más tranquilo y finalmente lo había encontrado.
Alice y Stefano llegaron a casa de ella.
–Vamos a la cocina –dijo Alice.
Se dirigieron ambos hacia la frase que Alice le había recordado a Stefano en la comisaría.
De manera asombrosa….había desaparecido.
Ya no estaba. Se había desvanecido en la nada.
Alice no sabía explicárselo. Estaba perpleja y si no la hubiese visto con sus propios ojos no se lo habría creído.
–Te prometo que estaba –dijo Alice.
– ¿Estás segura de no haberte equivocado? Quizás has dormido poco esta noche y estás cansada.
–Estoy segura al doscientos por cien –respondió Ally.
–En mi opinión harías bien en tomarte unos días de descanso –le dijo Stefano.
–Te he dicho que estoy segura, es más, segurísima. Te prometo que esta mañana estaba. Era justo aquí donde estamos nosotros dos –repitió convencida la muchacha.
–De acuerdo, imaginemos que tienes razón. ¿Pero cómo explicas el hecho de que ya no esté? –preguntó Stefano con curiosidad.
–No sabría qué responder. La desaparición de la frase también me asombra, así que no sé qué decirte –respondió Alice.
–Yo ahora me marcho, descansa un poco.
Alice asintió.
Stefano salió y ella fue a tumbarse en el sofá del salón. Pasados veinte minutos desde que se había quedado sola…sonó el teléfono.
– ¿Di…? –Alice no terminó la palabra y colgó.
Tenía miedo de que fuese de nuevo aquella voz. Que fuese de nuevo la Voz.
¿Y si no hubiese sido la Voz sino alguien que la necesitaba?
No sabía responder.
Se tumbó de nuevo en el sofá y poco después sonó de nuevo el teléfono.
¿Qué debería hacer? ¿Responder? ¿Esperar a que dejase de sonar? Era un bonito dilema
Después de unos segundos de dudas decidió responder.
– ¿Diga?
–Encontrémonos…decídete. No tengas miedo. No debes tener miedo.
– ¿Quién eres? –preguntó ella.
–Nos conocemos bien, yo diría más…muy bien…
– ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
–Eso no importa.
Alice colgó el teléfono de nuevo.
Nos conocemos muy bien. Encontrémonos. A la mierda. Sea quién sea es un capullo tocapelotas. ¿Quién es? ¿Qué carajo quiere de mí? A la mierda. No puede seguir tocándome las narices de esta forma. Si me entero de quién es y lo encuentro, le parto el culo. Vete a la mierda, imbécil. Así te murieses en este momento, maldito cabrón. Si no me dejas dormir esta noche juro que te busco y no paro hasta tenerte frente a frente, y luego te descargo en medio de los huevos un cargador entero, y si no llega, le disparo uno detrás del otro. Vete a la mierda.
Era casi de noche. Quiso comer un poco, así que se fue a la cocina. Abrió el frigorífico y sacó un poco de aquellas exquisitas pizzette de Emma Simoni que le había llevado Stefano de San Lazzaro esa mañana. Quizás eso le hubiera subido la moral durante un momento si no hubiese visto…aquella frase. Aquella jodida frase.
Era idéntica a la del día anterior.
¡Nos veremos!
¡Seremos felices juntos!
Estaba todo en el mismo orden que el día anterior, una frase idéntica en todo, sin ninguna diferencia.
– ¡Stefano! –gritó Alice tan fuerte que casi se queda sin voz.
Llegó hasta el teléfono y llamó a la comisaría esperando encontrar allí al compañero.
Por desgracia, para ella, la telefonista del departamento de homicidios dijo que él ya se había ido a casa y que regresaría al día siguiente.
Alice comenzó a despotricar contra su mala suerte y pensó que quizás lo encontraría en el apartamento de Bologna. Llamó a ese número pero él no estaba; entonces debería estar en San Lazzaro. Debía encontrarlo a toda costa. Lo necesitaba con urgencia para contarle lo que había sucedido. Pero, ¿cómo encontrarlo?
Sólo sabía que vivía en San Lazzaro di Savena pero no conocía ni la dirección ni el número de teléfono ni nada más que pudiese ayudar a encontrarlo.
Sin embargo debía descubrir la manera de hacerlo. Cualquier maldito modo, con tal de hallarlo.
Seguramente no conseguiría dormirse pero lo intentó. Había pasado ya más de media hora y ella no se había dormido, entonces decidió levantarse.
Debía encontrar a Stefano Zamagni y, a su tiempo, juntos localizarían a Santopietro.
Desvelada subió al coche y partió para San Lazzaro di Savena.
La carretera estaba oscura pero, de todas formas, concurrida, quién sabe porqué. Quizás había alguna fiesta en Bologna. Quién sabe. Pero…
No se rompió más la cabeza y se concentró en conducir, esquivando a los imprudentes que viajaban a una hora tan tardía.
– ¡Imbécil, mira por dónde vas! –gritó.
Y luego frases como: no te eches encima, gilipollas, quédate en tu sitio, o, imbécil deja de conducir y vuelve a casa. Esta la forma en que se producen los accidentes.
Estaba encolerizada con todos y con todo, siempre debido a aquel tipo que le llamaba casi de noche, nunca de día.
– ¡Me cago en la puta, mantente en tu sitio! –continuaba gritando.
Casi había llegado a San Lazzaro. Faltaban sólo tres kilómetros, por suerte.
Pasó el cartel con la frase SAN LAZZARO DI SAVENA a las once de la noche.
Estaba exhausta por el viaje aunque había sido muy breve.
No sabía exactamente en qué calle vivía Stefano Zamagni, así que pensó en preguntar a alguien que lo conociese. Fue al bar de la vía Carlo Jussi en el cruce con la vía Reggio Emilia que a esa hora era el único todavía abierto.
Detrás de la barra había colgadas algunas frases como: Come acá el mejor aperitivo que hay, Bebe con nosotros aunque comas con otros, Una bebida excepcional tus problemas despejará.
Alice intentó encontrar al propietario para saber si conocía a la persona que estaba buscando. Vio a un hombre barbudo a la izquierda y decidió que quizás era la persona que la podría ayudar para encontrar a Stefano Zamagni.
– ¿Sabría también decirme dónde vive? –dijo ella.
– ¿Por qué motivo quiere saberlo?
–Porque necesito desesperadamente verlo.
El hombre no dijo nada.
–Entonces, si puede decirme dónde encontrarlo.
–En San Lazzaro…claro.
–En qué calle, quería decir.
– ¡Ah…! –el hombre dudó –En Avenida de la Repubblica –dijo.
–Gracias por la información –dijo.
Y añadió para sí misma: Gracias, graciosillo de mierda.
–En San Lazzaro…naturalmente. ¡Que te den!.
Alice salió.
Se puso a buscar la calle que le había dicho aquel hombre. Después de cinco minutos, vio a la izquierda el cartel: calle Carlo Jussi. Justo la que buscaba. En el primer edificio vio el apellido de Stefano en un cartelito cerca de los timbres del portero automático.
Pensó en llamar aunque era consciente de lo tarde que era.
Le respondió una voz ronca y soñolienta.
–Stefano, soy Alice.
En ese momento Stefano se quedó asombrado, luego lo entendió.
– ¿Qué necesitas? –dijo.
–Necesito hablarte urgentemente.
–Justo ahora. Es tarde. Son… es medianoche. ¿Qué haces a estas horas por San Lazzaro?
–Debo hablarte. Déjame subir, por favor –dijo
Stefano la dejó entrar.
VI
El vestíbulo del edificio era bastante amplio, con las paredes recién pintadas y una lámpara halógena en el techo. Las escaleras eran de mármol gris con un pasamanos de madera clara, quizás de bastante calidad para un chalet.
Alice concluyó que Stefano vivía de manera lujosa.
Subió al segundo piso y vio a la derecha una puerta abierta y a un hombre en el umbral. Comprendió que aquel debía ser su compañero de trabajo y se dirigió hacia él.
Stefano la condujo hasta el salón y la hizo sentarse en una butaca con apoyabrazos taraceados. Alice echó un ojo a todo el piso.
– ¿Cuánto te cuestan todos estos lujos? –le preguntó.
– ¡Oh…no demasiado! lo tengo alquilado por cien euros al mes –respondió él.
– ¿Cien…? –dijo Alice.
–Euros al mes. Sé que se trata de una cifra irrisoria, también yo me quedé de piedra cuando el propietario me lo dijo. Bueno, vamos al grano, dime el motivo por el cual me has despertado a estas horas de la noche.
–Bueno…me ha telefoneado otra vez esa persona, es decir…esa Voz. Y no es todo. Ha vuelto a aparecer aquella frase en el suelo de la cocina –dijo ella.
– ¿Otra vez? ¡Entonces no estabas loca cuando he ido a tu casa!
–Tú no lo creías.
–Me debía convencer. ¿Quieres un café?
–No gracias. No quiero ponerme más nerviosa de lo que ya estoy.
–Como quieras –dijo él.
–Quería preguntarte una cosa, si no te molesta.
–Escupe.
– ¿Podría quedarme aquí por un tiempo, por lo menos hasta que no encontremos a ese tío? ¡Tengo miedo! ¡Me muero de miedo! No obstante te juro que si lo encuentro le hago pasar las ganas de romper los cojones a la gente. ¡Maldito hijo de puta!
–De acuerdo. Pero ahora cálmate y verás cómo lo encontraremos –le dijo acompañándola al dormitorio. Tú podrás dormir aquí –dijo.
Ella apoyó la cabeza en la almohada y se quedó dormida inmediatamente en un sueño reparador que duró hasta las ocho de la mañana siguiente sin ni siquiera ninguna interrupción.
Hasta las ocho no escuchó la Voz y fue muy feliz.
Alice se levantó preguntándose como iría la investigación en Bologna. Le gustaría haber tenido noticias…y buenas, por lo menos por una vez. Cuando Stefano se despertó, desayunaron juntos.
Alice había preparado un poco de café y algunas galletas integrales que, después de probarlas, las había encontrado exquisitas. La mesa estaba preparada.
–Muy buenas estas galletas –dijo Alice – ¿Dónde las has comprado?
–Bueno…en el supermercado al final de la calle. Justo la semana pasada he conocido al propietario. Se llama Lucio…ah, Tabellini. Ha sido él quien me ha aconsejado estas galletas. Ha dicho que las han puesto a la venta hacía poco y se venden volando. Ha tenido que hacer otro encargo inmediatamente porque las había terminado casi enseguida –explicó Stefano.
– ¿Cómo se llaman? Uncle Fred’s Scones…quién sabe si no se encuentran también en Bologna –dijo Alice.
Se comió una docena, de lo buenas que estaban.
Cuando acabaron el desayuno pensaron en lo que iban a hacer.
Stefano Zamagni dijo a Alice que ella ahora estaba demasiado nerviosa a causa de aquellas malditas llamadas telefónicas nocturnas y que sería mejor que se quedasen juntos en San Lazzaro di Savena, ella para estar alejada de aquella Voz amenazadora, él para protegerla. Telefonearían a la comisaría para decir que estarían ausentes durante unos días y que proseguirían la investigación desde donde se encontraban y yendo a Bologna sólo en el caso de que fuese necesario.
El capitán estuvo de acuerdo.
Ahora, Stefano Zamagni quiso enseñar San Lazzaro a Alice para que conociese mejor el lugar y sus habitantes. Comenzó con Emma Simoni, su vecina de edificio. En cuanto llamaron fue a abrir.
Vestía unos pantalones vaqueros y una camiseta multicolor. Decía que se sentía joven a pesar de la edad. Les quiso invitar a unas pizzette de las que solía hacer. Alice ya las conocía ya que Stefano Zamagni le había llevado alguna a comisaría, y las tomó con muchísimo gusto.
Emma era feliz de tener huéspedes inesperados porque se estaba muriendo de aburrimiento.
Stefano le presentó a Alice y le dijo porque estaba allí con él, dado que la agente de Scotland Yard vivía en un piso en Bologna.
–Comprendo –dijo la mujer volviéndose hacia Alice.
–Es un mal momento para mí –dijo la colega de Stefano Zamagni –Espero que pase pronto.
El policía decidió despedirse de Emma para poder seguir el recorrido de reconocimiento de San Lazzaro di Savena junto con Alice, que, mientras tanto, había comenzado a ambientarse.
Stefano Zamagni acompañó a Alice Dane a donde estaba el señor Mazzetti, en la ferretería de la otra parte de la calle.
La puerta de la entrada tenía cristales con una tonalidad ahumada montados en madera con un estilo antiguo que llamó particularmente la atención de Alice.
Cuando los dos entraron, el dueño estaba atareado arreglando un pequeño objeto de forma alargada.
–Buenos días, Luigi –lo saludó Stefano Zamagni – ¿Cómo estás?
–Bien, gracias. No hay muchos clientes a esta hora, de todas formas ya estoy habituado –respondió el hombre. – ¡Oh! ¿Y quién esta bella chavala que va contigo, Stefano? –continuó, esperando una respuesta.
–Es verdad, Luigi, te presento a Alice. Es una nueva compañera de trabajo que ha venido a San Lazzaro di Savena –dijo Stefano viendo una sonrisa en los labios de Mazzetti.
–Encantada de conocerle –dijo Alice.
–El placer es mío –respondió Luigi mientras terminaba de arreglar aquel extraño objeto que todavía tenía entre las manos.
Dado que se había hecho tarde se quedaron muy poco tiempo en el negocio, a continuación salieron y se fueron al supermercado, donde hicieron una breve parada para saludar al propietario Lucio Tabellini y a la cajera Jessica Mareschi. Antes de salir Alice felicitó al dueño del negocio por la excelente elección de esas galletas que había comido en casa de su colega esa misma mañana.
Tabellini se lo agradeció de corazón y le aseguró que continuaría pidiendo el producto.
Mientras se estaba dirigiendo hacia la vía San Lazzaro Stefano se volvió hacia Alice.
–Ahora te presentaré al alcalde de San Lazzaro. Se llama Giovanni Bulleri.
La vía Emilia Levante podía ser considerada la calle más importante de San Lazzaro di Savena y en ella se encontraba el Ayuntamiento.
El edificio destinado al consistorio tenía tres pisos con grandes ventanales que estaban protegidos por rejas grisáceas que hacían parecer el ayuntamiento como una prisión, si no hubiese sido por el hecho de que tenía ventanales en vez de las clásicas ventanitas de diez por quince centímetros, como máximo, que tienen las prisiones del Estado.
Alice y Stefano entraron en el edificio y los pasamanos de madera taraceada atrajeron de inmediato la atención de ella. Subieron las escaleras y llegaron hasta un panel en el primer piso, justo en el centro de la pared de la izquierda. Allí estaba representado el esquema de cada una de las oficinas presentes en el edificio. En el centro del panel estaba escrito en letras mayúsculas OFCINAS y justo debajo PRIMER PISO, INT. 1 REGISTRO CIVIL, INT. 2 OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS, SEGUNDO PISO, INT. 3 LIMPIEZA URBANA, TERCER PISO, INT. 4 ALCALDE Y SECRETARÍA, INT. 5 OFICINA DE SEÑALIZACIÓN DE CARRETERAS
Los dos policías subieron al tercer piso y, una vez llegados, vieron la puerta de la izquierda con el letrero ALCALDE y llamaron a ella.
Les abrió una muchacha con una camiseta roja y puños color dorado y un par de pantalones color beige.
–Buenos días. ¿Qué desean?
–Querríamos conocer al alcalde.
– ¿Tenéis una cita?
–No –respondió Zamagni –pero tenemos esto.
–Sentaos, por favor –dijo la secretaria al ver el distintivo de la policía –lo llamo enseguida.
Los dos se sentaron en butacas de piel suave y esperaron a que llegase.
Después de unos minutos se presentó ante ellos un hombre de unos cincuenta años.
– ¿Querían verme? –preguntó el hombre.
–Sí. Somos…
–Sí, lo sé –lo interrumpió Bulleri.
–Perfecto. Quería presentarle a mi amiga Alice Dane.
– ¡Claro! Entrad.
La oficina del alcalde era bastante amplia con cuadros en todas las paredes que daban un toque de elegancia al lugar.
Bulleri les ofreció un cigarro puro.
–Son de calidad. Vienen de La Habana.
Stefano Zamagni lo aceptó, aunque no había fumado ninguno antes, Alice le agradeció la invitación y se excusó diciendo que no soportaba el humo. En realidad lo odiaba.
Cuando Stefano acabó de saborear el buen cigarro cubano, sin encenderlo, los dos se despidieron del Primer Ciudadano y salieron de la oficina y del ayuntamiento.
Mientras tanto ya había atardecido. Habían transcurrido el día entero entre las calles y los lugares de San Lazzaro di Savena
VII
Alice Dane y Stefano Zamagni volvieron a entrar en el piso de San Lazzaro di Savena y pensaron en llamar a la comisaría de policía de Bologna para saber si habían descubierto alguna información interesante para ellos que podría servir para inculpar de una vez por todas a aquella persona con aquel bonito nombre de Daniele Santopietro. Quién sabe…
–No hemos tenido más noticias al respecto, lo siento –respondió la telefonista.
Zamagni se lo agradeció con un poco de amargura y disgusto que le rozaba la garganta.
En cuanto colgó el auricular el inspector esperó a que la compañera saliese del baño para darse una veloz y relajante ducha.
Después se sintió realmente mejor.
Comieron algo rápido de preparar y juntos pensaron en la manera de conseguir encontrar a su sospechoso, pero no sabían por dónde comenzar. Si era verdad, como había dicho la telefonista, que no habían tenido más noticias, quizás era verdad también que Santopietro no se encontraba ya en el piso de enormes dimensiones en vía Saffi que había registrado Alice Dane algunos días atrás. Pero entonces, ¿dónde podría estar? No sabían cómo responder a esta pregunta. La mente de ambos estaba a oscuras con respecto a esto y por el momento no tenían ni la más remota idea de cómo podrían esclarecerlo.
¿Dónde encontrarían la respuesta? ¿Una de las muchas respuestas? Pero… ¿Dónde habría acabado Daniele Santopietro? ¿Quizás alguien lo había matado por motivos personales de venganza por lo que había hecho a algún familiar? ¿Y a quién pertenecía aquella voz (la Voz) que todas las noches después de que Alice hubiera visitado al querido (¿difunto?) Santopietro por el atraco la molestaba con una frase para nada simpática Nos conocemos?
Quién sepa responder que de un paso adelante pensó Stefano. Tenía la mente que le echaba humo y lo mismo le sucedía a su compañera. Finalmente Alice y Stefano decidieron olvidar el tema por ese día e irse a dormir, esperando conseguirlo.
Mientras tanto en Bologna la investigación sobre el caso continuaba. A ciegas, pero continuaba.
El capitán del departamento de homicidios, Giorgio Luzzi, había encargado al agente Finocchi ir a vía Saffi para descubrir si alguien había visto alejarse a Santopietro, quizás con una cierta prisa. Marco, este era su nombre de pila, salió de la comisaría, subió al coche de policía y se puso en marcha hacia vía Saffi. El coche tenía las luces intermitentes y la sirena apagada.
Marco Finocchi estaba en su primera misión de importancia: había llegado a Bologna hacia unos dos años pero formaba parte del cuerpo de policía de esta ciudad sólo desde hacía cinco meses. Antes había trabajado en Milano.
Se había mudado a Bologna porque Milano era demasiado caótica y confusa para sus gustos tranquilos y había encontrado un piso no muy lejos de la comisaría y a un costo no demasiado alto: unos ciento cincuenta euros al mes. Cerca de casa había conocido, poco después de haber llegado a la ciudad, a Elisabetta Moro, se había enamorado de ella inmediatamente y ella le había correspondido. Aquel día había sido uno de los más bellos de su vida y enseguida habían decidido prometerse y, con el paso del tiempo, quizás se casasen.
Así que decidieron ir a vivir juntos, ya que ella era una visitante en Bologna. Ella llamó a la madre que consintió sin dudarlo. Hacía años que deseaba que Elisabetta encontrase su alma gemela.
Marco Finocchi llegó a vía Saffi y apagó el motor del coche y las luces azules.
Con la pistola en la cartuchera del uniforme se encaminó por la calle. El capitán Luzzi le había dado un sobre de pequeñas dimensiones que contenía la foto de Daniele Santopietro. El agente la sacó del sobre de plástico rojo. Como era habitual se catalogaba a los sospechosos en cada sección de la policía, debajo de la cara de matón de Santopietro había una franja negra con la frase COMISARÍA DE POLICÍA y debajo un número de catalogación 3347820A.
Finn, este era el nombre abreviado que le habían dado al agente desde hacía dos meses, comenzó a mostrar la fotografía a todos los peatones que encontraba en la calle, parándose incluso en las tiendas, pensando que una persona que estaba normalmente en aquella calle, como podía ser un comerciante, hubiese podido tener la posibilidad de verlo pasar o incluso de verlo entrar en su propio negocio.
Todas las personas a las que había preguntado le habían respondido moviendo la cabeza, haciéndole entender automáticamente que no lo habían visto ni siquiera por el rabillo del ojo.
Marco Finocchi había perdido toda esperanza de encontrar algo interesante en aquella calle cuando, finalmente, halló a un hombre que consiguió decirle algo.
–Buenos días –dijo Marco – ¿Ha visto por casualidad días atrás a esta persona? –preguntó mostrando por enésima vez la foto de Santopietro.
–Mmmm…veamos…oh, sí. Cierto, lo vi el otro día. Subió a un auto extraño y partió a gran velocidad, desde aquel edificio –respondió el hombre.
El agente reconoció en el edificio aquel que le había descrito el capitán Luzzi, aquel en el que había entrado Alice Dane el día en el que vio a Santopietro la primera y última vez en su vida.
Una pizca de alegría apareció en la cara delgada de Marco Finocchi: había cumplido la misión y ahora podría volver orgulloso a la comisaría a contar la noticia, quizás un poco mísera, al capitán. Subió al coche, puso la primera marcha y partió.
Marco llegó a la comisaría, aparcó el coche en uno de los puestos disponibles para la policía, apagó el motor y entró en el departamento de homicidios.
En cuanto cruzó la puerta de entrada la telefonista de turno Francesca Baffetti, lo saludó con un gesto de la mano derecha que llamó su atención. Marco Finocchi le devolvió el saludo y se dirigió hacia la puerta de la oficina del capitán.
–Buenos días, capitán –saludó el agente.
–Buenos días, Finocchi –respondió Giorgio Luzzi, luego continuó –No es nuestro terreno pero, ¿has encontrado algo que nos pueda valer para resolver este maldito caso de atraco?
–Sí. Un hombre lo ha visto irse a buena velocidad por la calle.
–Bien, deberemos decírselo a la Sección de Robos.
–Ahora debo ir de patrulla –dijo el agente, a continuación se despidió del capitán y salió para volver al trabajo.
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