Kitabı oku: «Tiempos felices», sayfa 5
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Un sentimiento parecido era el que estaba sintiendo Sigfrido del Río y Villescas. Estar tumbado en una cama completamente desnudo, con los brazos y las piernas atados, formando una equis simétrica al estilo Hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci mientras miraba hacia el techo lo situaba en un contexto un tanto contradictorio. De vez en cuando fijaba su atención en la puerta de la habitación donde se encontraba. El juego de «adivina quién viene a cenar» solía excitarle, pero al paso que iba la cena se enfriaría y hasta se echaría a perder. Se preguntó por qué estaba tardando tanto. Para ponerse un puñetero disfraz de lo que fuese no era necesario emplear todo el día. Aunque la última vez, con Catwoman y su látigo domesticador, había tenido que esperar más de la cuenta hasta que alguien se acordó de que él se encontraba en la sala cuatro y no en la sala dos, donde otro hombre pedía ayuda para que sacaran de su habitación a aquella loca que trataba de arrancarle la piel a tiras. Y es que no todo el mundo estaba preparado para esa clase de emociones. Sigfrido, en cambio, sí disfrutaba con algún que otro latigazo de vez en cuando. De hecho, tras probar una de esas sesiones había tenido la sensación de que la circulación sanguínea era mucho más fluida, lo que le llevó a pensar que la medicina debía emplear el método del látigo como un remedio eficaz para luchar contra el colesterol.
En cualquier caso, Sigfrido solo quería pasar una hora de terapia reconstituyente. Le gustaba emplear esa palabra porque tenía relación con la política. Y es que la vida como diputado no era nada sencilla y muchas veces era necesario recurrir al ocio más extremo para mitigar las tensiones laborales. Cuando hablaban de la erótica del poder, probablemente se referían a eso mismo.
—Hola, nenito —dijo de pronto una voz que le resultaba particularmente familiar.
Al bajar la mirada y fijarse en la persona que acababa de entrar en la habitación estuvo a punto de lanzar un grito desesperado. Frente a él había una mujer, o al menos supuso que debía de serlo a juzgar por sus prominentes pechos y sus anchas caderas. Iba embutida, y este término era el más adecuado, en un traje de cuero color rojo chillón, tan chillón que no solo afectaba a los ojos, sino también a los oídos. Aquel rojo era tan brillante como los faros traseros de un coche. Y por si aquella horrible visión no fuese razón suficiente para lanzarse al vacío desde un octavo piso, la mujer ocultaba su rostro tras una máscara de goma, cuya pequeña abertura en la boca dejaba al descubierto una sonrisa maliciosa que le pareció inquietante.
—¿Ya me has reconocido, viciosillo? —dijo la mujer mientras se acercaba a él con una porra de plástico de aproximadamente un metro de longitud.
Sigfrido cerró los ojos mientras luchaba en vano por zafarse de las cuerdas que lo mantenían inmovilizado. No podía creer lo que estaba viendo.
—No sé qué estarás tramando, maldita zorra —dijo tras haber reconocido la voz de su mujer—, pero ya puedes ir olvidándote de…
—Vamos, vamos, nenito —le interrumpió Katy, apuntándole con la porra—. Yo solo pretendía darte una sorpresita, cariño. Además —decía mientras blandía el arma muy cerca de la nariz de Sigfrido—, te aconsejo que cuides ese vocabulario. No creo que estés en condiciones de provocar la ira de Satánica.
—¡Pero qué Satánica ni qué hostias! —exclamó Sigfrido con los ojos inyectados en sangre—. Suéltame o te juro que le diré a todo el mundo que eres una zorra depravada.
—¿De veras? —dijo Katy, tratando de colocar su móvil sobre una mesita cercana.
—¿Y ahora qué cojones haces? —preguntó Sigfrido, espantado ante lo que estaba suponiendo—. No se te ocurra grabarme, hija de puta. Te juro que…
—¿No crees que ya has jurado suficiente, cariñito? —volvió a interrumpirle su mujer mientras ponía en funcionamiento el contador de la cámara de fotos—. ¿Lo tuyo no es más de prometer? Al menos yo te oí prometer tu cargo como diputado. Ah, espera. A lo mejor resulta que lo has olvidado.
—¿Cómo voy a olvidar que lo soy? ¿Es que te has vuelto loca? ¡Ni se te ocurra subirte encima!
—Ya sé que no lo has olvidado, pimpollo —dijo Katy, ya subida sobre Sigfrido y preparada para el flashazo—. Esta la quiero para el recuerdo. Sonríe, mi amor.
Y tras decir esto, una luz brillante iluminó fugazmente la habitación.
—¿Qué pretendes con todo esto? —quiso saber Sigfrido, sintiendo un sudor frío en su frente y siendo incapaz de controlar su agitada respiración. La perspectiva de que su propia esposa podía estar planeando un chantaje le dejaba sin aliento—. Puedes hundir mi reputación, pero te aseguro que tú caerás conmigo.
—No, nenito. Creo que no estás viendo este asunto desde el ángulo adecuado. Lo que estoy haciendo es relanzar tu carrera. Solo voy a darte un pequeño empujoncito.
—¿Empujoncito para que caiga en la tumba?
—Relájate, anda, que ahora viene lo mejor.
Sigfrido se estremeció. ¿Cómo que ahora venía lo mejor? ¿Acaso iba a haber fuegos artificiales? Tal vez se le hubiese ocurrido llamar a los periodistas para dar una rueda de prensa en aquel mismo lugar. Ya que su mujer parecía haber perdido la cabeza, cualquier cosa podía ser posible.
Cuando Katy se bajó de la cama y la vio coger su móvil pensó en el plan que podría estar tramando. Desde luego, si pretendía relanzar su carrera en la política aquella no era ni mucho menos la mejor forma. Más bien tendría que desaparecer del país como aquella foto saliera a la luz. Sigfrido empezó a sentir un profundo odio hacia ella. Siempre lo había hecho, para qué engañarse. Sobre todo después de haber descubierto años atrás que era lesbiana. Y no es que ella lo hubiese confesado o que la hubiese descubierto en la cama con otro marimacho, pero resultaba evidente que debía de serlo. Su experiencia como marido era razón suficiente para haber llegado a esa conclusión. El hecho de que nunca quisiera hacer el amor con él, ni siquiera llevar a cabo algún tipo de juego sexual superfluo, era de por sí bastante significativo. Porque Sigfrido tenía un alto concepto de sí mismo y admitía que no podía gustar a todas las mujeres, pero sí a la mayoría. Por eso su mujer tenía que ser bollera, lo cual, contemplándola con aquel horrible traje de cuero, agradecía más que nunca.
Si alguna vez había sentido por ella algún tipo de atracción sexual, y no recordaba si tal cosa había sucedido en algún momento de su vida, el vendaval que provocaba la visión traumática de un tonel rojo gigante moviéndose libremente por la habitación fue suficiente motivo para arrepentirse de haberla conocido y hasta de tener que plantearse el proponer en el Parlamento una ley que prohibiera el uso de cualquier prenda de cuero con fines erótico-festivos.
Además, ¿cómo había descubierto aquella morsa bípeda su lugar favorito de ocio? Cuando se lo preguntó, Katy se disponía a abandonar la habitación, pero se detuvo y dio media vuelta.
—Creo que yo lo conocía antes que tú, nenito —le dijo tras quitarse la máscara de goma de la cabeza. Luego le guiñó un ojo y le aconsejó que se fuera relajando—. Creo que lo que viene a continuación nunca lo has probado, viciosillo.
Entonces Sigfrido se vio obligado a tener que hacer un esfuerzo para pensar en las cosas que aún no había practicado y, a decir verdad, eran muy pocas. Hasta tuvo el valor de haber visitado la sala de cirugía, conocida así entre los clientes por tener fama de crearles la novedosa sensación de haber transformado su naturaleza sexual durante la desconcertante experiencia.
No obstante, ¿qué sabía ella de sus particulares pasatiempos como para afirmar que nunca lo había probado? Vieja estúpida loca, pensó Sigfrido con cierta amargura. Lo cierto era que la muy zorra se la había jugado. Iba a saber lo que era vengarse en cuanto se liberara de aquellas cuerdas.
—Hola, guapo. —Oyó decir a una voz cuyo tono, acento y forma no entraban dentro de su catálogo de voces femeninas. Después miró hacia la puerta y vio de nuevo a su mujer, acompañada de otra persona. Tras echar un rápido vistazo a su indumentaria se dio cuenta de que era necesario emplear otro calificativo para describir el conjunto de su visión. De hecho, el conjunto lo llevaba puesto, porque el hombre, o lo que quiera que fuese, lucía un sujetador que hacía juego con el tanga y este a su vez no desentonaba con las medias y el picardías. A ello había que añadirle unos tacones de aguja, razón por la cual aquel hombre parecía medir más de dos metros. Su musculatura indicaba que era un asiduo de los gimnasios y que, en líneas generales, podía ser considerado como la versión latina de Silvester Stallone en sus buenos tiempos.
Sigfrido cerró los ojos y estuvo a punto de perder el sentido. Su mujer no podía ser capaz de hacerle algo así, se repetía a sí mismo mientras deseaba con todas sus fuerzas que al volver a abrir los ojos pudiera descubrir que en realidad todo había formado parte de una horrible pesadilla.
—Muy bien, cielo. Así me gusta. —Escuchó la voz de Katy, borrando de un plumazo toda esperanza—. Cierra los ojos y déjate llevar. Lucy hará el resto.
—Como a ese cabrón se le ocurra ponerme una mano encima…
—Claro que te la pondrá, amor —le interrumpió su mujer, volviendo a activar el contador de la cámara de fotos de su teléfono—. De hecho, te pondrá las dos y además te pondrá el pirulo tan brillante como un inocente querubín. ¿Qué te parece? Vamos, sonríe. Repite conmigo: pi-ru-lo.
Y a continuación otro relámpago iluminó la habitación y cegó unos segundos los incrédulos ojos de Sigfrido, desesperado ante lo que, sin lugar a dudas, era una nueva experiencia para él en cualquiera de sus apartados. Por su parte, Katy se divertía al revisar las fotos obscenas que estaba consiguiendo desde todos los ángulos posibles. Lucy arriba, Lucy abajo, Lucy de lado y Lucy agarrando el pirulo y haciendo, en definitiva, lo que mejor sabía hacer.
Mientras tanto, las lágrimas de Sigfrido demostraban la emoción que estaba sintiendo. Porque, más allá de los detalles, resultaba evidente que era una emoción. Permaneció todo el tiempo con los ojos cerrados, haciendo un esfuerzo titánico por imaginar que quien se encontraba agachada entre sus piernas era una mujer espectacular y no un Rambo de labios carmesí y sujetador de copa.
—Esto te ayudará a tomarte las cosas más en serio, cariñito —decía su mujer, abandonando la sala sin poder ocultar su satisfacción. Con aquel material en su poder, estaba convencida de que a partir de ese día su marido haría todo cuanto ella le pidiese, incluso hacer lo imposible por derogar la maldita ley del aborto.
12
Ajeno a lo que estaba sucediendo en el centro social para mayores, Sebastian Gifterberg había emprendido su huida hacia ninguna parte comprando en la estación un billete en el primer tren que saliera, bajándose después en la primera estación que considerara lo suficientemente alejada de la ciudad como para perderse por el primer sendero que encontrara. Solo llevaba una mochila con lo más básico y, puesto que preveía acabar en mitad del campo, de camino a la estación había comprado una tienda de campaña y un móvil de segunda mano por si acaso debía utilizarlo en caso de emergencia.
Caminó durante varios kilómetros a través de un sendero abierto, cuyo paisaje resultaba demasiado monótono. Apenas unos cuantos setos y un par de árboles suavizaban algo el agreste terreno. Esa circunstancia facilitaba el hecho de que Gif avanzara con paso lento, sumergido en sus pensamientos y sin llevar un rumbo fijo. No importaba ni el dónde ni el cómo; lo único que quería era alejarse. Y cuanto más se alejaba, menos sentido le daba a su vida. De hecho, había llegado a preguntarse por qué narices estaba en aquel lugar con una mochila a la espalda y caminando por el campo para tratar de calmar su agitado espíritu. Podía ser muy romántico, pero también poco inteligente. Su espíritu podía encontrar el sosiego anhelado en una montaña, cerca de un riachuelo o contemplando un atardecer desde la cima de alguna colina, pero cuando volviera a su casa —o, mejor dicho, a su piso compartido con un admirador de Kurt Cobain y un jodido cazador de pokémones— probablemente su espíritu, o lo que quedara de él, volvería a gritar histérico y a querer estrangular a medio mundo.
No, las expectativas de futuro no eran muy buenas, como tampoco lo eran las expectativas más cercanas en el tiempo. Con una carrera de Periodismo recién terminada y la remota posibilidad de que pudiera encontrar trabajo en algún medio de comunicación en el que dedicarse a vivir de lo que realmente le apasionaba, sus esperanzas laborales pasaban por una especie de túnel oscuro, en cuyo final le aguardaba una realidad tan difusa como desalentadora. Se veía a sí mismo trabajando doce horas en distintos empleos para conseguir reunir un salario global medianamente digno. E imaginarse en una situación en la cual solo pudiera gozar de una o dos horas libres al día le agobiaba hasta el extremo de tener que hacer un alto en su caminata para coger aire.
Pero si el aspecto laboral no era nada halagüeño, el familiar lo era aún menos. Y no digamos ya el amoroso. De su familia no podía esperar grandes noticias. Tenían tantas deudas que primero su padre y después su madre habían decidido tratar de combatirlas juntos, dándose chapuzones en el alcohol.
—Ya sé que las penas siempre flotan, hijo —le dijo un día su padre cuando lo descubrió con una botella de whisky escocés en la mano—, pero eso mismo decían del Titanic y mira dónde acabó. Por lo menos así flotamos junto a ellas.
No fue el mejor modo de justificarse, pero a tenor de su propia experiencia debía reconocer que no le faltaba razón. Dicha lógica también podía ser aplicable a la felicidad. Nada flotaba eternamente, ni las desgracias ni las alegrías. Gif trató de animarse con este pensamiento; sin embargo, de pronto apareció el rostro de su reciente exnovia y todo volvió a oscurecerse. ¿Qué era aquello que le había dicho horas antes? Algo sobre su escasa valentía para enfrentarse a la vida, algo sobre… Ah, sí, sobre su habilidad para culpar al mundo de todos sus males. Bien, ¿y qué había de malo en echarle la culpa a una sociedad que le estaba haciendo la vida imposible? ¿O es que acaso tenía él la culpa de no encontrar un trabajo donde pudiera tener un sueldo decente? Claro, para ella era muy fácil hablar siendo una de esas niñas consentidas a quienes sus papis les compraban todos sus caprichitos. Por eso quería un novio que cubriera sus frívolas necesidades.
—Tú lo que eres es un soplapollas. —Había sido una de sus últimas frases, con un argumento poco desarrollado, por otra parte. Sin embargo, él tenía una imagen bien distinta de sí mismo, algo más cercana a la del ingenuo soñador o al soñador medio idiota. Ambas opciones eran posibles y hasta resultaban compatibles.
Gif le dio una patada a una piedra, intentando sacar la rabia acumulada. Luego echó un vistazo al GPS de su móvil para saber dónde se encontraba. En ninguna parte, cerca de nada y alejado de todo. No era un lugar propiamente dicho, pero al menos ya estaba situado donde quería. Desde ahí podía llegar a cualquier sitio, de eso no cabía duda.
Antes de reanudar la marcha sintió curiosidad por saber qué andaban diciendo sus amigos en las redes sociales. Tal vez su repentina desaparición fuese el tema principal de las conversaciones.
—Muy interesante —dijo Gif hablando consigo mismo al ver que nadie lo mencionaba—. Pues que os den por el culo.
Después se guardó el móvil en el bolsillo y prosiguió su lento avance, abrumado por el peso de sus innumerables tribulaciones.
13
En la segunda planta de la mansión, Clarisa del Río y Villescas también reflexionaba. Estaba sentada en el alféizar de la ventana de su dormitorio y acababa de liarse un canuto. Entre calada y calada contemplaba el paisaje sin fijarse en nada en concreto. No hacía más que repasar las palabras de su padre y esa absurda versión que debía contar a la policía cuando llegaran. El hombre que iba a casarse con su abuela y un amigo suyo habían intentado violarla y dicho intento había supuesto que su padre les pegase un tiro a ambos. El primero yacía en su habitación, un cadáver colocado allí por Anselmo ante su indiferente mirada. El otro, un chaval de nacionalidad nigeriana al que había conocido la noche anterior yendo de copas con sus amigas, tirado en el suelo cerca del invernadero con un disparo en la cabeza. Solo un idiota podría creer esa historia. Y Clarisa estaba convencida de que nadie lo haría, aunque sí se limitarían a aceptarla como buenos perros obedientes. Su familia era poderosa, asquerosamente poderosa. Y quien era lo suficientemente inteligente para saber lo que tenía que hacer con tal de no meterse en líos y ganarse la amistad de los Del Río y Villescas entendía que cualquier versión de los hechos que no fuera mantener la imagen familiar impoluta en el mejor de los casos significaba tener demasiados enemigos en su contra.
El juez de guardia era uno de ellos, un tipo capaz de demostrar que el Sol giraba alrededor de la Tierra si alguien de la familia se lo pedía. Desde la ventana le veía examinando el cadáver del pobre Emmanuel. Ya le había hecho a ella algunas preguntas y su conclusión no contenía ningún error, quitando el hecho de que no había sido agredida sexualmente y que, en efecto, estaba con el ánimo por los suelos. Pero este detalle no le importaba a nadie y menos aún a su familia, demasiado centrada en proteger el honor del apellido, si es que aún quedaba algo de honor en alguno de ellos. Que ella se hubiese quedado sin su amante porque a su padre no le gustaba nada que su hija conociera a chicos era lo de menos. Y ya era el quinto que perdía. A veces se preguntaba si no sería mejor coger los hábitos y encerrarse en un monasterio. Aunque vivir en aquel lugar a veces era como estar encerrada en una celda o, peor aún, en una cárcel.
En cualquier caso, debía reconocer que parte de la culpa era suya por no saber frenar ese ímpetu pasional que la arrastraba incontrolablemente a tener que desahogarse en momentos en los que, tal vez, debía ser más precavida. Por más que trataba de que su padre no se diera cuenta de que su pequeña muñequita de algodón se había convertido en una depredadora insaciable —rasgo que quizá hubiese heredado de su abuela—, siempre acababa descubriéndola en plenas actividades socioculturales. El primero de sus amantes recibió un tiro en la cabeza cuando estaban disfrutando de las vistas a un lado de la carretera, cerca de la mansión. El segundo, meses después, recibía una bala entre ceja y ceja justo cuando ella trataba de gestionar algunos flecos en la negociación que estaba manteniendo entre sus piernas. Se quedó sin el tercer amante debido a la extraordinaria puntería de su tío Sigfrido, quien había salido a cazar gamos y decidió afinar la puntería con la cabeza de quien la tenía presionada contra el capó de su coche a una distancia de unos novecientos metros. Con el cuarto apenas tuvo tiempo de quitarse el sujetador antes de que su padre, nuevamente, surgiera de pronto y descerrajara cuatro tiros sobre el desdichado.
—Tápate, que vas a coger frío —le dijo antes de subir la ventanilla de su coche y continuar su camino.
Para Clarisa, el problema de tener un padre tan excesivamente protector era que nunca podía estar segura de cuándo aparecería para fastidiarle la fiesta. Lo curioso es que de sus víctimas nunca volvía a saberse nada. Eran oficialmente personas desaparecidas, como si se hubiesen evaporado de pronto hasta el punto de parecer que ni siquiera habían nacido.
Sí, con su familia nadie podía descuidarse. Sus tentáculos abarcaban espacios muy extensos. Por fuera daban la impresión de ser un verdadero clan, pero por dentro era solo una maldita familia como otra cualquiera. A sus veinte años, Clarisa había visto ya tanta sangre derramada sobre ella y por ella que prácticamente se había hecho inmune a su visión. La primera vez pudo sentir horror; la segunda, pánico; la tercera, cierto enfado; la cuarta, malestar, y con Emmanuel, indiferencia. Era uno más. Si Clarisa estaba desanimada no se debía a la muerte de su último amante, sino a que estaba harta de que sus encuentros amorosos fuesen siempre esporádicos. Sin darse cuenta de ello, su padre no dejaba que sus relaciones sentimentales pasaran de un par de semanas. Era aún más celoso con ella de lo que había sido nunca con su mujer. Aunque de eso hacía ya mucho tiempo. Seguía recordando, como si fuesen instantáneas fotográficas de los primeros años de su vida, la manera violenta que tenía de tratar a su difunta madre. Aunque en realidad se maltrataban mutuamente del mismo modo. Discutían mucho, tanto que hasta se daban los buenos días entre insultos. Más que por el amor, estaban unidos por el odio. En una de las cenas navideñas recordaba a su madre dirigiéndose a ella mientras le contaba lo bien que vivirían las dos juntas una vez que su padre se hubiese ido al infierno y añadía que era allí donde lo mandaría en cuanto se descuidase. Pero fue su madre la primera en bajar la guardia y en visitar el infierno, donde, según su padre, el propio Lucifer intentaría echarla de allí a patadas. Aunque en la misa por su alma tuvo la delicadeza de dedicarle unas palabras de cariño, que casi nadie supo cómo interpretar cuando dijo que habían luchado juntos en vida, que fue una gran rival hasta el final, pero que tarde o temprano solo podía quedar uno.
La muerte de su madre no supuso un trauma para Clarisa y, contrariamente a lo que cabía suponer, tampoco le creó ningún trastorno afectivo. El apego sentimental siempre fue para ella algo ajeno a su naturaleza como miembro de la familia. Ser un Del Río y Villescas podía tener muchos inconvenientes, pero te otorgaba nada más nacer la posibilidad de ser inmune a los sofisticados mecanismos amorosos con los que la gente común se volvía débil y deprimente. Por eso le daba la risa cada vez que Clarisa oía a una de sus amigas hablar sobre lo independiente que era justo antes de llamar a su novio para decirle lo triste que se sentía sin él. Ella podía sentir tristeza, pero era un desánimo puntual debido a la obsesión enfermiza que su padre tenía por protegerla. Lo conocía de sobra y sabía que era capaz de cargarse a todo el puñetero equipo de seguridad de la finca con tal de no ver a su pequeña muñequita de algodón acompañada de otro hombre. Solía pensar que era su padre quien tenía algún tipo de trastorno afectivo, un complejo de Edipo provocado por la ausencia paterna y por la pérdida de su esposa que se manifestaba de una manera retorcida —por no decir criminal— en idealizar a Clarisa. Para él, ella era como una diosa, tal vez incluso un amor platónico que necesariamente debía ser ocultado.
Sea como fuere, el caso es que nada de lo que hiciera parecía menguar un ápice la particular forma que tenía su padre de verla. Había creado un mundo paralelo en torno a su hija y solo él tenía acceso a dicho mundo, el cual era capaz de cambiar, manipular o transformar a su antojo si la realidad que veía chocaba con la suya propia. Los Del Río y Villescas eran poderosos, pero su padre dirigía ese poder y el poder compraba silencios, favores e incluso construía puentes en el aire que nunca se venían abajo. El cielo y las cloacas podían tener el mismo dueño.
Clarisa dio la última calada, expulsó el humo y se acercó al cadáver de Orlando. Era solo un cuerpo sin vida, un pobre idiota que se había cruzado en el camino de su padre. Se quedó unos segundos observándolo sin pestañear. En el fondo le daba pena porque iba a ser una víctima más. Manipularían su historia, como la de Emmanuel, y los convertirían en culpables de unos delitos que jamás habían cometido. Y ella, además, tenía que formar parte de la farsa.
Quizá fuese ese el motivo de que, con cierta sorpresa, se viese a sí misma limpiándose una lágrima que se deslizaba suavemente por su mejilla. En el fondo no podía ser feliz y sabía que, si las cosas seguían así, nunca lo sería.