Kitabı oku: «Café Pergamino»

Yazı tipi:

café pergamino

félix Romero Cañizares


Título original: Café pergamino


Primera edición: Diciembre 2020

© 2020 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com


Autor: Félix Romero Cañizares

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón y Lucía Alfonsín Otero


ISBN: 978-84-18263-66-8

Impreso en España


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A quienes me han acompañado por esa América que siento extensión de mi patria, donde no he dejado de aprender de la naturaleza y de mis semejantes, y consecuentemente de mí mismo.

1


Fabián Espinosa detuvo por completo el motor del Jeep. Lo hizo para ahorrar combustible, conscientemente, mientras dejaba a los turistas justamente donde le había indicado su padre: al pie del cafetal. En el equipo de audio sonaba, por segunda vez, la cumbia «Ojitos mentirosos»; en el exterior las chicharras. Allí, una vieja cabaña de madera con techo de chapa de cinc, ennegrecida por el infalible óxido que trae el paso del tiempo tropical en su doble condición de magnitud física y circunstancia climatológica. La caseta estaba encajada en una ajustada terraza que había sido escarbada al cerro a base de pico y de pala con el esfuerzo que en su día alimentó la esperanza. Su puerta de tablas estaba concienzudamente amarrada al cerco con las vueltas de una gruesa cadena firmemente enhebrada por un candado nuevo reluciente de cuerpo dorado y varilla plateada.

Ya desde allí, las vistas del valle son impresionantes y la pista de tierra ya no se dirige hacia ningún otro lugar civilizado. Lo que hay más allá es abrupto, salvaje, naturaleza, puro resguardo indígena: el corazón del mundo, lo llamamos. Tan solo se percibe una veredita estrecha que sube hasta Mamaluma, tallada suavemente por unas cuantas pisadas de personas menudas y por las pezuñas de sus animales domésticos, como camuflándose a propósito con la hierba para desaparecer fácilmente al alargar la vista.

–Aquí es –les informó Fabián–. No se dejen nada.

Mientras los turistas descargaban sus pertenencias, Fabián descargó unos costales vacíos de café que llevaba en la trasera de su vehículo y los guardó en el interior de la cabaña. De allí recogió dos cajas de cartón del tamaño de un cajón de cervezas cada una y las colocó en el asiento trasero del Jeep. Para entonces los turistas ya habían descargado sus mochilas junto a unos troncos que alguien había apilado cuidadosamente en una explanada de mortero sobre la que se secaba grano de café. Al pie de esta, una poceta de ladrillo enlucido, igualmente con pasta de cemento, y en su poyete una máquina vieja de despulpar tapada con un saco de yute vacío en el que se leía, marcado con tinta negra, el nombre del país, mostrando así el origen del producto nacional por excelencia y el peso neto que cargaría el costal estando lleno: setenta kilos.

A lo lejos, sobre el recodo del camino que escala la primera loma de ese paraje, que se conoce con el nombre de Uranio, distinguieron fugazmente a una mujer jaguarí. Tenía el pelo muy largo y suelto, y vestía totalmente de blanco. Llevaba los pies desnudos y cargaba a la espalda una abultada bolsa blanca de tela de algodón sujeta a su frente con una cinta larga a modo de asa para hacer el peso más llevadero. Por delante de ella iba también el que debía de ser su hombre, él con botas de goma negra, otra bolsa idéntica cargada a la espalda y al hombro unos palos más o menos derechos del grosor de su mismo brazo, y que debían servirle para construir algún cercado para los animales.

–¿De dónde vendrán? –preguntó el muchacho a nadie en concreto.

–Tal vez de recolectar banano, o limones –aclaró Fabián.

–Increíble.

Los turistas decidieron comer algo antes de iniciar la marcha. Mientras sacaban una pieza de dulce de guayaba, la pareja volvió a sentir las prisas de Fabián, que ya había manifestado de subida la necesidad de tener que regresarse de inmediato a Arellano. Aun así, la muchacha sintió curiosidad por el proceso del café.

–¿Aquí es donde lo preparan? –preguntó con acento extranjero.

Fabián la miró pero sin mediar palabra, pensando que la pregunta era tal vez demasiado imprecisa. Hizo un gesto de duda con el ceño.

–Digo, este café, cuando seque, ¿estará ya listo para tostar?

Fabián miró el café entendiendo ahora que la pregunta de aquellos desconocidos era más adecuada mientras de reojo revisaba la hora en su reloj.

–Aún no. Esto es café pergamino.

–¿Pergamino? –repitió la muchacha.

–Con cascarilla –aclaró Fabián–. Después de que seque aún hay que trillarlo para quitársela y entonces se puede seleccionar la mejor almendra, separando la buena de la mala.

–¿Almendra?

–El grano de café, me refiero.

–Almendra –repitió la muchacha asimilando el concepto–. Pensé que eso era otro fruto, almonds.

–También. Pero aquí llamamos almendra al grano de café ya limpio.

–¿Y cómo escogen el bueno?

–A mano.

–¿Uno a uno? –repitió la muchacha sorprendida.

–Sí. Así se selecciona el mejor café del mundo.

–Dicen que el mejor café arábica del mundo es el de las montañas de Jamaica.

–Pues eso yo no les puedo decir. Ese no lo he probado –contestó Fabián, según entraba nuevamente en su Jeep–. ¿Ustedes saben de café?

–Más o menos –dijo el muchacho.

–A ver… –dijo ella con tonillo, como recriminándole a medias que no estaba siendo transparente–, tenemos una cafetería en Ámsterdam… ¿no es cierto?

–Cierto. Compramos mucho café también… –aclaró finalmente el muchacho.

–¿Y no conocieron aún a don Basilio? Él sí que les puede decir, es un experto en café.

–¿Quién es? –preguntó la muchacha.

–Es el cura de Arellano. Aunque no se sorprendan si no lo ven de negro. Es un tipo bien rebelde, ya de unos sesenta y cinco años, con Parkinson.

–¿A la vuelta nos lo puedes presentar?

–Me lo recuerdan. Y si les alcanza la plata les puedo dar un vuelo por la sierra y así ven las plantaciones desde el aire.

–¿Tú eres piloto de aviones? ¿Grandes?

–Sí. Recién. Avionetas de momento. Pero no se asusten, tuve a un militar del Ejército de instructor.

–Sería estupendo sobrevolar de cerca estos valles.

–Listo.

–En quince días nos vemos. Aquí mismo.

–Dios mediante –respondió Fabián–. Cuídense y que tengan suerte.

No quería por nada del mundo que a la bajada se le hiciera de noche. Caviló al verse solo, averiado por aquellos endiablados caminos, y ese simple pensamiento le produjo un escalofrío. Revisó por última vez que no se dejaban nada en el interior del vehículo y entonces arrancó nuevamente el ronco motor del Jeep. Según se ponía en marcha, se despidió de ellos con el dedo pulgar hacia arriba, en un saludo que parecía querer emular el de los aviadores y demostrarles que él también lo era. Ahí le vino la sensación de haberles estado ocultando algo importante. Puso entonces su vista en el retrovisor y los miró con la incertidumbre de si volvería a verlos. Eso le generó un cierto malestar por sentirse cómplice de lo que les pudiera suceder.

En Arellano hacía meses que nadie se atrevía a adentrarse en la sierra. Meses en que ya no se encontraban jornaleros para recolectar todo el café que allí se daba, y menos aún para hacerlo en aquella escondida y lejana finca de los Espinosa, en el límite del resguardo indígena. Allí se acababa un mundo lleno de cafetos y empezaba otro más auténtico abrigado con un manto de bosques, un territorio aún más quebrado e inaccesible para los civilizados donde solo se podía avanzar a pie o a caballo, y donde ya demasiadas cosas eran impredecibles para todos.

Sin demasiado esfuerzo, Fabián se autoconvenció de su inocencia. Como si no tuviera nada que ver, reflexionó que en el fondo a él le habían encomendado aquel transporte: no tenía por qué dar ni pedir explicaciones, y con ello se justificó pensando que él realmente estaba ayudando a aquellos turistas a cumplir su sueño: adentrarse en el corazón del mundo y conocer a los pocos descendientes que quedaban de los niuwishasa. Habían cruzado medio mundo para perderse en mitad de esas montañas. «Allá ellos con sus planes y la locura que tengan en su jodida cabeza», pensó.

Aquel viejo Yipao1 que conducía Fabián, uno de esos recomprados por su padre en la capital a un amigo del coronel Evaristo Arias mucho antes de que él ni siquiera hubiera nacido, patinaba descaradamente en cada curva, aunque por suerte aquel ingenio norteamericano parecía tener inteligencia propia para buscar de manera natural la mejor trazada y seguir con seguridad por su camino.

Según avanzaba la cuesta abajo, se percató de que conducía incluso más despacio que de subida; aquellos endiablados caminos, tan empinados y repletos de baches y barro, eran muchísimo más difíciles y peligrosos en el descenso que en el ascenso y, abandonados por Dios y por el Gobierno, no había máquina que los remendara desde hacía años y las dos últimas tormentas había convertido algunos tramos en lodazales. No es que Fabián no estuviera acostumbrado a manejar en aquellas circunstancias, pero aun así el trayecto era terrible hasta el alucine, y así se le ocurrió pensar que, con tantos cerros y con unos caminos tan malos, en la práctica el país era más grande porque, siendo así de abrupto, se tardaba mucho más en recorrerlo, y por tanto su patria era entonces mucho mayor de lo que la gente pensaba. Se sintió estúpidamente orgulloso por su razonamiento, convencido de haber descubierto un dato importante para su nación.

Concentrado en la conducción, también pensó en Paola. Contó con los dedos que ya hacía siete semanas que se había ido de Arellano y que recién se había sabido de ella por las dos escuetas cartas que había recibido don Basilio. En resumen decía que estaba bien y que no la buscasen.



1 Jeep Willys adaptado para el transporte de café y otros productos agrícolas.

2


Llegando al pueblo ya había oscurecido. Fabián se detuvo en la plaza, frente a la refresquería de doña Dilia, para permitir que don Basilio cruzase la calle por delante de él. El cura salía de la iglesia camino del mismo establecimiento. Se fijó en el barro que traía el Jeep y también en que una vez más bajaba vacío, sin café. De reojo alcanzó a ver las dos cajas de cartón que Fabián había colocado en el asiento trasero.

–¿Ya acabaste tu paseo?

–Un viaje a unos clientes del hospedaje –respondió Fabián.

–¿A la sierra? –preguntó extrañado don Basilio.

–Quieren visitar a los jaguaríes.

–¿A los jaguaríes? ¿Tal y como están las cosas? ¿Cómo no les quitaste la idea?

–Mi papá arregló con ellos, padre. Yo cumplo órdenes. ¿De verdad es tan peligroso?

El tono de la pregunta no era inocente. Don Basilio se retuvo la boca para no hablar más de la cuenta. Pensó por un instante que debía conversar de unas con Julio Espinosa, el padre de Fabián, para que le aclarase el porqué de adentrar a aquellos turistas inconscientes en la sierra. Por unos instantes se quedó clavado con la mano puesta en la gastada cortina que doña Dilia usaba contra las moscas. Reflexivo, buscó en su bolsillo la cadenita de su reloj, tiró de ella y entonces se percató de la importancia de la hora. «Las seis casi», dijo para sí.

–A decir verdad –retomó el cura–, desde que tu mamá murió no he parado de verle hacer cosas raras, y parece que te arrastra a ti también.

–Yo soy libre de hacer, padre. Nadie me obliga.

–¿Seguro? Acabas de decir que cumples órdenes.

–Por ganarme una plata, padre.

–Por plata… ¿Y estás ya pilotando para don Evaristo?

–Sí, señor. Ya hace semanas que vuelo yo solo.

–Muchacho, no te creas que vuelas solo. Sin saberlo te llevan, Fabián Espinosa.

–Ya le digo que vuelo solo. Mire.

Fabián metió las manos en la guantera del Jeep y sacó unas llaves pequeñas que debían de ser de la avioneta del coronel.

–No me entiendes, ¿verdad? Tienes que ubicarte, Fabián. ¿Desde cuándo no te confiesas? No te veo por la iglesia desde que falleció tu mamá.

Fabián se quedó pensativo, pero no alcanzó a dar respuesta.

–Y de Paola, ¿nada que decirme? –continuó don Basilio.

–¿Qué le voy a decir yo, padre? Yo sé lo que usted nos cuenta de sus cartas.

–Veo que tampoco quieres entenderme.

Fabián se sonrió de forma altanera.

–Lo que usted diga.

Según se disponía a continuar la marcha, Fabián recordó el interés de los turistas por el café.

–Por cierto, padre, ¿qué café es mejor, el de la sierra o el de las montañas de Jamaica?

–Estas montañas son las más elevadas de todo el Caribe; aquí tenemos humedad, drenaje y temperatura. Nuestro arábica no tiene nada que envidiar al Blue Mountain.

–Si usted lo dice será cierto. Lo digo porque los turistas quieren conocerlo. Dicen que les interesa el café.

–¿De dónde son?

–Holandeses.

–Tráemelos de vuelta. –No era una invitación; más bien descargaba en Fabián la responsabilidad de traerlos enteros.

–¿Volverán, padre? –volvió a preguntar el muchacho intencionadamente.

Con la mente nublada por lo que había detrás de aquella conversación, el cura dejó que Fabián desapareciera tras la humareda negra que soltaba el Jeep al acelerar. De camino a la sacristía tosió secamente varias veces y también concluyó que ya no haría ninguna diferencia hablar del destino de aquellos turistas con Julio Espinosa. Al llegar encontró la puerta abierta, tal y como él la había dejado al salir. Entró y la cerró con llave, como si ahora fuera más peligroso estar dentro que fuera. Abrió el guardarropa y sacó de su interior una caja de madera de detrás de las pocas camisas que colgaban de un puñado de perchas viejas de alambre. La liberó de su candado utilizando para ello una pequeña llave maestra que él mismo había escondido en lo alto de aquel mueble y que atinó a encontrar en un solo tanteo. En aquella caja el cura guardaba una emisora portátil de radiocomunicaciones que colocó sobre la mesita. Lo hizo con la misma parsimonia con la que preparaba el cáliz y el cuerpo de Cristo y la puso en funcionamiento. Tomando asiento, comprobó la conexión con dos toques rápidos del botón que llaman PTT –Push To Talk– y esperó hasta escuchar respuesta. «Las seis en punto», comprobó. Entre tanto, tembloroso de su mano diestra por su enfermedad, ayudándose de la otra mano para no verterlo, vació en su pocillo el último tercio de café negro que le quedaba en el termo. Enseguida, a modo de respuesta, escuchó tres interferencias corridas que procedían del lado de su interlocutor y entonces lanzó un mensaje en clave:

–Por la vereda dos pollitos.

Por unos segundos reinó un silencio absoluto, durante el cual solo se escuchaba el sonido sibilante de su asma, crónica desde sus cuarenta, y el cacareo de dos gallinas, otrora libres, que Marcelino, su protegido indígena, le había traído como obsequio y que ahora él guardaba en un gran jaulón metálico contra una de las esquinas del patio interior de la casa.

Sorbió café nuevamente hasta apurarlo convencido de que aquel brebaje era un buen remedio natural contra todos sus achaques. Al rato, una voz concreta y solemne respondió con cierta velocidad a través de aquel equipo transistor:

–Copiado.

De seguido volvieron a escucharse otras tres interferencias que fueron contestadas por don Basilio con otras dos pulsaciones sobre el mismo botón. Lo hizo al compás de los vaivenes del dichoso Parkinson, dando tirones sobre aquel cable rizado que, como si fuera una goma, aguantaba todos sus meneos con entereza.

Decidió quedarse en casa. Un café.

Recordó que aún no había probado el de aquel año, el último que había tostado con la ayuda de Paola y de Marcelino. Se preguntó qué sería de ellos en aquellos momentos. Lo hizo al tiempo que abría uno de los botes metálicos que reutilizaba para guardar su café. Utilizó la punta roma de un cuchillo de alpaca que procedía de la dádiva que recibió por la boda de Violeta Mejías y Julio Espinosa. Hacía ya casi dieciocho años de eso. «Cómo pasa el tiempo», pensó.

Recordó también que solo un año más tarde Elvira Vélez y Emilio Rincón, los padres de Paola, fueron los padrinos en el bautizo de Fabián, y los vio otra vez acompañando a Julio Espinosa y Violeta Mejías, todos como una familia, y también se vio él mismo echando el agua bendita de la sierra sobre la cabeza de aquel bebé alzado en los brazos de su madre sobre la pila bautismal de Arellano que ahora se decía piloto del coronel Evaristo Arias.

Frunció el ceño y se quedó pensativo intentando recordar lo que iba a hacer en aquel momento. Recayó en el café y entonces metió la nariz en el bote para volver al presente. Respiró hasta agotar la inspiración y se volvió a maravillar con aquel suave aroma del mejor café del mundo, del centro del mundo exactamente. Chupó también su dedo índice y lo impregnó con una ligera muestra de aquel grano molido artesanalmente hasta alcanzar el mismo tamaño de los granos de azúcar y se lo llevó a la punta de la lengua. El sabor amargo le resultó exquisito. Le recordó ligeramente a la leña de guamo que utilizaron para tostarlo y ahumarlo a la vez en una especie de parrilla con campana cerrada que él mismo había ingeniado utilizando una plancha fina de fierro acerado procedente de una máquina de esas de abrir caminos que había abandonada a tres kilómetros del pueblo, de cuando el Ejército colaboró para eliminar los cultivos de marihuana, y entonces recordó que también tenía otro bote idéntico, pero tostado con leña de quina roja y un tercero con eucalipto. Concluyó que los sabores serían sutilmente distintos y que la mezcla que se le había ocurrido con los humos del eucalipto sería más útil contra su asma, así que decidió servirse mejor de ese otro, discurriendo que procedía de la primera cosecha que en mucho tiempo se había dado apenas sin roya porque al parecer el verano había sido especialmente largo.

Tomó un pequeño sorbo y se quedó pensativo mientras lo saboreaba y leía en el periódico, un tanto contrariado, que los caficultores temían la inminente llegada de los enfrentamientos a la sierra. Concluyó que eso espantaría a los recolectores y que la mano de obra que se necesitaba para la cosecha sería insuficiente. Pensó también en el futuro de los indígenas en medio de aquel conflicto, ajeno a ellos pero que acababa jugándose en su propia casa, y volvió a tomar otro sorbo de aquel café: «Este es el futuro de la sierra» se dijo en alto.

En el mismo estado de pensamiento agarró la vieja olla de barro que alguien le había traído de un viaje a la capital y se preparó lo que acabó siendo un café largo y solo para él, reflexivo, a fuego lento, con agua de panela y tres clavos de olor. «Hoy mejor dulce y condimentado con giroflé –se dijo en alto–, que ya la vida se nos ha vuelto suficientemente amarga y demasiado seria ella sola».

Por primera vez después de tantos años en la misión comenzó a sentirse cansado.



3


El veterinario de Arellano era un hombre bajito, grueso y de avanzada edad –casi setenta años–, y tal vez por eso se había vuelto despistado. Su verdadero nombre era don Fausto, pero todos le llamaban Chanchito, ese aspecto tenía.

Chanchito jamás tuvo un despiste tan grave como el de aquella noche. A las veintidós horas del 28 de julio del año en que Paola cumplía cinco, Emilio Rincón pidió a su mujer que fuera urgentemente en su busca; había decidido sacrificar a Libertadora. La yegua se había roto la cadera hacía un mes al resbalar por la única calle empedrada de Arellano. Iba cargada con tres costales de café. Desde entonces el animal había pasado los días levitando a diez centímetros del suelo sostenida de cuatro sogas amarradas a las vigas de la cuadra. En aquella postura, el animal básicamente dormía y, cuando no, se quejaba del profundo dolor en la cadera y de las propias heridas que las cinchas le hacían en el vientre. Había perdido el apetito y mucho peso.

Elvira no dudó en seguir la orden de su marido; agarró en brazos a la niña y enfiló la calle en busca del veterinario. Su marido se quedó con el animal, apenado, enfadado con el mundo, acariciando a aquella pobre yegua con los ojos llorosos, los dos, animal y hombre. A través de ella leía su propio pasado y de alguna manera su propio futuro. Libertadora había vivido con él veintitrés años, era suya desde mucho antes de casarse con Elvira. Con una vida tan larga, el animal era parte de la familia y la única yegua que había en la casa. Con aquel animal arreó su primer lote de café. Como muchos otros en Arellano, Emilio y Elvira eran hijos de colonos llegados a la sierra, a ese y otros poblados que ni siquiera eran municipios; simples corregimientos, pedanías levantadas sobre la marcha lejos del conflicto guerrillero del interior del país. En aquel éxodo muchos hombres y mujeres vieron su futuro en la sierra. Muchos vinieron con lo puesto; si tenían un animal eso era un tesoro, por eso Libertadora era tan importante en la vida de Emilio Rincón. Ahora que se le moría aquel animal, que más bien era un emblema al esfuerzo y al coraje de su familia, a través de ese terrible momento sintió la angustia de la incertidumbre: muertos sus padres y siendo hijo único quedó convencido de que con ello se acababa del todo una parte de su vida. Se consolaba pensando que por suerte tenía a Elvira y a Paola a su lado.

A los pocos minutos, Elvira regresó con Chanchito, este cargado con su maletín de cuero. Ambos se percataron del estado de Emilio. Estaba nervioso y no parecía que fuera capaz de ayudar. Con el rostro desencajado, descompuesto e indispuesto, parecía que el mundo se tambaleaba y que él caería desmayado en cualquier instante.

–Vamos, Emilio. Anímate, es ley de vida.

–No es la yegua, Chanchito.

Con el animal gimiendo, don Fausto se acercó a palpar la cadera. Enseguida concluyó que aquello no había soldado ni soldaría ya en condiciones y entonces le ordenó a Elvira que le acercase el maletín y que saliera corriendo a buscar a otro hombre para ayudarles a descolgar a la yegua una vez muerta.

–¡Este hombre y sus ánimos! –exclamó Elvira–. Se me ha hecho un viejito.

–¿Qué es lo que tienes entonces? –preguntó el veterinario.

–Que las desgracias nunca vienen solas, Chanchito. Ni sabemos cuándo empieza una mala racha.

–¡Qué actitud es esa! Así más bien la mala racha la empiezas tú, no es que ella tenga que hacer mucho para venirte a buscar –replicó don Fausto.

Elvira clavó sus ojos en el protocolo del veterinario hasta que don Fausto le devolvió la mirada. Solo entonces recordó que tenía un recado: ir en busca de ayuda. Reaccionó tan sobresaltada que se golpeó con la puerta y olvidó por completo que tenía a su cargo a la pequeña Paola.

En mitad de aquella conversación, Chanchito, extrañado, volvió a concentrarse en su tarea.

–Juraría que agarré dos dosis.

–Tú también estás mayor, Chanchito.

–Yo soy viejo, Emilio. Cualquier día me toca retirarme. Pero es que tú te sientes viejo, y aún te queda media vida por delante.

–¿Qué vas a ponerle pues? –preguntó Emilio en referencia a la inyección.

–Primero un relajante muscular y luego la eutanasia.

Aquel veterinario despistado concluyó que de todas maneras con una dosis sería suficiente y le advirtió que en unos minutos el animal moriría quedando con los ojos abiertos, un efecto secundario del barbitúrico.

–Te lo digo porque te veo sensible; no me vengas luego con poemas: que si te quería tanto que se quedó con los ojos abiertos para ver a su amo…

Emilio Rincón no se inmutó con el comentario de Chanchito que, a su manera, pretendía ser afable y quitarle hierro al asunto.

Paola contempló la escena y, a pesar de que era una culicagada que no comprendía lo que ocurría, todo aquello se le quedó grabado en la memoria para siempre: los ojos abiertos de Libertadora, la tristeza de su padre y también su madre hurgando en el maletín de Chanchito, lo cual la desconcertó enormemente, pues su mamá le tenía prohibidísimo hacer eso a ella con las cosas de los demás.

Por entonces Paola no sabía que lo que su madre sisaba del maletín del veterinario era la otra dosis de pentobarbital que don Fausto traía para la yegua. Solo se fijó en que, lo que fuera que cogiera, se lo guardó en el bolsillo del pantalón y con ello salió a cumplir el recado de don Fausto.

Con el tiempo Paola aprendió que el desconcierto conduce al abandono y que las normas incondicionales impuestas por las personas también acaban cambiando con las circunstancias, transformando lo que parecía absoluto, inamovible y eterno en relativo, cambiante y caduco.

La casa de Julio Espinosa y Violeta Mejías estaba a media cuadra. Por eso Paola, siguiendo los pasos de su mamá, alcanzó a entrar fácilmente en la casa de los vecinos mientras Elvira, frenética por lograr su cometido, seguía sin recaer en la pequeña. Atravesó la puerta, y desde ese momento también recordaría para siempre a Julio Espinosa plantándole un cariñoso beso en la mejilla de su mamá haciendo con ello que ella se abrazase a él. Luego descubrió que eso era lo que hacían los amantes en las películas: su mano en el cuello y sus dedos peinando su pelo; él agarrándola por los hombros como en un intento racional por contener su ímpetu. Para entonces Elvira ya le había explicado a aquel hombre lo que pasaba: Chanchito y su marido lo necesitaban para acarrear a la yegua sacrificada; a cambio ella se haría cargo de Violeta, enferma y postrada en la cama desde hacía casi tres años por algo degenerativo en el sistema nervioso que los médicos no sabían especificar. En su enfermedad, Violeta tenía días en los que estaba más activa, y entonces en aquella casa se vivía con esperanza mientras juntaban plata para llevarla a un especialista a Estados Unidos. Otros días apenas podía moverse, y entonces se apagaba y quedaba inmersa en una especie de sopor, latente, hermética.

Julio Espinosa no dudó en prestar ayudar.

Al salir de su propia casa se vio sorprendido por la mirada de Paola, indefensa y confusa en el umbral de la puerta.

–Pasa ahí dentro con tu mamá –le dijo, acompañándola con un pequeño empujoncito hasta mostrarle la puerta de la habitación donde Violeta Mejías descansaba su enfermedad.

La pequeña Paola, reubicada, le obedeció.

Avanzó en busca de su madre, primera habitación a mano derecha. Allí estaba el dormitorio del matrimonio, la puerta entreabierta. Paola se asomó al umbral y vio a su mamá de pie, observando a Violeta Mejías dormir de manera desahogada. Sin saber lo que era, vio que su mamá tenía aquella pócima en la mano. La vio también rebuscar en el cajón de la mesilla hasta que encontró unas tijeras con las que hizo un agujero en el tapón de la botellita para vaciar su contenido en el frasco de donde Violeta Mejías bebía el agua.

Cuando Elvira se volvió hacia la puerta descubrió a la pequeña Paola parada en el umbral agarrada con una manita al cerco, la otra ocupada en un medio abrazo a su yegua de peluche que había sido bautizada por ella misma también con el nombre de Libertadora.

Elvira se estremeció al descubrir allí a la niña e instintivamente se lanzó a por ella. La cogió en brazos, la apretó y se puso a llorar sin saber exactamente por qué.

–La pobre Violeta está malita, mi hija –alcanzó a decir.

La pequeña Paola en cambio no lloró. Ni ella ni nadie comprendía todo lo que estaba ocurriendo entre aquellas dos casas.

–¿Irá al cielo con los abuelos?

–Claro, mi amor.

–¿Y Libertadora?

–También, mi vida –contestó Elvira con la voz quebrada.

–¿Y tú?

–¿Yo? –se sorprendió Elvira–. Yo no, mi amor. ¿Por qué?

–Cuando se hacen cosas malas ya no se va al cielo, ¿verdad?

En un principio, Elvira no supo qué contestar.

–Yo voy a estar siempre contigo, mi hija –reaccionó apretándola en su regazo por unos segundos, hasta que Paola pataleó y consiguió zafarse y salir corriendo. La madre la dejó escapar.

De vuelta a casa, Paola se metió directamente en su habitación y abrió el cajón donde guardaba las velas de su último cumpleaños. Tenía cinco. Cogió dos y con ellas regresó a la casa de los Espinosa. Allí, Elvira contenía el llanto sentada en una silla al pie de la cama de Violeta Mejías. Paola simplemente extendió su brazo y le entregó las velas indicándole que las encendiera:

–Para que Libertadora y Violeta vean hasta que lleguen al cielo –dijo.

Petrificada por el gesto de la niña, dando enteramente por cierta la conclusión de su pequeña, luchó por mantener mínimamente la compostura. Cogió las dos velas, las puso junto a la imagen de santa Marta de Betania que había en el recibidor de aquella casa y las encendió. Aun así, aquella noche ya nunca dejó de ser oscura en los recuerdos de Paola.