Kitabı oku: «Me quedo con la cabra»

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FÈLIX RUEDA

ME QUEDO CON LA CABRA


1ª edición en formato electrónico: abril 2020


© Fèlix Rueda

© Terra Ignota Ediciones de la presente edición

Diseño de la cubierta: ImatChus


Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

www.terraignotaediciones.com

ISBN: 978-84-121812-5-8

IBIC: FA 2ADS 1DSEJ 5X


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FÈLIX RUEDA






ME QUEDO CON LA CABRA

Tabla de contenido


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Andaba pateando distraído un canto rodado en el camino de descenso al Puig de la Llosa, mientras su cerebro se debatía en profundas reflexiones. Eran unas excursiones ligeras a los pequeños picos de la parte más oriental del Pirineo, conocida como la sierra de la Albera, donde vivía. Estas caminatas le ayudaban a despejar las nieblas de su mente, cuando las prolongadas etapas de soledad lo abrumaban. Esos largos paseos lo reconfortaban, la suavidad de los pastos pirenaicos y la belleza de sus paisajes le aclaraban las dudas del porqué había abandonado la ciudad y su mundo veloz y desenfrenado. Aun tratándose de una opción libremente elegida, vivir en el campo, y además en soledad, resulta duro. Cuando uno adopta esta decisión, no sólo se lleva consigo los enseres personales, también se arrastran todas las contradicciones, las costumbres, las ideas y lo que más pesa, la historia. A no ser por una forzada amnesia provocada por enfermedad o accidente, el renacimiento no existe para las personas y como etapa cronológica, no se podría entender sin los acontecimientos históricos, sociales y económicos anteriores, cuanto más, para un personaje que se pretende reinventar a sí mismo, con qué materia lo va a conseguir, sino con la de su propia historia, con la de su experiencia previa, con la de su cultura. Aunque pretenda destruir todas ellas, es sobre estas mismas, sobre las que ha de basar su batalla. Las nuevas ciudades siempre se construyeron sobre los restos de las antiguas, los muros góticos sobre los romanos, las catedrales sobre antiguos templos de dioses olvidados. Por mucho que se pretenda, nadie emprende un viaje de estas características desnudo, aunque así lo hiciera físicamente, existe un bagaje que va dentro de ti y que cuesta ir abandonando lentamente por el camino.

Un jovencito lo hizo despertar de su ensimismamiento sobresaltadamente. Enrojeció, como quien es pillado en alguna falta, como si sus pensamientos se hubieran materializado y el niño pudiera opinar sobre lo absurdo de sus meditaciones. A pesar de ello, el niño se encontraba a una distancia considerable y habían sido sus gritos los que lo habían devuelto a la realidad.

―Señor Martí, señor Martí, un amigo suyo lo anda buscando. Me ha enviado mi padre, que lo ha visto subir esta mañana, para que se lo diga… ―El chaval gritaba desde un claro del boscoso camino, sin ganas de proseguir el ascenso. Cuando Martí llegó a su altura el niño pelaba una castaña ayudándose de los dientes.

―¿Sabes quién es? ―El chaval se rascó la cabeza― Me ha dicho cómo se llamaba, pero ahora no me acuerdo… Mi padre me ha dicho que lo está esperando en la puerta de su casa ―A Martí le ilusionó la idea de descubrir la intriga. No solía recibir visitas y fuera quién fuera, sería una sorpresa agradable. Al menos eso esperaba.

―¿Y tú, Feliu, qué haces aquí a esta hora? ¿No tenías cole?

―Sí, pero el Manel se ha puesto enfermo y he tenido que subir yo las vacas a pastar. Mañana o pasado mañana, mi padre me enviará con una nota al colegio diciendo que el que estaba enfermo era yo. Porqué si la señorita se entera de que he faltado a clase por esto, se va a cabrear mucho y le cardará una bronca a mi padre de aquí te espero

―Y tiene razón ―terció Martí―-. Este es tu tiempo de estudio, ya te llegará el momento de trabajar. Todavía eres demasiado joven…

―En mi casa trabaja hasta el gato. Como no cace al menos un ratón por semana, mi padre lo guisa a la cazuela ―contestó Feliu bromeando.

―Dile a tu padre, que cuando le pase otra vez que el Manel no pueda sacar las vacas a pastar, me llame por la radio y ya las sacaré yo. Tú tienes que estudiar.

El niño protestó tímidamente―: No, si a mí ya me gusta hacer campana de tanto en tanto. Además, me llevo la escopeta y si puedo cazo algún conejo.

―Lo que me faltaba por oír. Mira Feliu, las obligaciones no gustan a nadie, pero ahora es tu obligación hacerte un hombre culto y para ello es necesario ir cada día a la escuela. Además, no deberías ir por ahí cazando conejos, que algún día me llenarás el culo de perdigones cuando esté buscando setas

El niño rio la ocurrencia, pero no demostró ningún convencimiento sobre los beneficios de la escuela―: Total, para que me servirán las tonterías que me enseñan en el colegio. Mi padre dice que el trabajo del campo se aprende haciéndolo

―Y tiene razón, pero posiblemente esos trabajos los aprenderás, lo quieras o no, en cambio en la escuela te enseñarán cosas que no se aprenden si no se estudia. Ahora Figueres, Cadaqués, Llança, o incluso Girona están a un paso en coche y no querrás ir allá y que todas las chicas piensen que eres un payés y que sólo sabes tratar con vacas. Además, quién te dice a ti, que no le cojas gusto a eso de estudiar y acabes yendo a la Universidad. Yo estudié economía en la Universidad y en cambio, he acabado haciendo de payés, quizás tú hagas el camino contrario y estudies literatura y te hagas un escritor famoso, o química, y acabes trabajando en Barcelona.

Feliu se sorprendió―: ¿Tú estudiaste en la Univer-sidad?

―Sí, pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora soy un payés como tu padre.

El niño, con una espontaneidad no exenta de cierta malicia, no pudo dejar de objetar, lo que su padre alguna vez habría comentado: ―Mi padre dice que eres muy inteligente y que le gusta mucho hablar contigo, pues aprende muchas cosas, pero que como payés eres un desastre.

La sinceridad del chaval le dolió un poquito, pero acepto deportivamente la crítica ―Seguro que está en lo cierto, pero voy aprendiendo poquito a poco. Eso mismo debes hacer tú en la escuela.

Al llegar a un pequeño camino entre la maleza, Feliu se despidió precipitadamente para no tener que seguir conversando con un adulto. Aunque Martí no le cayera mal, la gente mayor se pasaba el día diciéndole, que se debe y que no se debe hacer y Feliu era un ente libre, cuya mayor felicidad era acertar con una piedra en la cabeza de un conejo, difícil, pero algún día lo había de conseguir―: Me voy por este atajo, que así llego antes a casa. ―Y salió zumbando.

Martí continuó su camino intrigado. Hacía tanto tiempo que no recibía visitas, que el hecho de recibir una, le sorprendía y hasta cierto punto, despertaba su curiosidad, pero al mismo tiempo, le molestaba la fractura de sus rutinas que implicaba esta visita incontrolada. Sin embargo, hizo un esfuerzo por buscar los aspectos positivos del encuentro, fuera con quien fuera. No deseaba convertirse en un ser huraño. Uno de los mayores peligros de la soledad.


2



Nunca saldría de aquella mierda, quien nacía en aquel barrio estaba fregado para siempre, era el destino, como nacer con tres ojos, lo único que te espera es la admiración cruel de los mezquinos. A él le sucedería lo mismo, podía llegar a ser el mejor taxista, un excelente lampista o el ingeniero técnico mercantil de la calle, al que todos llevarían la instancia para pedir la pensión de viudedad, orfandad o de mutilación de guerra, pero de ahí no se podía pasar.

La Barcelona de los 50 en aquel barrio era triste, gris y miserable. Como en todos los demás barrios, pero en aquel ningún edificio suntuoso o plaza ajardinada lo trataba de disimular. Estaban rodeados de la porquería de las industrias textiles y del metal, y aislados de la Barcelona imaginaria por las vías del ferrocarril, por el mar inalcanzable y por los campos marginales del suburbio en el que la ciudad dejaba de serlo. Un barrio de obreros, rojos, o susceptibles de serlo, que no merecían la más mínima atención de las autoridades, salvo para controlar sus posibles desmanes. Inexistentes por otra parte, salvo alguna reyerta de borrachos en alguna fiesta del barrio. El miedo estaba instalado en todas las casas, te lo servían con el escaso desayuno, con los escasos garbanzos en potajes de los almuerzos y con las escasas sobras que llegaban a la cena. Y lo que es mucho peor, estaba presente en las conversaciones y sobre todo en los silencios. En las almas de los derrotados y en las de los que no lo eran, sólo por no haber huido o por haber adjurado a tiempo, estos ya llevaban el miedo desde mucho antes. En definitiva, todos habían sido derrotados o por la guerra o por la vida. Era un barrio de mierda en el que nadie vislumbraba un futuro y a pesar de todo, ellos seguían luchando por salir del pozo, por alimentar a sus hijos y por darles una educación y un oficio para ganarse el pan.

Como todos los chavales de su barrio, Martí era un niño de la calle. No eran niños sin hogar, pero vivían literalmente en la calle y sólo volvían a sus casas, para comer o dormir, cuando sus madres los llamaban a grandes voces desde los balcones. Con la excepción del vecino del segundo piso de la vivienda adyacente a la suya, al que sólo veían, junto a sus padres, los domingos cuando iba a misa, vestido con ropa buena, mirando a los otros niños con envidia, mientras estos jugaban embarrados hasta las orejas. Al pobre se le veía sufrir, repeinado e impoluto, por no poder apuntase a aquellos juegos salvajes. Se decía que era un niño enfermizo, aunque la versión más extendida era que sus padres no le dejaban salir, por tratarse de personas de alto nivel venidas a menos, debido a los avatares de la guerra. Muchos años después, Martí lo llegó a conocer muy bien, cuando ambos compartieron aventuras batiéndose contra el franquismo en una célula política. Serían grandes amigos y sólo el forzado exilio de Albert los separaría para siempre. Aunque se hubieran mirado muchas veces con envidia o con desprecio, en realidad no se conocieron hasta llegar a la Facultad de Económicas. Albert estaba predestinado, según el mismo declararía –o médico, o economista– sus padres no hubieran aceptado otra cosa sin considerarlo un fracaso a sus cuidados infantiles y a sus estudios en el Liceo Francés. En cambio, para Martí, estudiar había sido como darse una larga ducha, quitarse la roña y la miseria que llevaba en la piel desde niño, abandonar los andrajos y el olor a humo grasiento que impregnaba todo en el barrio. Pero aquello sucedería muchos años después, aunque quizás aquel domingo había sido determinante para que aquel chaval de cabeza rapada y cara sucia, con sus pantalones cortos y sus rodillas peladas, entendiera que alguna cosa en su interior, como una mala semilla que hubiera empezado a germinar, lo iba a convertir en un inconformista que ya nunca aceptaría que su vida estaba predestinada.

Aquella tarde, mientras ellos jugaban al balón en medio de la calle, una vecina salió al balcón dando gritos. Giraba su cara hacía el interior de la casa insultando a un fantasma invisible y tras maldecir a Dios, se lanzó al vacío, quedando aplastada su cara sobre la acera en medio de un charco de sangre. Todos los niños quedaron hipnotizados por la escena, hasta que una vecina benévola sacó una sábana vieja para cubrirla e invitó a los niños a seguirla hasta el bar, donde compró un par de gaseosas para distraerlos, mientras bebían el refresco, a la espera de que los servicios municipales retiraran el cadáver. Poco después supieron que la muerta era la vecina del tercero, la señora Teresina, una pobre mujer dulce y atenta, con un marido alcohólico que la maltrataba, mientras ella, para poder sacar adelante a su hijo y pagar el alquiler, tenía que fregar suelos.

Aquella mañana el pobre niño, al que Martí y sus compañeros de la calle cuidaban cuando ella tenía que ir al trabajo, había muerto aquejado de una repentina meningitis y el marido, más borracho que nunca, le echaba a ella las culpas.

Para la mente de un niño, nada de aquello tenía sentido, pero Martí había llorado toda la noche, repitiéndose que aquellas muertes habían sido provocadas por la miseria, la pobreza y la suciedad que todo lo cubría y que la pobre mujer, no merecía aquella suerte, que la vida no debía haberse ensañado con ella tan cruelmente. Él, desde luego, abandonaría aquella mierda de barrio y sus miserias. Aunque en aquel momento sólo la rabia le pudiera ayudar, algún día llegaría a ser una persona importante y volvería a aquel barrio miserable para cambiarlo todo.


3



A lo lejos tras un revuelo del camino, cuando la senda descendía hacía su vieja masía, la sombra de un roble centenario oscurecía la figura de un hombre corpulento de estatura media, al que de entrada no pudo reconocer. La figura le daba la espalda, parecía estar analizando la consistencia de los vetustos muros.

El hombre no intuyó la presencia de Martí y siguió abstraído en su observación. El edificio, aunque en parte, había sido remozado, en general conservaba la estructura de su arquitectura original.

Aquel interés por las piedras le hizo presentir que aquel hombre que las estudiaba con tanta atención, bien pudiera ser Roberto, arquitecto de cierto prestigio que, en un pasado ya muy lejano, más en los sedimentos de la mente que en el tiempo cronológico, había sido su amigo del alma. Aunque su corazón latía intensamente ante el inesperado encuentro, quizás el hecho mismo de remover su pasado al que tanto esfuerzo le había costado dejar atrás, lo hizo ponerse a la defensiva, no tanto por temor del propio Roberto o de las noticias que este pudiera traerle, como por su propia inseguridad en rechazar la vida que Roberto representaba, la ciudad, el confort, la vida fácil gracias a una economía de ejecutivo, las mujeres (las mujeres de su vida y aquellas otras que lo habían rodeado en la búsqueda del placer y de la comprensión encontrada en los momentos difíciles) y en definitiva, todo aquello que un día enterró, harto del vértigo de una vida a la que había dejado de encontrar un significado, ni la motivación suficiente para seguir levantándose cada día para ir al trabajo, ni una meta a la que dirigir los esfuerzos por vivir. Un problema que muchos resuelven con el suicidio, buscando un refugio en la religión o en alguna opción política capaz de enfrentarlos a toda la sociedad, pero en su caso, quizás todavía imbuido por aquel romanticismo de los años 60, resolvió en un huida hacía lo natural, hacía la comunión con la tierra y el espacio, en la búsqueda de la esencia del hombre con mayúsculas, pero, como ya sabía desde un buen principio, no resulta fácil, más habiendo nacido en un medio urbano en el que lo más cercano a la tierra eran los alcorques de los árboles y cuyos frutos sólo los hubiera sabido conseguir en un colmado. Ahora que empezaba a dominar aquel medio, aunque no hubiera conseguido superar nunca la nostalgia, ésta se materializaba ante él, como un fantasma que hubiera estado rondando durante años frente a su puerta.

―¿Roberto? ―El hombre se giró mostrando una amplia sonrisa de dientes blancos, pequeños y perfectamente alineados― ¿Cómo tan lejos de la ciudad un urbanita como tú, para el que los pollos sólo existen atravesados por un palo girando en un asador? ―Roberto no contestó la impertinencia y se precipitó hacia Martí para ceñirlo en un fuerte abrazo. Lo miraba feliz, su expresión era totalmente sincera, aunque no podía subvertirse a una observación analítica, de cómo había afectado el paso del tiempo en la epidermis de su amigo y un poco más allá, tratando de escudriñar en algún lugar el porqué de aquella precipitada decisión y de su prolongada ausencia e incomunicación.

―Martí, no sabes cuánto te he echado a faltar. ―Su mirada expresaba ahora la alegría del que acaba de encontrar algo que daba por perdido y, sin embargo, lo encuentra en buen estado.

―Te veo muy bien. Hasta has engordado. El último tiempo en Barcelona estabas más chupado que un arenque y tenías un color parecido al de éstos. Parece que el campo te trata bien.

―Tú tampoco tienes mal aspecto. Estás moreno como un payés, pero esta piel tan fina, delata a las claras que no te has dedicado al campo.

―Al campo sí, pero al de tenis. ―Roberto siguió con humor la ironía de su amigo, para mostrarle que no le daba importancia―. ¿No me vas a invitar a entrar? Estoy deseando conocer tu mansión por dentro. Casa pairal del siglo XIX, reconstruida en parte, pero guardando la pureza de líneas y materiales, que la hace una joya de la arquitectura rural y tan emparentada con el paisaje que sus piedras no se distinguen de las de la montaña circundante, lo que representa un casamiento perfecto con su ecosistema ―Roberto mostró su erudición técnica, demostrando sus conocimientos de la antigua arquitectura catalana agraria, a pesar de su, de antemano aceptada, impregnación de asfalto. Asumía que a él, el campo no lo atraía en absoluto, ni siquiera para tener una segunda vivienda. Si algún día le sobraba el dinero, se compraría una casa cerca de Salou o de S’Agaró. Cualquier lugar de la costa concurrido, donde las noches se pudieran prolongar hasta el amanecer rodeado de pieles suaves y morenas, y los días transcurrieran dormitando al sol suavizado por la brisa marina y rodeado también de pieles tersas y calientes. Este era su ideal para pasar la canícula, pero sólo un par de meses, después todas sus necesidades las veía perfectamente cumplidas en la ciudad, Barcelona por supuesto, aunque también se sentía feliz en NY, LA, París, Londres o Berlín.

Roberto había tardado años en dar con su amigo. De hecho, sólo una indiscreción bienintencionada de Andreu y Berta, una pareja que había ayudado a Martí a encontrar una casa en aquellos parajes, lo había conducido hasta allí. Había viajado ese mismo fin de semana, tomándose dos días de vacaciones para poder alargar su estancia. Deseaba reencontrarse con su viejo amigo de correrías, entender sus motivaciones, su marcha intempestiva, su prolongada ausencia, su silencio. No pretendía convencerlo para volver, puesto que respetaba a Martí y sabía que sería más fácil que este lo convenciera a él de seguir sus pasos que al contrario. Martí siempre había aportado la razón y la reflexión a sus relaciones e incluso a sus locuras. Pero necesitaba que fuera Martí el que, una vez más, le razonara su actitud. Además, había pasado mucho tiempo y los acontecimientos, que siempre van ligados al transcurrir de la vida, posiblemente fueran desconocidos para Martí, sin duda, por propia voluntad. Sin embargo, Roberto temía que le pudieran afectar, o al menos, necesitaba una especie de bendición, de aprobación tácita, como si un hijo buscara la comprensión de su padre que está en los cielos, ya que en el fondo sigue necesitando su apoyo para tomar decisiones.

Martí le enseñaba las diferentes estancias de la masía, explicándole las soluciones técnicas que había incorporado para gozar de las comodidades de una vivienda moderna, sin estropear la estructura de la vieja edificación. Roberto señalaba aspectos funcionales que hubieran podido ser mejorados, pero sin criticar las decisiones de su amigo. Las vistas eran magníficas y la comodidad razonablemente buena. Martí había dejado para el final la parte de la que se sentía más orgulloso. En el piso superior de la casa había un par de habitaciones orientadas al este para recibir los primeros rayos solares de la mañana. Después de mostrarle la segunda estancia, Martí aprovecho para conocer mejor las intenciones de Roberto.

―Aunque no esperaba visitas, destiné esta habitación para los invitados, por si algún día se presentaba la contingencia. Te quedarás algunos días supongo. Ya que al fin me has encontrado, no te marcharás corriendo. Imagino que te debo una explicación. Aunque si te soy sincero, no me apetece mucho reflexionar sobre el pasado.

Roberto comentó que pensaba pasarse unos días―: Si a ti no te importa. Me gustaría que habláramos largamente, pero tampoco deseo forzarte a una declaración de principios. Sólo he venido a verte y hablar del pasado o del futuro, o de lo que tú desees sin que te sientas obligado. ―Martí afirmo con un gesto y siguió mostrándole la casa.

Enfocado al oeste, en la parte frontal de la masía había un despacho confortable, presidido por una mesa de roble estilo inglés de grandes dimensiones. Frente a la mesa una silla móvil de tipo funcional y una mesilla con un ordenador daban al espacio el aspecto de una oficina comercial, como si en unos instantes, mediante algún truco de magia, hubieran pasado de un siglo a otro. Unos sillones de piel contemplaban un hogar con un tronco ennegrecido.

―Todo el despacho perteneció a un notario. Lo conseguí en un anticuario de La Bisbal. En estos pueblos todavía se pueden encontrar objetos antiguos bien conservados, sin tener la sensación de haber sufrido un atraco, aunque el turismo también está estropeando esto.

Roberto sonrió―: Parece que no has perdido el buen gusto. Aparte de la mesa y los sillones, lo demás no parece muy antiguo…

―Con tanta construcción los notarios hacen mucha pasta y este prefería adaptarse a los nuevos tiempos y apostar por los diseñadores catalanes modernos. Son caros, pero visten mucho y son más funcionales. ¿Te acuerdas de Massip? Le ha sacado un buen partido a las enseñanzas de su padre carpintero. Ya de entrada lo de carpintero no le sonaba a la altura de su categoría y decía que su padre era ebanista, pero él echaba pestes de que le obligara a aprender el oficio, aunque después de su paso por la escuela de diseño, de ebanista, pasó a ser diseñador de espacios habitables y se estaba forrando.

―Ahora trabaja mucho para mi buffet. ―Roberto trató de frenar la crítica de Martí hacía su común amigo, sin demasiado éxito.

―Pues lo siento por ti y por tus clientes. Un tipo tan fatuo y engreído, ha de reflejar por fuerza su carácter en su obra ―sentenció Martí, aunque se arrepintió al instante.

―Quizás lo estés juzgando demasiado severamente. Es un buen profesional. ―Roberto defendió al carpintero sin demasiado empeño. Martí a la vez trató de relajarse, no quería crisparse por una tontería. Abandonaron la estancia en silencio y finalmente le mostró la sala que ocupaba el resto del espacio del piso superior. Era una gran biblioteca llena de anaqueles de madera trabajada repletos de libros, grandes y pequeños, nuevos y antiguos, protegidos por grandes puertas acristaladas. En medio de la sala, una larga mesa cubierta de libros presidía la estancia transportando al observador a cualquier rincón de estudio de las viejas bibliotecas de Cambridge u Oxford, parecía imposible un lugar como aquel, en una casa solariega perdida en la montaña. Martí mostró la sala con el brazo y la mano extendidas y con indisimulado orgullo.

―¡Voila! La joya de la corona. La construí yo mismo. Ha sido un trabajo de años que todavía requerirá algún tiempo para terminar los detalles ―Roberto observaba el trabajo sinceramente admirado.

―Te felicito, es una obra increíble, magnífica. No te conocía estas habilidades, estoy aturdido. Es genial ―Y permaneció largo rato en silencio observando los detalles florales, las cenefas arborescentes trabajadas en la madera.

―Tengo un pequeño taller en el sótano, luego te lo mostraré. Unas herramientas adecuadas ayudan mucho y sobretodo paciencia y tiempo para matar ―Martí parecía excusarse.

―De cualquier manera, es el trabajo de un artista, podrías ganar millones ―Roberto seguía admirado.

―No te creas, si divides trabajo por rendimiento, resultaría un carpintero carísimo. Necesitaba ocupar mi tiempo, sobre todo los primeros años, esa es la verdad ―Martí invitó a su amigo a salir.

―Bajemos a desayunar a la cocina, estoy hambriento ―Ambos amigos descendieron en silencio. Deseaban decirse muchas cosas, pero ninguno sabía por dónde empezar. Parecían estar de acuerdo en que sería mejor esperar a que el azar los condujera a alguna ribera apacible, donde poder dejarse deslizar por el río de palabras que los dos contenían.

―Las excursiones matinales me abren el apetito. ¿Te apetecen unas setas con butifarra? Aunque parezca increíble, las busco yo mismo. He aprendido a distinguir las variedades más apreciables, sin sufrir ningún envenenamiento. Muchas veces son los vecinos los que me las regalan. Existe un buen ambiente entre la gente de estas tierras. El aislamiento obliga a buscar la solidaridad y a ofrecerla. Por ejemplo, las butifarras son de otro vecino. De tanto en tanto, uno de ellos organiza una matanza del cerdo, son animales que crían para la venta, pero siempre se dejan alguno para consumo propio, los demás colaboran para hacer el trabajo más llevadero y al mismo tiempo, es una buena excusa para encontrarse y hablar de los problemas comunes, siempre alrededor de una mesa bien surtida de viandas.

Roberto tomó un taburete y se sentó junto a su amigo, observando como este se movía ágilmente por la cocina.

―Martí, quiero que sepas que te admiro. No sólo has cambiado radicalmente de vida, sino que has sabido adaptarte a un medio que te resultaba totalmente desconocido, con un éxito notable. Por mucho que lo deseara, sé que yo sería incapaz de hacerlo. ―Martí hizo un gesto con la mano como quitándole importancia.

―Ha pasado el tiempo y uno se adapta a todo, pero los primeros años fueron muy duros y sólo la testarudez y la sensación de que volver atrás sería repetir un fracaso del que había huido, me mantuvieron aquí. Aun así, muchos payeses de la zona todavía se ríen de cómo realizo algunas labores, pero me han tomado afecto. Les ayudo a rellenar la declaración de hacienda y a pedir las subvenciones oficiales y ellos me corresponden echándome una mano en el campo o en la granja. Son muy buena gente, sencilla y algo recelosa con los extraños, pero que en cuanto te conocen, te abren sus casas y te lo ofrecen todo.

Roberto aprovecho la pausa para introducir en la conversación sus inquietudes―: No entiendo por qué dices que huías de un fracaso. Lo tenías todo, un buen empleo en una empresa solvente, comodidades, amigos, mujeres. La separación de Alicia no pareció afectarte mucho. Teresa, Nani y hasta la propia Matilde estaban dispuestas a consolarte. Siempre tuviste éxito en todo lo que te propusiste hacer. Estabas en la cima.

Martí le replicó de manera escueta―: O lo que es lo mismo, al borde del abismo.

―Nadie entendió tu desaparición. Muchos hubieran deseado tu suerte.

―Nada de lo que hacía era mío. Era una carrera sin llegada, sin objetivo, hasta que un buen día me paré para saber dónde estaba mi meta y delante no había nada. Sí, el dinero, el escalafón en la empresa para conseguir dirigir la economía de una multinacional, de la cual odiaba su actividad y en la que sólo importaban los beneficios y la imagen corporativa, las personas eran peones, ni siquiera al servicio de un rey, sino de un monstruo de cien tentáculos, los países zonas estratégicas de desarrollo e implantación comercial. ¿Otra empresa? No, estaba demasiado metido en toda aquella mierda. Mi puesto era la aspiración de cualquier economista. Además, fuera de la empresa tampoco encontraba la compensación necesaria, las relaciones interesadas con las familias de la burguesía catalana, había que estar bien relacionado para conseguir un estatus social, la competición por ver quien se tiraba más hijitas de casa bien, o si resultaba más fácil, a las mamás y si conseguías ambas, bingo, éxito completo. Me hastiaba pensar que había perdido mí tiempo y energía con aquellas pánfilas que lo único que me ofrecían eran sus cuerpos bien trabajados en el gimnasio, pero en cuanto abrían la boca se te caían al suelo. Y nuestras salidas épicas hasta agotar las existencias y la rayita de coca para resistir más que cualquiera en las noches de juerga, al final sólo me dejaban la sensación de vacío. Y las mujeres de mi vida, que parecía interesarles más el alto ejecutivo, que Martí, el muchacho de izquierdas que ya no era de izquierdas, el poeta que ya no escribía, el romántico y sensible jovencito que se había endurecido en la dura batalla por el éxito social. Debía reandar el camino y sabía que en nuestro ambiente no lo iba a conseguir… Y decidí huir. Vendí el piso, el coche, saqué los ahorros y aquí me tienes tratando de hacer de payés, más cercano a Josep Pla, que a John Maynard Keynes o Paul Anthony Samuelson a los que tanto admiraba cuando me dedicaba a la economía. ―Martí trató de ser sincero y sin embargo había aspectos de su vida y de su supuesto fracaso que no podía o no deseaba exponer a Roberto.

―Nunca hubiera imaginado que lo vivieras de esta manera. ¿Por qué no me dijiste nada? En ocasiones también a mí me cansaba aquel tipo de vida. ―Roberto parecía sorprendido ante las revelaciones de su amigo.

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