Kitabı oku: «Segunda virginidad»
Isabela pone la cabeza boca abajo para que el agua caiga sólo en el pelo y no en el cuerpo. Está en la regadera de sus hermanos porque ese baño tiene la luz más blanca, más potente, con un espejo grande donde se reflejan mosaicos azules, un cuadro abstracto, cepillos de dientes e Isabela encorvada. Piel clara, medio rosita, una cavidad entre los senos le favorece el escote cuando está con la espalda recta, alza volcanes flácidos desde un centro hundido. Pero así, con los ojos hacia el vientre, Isabela ve cómo las dos tetas enflacan como respuesta a la gravedad, alargan los pezones hasta parecer tetas de vaca. Le da asco: el hueco se convierte en otra inseguridad mientras se esparce mascarilla humectante por las colgaduras mojadas de su cabeza.
Sebastián pasa por Isabela en la camioneta familiar, sin asientos traseros, y la estaciona en un terreno baldío, en una calle con cuatro casas grandes y viejas, apartadas del carro con luces apagadas. Sebastián le quita la blusa, el corpiño, el pantalón, el calzón. Ella, seca, ignorante del instructivo básico, suelta su figura, maleable por las manos de él. Nadie le ha explicado, nunca ha visto alguna imagen del acto. Sebastián la cambia de lado, de pose, busca la manera de penetrar la vagina desértica. La toma de la cintura y la acomoda arriba de él para intentar acceder desde abajo, las rodillas de Isabela frotan la alfombra dura, el contrapeso ella lo pone entonces en las manos, brazos rígidos, dos columnas huesudas con la cara de Sebastián al centro, absorto en la operación. Isabela baja también la mirada y ve las tetas alargarse, cambiar de redondas a óvalos, a globos desinflados. Las tetas de vaca endurecen el resto del cuerpo y se aparta de Sebastián.
Él no dice nada. Ella toma el corpiño, la blusa, el calzón, el pantalón.
No perdió la virginidad.
Las tetas de vaca la salvaron.
Ay, mi amor, cómo te tardaste. ¿Cómo está Fátima? ¿Cómo viste a tu tía Carmen?, pregunta la mamá en pijamas de satén color miel, con un libro en una mano y el teléfono en la otra.
Puntos cálidos centellean la ciudad plana y su cerro por la ventana panorámica. Noche rara, multitud de nubes extienden el puntillismo en el cielo. La mamá está sentada en el sillón largo, blanco, de su habitación, los pies descalzos con pedicure rojo sobre el tapete níveo.
Bien, balbucea Isabela. Buenas noches, mamá.
Te veo demacrada, Isa. ¿Todo bien? ¿Cenaste?
Sí, mamá, todo bien, buenas noches.
Te dejé en tu cuarto unas vitaminas que te compré. Me dijo tu tía Chefi que son buenísimas para las uñas y la piel, se las recomendó su dermatóloga, la Merino. A lo mejor deberíamos cambiarte con ella, ¿no? El doctor López qué bien me cae, pero pues a lo mejor no es para ti.
Pues sí, a lo mejor. Gracias, mamá.
Buenas noches, mi cielo. Que sueñes con los angelitos.
Tú también.
La mamá le manda un beso tronado, deja el libro y el celular en el buró de mármol que acaba en una pata de dragón y se encamina al baño, el cabello en una cola larga rebota arriba de su figura delgada, senos operados, nalgas trabajadas de gimnasio diario.
Isabela dice otro buenas noches a su papá. Recostado, en bata y pantuflas, ve un documental de animales; despeinado, todo canoso pero no está viejo, el pelo se le ve bien con las cejas gruesas de cebra y con las sobras musculares de cuando fue campeón de slalom en sus años de juventud en Canadá, antes de heredar campos agrícolas del desierto de Sonora. Isabela pasa por la sala apagada, el recibidor apagado, el jardín negro, la alberca iluminada.
Dos hermanos están sentados en la barra de la cocina, cada uno con su celular.
¿Con quién estabas?, le pregunta uno, antes de la primera mordida dura y luego mullida a una manzana.
Con Rebeca, miente Isabela, y toma un vaso para servirse agua fría.
¿Rebeca qué?
Robles.
¿La ex del Chuy Rosado?
Sí.
¿El Chuy es el hermano del Marcos de tu equipo de fut?, pregunta el otro hermano, con los ojos y los lentes hacia el celular.
Simón.
Esa Rebeca Robles, ex del Chuy Rosado, es una amiga que va a otro colegio. Isabela la conoció en natación. Rebeca, siempre presentable, con cremitas y perfumes dulces, cutis de seda, le avisa a Isabela cuando le apesta el aliento, cuando el traje de baño se le acomodó mal, cuando se le sale un pelo púbico, cuando se le mete el taco. Una buena amiga.
Sebastián pasa por mí en coche, le dice Isabela toda presumida a Rebeca, y me lleva por raspados o por unos tostilocos.
Comen adentro del carro, la refri prendida, estacionados donde sea, en un parking, por ejemplo, y él se le queda viendo con los ojotes como de árabe entre las mordidas crujientes a las papitas con chile. A veces le hace cosquillas él a ella y le dice que se ve bonita de blanco, que ya se manchó, una gotota de chamoy en el área del busto, y que él se la va a limpiar. Ella se ríe y él también, el aire de repente más pesado, un algo derritiéndose desde la nuca, al cuello, a la mancha.
A Rebeca sí le cuenta que se dieron un beso, aunque omite detalles; no le dice que la mano de él se quedó sobre la mancha de chamoy ni que la empezó a deslizar en círculos sobre el área, Isabela sin moverse, sólo la boca abrió y meció tantito la lengua cuando la otra entró, viscosidad de rielito y pepino, una ventilación caliente que salía de la nariz de Sebastián impregnándosele en las mejillas, atrás de las orejas, a lo largo de la clavícula.
Isabela repite estrategias para irse con él. Dice:
Ahorita vengo.
O:
Ahorita regreso, voy rapidito por algo.
Lo que sea, unas copias, ir al cine con no-sé-quién.
¿Cómo estuvo la película, mi amor?
Muy padre.
¿Cómo estuvo tu trabajo en equipo?
Muy bien, mamá.
O:
Muy bien. Luego nos vemos, papá.
O Carlota y Vero, ellas dos haciendo tarea, o jugando con la manguera a mojarse, las blusas del uniforme embarradas en senos de picos, a medio florecer, rodillas famélicas corriendo de aquí para allá o arriba abajo del resbaladero, puras niñas, las mismas del salón, las mismas desde hace seis, siete, ocho años, desde que entraron juntas a primero de primaria se hizo la bolita, el grupo de amigas. Isabela las moja con globos de agua, latigazos de hule sobre las telas duras del uniforme, o le atina a las pieles enrojecidas, y se va.
Mi mamá ya llegó por mí, dice Isabela.
Y es Sebastián.
¿Quién te trajo, Isa?, pregunta después su mamá.
Verónica.
O:
La hermana de Carlota.
¿Cuál hermana?
Norma.
¿A poco ya maneja? Qué rápido pasa el tiempo, dice la mamá, las manos en unos recibos, maquillada, cabello secado, sentada en el estudio frente a las enciclopedias.
Isabela, entre los personajes que reemplazan a Sebastián, no siempre menciona a Rebeca porque ella es de otra bolita, de otra escuela, es amiga del club. Ambas con membresía familiar, todas las tardes la entrada por las puertas de vidrio a la sala lounge, bajan por las escaleras tapizadas, pasan los cuartos de spinning, yoga, taekwondo, gimnasio, donde están unos guapos con pesas y ellas van también, Isa y Rebe, antes de natación, para hacer pierna, para platicar con el Luis, el Marcos, el Gómez, el Ro, mejor amigo del hermano de la María Cárdenas. Isabela platica con ellos sin decirles que ya tiene novio, que Sebastián le dijo:
Me-gustas.
Y le preguntó:
Quieres-ser-mi-novia.
Estaban estacionados frente a una imprenta cerrada. Un letrero centelleaba rojo en las caras de los dos.
Pero tiene que ser secreto, le dijo él. Por ahorita.
Un ahorita desplegado en mensajes diarios de te quiero, gordi, paseos breves en coche, llamadas de media hora, de una hora, Isabela lejos de los oídos de los demás.
Lejos de la cocina, de sus hermanos bañados en hedor de lodo y futbol, desde su habitación, Isabela le marca a Rebeca para avisarle su participación en la mentira. Sus hermanos eran capaces de preguntarle mañana en el club a Rebeca qué hicieron, cómo les fue ayer. A uno de ellos como que le gusta.
No puede ser, o sea, ya tengo que conocer al Sebastián, dice Rebeca. Si me quieres de cómplice, necesito mínimo verlo.
Rebeca propone entonces una albercada en su casa, en un jardín con muchas flores y un tobogán. Isabela y Sebastián, Rebeca y su novio, un tipo no tan agraciado ni facial ni corporalmente, panzoncito pero detallista, fiel, con tintes de poeta, párrafos sobre la belleza y la personalidad de Rebeca como mensajes de buenas noches. Un niño bien.
Isabela es de las ocho integrantes del grupito que invade todos los recreos la sombrilla azul ubicada por la pista de correr, por los árboles llorones. Varias con un pie sobre el asiento, o con las dos piernas abiertas, una a cada lado de la banca, los shorts de deporte asomados, la falda de cuadros arrugada, o sentadas arriba de la mesa de fierro, acolchada por debajo de chicles masticados, secos.
Carlota, cara de ratón feliz, bigotito decolorado, frenos, ojos azules, es el centro de atención. Las demás le preguntan qué onda con el Diego, que si le agarró la mano, que si cómo se la cantó.
¿Beso no se dieron?
¡Obvio no!, contesta Carlota, asustada, orificios de la nariz levantados, turgentes.
¿De aquí quién se ha dado beso?
Es que casi nadie ha andado de novia. La Ceci anduvo con el Óscar Caputelli pero nunca se dieron beso.
Ya date un beso para que nos cuentes, Carlota.
Isabela se une al gritillo:
¡Wuuuuuw!
Vero le pellizca el muslo a Isabela. Vero se refiere al beso que Isabela se dio en Año Nuevo con el gringo en Vail. Verónica hizo tal jeta de trauma que para qué otra y mejor Isabela no le cuenta nada de Sebastián. Mejor no le cuenta a nadie de la escuela.
¿Quién quiere jugar conmigo ABC?, pregunta Vero.
Yo, dice Isabela.
Vero le rasca a Isabela sin parar, con una sola uña, la zona de la muñeca que está bajo la palma, y es Isabela quien debe responder a cada letra del abecedario para acabar con la microtortura física.
A.
Adrián.
B.
Bernardo.
C.
Carlos.
D.
David.
E.
Eh, eh, ¡Elmer!
Nombres de hombres y entre más rápido y menos gritos, menos fricción de la uña con el mismo pedacito de piel, menos probabilidad de cicatriz suicida. En la P de Pablo ya todas se están burlando de la muñeca escarlata de Isabela.
Isabela, del colegio, se va directamente a casa de Rebeca, se quita el uniforme, se mete a bañar y se rasura los brazos para agregar superficies lisas a lo que Sebastián quiera tocar bajo el cloro. Bikini lila, gargantilla elástica de colores.
Las cuatro de la tarde: las botanas listas, el sol sobre la alberca.
Ding dong y es el novio de Rebeca.
Pasa el tiempo e Isabela se arregla entonces las uñas, rosa palo, las cejas, más oscuritas, las piernas bronceadas con un aerógrafo gringo mientras planea qué película pueden ver después de la alberca, una chistosa en la sala de arriba, hay dos sillones gigantes y cobijas.
Cuando el cielo se torna fulgurante en rojos, y Rebeca y su novio bisbisean dentro del agua, Isabela llama por teléfono a Sebastián en la habitación de su amiga. Dos camas individuales, la ventana alta hacia la avenida, la puerta del clóset abierta, mucha ropa tirada, prendas en cerros desbordándose sobre la alfombra color vino.
Unos biiiip larguísimos.
¿Bueno?, Sebastián contesta adormilado.
Isabela le dice, con voz de renacuajo triste, que llevan horas esperándolo. Él, en un tono neutral que raya la indiferencia, dice que tuvo un accidente de coche con unas amigas.
¿Qué pasó?, pregunta Isabela.
Pues, ¿qué pasó? No sé...
La voz de Sebastián se distorsiona porque está saliendo ahora de una sonrisa. Isabela no ve el chiste en la ecuación.
Un carro se atravesó. Nada grave, no te preocupes.
Sebastián es apenas un silbido, un hilo vocal falso, lejano, burlón, mentiras que penetran como filos en el oído de Isabela, quien ve una mancha en el techo que se pone borrosa, acuosa desde las córneas, al mismo tiempo que su garganta temblequea en picazones porque escucha risitas de mujer desde el auricular.
Está muy raro todo esto, le dice ella. Así no podemos seguir juntos.
Isabela dijo esta frase con la esperanza de una negación, de que él dijera algo tipo: sí podemos seguir, gordi, ahorita voy a casa de Rebe a explicarte bajo el tobogán y las estrellas y todas las constelaciones, pero lo que dice es:
Ok, Isa, te entiendo. Esto tenía que acabar.
Cuelgan. Las lágrimas mojan los párpados delineados, rayita waterproof, y los brazos sin pelos sirven para agarrar una almohada y estrellarla una y otra vez contra el colchón, técnica curativa que alguna vez le contaron. Deja de pegarle cuando escucha que Rebeca y su novio abren la puerta corrediza de vidrio del jardín.
No sabía que te gustaba tanto, dice Rebeca.
Ve que esa frase no funciona y dice:
Es un imbécil.
El novio de Rebeca dice:
Te voy a presentar a un amigo que sí vale la pena.
Isabela traga gramos de vergüenza espolvoreada porque el novio de Rebeca la está viendo deformada en pleno fracaso emocional de una relación que se engendró, creció y se pudrió en la penumbra. Isabela se encierra de nuevo en el cuarto y le marca a su prima Paula. Seis seis dos dos trece cuarenta y ocho cincuenta y cuatro.
¿Bueno? Hello!
Isabela, con peras atoradas todavía en la garganta, explaya el resumen de la ruptura.
Es que no sabemos casi nada de él, Isa, lo conocimos demasiado random en Kino, dice Paula.
Isabela se muta en el recuerdo de la playa, él atrás de ella en la banana, Isabela curvando la espalda para sacar las nalgas hacia la visión de Sebastián pero el rebote obligándola a curvarse al revés, jorobada, agarrada con fuerza del mango del flotador.
Ya va a empezar mi clase de equitación, dice Paula. Pero no estés triste. ¿Quieres ir conmigo a la fiesta de la Melissa?
Ay, no sé, contesta Isabela.
La iglesia con poca gente se ve más alta, más luminosa, las velas como estrellas de mármol vivo bajo el sol dividido en rosetones. Isabela llega antes de la misa de domingo para confesarse, pelo trenzado, bolsa nueva. En la fila, saluda con un gesto manual, automático, al Ernesto Molina y a la Adriana Saltimonte. Qué linda la pareja. De toda la vida. Ambos concentrados en el sagrario, sus manos huesudas entrelazadas.
Isabela le dice al sacerdote que se siente bien porque ya no va a haber tentación.
No, él no es para mí, padre, estoy segura, dice Isabela. No lo voy a volver a ver.
Qué bueno, me gusta tu fuerza de voluntad, le dice el cura tras la rejilla, olor a 2-nonenal.
Isabela lo aprendió en clase de química la semana pasada, la molécula que se genera en la piel de los cincuentones o sesentones cuando unos ácidos grasos se oxidan de manera natural.
Halo erudita.
Vete en paz.
Se fue en paz.
Isabela habla toda la noche con un amigo de Paula, uniceja, de ojos azules y sonrisa hasta la mitad de las mejillas. Él trae un spray bucal mentolado: se lo echa él y se lo echa a ella frente a un lago artificial con una fuente que tira tres chorros desde el centro. Es una quinceañera. Ponen reggaetón y todos bailan en filas, en parejas mixtas o femeninas; nunca dos machos frente a frente. Los movimientos latinos son sensuales, sin tocarse, cada quien en una de las dos filas paralelas que atraviesan la pista de baile, espacio de aire puro garantizado entre parejas. Pegaditos sólo en las rancheras, terapéutica regional, y al final de la velada, porque la confianza crece a lo largo de las horas sociales con la ayuda de las bocinas grandes, las luces de colores, las plastas de maquillaje, el pelo planchado, los tacones, las Tecates.
Lejos de la gente y del lago, sobre un área de pasto donde no invade la luz, el uniceja mete la lengua en la boca de Isabela y la recorre en espadazos. La menta que le entra por la boca se destila por el cuerpo de Isabela en riachuelos internos de asco.
El secreto del beso se lo cuenta a Paula en la comida familiar del domingo.
En la sala, los adultos hablan de la gripe española que mató a cincuenta millones, que dejó más muertos que la Primera Guerra Mundial, diecisiete millones, una tía está leyendo un libro sobre eso, se lo prestaron en el club del libro que organiza la Susana Siqueiros, sí, le dieron anillo a su hija, se va a casar con este muchachito Soto, ¿cómo se llama?
Lejos del guirigay, Isabela, sobre una barda, le dice a Paula:
Júralo que no le vas a decir a nadie.
Paula es portadora de secretos desde que son niñas. La primera confidencia giró en torno a un pelo en el pezón, uno delgadito, casi incoloro, cuando Isabela tenía nueve o diez años y Paula once o doce. Isabela le contó en el techo de su casa. Se subían por la casita del perro, imitando a los hermanos.
Me salió un pelo, dijo Isabela.
No le dijo dónde. Paula, con la sabiduría en el cabello negro y en los dientes grandes, le dijo que era el primero de muchos que iban a rodear donde hacemos pipí. Esa información era nueva, inesperada: el pezón estaba muy lejos del instrumento corporal para el escusado. Los pies flotaban a varios metros de la banqueta, Isabela los veía balancearse y Paula la veía a ella y le hablaba al oído, quedito, para que nadie oyera, simple consecuencia del tema, los pelos y los pezones no son temas abiertos.
Los besos tampoco.
Isabela y Paula, ahora sentadas en dos poltronas de la habitación de los abuelos, los tenis sobre el tapete marroquí que trajo un tío en uno de sus viajes, hablan en el mismo volumen.
No le voy a decir a nadie, ya sabes, no te preocupes, dice Paula. Pero hay algo que te tengo que decir.
¿Qué?, pregunta Isabela.
Paula toma su pausita dramática y le dice que el uniceja se puso de novio con una amiga de ella en la misma fiesta.
Isabela vuelve a sentir los riachuelos de asco, pero ahora morales, sentimentales, no significar nada para el otro, él probó lo que no podía con ella, porque esa amiga de Paula con la que se puso es una mocha, todo mundo sabe, la inocente, hasta bullying le hacen en la escuela, se le ponen rosas los cachetes si alguien dice pompi o cerveza y comulga diario, claro que él encantado con ella, con la inmaculada, aparte que sí, está hermosa, y muy linda, naricita de cachorra consentida, se le cierran los ojitos cuando sonríe, igual que a él, pues sí, sí quedan, altos los dos. Isabela mejor cambia de tema:
En la mañana me marcó Sebastián.
¿Qué te dijo el imbécil?
Quería saber qué onda, cómo estoy, dice Isabela sin mencionar que, al escucharlo, sudó de manos y axilas.
Qué risa, se te pusieron las orejas rojas.
Qué risa, traes chile entre los dientes.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.