Sadece LitRes`te okuyun

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «La vieja verde», sayfa 4

Yazı tipi:

CAPITULO VII
En que se vé cómo iba yo acercándome á la fortuna, llevado de la mano por una vieja verde

Al otro dia me desperté muy tarde.

Al abrir los ojos ví delante de mí á mi divina rubia que me sonreia.

Tenia en la mano, en un plato de porcelana, una taza de leche.

Se me trataba bien.

A lo príncipe.

Con la mayor delicadeza.

Tomé la leche, que era riquísima.

– Levántate, – me dijo; – esa mujer me ha llamado para que la arregle: no quiere verte hasta que esté compuesta: en esto se tardará, por lo ménos, hora y media; la hora del almuerzo: la Nicanora está ya en la cocina y avisará: nada sabe doña Emerenciana; ten prudencia; no me mires como me estás mirando; me parece que la tenemos; me ha preguntado con mucho afecto por tí: se ha informado de cómo has pasado la noche; yo la he dicho que, á mi parecer, la habias pasado admirablemente: ¿he mentido?

– ¡Poder de Dios, que yo reviento de felicidad! – la contesté.

– Pues procura, no reventar, hijo, que los reventones no son para sufridos, y adios, que la vieja me espera impaciente; me parece que tiene ganas de verte; la cosa no puede ir mejor.

Micaela se fué.

Yo me levanté.

Me arreglé, y me fuí á la cocina.

En ella habia una mujer ordinaria, oronda, como de cuarenta años; pero frescota, no desgraciada, y un tanto pretenciosa como doña Emerenciana.

Se sonrió al verme, me guiñó un ojo, y me dijo:

– ¿Con que, á lo que parece, todos somos de la casa?

– Yo creo que sí, – la respondí.

– Y me parece tambien, que hemos de llevarnos muy bien: la señorita es un ángel, y le quiere á usted mucho; es necesario que usted sea hombre de bien y corresponda con ella; la vieja, segun la señorita me ha dicho, le quiere á usted tambien mucho: de modo que usted está aquí como la yema del huevo; y por supuesto: ¿qué le ha de pasar á un buen mozo sino cosas buenas?

– Muchas gracias; pero usted debe de haber tenido muy buenos bigotes.

– ¿Y qué, no los tengo todavía? – exclamó con vehemencia y con un ligero acento de enojo: pues mire usted, no está la carne en el garabato por falta de gato, y cada una sabe cómo le va, y muchos quisieran lo que hay donde se cree que no hay nada; y en fin, que eso ya se verá.

– ¿Y quién duda de que es usted una buena moza? Por lo ménos en otro tiempo.

– ¡Ah! ¡en otro tiempo, cuando vivia el mio, que era músico de alabarderos, y yo lavaba la ropa del cuerpo! ¡Ah! entonces las tapias se echaban para atrás cuando yo pasaba: calcule usted lo que serian los hombres y las mujeres; he tenido yo mucho aquél, y aún le tengo, y mire usted, si quisiera casarme, no me faltan proporciones; pero el buey suelto bien se lame.

Yo tenia hambre, y mientras charlaba con Nicanora, echaba ojo al almuerzo que se estaba preparando, y que parecia ser excelente.

Micaela habia dado una vuelta, y yo habia reparado que no la gustaba mucho mi charla con la asistenta, ni la manera que tenia ésta de mirarme.

Yo era caballo de buena boca.

La Nicanora conservaba algunas cosas muy apreciables y no me habia desagradado.

Pero era necesario irse con mucha diplomacia, no fuera que se armara una culebra.

A la hora del almuerzo se presentó doña Emerenciana ya emperifollada.

Me causó una viva impresion.

Micaela se habia esmerado aquel dia con ella.

La habia pintado y la habia compuesto admirablemente.

Además de esto habia en doña Emerenciana una languidez hechicera.

Me abarcó con la candente y dulce mirada de sus grandes ojos negros.

Se sonrió, y se marcaron en sus mejillas los hechiceros hoyitos.

Parecia increible que fuera ella la misma que yo habia visto despojada á través del hueco de lo alto de la puerta.

– ¡Ah! hijo mio, – me dijo, – que ésta me ha engañado: que me ha dicho que has pasado muy buena noche, y estás pálido y con ojeras.

Y paseaba su mirada escudriñadora de Micaela á mí.

– Esta noche será distinto, – añadió; – no la pasaremos como anoche; te se pondrá su cuarto junto al mio; no quiero yo que mi hermana riña conmigo porque vuelvas desmejorado al pueblo.

Y su mirada se encarnizaba más en Micaela.

Esta estaba admirable de sinceridad, divina.

– Es necesario que te lleves bien con mi sobrino, – la dijo; – yo te tengo á tí en lugar de hija, y me doleria mucho ver que eras desagradecida.

– Le juro á usted, mamá, – dijo con una gracia hechicera Micaela, – que su sobrino no tendrá queja de mí… ni usted tampoco… vamos á llevarnos como ángeles.

– Cuidado, cuidado, Micaela, que yo no quiero belenes en casa, – dijo, no pudiendo contenerse ya doña Emerenciana. Y usted, Nicanora, que se lo está usted comiendo con los ojos; mucho ojo; si es bonito y jóven, á usted no le importa nada.

– Vaya un redios con la señora, – dijo la asistenta; – pues se puede usted guardar á su sobrino en el chaquetin, doña Emerenciana; ¡como si una estuviera en las últimas! pues cada cual tiene lo que le hace falta, y sin…

Un enérgico guiño mio contuvo á la Nicanora.

O yo no sé una palabra de gramática, ó la Nicanora, que se habia picado, iba á decir: sinpeluca.

Si lo hubiera dicho, y con lo que habia sucedido, los resultados hubieran sido horribles.

– ¿Y sin qué? – dijo doña Emerenciana. Y vibró una mirada tremenda sobre la cocinera.

– Sin tantos arrumacos, – respondió ésta.

– ¿Y cómo hemos de entender eso de los arrumacos? – dijo doña Emerenciana.

Un segundo guiño mio acabó de arreglar á la Nicanora.

– Es que usted, señora, – dijo, – tiene mucha experiencia y se va más allá de las cosas, y se figura lo que no hay.

– En fin, Nicanora, – dijo doña Emerenciana, – usted es una vieja verde y se le van los ojos detrás de los muchachos.

– Yo soy… – gritó la cocinera.

Un tercer guiño la contuvo.

– Yo soy una buena mujer, – añadió, – y no merezco que se me trate como se me trata; y si el mocito ha venido aquí para que á usted le parezca lo que no puede ser y me maltrate usted, yo estoy de más, aunque estaba muy contenta de la casa.

Esto me demostraba que la Nicanora era una gran maestra, así, con su gramática parda.

Al mismo tiempo se habia sentado en el suelo como las mujeres cuando se desmayan. Se le habia bajado el pañuelo, y yo habia visto el principio de dos globos ebúrneos.

Yo me embriagaba.

Micaela al natural me aturdia.

Doña Emerenciana artificial me enloquecia.

La Nicanora, con sus magníficos restos, me enlanguidecia.

En efecto; yo estaba en aquella casa como la yema en el huevo.

Lo habia dicho muy bien la Nicanora.

Aquellas tres mujeres debian desvivirse por cuidarme.

Era posible que un dia se arañasen.

Pero mejor, mucho mejor.

Un hombre por el cual no se araña una mujer con otra, no vale un perro chico.

Micaela estaba admirable de serenidad.

Doña Emerenciana admirable de celosa.

La Nicanora admirable de desenfado.

Era una manola que por nada del mundo hubiera sufrido ni áun mucho ménos de lo que la habia provocado doña Emerenciana.

Sin embargo, habia obedecido á mis guiños.

Era cuanto se podia esperar.

Empezó el almuerzo, y á cuidarme doña Emerenciana.

Me puso la pechuga del pollo.

Me sirvió la copa.

Al mismo tiempo me apretaba la rodilla.

Yo veia desvancado á Hipolitito.

– En los pueblos vivís muy atrasados, sobrino, – dijo doña Emerenciana; – allí con esa americana y ese chaleco á cuadros estarias muy elegante; pero aquí estás muy cursi. Nicanora, sirva usted de una vez el almuerzo, y váyase usted á la calle de Valverde, que vengan al momento con una berlina de lujo para mí. Entérese usted. Ya saben allí lo que yo quiero. Que esté aquí para cuando acabemos de almorzar. Tenemos que salir mi sobrino y yo. Quiero acostumbrarle á la buena vida de la córte. ¡Como que es mi heredero!

Indudablemente, Hipolitito estaba destronado.

Micaela me miraba al descuido de la vieja, y me decia con su elocuentísima y graciosa mirada:

– Esto va que ni de encargo, hijo mio, – y con su pequeño pié pisaba mi pié.

La Nicanora se habia ido murmurando.

Mi tia me cuidó admirablemente.

Almorcé como un príncipe.

La Nicanora volvió antes de que acabase el almuerzo.

El carruaje estaba ya á la puerta.

– Ahora, – dijo doña Emerenciana, – á casa de Alcaide. – Es el primer sastre de Europa. El te pondrá verdaderamente elegante; pero como él quiera, lo caro resulta muy barato. ¡Y luego la confeccion!.. Ven á acabar de arreglarme Micaela.

Cinco minutos despues estábamos en el carruaje.

– Casa de Caracuel y Alcaide, Puerta del Sol, núm. 15, – dijo doña Emerenciana al lacayo.

El carruaje partió.

Doña Emerenciana tomó un cierto aspecto de gravedad.

– Yo creo, – me dijo, – que tú habrás conocido la verdad entera.

– ¡Oh! sí, – la respondí, pretendiendo tomarle una mano.

Doña Emerenciana me rechazó.

– Yo he conocido, – dijo, – estos amores interesantísimos de hoy; estos amores dignísimos; yo soy toda alma; toda pasion; yo amo, amo con toda mi alma, pero no es á tí á quien amo; me agradas, es verdad. Si yo no amara, seria muy posible que me enamorase de tí.

– Esto es ser muy cruel, hermosa mia, – la dije, – yo me muero por usted, yo me vuelvo loco.

– Deja, hijo mio, deja, – me respondió un tanto conmovida doña Emerenciana; – pero la costumbre del alma…

Era la primera vez que yo oia esta frase.

– Hay un sér en el mundo que me impresiona de una manera gravísima; una criatura que llena todas mis aspiraciones; pero esa criatura es débil… la espanta ese ogro de don Bruno, ya te lo he dicho: yo te conozco, espanta á don Bruno, que me deje en paz con mis amores, y espéralo todo de mí.

– Soy verdaderamente muy desgraciado, – la dije, – porque no soy la criatura á quien ama usted.

– ¿Quién sabe, quién sabe? eres muy guapo; vamos, cualquier cosa; he pensado mucho en tí; he soñado contigo; pero la costumbre del alma…

– Es necesario sobreponerse á las malas costumbres, – la dije; – tal vez ese de la costumbre sea algun mal favorecido, algun ingrato.

– ¿Y qué mujer, por hermosa que sea, – dijo doña Emerenciana, – puede contar con la gratitud de los hombres? Mira, tente, no estés tan pegado á mí, que me sofoco: cuida mucho de no requebrarme, porque en ello te va la fortuna: con que dime, ¿le romperás el alma á don Bruno? ¿Le ahuyentarás? ¡Oh, qué hombre, qué mónstruo! No me puedo tratar con nadie; ya se ve, todos no han de ser unos Gaiferos; no es este el tiempo de los valientes. El valor no hace falta para nada; con que arréglame á don Bruno.

– Pues ya lo creo; don Bruno no se atreverá á nada que pertenezca á usted, ¡bueno soy yo!

– Bien sabia yo lo que me hacia abrigándote; pero me parece que estamos ya en casa de Alcaide.

Subimos al taller del famoso sastre.

Doña Emerenciana encargó para mí cinco trajes completos.

Salimos y nos fuimos á la camisería.

Doña Emerenciana tomó para mí cuatro docenas de camisas.

Despues á la joyería.

Me compró un magnífico reloj y una hermosa sortija.

Las viejas verdes ricas son un filon.

Me iba enamorando de veras de doña Emerenciana.

Me parecia hermosísima.

Despues de la joyería me llevó á Fornos.

Tomamos café.

Cuando salimos, fuimos á la Fuente Castellana.

Hacia un dia hermosísimo; uno de esos dias de invierno de Madrid que parecen de primavera.

Doña Emerenciana era incansable.

Parecia que Dios la habia dotado de un estómago de buitre.

Despues de haber almorzado abundantemente en casa, todavía tuvo apetito para comerse en la Fuente Castellana una perdiz y no sé cuántas cosas más.

Bebió tambien largamente.

Sin embargo, no se la resintió la cabeza.

Continuó perfectamente serena.

Yo no comprendia una tal fuerza de organizacion en una tal vieja, á la que la noche anterior habia visto entregada á un formidable ataque de epilepsia.

Estaba como si tal cosa.

Me miraba con delicia.

Con ánsia.

Parecia que yo era cuanto habia en el mundo para ella.

Sin embargo, miraba á todo hombre que pasaba si era jóven y algo buen mozo; y siempre tenia un agudo chiste para cada mujer que veia, si era algo bella.

Influia sobre mí aunque yo recordaba su cabeza pelada, su boca sin dientes, todos los estragos, en fin, que en ella habian hecho la edad y, sin duda alguna, á pesar de sus protestas acerca de su pureza, sus desórdenes.

Yo no sabia qué pensar de aquel fenómeno.

Una mujer tan horrible, tan repugnante, despejada de sus composturas, y que compuesta llegaba á una tal belleza ideal.

Una vieja como ella, que tenia una voz en que se sentian todos los encantos de la juventud.

Y sobre todo, lo extraño de su conducta.

Una mujer que se prodigaba en los cafés; que miraba á todo el mundo; que provocaba á todo el mundo; que tenia todas las apariencias de la buscona más descarada, y que, sin embargo, no tenia amante; que era rica, y á la que servia de médico y de remedio, en los graves accidentes, el tio Calostros, el sereno.

Todo esto era extraordinario, todo inexplicable.

Causaba en mí una especie de perturbacion moral.

Se añadia á esto el efecto de los regalos que me habia hecho, la posicion que me habia dejado entrever.

Yo empezaba á enorgullecerme, á creerme persona importante.

Doña Emerenciana, á vueltas de mirarme con una pasion volcánica, se mostraba severa y me obligaba á contenerme en los buenos límites.

Esto me aturdia más y más.

¿Estaba loca aquella mujer?

¿O habia habido un tiempo en que su alma habia sido tan hermosa como su cuerpo, y habiendo pasado, gastada por los años la hermosura del cuerpo, conservaba la hermosura del alma?

Habia mucho de juventud en su mirada.

Sus grandes ojos no podian ser más lucientes ni más hermosos.

Yo me fascinaba más y más.

Se me olvidaba el vestiglo.

No veia más que la apariencia seductora de doña Emerenciana.

Ella necesitaba pertenecer á un hombre que tuviese cierta importancia.

Que significase algo.

Que pudiese entrar en todas partes y pudiese ser influyente.

– Para eso, – me decia, – no hay más que la política.

Todo lo que está fuera de la política, no vale nada.

La política es el único camino que hay para las grandes posiciones ilustradas con los grandes honores.

Un quidan que tiene un cierto descaro, una cierta habilidad, un cierto tacto y un mediano ingénio, tiene zapatos al dia siguiente de haber entrado en la política, y no tarda mucho en andar en coche.

Se empieza por lo más bajo, y por poco que ayuden la fortuna y la audacia, se sube rápidamente, se van dominando escalones hasta que al fin aparece el grande hombre.

Otros muchos han empezado más penosamente que tú.

Tú eres hombre de corazon, quiero decir, de puños, y que no te detienes en nada.

Encontraremos fácilmente para tí un lugar importante.

No faltará un hombre político que pague bien y te favorezca, porque firmes esos artículos peligrosos que pueden producir un lance personal ó una persecucion del gobierno.

Es temprano todavía.

A las tres iremos casa de don… (y me dijo uno de los nombres más conocidos y más altos de la política.)

– Es un antiguo amigo mio, – añadió, – que me estima en lo que valgo, y que en más de una ocasion me ha servido bien.

En verdad que yo le he servido mejor.

La reciprocidad es una gran cosa.

Donde no puede haber reciprocidad, no hay nada.

Nadie dá sino porque le tiene cuenta dar.

La justicia anda por las nubes.

En vez de ella, llena la tierra la conveniencia.

El interés lo absorbe todo.

Lo demás es imbecilidad ó farsa.

Tú serás periodista.

Esta misma noche asistirás á tu redacción, y tendrás un sueldo.

Don F… te dirigirá.

Yo te prestaré la buena ayuda de mi ingenio.

Lo mismo que te creo muy á propósito para la chismografía intencionada de la prensa, y para hilvanar cada dia un artículo de los que ponen de mal humor á un gobierno, te creo capaz de preparar y producir un motin.

No sé si me equivoco.

Pero desde que te ví anoche fundé en tí grandísimas esperanzas.

Sabe Dios á dónde llegaremos.

Pero, hijo mio, son las dos y media.

A las tres encontraremos en su casa á don F…

Estábamos entonces en lo alto de Chamberí.

Doña Emerenciana tiró del cordon, y dió al lacayo órden de que nos llevase á la calle de… número…

No me atrevo á dar el nombre ni el domicilio del personaje ante el cual me puso doña Emerenciana.

Aquel señor la recibió como á una antigua y queridísima amiga.

Creyó ó hizo como que creia, que yo era sobrino de doña Emerenciana.

Estuvo conmigo amabilísimo.

En fin, me dió asunto para un artículo terrible de oposicion que debia ver la luz al dia siguiente en su periódico.

– Este artículo, – dijo el hombre político, – puede producir un lance personal, un lance grave, y producirá indudablemente una denuncia, si se escribe como yo espero lo escribirá usted: en fin, esta es una prueba: se hará ruido; se querra saber quien es el nuevo gladiador que aparece en el estadio de la prensa: jóven, las posiciones sociales cuestan muy caras: hay que hacer frente á grandes compromisos, á grandes peligros.

Pero cuando se llega á la cúspide…

Amigo mio, – añadió mirando su reló: – necesito de todo punto ir al Congreso.

Así, pues, adios, y hasta la noche, los esperamos á ustedes para comer; cuento con que usted traerá ya por lo ménos el plan del artículo.

Salimos.

Yo acabé de aturdirme.

Aquello era ya demasiado.

Cómo no adorar á doña Emerenciana, que era ya para mí un ángel.

Nos volvimos á casa.

Encontré sonriente á Micaela.

De todo punto solícita á Nicanora.

Aquellas tres mujeres, las dos viejas y la jóven se desvivian por mí.

Doña Emerenciana me habló del artículo.

Era necesario que le llevase á la hora de comer, no en embrión, sino concluido.

Se me habia provisto de un secreto de Estado.

Se habia hecho de mí una gran confianza.

Como si se hubiera tratado de un hombre viejo ya y práctico en las cosas políticas.

Doña Emerenciana me habia aconsejado.

Podia decirse que ella habia hecho el artículo.

Yo no habia hecho más que darle la forma.

Esto no me habia sido difícil.

Yo habia escrito ya en algunos periódicos de literatura.

Habia hecho algunas revistas de toros.

Sabia zaherir y morder.

Escribí el artículo en una hora.

Lo leí á doña Emerenciana, que se asombró.

– Tienes la fortuna, hijo mio, – me dijo, – de que yo te haya adivinado: pero, francamente, no sabia que valias tanto.

Aquí saltan tres duelos.

Se produce una denuncia.

En cuanto á los duelos, debes dejar que se arreglen satisfactoriamente.

Pero lleva á cabo uno de ellos.

Da ó recibe una estocada.

Si puedes matar á tu adversario mátale.

Déjate de generosidades si es que eres generoso.

Hay que establecerse de una manera séria.

Si logras matar al director de… á quien en tu artículo has abofeteado moralmente, y que es un brabucon, te colocas á una altura envidiable.

¿Quién le tose á un diputado de palabra audaz, que da estocadas de muerte, ó por lo ménos graves?

El abusa de sus ventajas.

Mátale si puedes.

Tienes todas las condiciones necesarias, querido mio.

¡Oh! ¡Si no ejerciera sobre mí una tal influencia Hipolitito!

Pero, en fin, ya veremos, mi querido sobrino.

Ahora prepárate.

Arréglate lo mejor que puedas.

Yo te disculpé con lo de que acababas de llegar del pueblo.

En fin, se hará todo lo que se pueda hacer, y los resultados serán magníficos.

Micaela estaba muy contenta.

Decia que las cosas no podian ir con mejor suerte.

En cuanto á la Nicanora, se descotaba cuanto podia el pañuelo para dejar ver más parte de su garganta, de sus hombros y de su seno.

Todas las mujeres conocen lo que tienen de más incitante, y hacen cuanto le es posible por dejarlo ver.

Llegaron las siete de la noche.

Durante la tarde habia cambiado el tiempo.

Al oscurecer diluviaba.

Habia sobrevenido una de esas noches que hacen imposible todo lo que no sea la permanencia en un gabinete con una mujer al lado de una chimenea.

El frio era horrible.

Los criados del hombre político debian extrañar que yo me presentase con un sombrerete hongo y una raida americana.

Se comisionó á Micaela, que volvió con dos ó tres mancebos de ropería elegante, cargados de ropas.

Acompañaba un excusabarajas con camisas.

Ni Alcaide, ni la camisería á donde habiamos ido, podian tener concluidos sus encargos hasta pasados algunos dias.

Cerca de las ocho estuve yo completamente trasformado.

Un peluquero me habia rizado admirablemente los cabellos.

Yo podia pasar por un jóven decente y aún distinguido.

Entonces se me ocurrió que para ser algo en Madrid, podia ser muy eficaz la ayuda de una vieja verde.

De una beldad en ruina, restaurada á fuerza de arte.

El carruaje estaba esperando.

Doña Emerenciana se habia prendido admirablemente.

Estaba verdaderamente hermosa.

Pero esmaltada con más fuerza.

Me pareció además que la peluca era de un negro más intenso y más brillante.

Es decir, que era más nueva.

No se podia pedir más.

Encantaba.

Yo me miré á un espejo, y me encontré irresistible.

Aunque no me hubiera mirado, me lo hubieran dicho las miradas de las dos viejas y de la jóven que se recreaban en mí.

Yo iba armado con mi artículo.

Salimos y entramos en el carruaje.

Me atreví á traer á mí á doña Emerenciana y á besarla una mejilla.

Hizo un leve movimiento de repulsion; pero me dijo:

– Eso es ya diferente: me vas pareciendo un hombre de pasiones: creo que podrás decidirme á algo: puede ser que venzas mi resistencia al matrimonio.

Y suspiró.

Pretendí tomarme alguna libertad algo más determinante, y se rehizo, y me llamó severamente al órden.

La ruina resistia.

Pretendia imponerse.

Hacerse aceptar por completo, fuera de afeites y de composturas.

De resultas del beso, me quedó en los lábios algo pegajoso, algo craso, que sabia á yeso.

¿Pero qué importaba?

¿Y la posicion?

Llegamos.

Poco despues estábamos en el estrado del hombre político.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
28 eylül 2017
Hacim:
140 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

Bu kitabı okuyanlar şunları da okudu