Kitabı oku: «Los monfíes de las Alpujarras», sayfa 3
Isabel le creia un hidalgo castellano.
Y luego á una mujer que ama, la importa poco conocer la posicion, el nombre, la historia del hombre amado; la basta con saber que es amada: el corazon se llena con sensaciones, no con palabras. Isabel solo sabia lo que necesitaba saber.
Que el señor Juan de Andrade la amaba con todo su corazon.
Esta era la verdad, por mas que Yaye quisiese desconocerla, Isabel no se engañaba: sabia cuánto amor atesoraba para ella el alma de Yaye, porque la mujer no se engaña jamás acerca de los sentimientos que inspira.
Isabel confiaba ciegamente en Yaye. La pobre Isabel se engañaba. No sabia la infeliz que existen dos pasiones terribles que dominan enteramente el corazon del hombre y le arrastran: el fanatismo y la ambicion.
Le esperaba á la entrada de un cenador de jazmines, y al verle en aquel trage le hubiera desconocido á no bañar de lleno la luz de la luna su semblante.
Sin embargo, al verle en aquel trage, Isabel que habia avanzado rápidamente al sentir sus pasos, retrocedió y se detuvo estremecida por un presentimiento frío, punzante, como la hoja de un puñal.
Los jóvenes hablaron muy poco.
– ¿Qué ropas son esas? le dijo Isabel con la voz trémula: ¿á qué ese disfraz?
– Estas ropas, señora, son las ropas de mi pueblo: las que se nos quieren arrancar por los cristianos, las que llevaré desde ahora como buen musulman.
– ¡Ah! exclamó Isabel consternada, llevándose las manos sobre el corazon.
Y luego adelantando un paso, y mirando frente á frente con una fijeza sombría á Yaye exclamó:
– ¡Vos no me amais!
– Os amo, Isabel… pero antes que á vos amo á mi patria.
– Por piedad, contestadme de una vez ¿sois moro?
– Moro soy.
– ¿Estais resuelto á no convertiros á la fe de Jesucristo?
– Jamás.
– Entonces no podeis ser mi esposo, exclamó con acento desesperado Isabel.
– Convertios á la religion de vuestros abuelos los califas de Córdoba.
– Adoro á Dios uno y trino, le adoro con toda mi alma, y por él sufriré el martirio de mi amor; por él sufriré si es preciso el indudablemente menos terrible de mi cuerpo.
– Entonces, adios.
– Esperad un momento: quiero que sepais hasta dónde llega el tormento á que me habeis sentenciado engañándome: yo os amo, os amo desde el momento en que os ví: os amaré siempre: yo contaba con vos; no sabía quién érais, si pobre ó si rico, si noble ó villano: eso me importaba poco. Estaba resuelta á unirme con vos y á ser vuestra esposa… porque, permaneciendo en mi casa me veré obligada á entrar en un convento ó á casarme con un hombre á quien no puedo amar y con el que me obligan á casar mis hermanos. Vos me posponeis á una religion falsa, á una patria que no podeis salvar. Id con dios. Pero tened en cuenta que obligada á ser monja ó casada, seré casada, porque no me atrevo á ofrecer á Dios un corazon que está lleno del amor de un hombre: seré casada y haré feliz á mi marido, porque el dolor se quedará todo para mí. Pero acordaos, y que este recuerdo me vengue del rudo golpe que me dais cuando menos lo esperaba… acordaos de que me habeis hecho infeliz, de que me habeis robado mi única esperanza sobre la tierra. Que me vengue de vos, la rabia de verme entre los brazos de otro… porque me amais, lo sé, lo conozco, estoy segura de ello: me sacrificais á vuestra soberbia… no sé á qué… pero no importa: el amor que logrado nos hubiera hecho igualmente felices, malogrado nos hace igualmente miserables.
– Una palabra: convertios á la ley de vuestros abuelas, si es verdad que me amais.
– Seguid vos en el fondo de vuestro corazon en vuestra ley, profesad ante el mundo la del Redentor Divino: si tenemos hijos juradme que seran cristianos, y soy vuestra esposa.
– ¡Adios! exclamó fatídicamente el jóven.
– Esperad, esperad un momento: conservais una prenda mía…
– La llevo sobre mi corazon.
– ¡Sobre vuestro corazon la imágen de la Virgen! ¡una reliquia de la cruz del Salvador sobre el corazon de un moro!
– Isabel, dijo con un acento profundamente sentido Yaye: ya no sabia lo que era amor, y no creia sentirlo hasta este momento: yo os amo, os amaré siempre: esta prenda que un dia me entregásteis no se separará jamás de mí.
– ¡Que ella os proteja! exclamó llorando Isabel.
– El destino nos separa: vuestros abuelos renegaron de su ley por el oro de los cristianos… ¡renegaron! exclamó enérgica y gravemente Yaye, en vista de un movimiento de la jóven: vos no quereis volver al camino de luz que ellos dejaron. Cúmplase lo que está escrito. Pero cuando el sol aparezca todos los dias, cuando bañe con sus primeros rayos ese mirador que tantas veces ha escuchado las palabras de nuestro amor: ¡acordaos de mí!
Y Yaye, temeroso de que sus fuerzas le abandonasen, que la hermosura y el amor de Isabel fuesen mas fuertes que sus creencias y sus propósitos, huyó de ella como hubiera huido un cenobita de un fantasma tentador.
Isabel le vió desaparecer yerta: mientras resonaron sus pasos sobre la calle de césped alentó alguna esperanza; cuando oyó rechinar la llave en la cerradura del postigo, sintió que se desgarraba su corazon; cuando al fin escuchó la caida de la llave que el jóven la devolvia arrojándola por cima de la tapia, perdió su última esperanza y creyó morir.
Luego cayó de rodillas, lloró por su amor perdido y rogó á Dios por el hombre que se llevaba su corazon.
Despues se levantó, buscó la llave, la alzó del suelo, y se volvió triste, lenta, como un alma apenada que se vuelve á su tumba.
Isabel habia muerto para la felicidad; no la quedaba sobre la tierra mas que la amarga copa del sacrificio.
CAPITULO III.
De cómo puede haber reyes sin reino conocido, y abdicaciones de las cuales no se hace cargo la historia
Hay en la historia de nuestra patria una página correspondiente al siglo XVI.
Esta página está llena con un hecho admirable.
Este hecho es la abdicacion del emperador Carlos V en su hijo don Felipe II. Fuese aquella abdicacion producto del hastío del emperador hácia las grandezas humanas, fuese aconsejada por el egoismo de un soberano que conociendo á tiempo que sus años y sus fuerzas eran insuficientes para sostener la carga de tan dilatados imperios, la dejase caer sobre los robustos hombros de su hijo, la página que contiene aquella abdicacion es la mas gloriosa de la historia de Carlos V, ya se considere bajo el punto de vista de un hombre que ha llegado á ser bastante grande para poder sobreponerse á las grandezas humanas, ya del de una sabia prevision política.
Aquella abdicacion asombró al mundo; aun asombra hoy á los que no comprenden cuánto contribuye un postrer acto de humildad en un hombre tal como Carlos V para aumentar la grandeza de su fama: el temido emperador acabó siendo respetado; el pecador siendo perdonado; la severidad de las generaciones encargadas de juzgarle, se estrella contra los sombríos muros del monasterio de San Yuste.
Carlos V para acercarse á las puertas de la eternidad, deponia la púrpura, se vestia el sayal penitente y se cubria la frente de ceniza.
Y en verdad, en verdad, que Carlos V necesitaba del auxilio de una penitente expiacion. La grandeza humana tiene generalmente por base el crímen.
Carlos V habia sido rey déspota: Carlos V habia sido rey conquistador.
Si Carlos V solo hubiera poseido un reinecillo de pocas leguas, si no hubiese llevado sus estandartes victoriosos por todas las partes del mundo, su abdicacion no hubiera causado efecto.
Y decimos esto, porque algunos años antes de la abdicacion del emperador, tuvo lugar otra, de la cual no se ha hecho cargo, ni aun de la manera mas insignificante, la historia.
Nosotros tenemos noticias de ella, en algunos fragmentos de manuscritos árabes, hallados por acaso en el derribo de una casa morisca del Albaicin de Granada.
Vamos, pues, á trasmitir esta abdicacion á la historia siquiera sea en las páginas de una novela.
A las doce de la noche en que tan dolorosamente se habia separado Yaye de Isabel de Válor, montó el jóven á caballo, y acompañado del anciano Abd-el-Gewar, á caballo tambien, de Harum y de dos esclavos berberiscos, tomó la vuelta de las Alpujarras.
Yaye iba silencioso, apenado: el anciano faqui comprendia la causa de su dolor y lo respetó: ni una sola palabra que tuviese relacion con Isabel, se pronunció durante el camino, ni nada tampoco que se refiriese al objeto que le llevaba á las Alpujarras. Al amanecer llegaron á Lanjaron.
Este pueblo estaba un tanto alborotado por las noticias que se tenian en él del pregon que el dia anterior se habia hecho en Granada.
Allí los mismos síntomas de insurreccion que en el Albaicin.
Allí tambien la voz y los consejos del anciano Abd-el-Gewar pudieron restablecer el sosiego.
Descansaron algun tiempo, y al medio dia se pusieron de nuevo en camino.
Poco después de haber cerrado la noche entraban en la villa de Cadiar.
Reinaba un profundo silencio en el pueblo; todo parecia entregado al sueño; ni una luz á través de las ventanas, ni un enamorado en la calle, pulsando, como otras veces, la guitarra, bajo los miradores de su amada; solo de tiempo en tiempo, se veia el turbio reflejo de una linterna, á cuyo opaco resplandor podian verse algunos alguaciles y soldados que rondaban con el corregidor.
La tranquilidad de Cadiar, que era una de las principales villas de la Taha ó distrito de Juviles, en las Alpujarras, era amenazadora por su misma exageracion. Comunmente á aquellas horas no estaba la poblacion tan desierta.
Yaye, Abd-el-Gewar, Harum y los esclavos, rodearon por fuera de las tapias del barrio bajo, subieron un repecho, y ya cerca del castillo, entraron por el postigo de una tapia de un jardin, en una casa del barrio alto.
No habian encontrado á su paso ni una sola persona, y sin duda se les esperaba de antemano, porque apenas resonaron las pisadas de los caballos, junto al postigo, se abrió este en silencio, y con el mismo silencio volvió á cerrarse apenas hubieron entrado en el jardin los cinco ginetes.
Pasó algun tiempo y al fin se escuchó el primer canto del gallo.
Era la media noche.
Abrióse entonces el postigo del jardin, donde habian entrado Yaye y Abd-el-Gewar y salieron dos personas envueltas en alquiceles blancos.
El postigo se cerró.
Las dos personas descendieron en silencio por el repecho en direccion á las montañas cercanas.
La una, encorvada como bajo el peso de los años, se apoyaba en el brazo de la otra, que era esbelta, fuerte, como alentada por el fuego de una vigorosa juventud.
Su paso era apresurado. El jóven sostenia al viejo. Deslizábanse bajo el rayo de la luna que aparecia en medio de un cielo despejado, iluminando de una manera fantástica las montañas cercanas, que recortaban vigorosamente sus penumbras oscuras sobre los valles, mientras á lo lejos apenas se percibian otras montañas casi perdidas entre las brumas de la noche.
Al fondo se extendia una línea brillante.
Era el mar, cuyo gemido se escuchaba ténue é incesante, debilitado por la distancia.
De tiempo en tiempo y entre el oscuro follaje de los álamos que crecian junto á las riberas, en el fondo de los valles, se levantaba la armoniosa y magnífica voz de un ruiseñor enamorado, y allá en las altísimas rocas se dejaba oir el poderoso y estridente graznido de los aguiluchos hambrientos, mientras acá y allá, en todas direcciones se levantaba de entre la yerba el canto alegre de millares de grillos.
Ni una habitacion humana, ni nada que revelase la existencia del hombre en aquellas soledades, se advertía cerca ó lejos, al poco espacio de haberse aventurado los dos hombres de los alquiceles blancos en la montaña.
El eco repetia sus pasos en las concavidades de las rocas, al marchar sobre las ásperas crestas y alguna piedra desprendida á su paso del borde de los desfiladeros, rodaba con estruendo á las profundidades de los valles.
Al cabo de media hora de marcha, el viejo y el jóven llegaron á la entrada de un oscuro pinar. Antes de que pudiesen aventurarse en él se oyó un chasquido, y un venablo pasó silbando sordamente á mucha distancia de ellos.
Indudablemente era une seña, no una amenaza, puesto que el viejo se detuvo y agitó por tres veces su alquicel.
A aquella señal viéronse moverse sombras informes en la entrada de la selva, y adelantar hácia el repecho donde se habian detenido el viejo y el jóven.
El número de aquellas sombras podia llegar á veinte y cuatro. Dos de ellas llevaban una litera.
Cuando saliendo de la penumbra de la selva aquellos hombres se pusieron bajo la luz de la luna, pudo verse que sus semblantes eran feroces, casi salvajes: su trage era característico y bravío: llevaban en la cabeza un pequeño turbante blanco; ceñido su cuerpo por un sayo pardo, con mangas anchas, bajo las cuales se veian sus velludos brazos; este sayo, cuya falda apenas les llegaba á las rodillas, estaba ceñido en la cintura por una faja encarnada y anchísima, en la cual estaban sujetos un alfanje corvo y corto, y un par de largos pistoletes; pendiente de un ancho talabarte llevaban á la espalda una aljaba llena de venablos ó saetas; cada uno de estos hombres mostraba en su mano una fuerte ballesta, y por último, unas calzas de lana azul y unas abarcas, cuyos filamentos de cuero rodeaban sus piernas hasta atarse debajo de las rodillas, completaban su severa y enérgica vestimenta.
Aquellos hombres parecian salteadores, bandidos, gente aparejada á todo linaje de crueldad y de desafuero.
En efecto, tenian mucho de salteadores, porque aquellos hombres eran monfíes.
Mas adelante tendremos ocasion de decir lo que estos monfíes eran.
El anciano habló algunas palabras en árabe con el que parecia jefe de aquella gente, y despues abrió la litera, y entró en ella con el jóven.
La litera se cerró de tal modo, que los que iban dentro no podian ver el camino por donde se les conducia.
Inmediatamente cuatro de los monfíes cargaron con la litera, y rodeados de los restantes adelantaron hácia el oscuro pinar, y se internaron en él.
El lugar donde el jóven y el anciano habian entrado en la litera, quedó solitario.
Poco despues y durante una hora, aparecieron uno tras otro en el repecho frontero al pinar, doce hombres envueltos en alquiceles blancos.
Siempre que aparecia uno de aquellos hombres, zumbaba á alguna distancia de él una saeta salida del pinar.
El hombre se detenia; agitaba por tres veces el extremo de su alquicel, y adelantaba sin recelo, aventurándose en la oscura selva, como en un terreno conocido.
Poco despues otro hombre envuelto tambien en un alquicel blanco, llegó al mismo punto que los otros, y como junto á los otros, zumbó junto á él otra saeta.
En vez de agitar aquel hombre por tres veces su alquicel, se volvió, y empezó á trepar apresuradamente el repecho por donde poco antes habia descendido.
Escuchóse entonces el simultáneo chasquido de algunas ballestas, y el ronco silbar de muchos venablos: el que huia cayó.
Poco despues algunos monfíes estaban á su alrededor, y le reconocian.
– Es el alguacil de Mecina de Bombaron, dijo uno de ellos en árabe á sus compañeros; un perro, espía de los cristianos.
Y arrastrándole por un pié hasta el borde del desfiladero, le arrojó á la profundidad.
Oyóse un ronco gemido, luego el rebotar pesado del cuerpo sobre las rocas, despues el zumbido de un objeto voluminoso que cae al agua.
Despues nada. Los monfíes habian desaparecido. Solo quedaba en el sendero del repecho junto á la cortadura, un ancho rastro de sangre, y algunos girones blancos que iluminaban la luna sobre los espinos.
…
…
En aquel mismo punto, sentado en un divan, en una magnífica cámara, teniendo á los piés, sobre la alfombra de pieles de tigre, una hermosa esclava, habia un anciano.
Este anciano dormitaba; su venerable barba blanca se inclinaba sobre su pecho; sus anchas y régias vestiduras se extendian sobre el divan.
Entre la toca árabe del anciano, se veian las puntas de oro de una corona de rey.
La esclava sentada á sus piés, abstraida y pálida, mostraba en sus negros y radiantes ojos una mirada diáfana, y como fija en la inmensidad; de tiempo en tiempo su blanca mano, arrancaba una flevil y fugitiva armonía de las cuerdas de oro de su guzla de marfil.
Un ruiseñor, encerrado en una jaula riquísima, pendiente de la cúpula, lanzaba tambien de tiempo en tiempo un largo y armónico trino.
Una lámpara de seda pendiente de la cúpula, arrojaba los reflejos de la ténue luz que contenia, destellando dulcemente en los erretes de diamantes del almaizar del anciano, en el brillante pomo de su yatagan, en la cabellera, y en los ojos de la esclava, en la ancha tunica de brocado de esta, y en los arabescos dorados que enriquecian los arcos sobre que se asentaba la cúpula.
Era un cuadro de reposo que inspiraba sueño.
Una imágen de voluptuosidad, que inspiraba amores.
Un detalle encantador de la vida íntima de los musulmanes.
El anciano era hermoso, á pesar de su edad.
La esclava, era un arcángel humano.
La cámara, era un robo hecho al paraíso.
Durante algun tiempo, el anciano continuó dormitando, la esclava pensando, trinando el ruiseñor.
Mas allá todo era silencio.
De repente se escuchó un golpe vibrante y metálico.
El ruiseñor calló; el anciano levantó la cabeza; la esclava se puso de pié, dejando ver la arrogante esbeltez de sus formas.
Retumbó un segundo golpe; el anciano se puso de pié, y mandó con un ademan á la esclava que saliese.
Esta desapareció por uno de los arcos laterales, como una ilusion de amores.
Cuando se hubo perdido el ténue eco de los pasos de la esclava, el anciano fué á la puerta de la cámara y la abrió.
En ella apareció otro anciano, de semblante atezado, de mirada dura y centelleante, pero respetuosa ante la persona que habia abierto la puerta: inclinóse como se inclina un vasallo ante su señor, y dijo:
– Poderoso emir: vuestro leal siervo Abd-el-Gewar, el faqui, acaba de llegar.
Coloráronse con una llamarada febril las pálidas mejillas del anciano, arrasáronse sus ojos, y dijo:
– ¿Y ha venido solo Abd-el-Gewar?
– No, poderoso emir, le acompaña un jóven.
– ¿Dónde estan?
– En la antecámara inmediata.
– Haz entrar á Abd-el-Gewar.
– ¿Solo?
– Solo. Entre tanto da compañía al jóven.
Inclinóse el anciano, salió, y el emir se dirigió con paso lento, y profundamente pensativo al divan, y se sentó en él.
Poco despues se abrió la puerta del fondo, y apareció Abd-el-Gewar, que se detuvo un punto, miró al fondo, vió al emir, brilló en sus ojos una expresion de alegría y adelantando con una ligereza superior á sus años, se arrojó á los piés del emir.
– Que el Señor Altísimo y Unico, te bendiga, señor, exclamó asiéndole las manos.
– Alza, Abdel, alza, dijo con la voz ligeramente conmovida el emir: alza mi buen amigo, y siéntate.
Y levantándole, le sentó á su lado en el divan.
Los dos ancianos se contemplaron frente á frente, y en silencio durante algun tiempo: parecia como que en aquella mútua mirada recordaban todo su pasado: una larga historia de lucha y de sacrificios; los recuerdos de la juventud; las pasiones de la edad viril; los desengaños de la edad madura; aquella mirada mutua, era, como pudiera decirse, una mirada retrospectiva lanzada al mundo que habian dejado atrás, desde ese otro mundo que está ya al borde de la fosa, ese otro mundo desconocido que se llama eternidad.
– ¿Y mi hijo? dijo al fin con anhelo el emir.
– Vuestro hijo, señor, contestó Abd-el-Gewar, es un cumplido caballero, un corazon de oro, un brazo de hierro.
– Hace tres años que no le veo; la última vez que estuve en el Albaicin era un bello adolescente, un leoncillo de buena raza.
– Ahora, señor, es un hombre hermoso, un verdadero leon. ¿Creereis que ayer cuando pregonaron ese terrible edicto del emperador, de que ya tendreis noticias, me fue necesario apelar á todo el respeto que me tiene, para que no se pusiera al frente de los moriscos y acometiese espada en mano á los cristianos?
– ¡Ah, buen hijo de sus abuelos! exclamó el anciano; y luego haciendo una rápida transicion añadió: ¿y cómo han acogido los moriscos de Granada la promulgacion de ese infame edicto?
– De una manera amenazadora, señor; pero no es tiempo aun…
– No, aun no es tiempo, dijo el emir; pero es necesario irnos preparando al combate: un dia, cuando menos lo pensemos, el emperador arrastrado por su fanatismo religioso, por su recelo y por las excitaciones de los frailes y de la Inquisicion, desatenderá los buenos oficios que nos procuramos á fuerza de oro, del príncipe Ruy Gomez de Silva y de sus mas allegados consejeros, y romperá con nosotros de una manera cruel, y si es necesario, nos exterminará, entregándonos atados á la Inquisicion. Entonces será necesario desnudar la espada, rebosar de entre las breñas donde nos ocultamos, y morir matando cristianos. Esta determinacion extrema podrá ser necesaria hoy, mañana, cuando menos lo esperemos. Por lo mismo es necesario estar preparados. Mis buenos monfíes, saben que tengo un hijo; que ese hijo, para que se instruya, para que conozca el mundo, para que conozca las necesidades de los hombres que han nacido para ser gobernados viviendo entre ellos, ha sido entregado á uno de mis sabios. Yo estoy ya viejo y débil: las desgracias han agotado mis fuerzas gastando mi vida, y mi corazon… ¡oh!.. ¡los encendidos recuerdos que nunca se apartan de mi alma!.. ¡oh! ¡qué desgraciado he sido, Abd-el-Gewar!
El anciano emir inclinó la cabeza sobre el pecho.
– Es necesario olvidar, dijo Abd-el-Gewar con el acento ronco y cavernoso.
– ¡Olvidar!¡olvidar! tú mismo no has olvidado, exclamó el emir; y eso que tú no eras su esposo, eso que tu no la amabas… ¡olvidar! ¡olvidar á Ana! olvidar aquel dia terrible en que la Inquisicion…
El anciano se interrumpió, se cubrió el rostro con las manos y lanzó un grito de horror, como si su recuerdo le hubiese llevado hasta una situacion horrible, hasta una de esas situaciones en que parece que Dios coloca á los hombres para probar hasta qué punto puede un corazon humano apurar el dolor sin romperse. Durante algun tiempo el anciano continuó cubierto el rostro con las manos, anonadado, estremecido por un temblor convulsivo. Luego se irguió de repente: brillaba en sus ojos un fuego salvaje, y exclamó con la voz vibrante y trémula:
– La he vengado con la sangre de los cristianos: las breñas de la Alpujarra me han visto persiguiéndolos como bestias feroces: mi yatagan se ha ensangrentado en ellos, y el terror ha guardado los desfiladeros de la montaña. El nombre de los monfíes de las Alpujarras ha retumbado preñado de horror hasta los mas remotos confines de España, y en vano ha sido que el emperador haya enviado sus mas valientes capitanes y sus soldados mas aguerridos en busca nuestra: han sido nuevas víctimas inmoladas al recuerdo de Ana: mi brazo se ha cansado de matar, pero aun no se ha apurado la sed de sangre de mi corazon: he envejecido inmolando sangre á mi venganza, y me veo obligado á entregar esa venganza á mi hijo: me siento morir, Abd-el-Gewar.
– ¡Morir! ¡morir vos, señor, cuando apenas contais sesenta años!
– La vejez no es la edad, sino el sufrimiento: desde la muerte de Ana han pasado veinte y cuatro años… y mira: mi piel está arrugada, mis cabellos blancos, mis manos trémulas: apenas puedo ya sostener la espada… es necesario que mi hijo ocupe mi puesto… es necesario que mi hijo sea rey… rey de las Alpujarras ahora, mañana, si Dios lo quiere, rey de Granada.
– ¡Rey de Granada! suponiendo, señor, que llegásemos á rescatar del cristiano nuestra perdida joya, la hermosa Granada, ¿ignorais que hay un hombre en quien los moriscos de Granada reconocen un derecho?
– ¡Don Diego de Córdoba y de Válor! No importa: don Diego sabe muy bien que los moriscos de Granada son gente baldía y floja acostumbrada al yugo. Sabe muy bien que la fuerza, la constancia, la fe, existen en los monfíes. Ademas, tengo un proyecto que todo lo conciliará. Don Diego de Córdoba, tiene una hermana.
– Sí señor, contestó Abd-el-Gewar, mirando con espanto al emir.
– Cuando yo estuve en Granada hace cuatro años, doña Isabel era una doncella de catorce años, hermosa, pura, noble, cándida, con un corazon de ángel y una dignidad de reina.
– Pero D.ª Isabel es cristiana, cristiana de corazon, exclamó con repugnancia el fanático Abd-el-Gewar.
– Cristiana era su tia doña Ana de Córdoba y de Válor, y sin embargo, Abdel, me casé con ella.
– Dios os castigó de una manera terrible, señor, valiéndose para apartaros de ella de la mano de vuestros enemigos.
– No hagamos á Dios inspirador ni partícipe de los delitos de los hombres, Abd-el-Gewar, yo espero que mi hijo será feliz unido con Isabel de Córdoba.
– ¡A pesar de ser cristiana!
– ¿No es él cristiano en la apariencia? ¿acaso nuestros abuelos no casaron con cristianas? ¿Acaso no ha habido reyes cristianos casados con moras?
– Allá en los primeros años de la conquista de los árabes sobre España, el emir Abd-al-Azis se unió con la reina Egila, la viuda del rey don Rodrigo: recordad la trágica muerte de Abd-al-Azis: el amor de Egila le hizo traidor á su ley y á su patria, y el califa Walid se vió obligado á condenarle á pesar de sus hazañas. Abd-al-Azis fue asesinado por un enviado del califa, y su cabeza, como testimonio de su muerte fue enviada á Damasco. En los últimos tiempos de la dominacion de nuestros abuelos en España, el rey Abou’l-Hhacem, el viejo, concibió un amor impuro por una doncella cristiana, por la hija del alcaide de Martos el comendador Sancho Gimenez de Solis. Isabel de Solis fue sultana de Granada, en daño de la sultana Aixa-la-Horra, prima de Abou’l-Hhacem, que fue repudiada por este. Dios castigó no solo al rey sino tambien á su reino. Los celos de Aixa-la-Horra y el amor de Isabel de Solis, de la sultana Zoraya, hácia los hijos que habia tenido en su matrimonio con Abou’l-Hhacem, produjeron las guerras civiles que nos entregaron cansados y sin fuerzas á los cristianos. Zoraya, la cristiana renegada, quiso que sus hijos fuesen reyes: Aixa, la sultana repudiada, fuerte con su derecho y con el de su hijo Abd-Allah-al-Ssagir (Boabdil), supo atraer á su bando las tribus de los Abencerrajes, de los Zenetes, de los Massamudes, de los Gomeres, mientras Zoraya, la renegada, se apoyaba en los Zegríes, en los Mazas y en los Gazules: el hermano menor del rey Abou’l-Hhacem, Abd-Allah-al-Ssagar, se aprovechó de estas turbulencias para aspirar á la corona, y se apoyó en las gentes de Almería y en las tribus bereberes: hubo tres reyes para un solo trono: hubo tres bandos en un solo reino: llegaron dias de luto en que Abou’l-Hhacem fue rey del Albaicin, en la casa de Gallo de Viento; Abd-Allah-al-Ssagir, rey de Granada, en el alcázar de la Alhambra; Abd-Allah-al-Ssagar, rey de Almería, de Guadix y de Baza, en el alcázar de Almería. Fernando é Isabel levantaban entre tanto su ciudad real de Santa Fe en la vega de Granada, y sus campeadores llevaban su tala á sangre y fuego hasta los muros de la ciudad: al fin Muley Hhacem murió envenenado, Al-Ssagar envenenado, y el débil Al-Ssagir, cansado, impotente para resistir á los cristianos, se vió obligado á entregarles su reino. Y todo esto fue obra del casamiento de Muley Hhacem con una cristiana, con Isabel de Solis.
– Te he dejado referir esa lamentable historia que tan bien conozco, para que no creyeses que me negaba á escucharla, temeroso de vacilar con su recuerdo en mi propósito. Del mismo modo que los amores de Muley Hhacem con Isabel de Solis produjeron la guerra civil que causó la ruina de Granada, la hubiera causado su casamiento con otra mujer cualquiera: Muley Hhacem estaba ya apartado de Aixa cuando conoció á Isabel de Solis: si no se hubiera casado con ella, se hubiera casado con otra, que del mismo modo le hubiera dado hijos, y del mismo modo hubiera ambicionado para sus hijos la corona. ¿Por qué esa ceguedad que nos hace atribuir á las causas mas comunes desgracias que son hijas de la fatalidad, que estan escritas por la mano de Dios en el libro del destino? ¿Qué mal habrá en que mi hijo se case con una doncella en cuyas venas circula la sangre de cien califas, aun cuando esa doncella sea cristiana? Y luego, ¿no dices tú mismo que don Diego de Válor se cree con derecho á la corona de Granada? para evitar una guerra civil, ¿encuentras nada mejor que mi alianza con esa familia por medio del casamiento de mi hijo con Isabel de Válor?
– ¡Ah, señor! pienso que vuestro hijo será el primero que mostrará repugnancia á su casamiento: mira con desprecio á los Válor: los llama los renegados.
– ¿Conoce mi hijo á Isabel? exclamó el emir; debe conocerla: cuando yo concebí hace cuatro años el proyecto de casarle con ella, compré la casa medianera á la que habitaba doña Isabel en el Albaicin, con el objeto de que la habitase Yaye: era necesario que se conociesen.
– Y se conocen, dijo Abd-el-Gewar; vuestro hijo la ama, pero sobreponiéndose á su amor la ha desdeñado.
– ¡Fatalidad! dijo el emir: ¡amarla y desdeñarla!
– Vuestro hijo, señor, tiene el corazon lleno de las desgracias de su patria.
– Bien, bien; dijo el emir: aun es tiempo: acaso todo consiste en el horror que tiene Yaye al nombre cristiano: pero concluyamos: estoy impaciente por verle: ¿me recuerda alguna vez, Abdel?
– Con mucha frecuencia me habla de vos y con entusiasmo. Ayer cuando le anuncié que habia llegado el momento de que conociese á su padre me contestó: ¡oh! ¡si fuese tan noble y tan valiente como el wali Yuzuf Al-Hhamar!
– ¡Oh! ¡me recuerda! exclamó Yuzuf con el placer de un padre á quien llena de alegría y de orgullo el amor de su hijo.
– Sí, os recuerda pero jamás ha sospechado, á pesar de vuestras extraordinarias muestras de amor hácia él, que seais otra cosa que un valiente wali vasallo de su padre, un buen creyente, un antiguo amigo mio.
– En lo que por cierto no se engaña. Y dime ¿ha sospechado que su padre era el emir de los monfíes?
– Muchas veces me ha preguntado el nombre y el reino de su padre, pero presume que es hijo de un emir de Africa.
– No importa: aquí mejor que en Africa, tendrá ocasion de mostrar su valor y sus virtudes: la adversidad es la piedra de toque de todos los hombres y especialmente de los reyes. ¿Pero qué me quieren?
Acababa de sonar de nuevo un golpe metálico.
Aquel golpe se repitió tres veces.
– Vé y abre, dijo el emir á Abd-el-Gewar.