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Kitabı oku: «Los monfíes de las Alpujarras», sayfa 7

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CAPITULO V.
Del encuentro que tuvieron en el camino antes de llegar á Granada nuestros caminantes

Cuando se lleva prisa se camina mucho, y devorado Yaye por la incertidumbre, hacia galopar con ardor su caballo sin cuidarse de si reventaria ó no. Abd-el-Gewar le seguia como si los años no hubieran amenguado en nada su virilidad, y seguianle asi mismo Harum y los veinte monfíes.

Tanto y tanto picaron que á las seis de la mañana llegaron á Lanjaron.

Pero los caballos iban cubiertos de espuma, ensangrentados los hijares, rendidos; era preciso renovarlos si se habia de llegar á Granada con la misma rapidez que se habia llegado á Lanjaron, y para renovarlos era preciso detenerse.

Parecerá extraño que en una pequeña villa se pretendiese renovar veinte y tres caballos; pero dejará de existir la extrañeza cuando se sepa, que los caballos con que se contaba estaban ya preparados en unas quebraduras cercanas á Lanjaron, por un aviso anterior. Los monfíes ocupaban enteramente las Alpujarras y tenian recursos dentro de ellas en todas partes.

Abd-el-Gewar fue de opinion que mientras uno de los monfíes iba á ver si los caballos de refresco estaban preparados, entrasen en un meson á la entrada del pueblo y descansasen y tomasen algun alimento.

Yaye bien hubiera querido seguir, pero doblegándose á la necesidad, se encaminó á la villa y se entró por el ancho portal de un meson, dando una alegria indecible al mesonero que se prometia una excelente ganancia con la permanencia de tantos huéspedes, aunque no fuese mas que por algunas horas en su casa.

Acomodáronse Yaye y Abd-el-Gewar en un aposento á teja vana, en el fondo de un corredor descubierto, Harum el Geniz y los monfíes en la cocina, y los cansados caballos en las cuadras, mientras uno de los monfíes, salia en demanda de los caballos de refresco.

Entre tanto el posadero sirvió una liebre á los amos y un guiso de abadejo á los monfíes.

Todos, á pesar de ser moros, bebian vino, porque este sacrificio entraba en las necesidades de su disfraz.

Solo Yaye no comió ni bebió, y lleno de impaciencia habia salido á los corredores á esperar la vuelta del monfí que habia ido á buscar los caballos, mientras Abd-el-Gewar comia lentamente dentro del aposento su guiso de liebre con la mejor buena fe del mundo.

El dia estaba despejado, y un sol tibio y brillante iluminaba de lleno los corredores: Yaye se puso á pasear á lo largo de ellos.

Sus anchas espuelas producian un ruido sumamente sonoro, al que se unia el de su espada que, pendiente de un cinturon de dobles tirantes, arrastraba por el pavimento terrizo.

Por este ruido su presencia fue notado por el huésped, ó, mejor dicho, por la huéspeda de un aposento situado en el comedio del corredor.

Decimos huéspeda, porque á los pocos pasos que dió Yaye, se abrieron las maderas de una reja situada junto á la puerta de aquel aposento, y apareció en ella una cabeza de mujer.

Pero una cabeza característica. Un tipo evidentemente extranjero, pero enérgicamente hermoso.

Esta mujer, ó mejor dicho, esta jóven, porque á lo mas podria tener veinte años, era densamente morena, pero con un moreno límpido, encendido, brillante: sus ojos eran negros, de mirada fija, de gran tamaño, y llenos de vida y de energía, pero de una energía casi salvaje: bajo una toquilla blanca se descubrian sus cabellos, abundantísimos, rizados, negros, hasta llegar á ese intenso tono del negro que produce reflejos azulados: tenia la nariz un tanto aguileña, la boca de labios gruesos pero bellos, y el semblante ovalado, el cuello esbelto y mórvido, anchos los hombros y alto el seno.

Esta mujer miraba con suma fijeza, y con una fijeza que podriamos llamar solemne, á Yaye que con la cabeza inclinada sobre el pecho, las manos metidas en los bolsillos de sus gregüescos, y profundamente pensativo, seguia paseándose sin reparar en la desconocida, y si alguna vez miraba, no era hácia la parte de adentro, sino hácia la de afuera, al portal del meson.

La desconocida no dejaba de mirarle con un interés marcado, en que sin embargo no habia esa expresion de la mujer que mira á un hombre que la agrada: á pesar de esto concebiase que la desconocida queria ser mirada, y no solo mirada, sino admirada; deseaba en una palabra, á todas luces, interesar á Yaye, puesto que se aliñó un tanto los rizados cabellos, se colocó en el centro del pecho una preciosa cruz de oro, que pendia de un hilo de gruesas perlas de su cuello, y apoyó lánguidamente la cabeza en su mano derecha, cuyo desnudo y magnífico brazo se apoyaba en el alfeizar de la reja.

Sin embargo, abismado en sus pensamientos, Yaye no la vió.

Notóse una lucha interna en el semblante de la jóven, y por tres veces sus mejillas se pusieron excesivamente encendidas, señal clara de que luchaba entre el deseo de hacerse ver por el jóven, y la vergüenza de provocar su atencion.

Al fin con la voz temblorosa, con el semblante encendido y la mirada insegura, dijo á media voz:

– ¡Caballero! ¡noble caballero!

La voz de la jóven era sonora, grave, dulce; pero en medio de su dulzura, que tenia mucho de la dulzura y de la languidez del acento andaluz, se notaba por su pronunciacion que era extranjera.

Ese no sé qué misterioso que hay en el timbre de la voz de algunas mujeres, que acaricia, que halaga, que suplica, que manda á un tiempo, hizo extremecer con un movimiento nervioso á Yaye, que se volvió.

– ¿Me habeis llamado, señora? dijo Yaye, mirando á la jóven con la fijeza del asombro que causa en nosotros la vista de una mujer poderosamente bella, por mas que estemos enamorados de otra.

La extranjera comprendió que habia logrado admirar á Yaye, y se sonrió de una manera tentadora.

Yaye, á pesar del recuerdo de Isabel, sintió una dulce sensacion al notar la sonrisa de la desconocida.

– Sí, os he llamado, dijo esta; y como tengo muy poco tiempo para hablaros, quiero que no extrañeis mis palabras, que, si Dios quiere, os explicaré en otra ocasion. ¿Vais á Granada?

– A Granada voy.

– ¿Cómo os llamais?

– Juan de Andrade.

– ¿Sereis tan generoso que querais amparar á dos mujeres desgraciadas?

– ¡Oh! para amparar á una mujer, no es necesario ser generoso.

– Pues bien: cuando esteis en Granada, procurad conocer al capitan Alvaro de Sedeño.

– ¿Y para qué?..

– Somos víctimas de la brutalidad de ese hombre, mi madre y yo: mi honor peligra en su poder… prometedme que nos defendereis, caballero, que nos salvareis… hacedlo… y si lo quereis, seré vuestra esclava.

– Os prometo hacer por vos cuanto pueda, contestó conmovido Yaye.

– Y yo os creo, porque en la mirada de vuestros ojos se nota que sois un hombre de corazon y de virtud…

– ¿Alvaro de Sedeño habeis dicho?

– Sí.

– ¿Capitan de los tercios del rey?

– Sí, capitan de infanteria española, de los que fueron á Méjico.

– ¿Sois mejicana?

– Soy hija del rey del desierto, del valiente Calpuc.

– ¡Hija de una raza subyugada, esclavizada, infeliz! murmuró Yaye.

– Para salvarme de ese hombre, necesitareis no solo valor, sino oro. Tomad, y adios. No me olvideis.

Y la mejicana dejó caer en las manos de Yaye un magnífico ceñidor de perlas de inmenso valor, despues de lo cual cerró la ventana.

Yaye miró por un momento aquel largo y pesado ceñidor que ademas estaba enriquecido en su broche con gruesa pedreria, y le guardó despues en su limosnera.

– Si Isabel no se ha casado, dijo, seré feliz, y justo es que los que somos felices, no nos olvidemos de los desgraciados: si se ha casado, si no puede ser mia, ¡oh! entonces… necesitaré matar á alguien, y me vendrá bien castigar á un infame… ¡el capitan Alvaro de Sedeño…! ¡algun aventurero rapaz… sin corazon…! ¡dos esclavas…! ¡madre é hija…! ¡la esposa y la hija de un rey…! ¡infelices…! y luego… luego es necesario devolverla esta joya… debemos procurar no parecernos á los aventureros castellanos.

Acaso Yaye no se hubiera mostrado tan propicio para proteger á un hombre.

Por lo que vemos, Yaye estaba muy expuesto á engañarse acerca del verdadero móvil de su caridad para con las mujeres.

Lo cierto es que, á pesar de Isabel, los ojos de la princesa mejicana, tan extrañamente encontradas en un meson de las Alpujarras, le habian impresionado.

Lo cierto es que, á pesar de su indudable y ardiente amor por Isabel, no podia desechar el recuerdo de la encendida mirada de la extranjera.

Yaye era un ser digno de lástima.

Bajó en dos saltos la escalera, atravesó el corral, y entró en el zaguan.

– ¡Harum! dijo, llamando.

– ¿Qué me mandais, señor? dijo Harum, acercándose á Yaye sombrero en mano.

– Sígueme.

Harum siguió á Yaye que le llevó al corral, y cuando no podian ser vistos de nadie, le dijo:

– ¿Ves aquel aposento que tiene junto á la puerta una reja?

– Sí señor.

– Allí moran dos mujeres: no conozco mas que á una de ellas: es morena, jóven, con los ojos negros y los cabellos rizados: ademas con ellas anda un capitan castellano. Quédate en el meson, y sin que nadie pueda reparar en ello, observa á esa gente, síguela: ve dónde para, no pierdas ni un solo momento de vista á esas damas: si es necesario protegerlas, protégelas.

– ¿Hasta matar?..

– Hasta matar ó morir.

– Muy bien, señor.

– Cuando lleguen á Granada, observa en qué casa habitan.

– Lo observaré.

– Y me avisas.

– Os avisaré.

– Toma para lo que le se pueda ocurrir.

Y le dió algunas monedas de oro que Harum se guardó de la manera mas indiferente del mundo.

– Vete.

Harum se volvió al corro de los monfíes.

En aquel momento un hombre apareció en la puerta del meson.

Este hombre tenia un aspecto extraño: era alto, como de cuarenta años, de color cetrino, de semblante que debió ser bello algun dia, pero de líneas duramente rígidas: llevaba un ojo cubierto con una venda negra, y el otro ojo miraba con una fijeza, con una audacia que ofendian: en la mejilla izquierda tenia marcada una ancha cicatriz que replegaba su boca, haciéndola sesgada: por cima de su valona se veia un cuello moreno y musculoso, medio cubierto por una barba negra; por último, le faltaban el brazo izquierdo y la pierna derecha. El primero estaba representado por una manga de jubon de terciopelo verde, con forros blancos y bordaduras de oro, doblada y sujeta por un extremo á un herrete de su coleto de ámbar; en vez de la segunda llevaba una pierna de palo: sin embargo de estar tan horriblemente mutilado y estropeado este hombre, vestia un uniforme completo de capitan de infanteria, y aunque al parecer no podía montar á caballo, llevaba calzada en la pierna izquierda una bota alta de gamuza, armada con una espuela de plata: apoyábase en un largo y fuerte baston, llevaba pendiente del costado una descomunal espada, y se advertia que era fuerte, valiente, diestro, temible, y sobre todo duramente provocador é insolente.

Este hombre habia salido de un carro tirado por mulas, que se habia detenido á la puerta del meson: en la delantera del carro se veia un mayoral alegre y zaino, y asido de la mula delantera un zagal robusto, y á caballo junto al carro un soldado viejo y armado á la gineta.

Este hombre, pues, por la riqueza de su atavio y por su servidumbre parecia rico, por su trage capitan, por su apostura valiente.

Yaye observó todo esto con una sola mirada, y se dijo:

– Este hombre debe ser el capitan Alvaro de Sedeño.

Sin saber por qué, la sola presencia de este hombre provocó su odio, su cólera, y un ardiente deseo en su corazón de cerrar con él á estocadas.

Y no era ciertamente porque le hubiese predispuesto á ello la breve conversacion que habia tenido con la extranjera; aunque nadie le hubiese hablado anteriormente de aquel hombre, le hubiera sido igualmente antipático.

Por su parte el capitan nada habia hecho para desvanecer, siquiera fuese con una conducta atenta, la mala impresion que debían necesariamente causar su semblante avieso, su media mirada insolente y su extraño estropeamiento: habia lanzado una ojeada altiva y casi impertinente á los monfíes, habia pasado con altanería, casi con desprecio y sin saludar, por delante de Yaye, y habia atravesado el corral con mas ligereza que la que parecia permitirle su pata de palo, entrándose por las escaleras; poco despues le vió aparecer Yaye en los corredores, á tiempo que Abd-el-Gewar salia de su aposento.

Entonces notó Yaye una cosa extraña. Abd-el-Gewar se detuvo y se puso pálido; el desconocido se detuvo tambien, irguió la cabeza, miró de una manera altiva al anciano, y despues se quitó la toquilla, le saludó, y pasó: Abd-el-Gewar se inclinó ligeramente, y se encamino á las escaleras, y el desconocido llegó á la puerta del aposento donde estaba la extranjera, se puso el baston bajo el brazo derecho, sacó una llave, abrió la puerta, entró, y cerró.

Poco despues Abd-el-Gewar, preocupado y pálido aun, estaba en la puerta del corral junto á Yaye.

– ¿Conoceis á ese caballero? le dijo el jóven: os habeis conmovido al verle, y él os ha reconocido, y os ha saludado.

– Si, si por cierto: es él.

– ¿Y quién es él?

– Es el señor Alvaro de Sedeño, antiguo y valiente soldado de los tercios del rey… y uno de los mejores servidores de tu padre.

– ¡Ah! ¡es monfí!

– Lo ignoro; es un secreto que tu padre jamás me ha revelado.

– ¿Pero donde habeis vos conocido á ese hombre?

– Muchas veces le he visto al lado de tu padre y hablando con él familiarmente en la montaña.

– Y sabiendo que ese hombre sirve á mi padre, ¿por qué palidecísteis á su vista?

– Es que ese hombre, no sé por qué, desde que le vi, me causó repugnancia, aversion, temor…

– Lo mismo me ha sucedido á mí, cuando hace un momento le he visto por primera vez.

– Me parece ese hombre fatal, dijo distraidamente Abd-el-Gewar, pero aqui viene Hamet; sin duda nos esperan ya nuestras cabalgaduras… es necesario partir.

En efecto, un monfí jóven y gallardo entraba en aquel momento en el meson y se dirigió al lugar donde estaban el jóven y el anciano.

– Los caballos esperan, dijo descubriéndose, en la rambla del río cerca de Tablate.

– ¿Enjaezados como conviene? dijo Yaye.

– No ha sido posible, pero se les pondrán los arneses de los que dejemos.

– ¡Otra detencion mas! dijo suspirando Yaye, en quien habia vuelto á recobrar todo su influjo el recuerdo de Isabel.

– Por lo mismo, dijo Abd-el-Gewar, es necesario detenernos aqui lo menos posible: paga al mesonero, Hamet, y que saquen los caballos.

Mientras esto se hacia, Yaye, que á pesar del recuerdo de Isabel no dejaba de tiempo en tiempo de lanzar una mirada al aposento donde se encontraba la princesa mejicana, vió que aquel aposento se abria y que salian de él primero dos mujeres, cuidadosamente envueltas en largos mantos negros, tras ellas dos criadas y despues el estropeado: atravesaron el corredor, bajaron las escaleras y pasaron junto á Yaye y Abd-el-Gewar: delante iba el capitan: saludó fria y ceremoniosamente á los dos, y cuando pasaron las mujeres, Yaye creyó notar que la mas esbelta de las encubiertas le dirigia un leve movimiento de cabeza, y que la otra encubierta, cuyo paso era menos ligero, le miraba á través de su manto con ansiedad.

Nada pudo notar el capitan. Cuando llegaron al carro, el zagal apoyó una pequeña escala contra la delantera y las dos mujeres y las criadas entraron y se ocultaron bajo la cubierta; despues subió el capitan, y antes de desaparecer saludó de nuevo, pero de una manera que tenia mucho de insolente, á Yaye y Abd-el-Gewar.

Despues de esto el carro echó á andar á buen paso.

Apenas se habia separado el carro de la puerta del meson, cuando Harum-el-Geniz se dirigió gentilmente á la salida del meson.

– ¡Eh! ¿á donde vais, Pedroz? le preguntó con imperio Abd-el-Gewar.

– El señor me ha ordenado… dijo Harum deteniéndose y señalando á Yaye.

– Va á un asunto mio, dijo el jóven, dejadle ir.

Y el monfí, en vista de un ademan del jóven, siguió su camino.

Sigámosle.

El carro descendia con lentitud, por el pendiente camino que conduce al puente de Tablate desde Lanjaron. El monfí, en vez de seguir ostensiblemente tras el carro, rodeó por las tapias del pueblo, se perdió entre los olivares y echándose la espada al hombro, y despues de haberse quitado las espuelas, que le embarazaban, empezó á andar con una rapidez maravillosa. Muy pronto estuvo entre quebraduras y despues de haber flanqueado la montaña por espacio de una hora, se encontró marchando sobre las crestas de los montes á cuya falda se extiende el camino de las Alpujarras á Granada.

El carro del estropeado y el soldado que le escoltaban se veian á lo lejos: muy pronto una nube de polvo apareció por un recodo del camino, y un grupo de ginetes adelantó á la carrera, alcanzó el carro, pasó adelante y se perdió en otro recodo: eran Yaye, Abd-el-Gewar y los veinte monfíes.

Harum, que se habia quedado á pié para cumplir el encargo de Yaye, y que ciertamente atendidas su robustez, su agilidad y lo pujante de su marcha no necesitaba caballo para llegar desde aquel punto y en poco tiempo á Granada, se detuvo, y sacando un silbato de hierro de su bolsillo, le hizo lanzar por tres veces un largo y poderoso silbido.

Al poco espacio salieron de las breñas cercanas y con poco intervalo de una á otra aparicion, tres monfíes con su trage característico de montaña y con fuertes ballestas.

– Que el señor Altísimo y único sea con vosotros, dijo Harum.

– Allah te guarde walí7, dijo uno de ellos, ¿qué nos quieres?

– Lo que voy á deciros os lo dice por mi boca el magnífico emir de las Alpujarras.

Los tres monfíes hicieron una zalá ó saludo á la usanza mora.

– Estamos dispuestos á obedecer, dijo el que hasta entonces habia hablado.

– ¿Veis allá á lo lejos en el camino un carro?

– Le vemos.

– Pues bien, es necesario no perder de vista ese carro.

– ¡Lleva oro! exclamó con la alegría de un bandido que presiente una presa otro de los monfíes.

– No, repuso Harum, en aquel carro van dos damas cubiertas con mantos, un soldado castellano, tuerto, manco y cojo, y dos criadas.

– ¡Ah!

– Tú eres un gamo y un lobo, hijo, dijo Harum dirigiéndose al que habia hablado primero. Parte á cuanto andar puedas, y haz que de uno en otro puesto de la montaña no falten diez de los nuestros, que no pierdan un solo momento de vista ese carro. Si se detiene, si las damas que van en él corren algun peligro, defendedlas.

– Muy bien.

– Que cuando yo llegue á la puerta del Rastro de Granada, que será esta tarde, sepa si ha llegado ó no el carro, y si ha llegado, en qué casa han parado el soldado y las dos damas.

– Muy bien.

– Ea, pues, tú, Zeiri, piés á la montaña. Vosotros seguidme.

Unos y otros se perdieron muy pronto entre las ásperas cortaduras.

A las siete de la mañana habian salido Yaye, Abd-el-Gewar y los veinte monfíes del meson de Lanjaron; á las once del dia Yaye y Abd-el-Gewar á caballo y solos, atravesaban la plaza larga del Albaicin de Granada.

CAPITULO VI.
En que se presentan nuevos é interesantes personajes

Muy poco despues Yaye y Abd-el-Gewar, llamaban á la puerta de su casa y un esclavo les abria.

Yaye desmontó, y llevando por si mismo su caballo del diestro, mientras el esclavo conducia el de Abd-el-Gewar, atravesó el zaguan, la calle principal del jardin y metió el caballo en la caballeriza. Despues salió al jardin y lanzó una ansiosa mirada á la galería de las habitaciones de Isabel: estaban desiertas, las celosias cerradas, un profundo silencio dominaba en aquella casa.

Aquel silencio, que nada tenia de extraño atendido á que era el medio dia de uno caloroso de junio, impresionó al jóven; y es que cuando estamos predispuestos á recibir impresiones tristes, estas impresiones emanan para nosotros de todo lo que nos rodea.

– Kaib, dijo Yaye volviéndose al esclavo berberisco que les habia abierto, ¿no tienes ninguna noticia que darme?

El esclavo, que amaba al jóven, le miró tristemente.

– Ninguna, señor, dijo despues de un momento de silencio.

– ¿Durante mi ausencia no has visto á doña Isabel de Válor?

– No señor; hace dos dias, al amanecer, en las horas del calor, por la tarde, por la noche, las celosías del mirador han estado cerradas. Ni aun la he oido cantar; ya sabeis que la señora cantaba todas las noches… pues nada, señor, nada.

– ¿Con que no la has visto? ¿no ha cantado? Estará enferma acaso.

– Puede ser que lo esté, pero si lo está no guarda el lecho.

– ¿Cómo sabes eso sino la has visto?

– Os diré, señor: durante vuestra ausencia de Granada no la he visto; pero cuando ya debiais haber llegado, hace media hora, la he visto salir de su casa.

– ¡Ah! ¡y estaba triste!

– Muy triste y muy pálida, pero muy hermosa: y luego ¡iba tan bien prendida!

– ¡Bien prendida…!

– Llevaba una falda y un justillo de brocado blanco, un velo de plata y seda, y una corona de flores blancas.

Nubláronse los ojos de Yaye, zumbó un ruido sordo en sus oidos, agolpósele toda su sangre al corazon, se puso mortalmente pálido y un vértigo momentáneo, pero violento, pasó por su cabeza y cubrió su frente de sudor frio.

Necesitó apoyarse en la pared para no caer.

Su poderosa voluntad dominó al vértigo, y volviéndose al esclavo exclamó roncamente:

– Deja los caballos, y ven conmigo.

El berberisco obedeció dócil como un perro; Yaye atravesó como una exhalacion el jardin, el zaguan y la puerta, que abrió con un apresuramiento febril: luego, seguido de Kaib, se aventuró á largo paso por las estrechas, tortuosas y pendientes callejas del Albaicin.

– ¿Quién acompañaba á doña Isabel? preguntó Yaye al berberisco.

– Su hermano don Fernando, un hidalgo mal carado y como de cuarenta años, pero muy galanamente vestido, Diego el Geniz, y Pedro de Barredo, tambien vestidos de gala, dos pajes con libreas nuevas, su dueña y dos doncellas.

– ¡Ah! exclamó Yaye que todo lo adivinaba, apresurando mas el paso: ¿y no iba con ella su hermano mayor don Diego?

– No señor.

– Llevarian literas.

– Si señor, dos: en la una entraron doña Isabel y su dueña, en la otra las dos doncellas.

– ¿Y te vió doña Isabel?

– Si señor, y al verme se puso pálida, muy pálida… y me miró de una manera que sin duda queria decir: cuenta á tu señor que me has visto vestida de blanco, con corona de rosas blancas, y pálida como una muerta.

El berberisco pronunció con una profunda intencion estas palabras.

Yaye se extremeció y apretó mas el paso hasta casi correr.

No se habló una palabra mas entre amo y esclavo.

Al fin Yaye se detuvo en la calle del Agua, delante de una casa de noble apariencia, que mostraba un enorme escuson de piedra berroqueña encima de su gran puerta de roble escultada.

Yaye se lanzó á aquella puerta y asió su enorme llamador.

Pero antes de que pudiese llamar se abrió la puerta y apareció un caballero ricamente vestido de negro.

Este caballero se sorprendió al ver á Yaye, retrocedió un paso y le miró con extrañeza y aun con cuidado.

En el zaguan de aquella casa, que al abrirse la puerta habia quedado á la vista, se veia una dama que se preparaba á entrar en una litera cuando se abrió la puerta y apareció Yaye.

Al verle aquella dama que era notablemente hermosa, se detuvo, se puso densamente pálida, ahogó un grito y fijó una intensa mirada en Yaye.

La extrañeza del caballero y la palidez y la conmocion de la dama á la vista de Yaye, nos obligan á que antes de pasar adelante demos á conocer á estos dos nuevos personajes, y á algun otro mas de los que figuran en nuestra historia.

Aquella dama y aquel caballero, eran esposos.

Ella se llamaba doña Elvira de Céspedes: él don Diego de Córdoba y de Válor.

El casamiento de estos dos seres habia sido una consecuencia de consecuencias.

Doña Elvira era una dama cuya juventud parecia extremada: apenas demostraba diez y ocho años; pero nosotros sabemos por los apuntes que nos hemos visto obligados á entresacar de antiguos papeles para escribir esta verídica historia, que doña Elvira en 1546 habia cumplido veinte y tres años y que se habia casado á los diez y siete con don Diego de Córdoba y de Válor. Sabemos tambien que doña Elvira era hija del licenciado Juan de Céspedes, hidalgo por su casa y pobre por desgracias de sus padres, cuyas desgracias le habian obligado á estudiar como sopista en la universidad de Alcalá, desde la cual, concluidos sus estudios y mediante la proteccion del cardenal don fray Francisco Jimenez de Cisneros, para el cual era recomendable todo jóven de talento, aplicado y honesto en las costumbres, habia pasado á ocupar un oficio de alcalde de la Sala de Casa y Córte en la Real Audiencia de Granada.

Allí y por causa de un embrollado proceso conoció el licenciado Juan de Céspedes á una viuda hermosa, ó que se lo pareció, pero pobre, y el resultado de este conocimiento fue, que algunos meses despues el señor Juan de Céspedes, ya hombre maduro, casó con doña Irene de Avendaño que hacia mucho tiempo que habia dejado de ser una rapaza.

En 1523 doña Elvira de Céspedes y Avendaño, fue el fruto de bendicion que dió Dios á los esposos; fruto tardio de la dueña cuarentona doña Irene, que sucumbió á un parto demasiado laborioso, dejando por único consuelo al afligido alcalde de Casa y Córte una hermosísima niña.

La educacion de una hija no era lo mas á propósito para un hombre á quien habian hecho duro y abstracto la pobreza y los estudios, cualidades que se habian exacervado con el continuo ejercicio de sentenciar á horca y galeras, á todo vicho viviente que se le habia venido á las manos entre las fojas de un proceso. El licenciado Céspedes que hasta entonces nada habia encontrado grande y difícil mas que la recta aplicacion de la ley, sintió que le habia caido encima una montaña con la muerte de su esposa, que le sentenciaba por entero á la crianza de su hija.

Pero consideró que en cinco años á lo menos no urgia pensar en la educacion decisiva de doña Elvira, y contó muy prudentemente con que en aquellos cinco años se le ocurriria bien un medio de salir del atolladero.

Pero hé aquí que apenas la niña habia salido de la lactancia, se encontró el licenciado, con que, sin haberlo pretendido, el emperador y rey don Carlos V, le nombraba oidor de la Real Audiencia de Méjico, que acaba de crearse.

La obligacion de justificar el carácter de nuestro personaje, con la apreciacion de su educacion y de su vida íntima, nos pone en el caso de hacer otra digresion relativa al por qué se habia dado al licenciado Céspedes, sin que lo pretendiese, un oficio codiciadísimo, en el riñon de aquel tesoro de la corona de Castilla que se llamaba Nueva-España, oficio á que él no habia osado aspirar en sus mas insensatos sueños de ambicion.

Todo tiene su causa en este mundo: todo consistia en que el licenciado Céspedes despues de haberlo pensado y repensado durante dos años, habian encontrado que el mejor medio de procurar á su hija una educacion conveniente era darla una segunda madre.

Una vez ejecutoriada esta providencia en el censorio del alcalde de Casa y Córte, halló que para cumplirla necesitaba de todo punto casarse, para casarse tener novia, para tenerla buscarla.

Y la halló, como quien dice, debajo de la mano, en una su vecina, hija de un capitan inválido de los tercios de Italia, pobre pero honrada, sobre honrada jóven, y como complemento de conveniencias, exceptuando la pobreza, fresca y robusta.

No era hombre el licenciado Céspedes que á los cuarenta y cinco años se anduviese con telégrafos (que hoy se dice) ni con billetes, ni con otras gerzonias, diametralmente opuestas á su carácter natural, y sobre todo á su carácter judicial: asi es que, despues de haberlo maduramente decidido, se puso un dia su loba mas rica, su mejor golilla y su reluciente espadin de córte, y se presentó casa de su vecino el valiente capitan de los tercios de Italia Illan de Aponte, al que redondamente pidió su hija por esposa.

El capitan no encontró razon para echar á la calle aquella fortuna tan inesperada, que tan de rondon y tan formal se metia por las puertas de su casa.

Entonces no se contaba para nada con la voluntad de las mujeres, ya se tratase de casarlas, ya de emparedarlas en un convento. El capitan Aponte dió palabra formal de soldado honrado al alcalde de Casa y Córte, de que su hija seria su esposa.

Dióse traslado á la parte, esto es: á doña Clara, que así se llamaba la pretendida.

Esta se sobrecogió, se puso pálida y tartamudeó algunas palabras que su padre atribuyó al pudor natural de una doncella de veinte años.

El padre se engañó.

Lo que causaba el sobrecogimiento de su hija era que estaba enamorada de un mancebo noble, hermoso y rico, y comprometida con graves compromisos, de que pudiera haber dado testimonio cierto postigo situado en cierta calleja.

Ello es el caso que el amante supo que se le habia metido entre su amor y su amada, como una cuña de hierro, á la que servia de mazo la autoridad paterna, todo un alcalde de Casa y Córte.

A grandes males grandes remedios: el noble y rico mancebo, se puso su mas rico trage de brocado, su cadena de mas valía y sus mejores preseas, y acompañado de lacayo y escudero, se presentó en la casa del capitan de Italia y dejó oir en ella el aristocrático y altisonante nombre del marqués de la Guardia.

Apresuróse á recibirle el capitan. El noble marqués le dijo sin rodeos que queria ser esposo de doña Clara.

¡Ira de Dios y quien podria contar la impresion que causaron estas palabras en el honrado veterano! Levantóse delante de él como una horrenda fantasma la palabra que habia dado al alcalde de Casa y Córte, porque, al fin, teniendo para su hija un marqués jóven y poderoso, era indudablemente una desgracia tenerse que contentar con un golilla, ya casi viejo, casi pobre y mas de un casi feo.

El capitan tardó quince minutos en contestar; al fin haciendo un esfuerzo y tragando saliva, dijo que tenia empeñada su palabra, y que no faltaria á su palabra por nada del mundo.

El marqués iba preparado á esta respuesta y la contestó sin detenerse un punto.

– Vos no os habreis comprometido á casar vuestra hija sino en España.

Miró con asombro el capitan al marqués porque no le comprendia.

– Quiero decir que si ese hombre á quien habeis dado vuestra palabra se viese obligado á pasar los mares y á llevarse vuestra hija…

– Indudablemente, esa circunstancia me dejaría en libertad, dijo el señor Illan.

– Pues os juro que quedareis libre… solo os pido.

– ¿Qué…?

– Que dilateis con cualquier pretexto el casamiento de vuestra hija durante quince dias, solos quince dias, y que guardeis un profundo secreto acerca de nuestra vista.

7.Equivalente á gobernador, á capitan de gente de guerra.
Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
28 eylül 2017
Hacim:
1330 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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