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Crisis espirituales

CÓMO LIDIAR CON LOS ALTIBAJOS DE LA VIDA CRISTIANA

Fernando Beier


Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido

Tapa

Introducción

1 - Rutina inalterada

2 - Fe escondida

3 - Debilidad latente

4 - Desaliento

5 - Efecto colateral

6 - Bancos fríos

7 - Desplegando la bandera

8 - Prioridades invertidas

9 - Fuga imposible

10 - Llamado al corazón

11 - El mayor interesado

12 - Día completo

13 - Vivencia de la fe

14 - Gracia en buena hora

15 - Fin de la batalla

Crisis espirituales

Cómo lidiar con los altibajos de la vida cristiana

Fernando Beier

Dirección: Walter E. Steger

Traducción: Milton Bentancor

Diseño: Nelson Espinoza

Ilustración: Shutterstock

Libro de edición argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina

Primera edición, e - Book

MMXX

Es propiedad. © Casa Publicadora Brasileira (2015). © Asociación Casa Editora Sudamericana (2020).

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-117-9


Beier, FernandoCrisis espirituales: Cómo lidiar con los altibajos de la vida cristiana / Fernando Beier / Dirigido por Walter E. Steger. - 1ª ed. - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2020.Libro digital, EPUBArchivo Digital: onlineTraducción de: Milton Bentancor.ISBN 978-987-798-117-91. Vida cristiana. I. Steger, Walter E., dir. II. Bentancor, Milton, trad. III. Título.CDD 248.4

Publicado el 30 de marzo de 2020 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: ventasweb@aces.com.ar

Web site: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Para Lauren

“Estoy convencido de esto: el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús”.

Filipenses 1:6.

Introducción

“Aceptar que todo es un esfuerzo, entender que todo es una tensión” (G. K. Chesterton).1

Todo cristiano estaría de acuerdo con la idea de que la palabra “conversión” evoca el inicio de su experiencia real con Dios. A fin de cuentas, se transformó en algo común escuchar al cristiano afirmar que la conversión fue una experiencia de transformación; o, haciendo alusión al significado de la palabra en el texto griego original, un completo “cambio de rumbo”.

Para mí, la conversión también significó cambio. Abrió camino para un período en el que, aparentemente, había encontrado el sendero definitivo para la alegría y el contentamiento en la vida espiritual. El propósito de Dios parecía estar cumpliéndose satisfactoriamente en mí.

Algunas cosas todavía me impresionan cuando pienso en los cambios que mi conversión trajo como consecuencia. Por ejemplo: a pesar de que mi madre me había llevado a la iglesia desde pequeño, yo detestaba escuchar sermones o participar de estudios bíblicos; era como enfrentar un pequeño suplicio. Solamente con saber que estaría dos horas “preso” dentro de la iglesia, obligado a asistir al culto y todo lo demás, ya era suficiente para que comenzara un dolor de barriga.

Sin embargo, después de mi conversión, hacía uso del púlpito de la iglesia sin ningún tipo de vergüenza, predicando a un auditorio de quinientas personas. Tras bambalinas, coordinaba estudios bíblicos para jóvenes de mi edad. Pasaba más tiempo en la iglesia que en casa. La conversión, realmente, cambió las cosas. No obstante, lo que experimenté durante aquel tiempo no permaneció durante los siguientes años. Como una estación de lluvias que va llegando al final, mi espiritualidad dejó de demostrar la frescura del comienzo.

Al principio, creía que era solo una debilidad espiritual pasajera; posiblemente provocada por la ausencia de oración. Buscaba cumplir mis votos fielmente ante Dios; pero a pesar de todo, definitivamente, alguna cosa se había perdido. Entonces escuché a aquel predicador decir que la conversión conducía al cristiano a la experiencia conocida como “el primer amor”. Sin embargo, también afirmó que ese período no duraba para siempre. Mi mente quedó confusa. ¿El primer amor había pasado en mi experiencia? ¿Qué vendría después?

Desde ese momento, encuentro a cristianos que me cuentan –algunos entre lágrimas– sobre el sentimiento de nostalgia del período inmediatamente posterior a la conversión. Hablan de la alegría contagiosa de aquellos días, del deseo incontenible de hablar de Jesús a otras personas, de la satisfacción que sentían al participar de un culto en la iglesia, de la facilidad de ver el lado bueno de las personas; en fin, de la experiencia gratificante y palpitante que desdichadamente se había disipado. Muchas de esas personas tienen algo en común: el final del primer amor trajo consigo un período de crisis espiritual. A partir de ese punto, comenzó un nuevo ciclo. Un ciclo en el que las crisis vienen y van.

Leyendo sobre el asunto, descubrí que el problema no afecta solamente a los cristianos contemporáneos; a lo largo de los últimos dos mil años, personas que profesaron la fe en el Salvador, como Agustín, Blas Pascal, Martín Lutero y la Madre Teresa de Calcuta tampoco escondieron sus duras luchas del ejercicio diario de la espiritualidad. Algunos relataron sus dificultades sin dar vueltas; mira cómo Juliana de Norwich expresó su drama:

Él me mostró un gran placer espiritual sentido en el alma, y en él estaba repleta de eterna seguridad, firmemente sustentada, sin ningún terror doloroso. Ese sentimiento era tan positivo y espiritual que yo estaba enteramente en paz, en calma y en reposo, de manera que nada en la Tierra podría perturbarme.

Eso duró poco tiempo. Después, fui cambiando y me abandoné a la depresión, cansada de la vida y asqueada de mí misma; de manera que solamente a duras penas preservé la paciencia para continuar viviendo. Yo no tenía ningún confort, ninguna calma, excepto la fe, la esperanza y la caridad; esas yo tenía de hecho, aunque las sintiera muy poco.2

Al enfrentarme con una experiencia semejante, inevitablemente fui llevado a ciertos cuestionamientos: ¿qué puedo esperar de la experiencia cristiana después de que pasa el período del primer amor (la conversión)? ¿Por qué, después de ir de la duda a la fe, regresé a la duda? ¿Qué debo hacer cuando miro mi espiritualidad actual y me siento un fracasado?

Esas inquietudes fueron las que me estimularon a escribir este libro. Inquietudes que todavía no se solucionaron del todo, debo confesarlo. Sin embargo, quiero adelantar, y dejar bien en claro que no es mi objetivo presentar una serie de respuestas supuestamente satisfactorias para el problema, ni demostrar que la Biblia tiene explicación para todo. Escribo esto como un ejercicio, como una parte de mi peregrinación espiritual. Una especie de viaje cuyo objetivo es sacar el máximo provecho del paisaje y después contarles a algunos amigos las cosas nuevas que haya descubierto.

* * *

He usado el púlpito de diversas iglesias para intentar dar respuestas ante las crisis espirituales. Es difícil decir si lo que predico es realmente aquello que las personas quieren o necesitan escuchar. Lo que me deja incómodo, sin embargo, es la percepción de que las respuestas que presento no siempre se transforman en la experiencia de fe más satisfactoria de las personas. No es raro visitar a algún miembro de mi propia iglesia que está atravesando una crisis espiritual y percibir que las dudas y el desánimo continúan allí, incluso después de que haya escuchado un sermón sobre “La victoria en Cristo” en el último culto.

Eso me entristece, pero no tanto como en el comienzo de mi ministerio pastoral. En aquella época, no entendía lo que sucedía en algunos cristianos que no demostraban ninguna reacción al estímulo espiritual que, yo suponía, mis sermones dejaban; y se alejaban. Sentía ganas de abordar a determinada persona y preguntarle: “¡Ey! ¿Cuál es tu problema? ¡Jesús es vida! ¡Jesús es alegría! ¡Sonríe!”

Hoy, por más doloroso que sea reconocerlo, padezco a veces de los mismos síntomas. Hay momentos en los que Dios parece tan distante que me siento cercado por la incertidumbre y la tentación del desánimo. Hasta imagino lo que escucharía si le contara esto a un miembro de mi iglesia. ¿Serían las mismas palabras de advertencia que tantas veces yo mismo utilicé (y a veces, todavía pronuncio) en el púlpito? O, quién sabe, ¿una reprimenda educada de un dirigente cristiano con más experiencia?

Bueno, reconocer que tengo duras luchas en la vida cristiana no significa que haya desistido. A fin de cuentas, en la vida del cristiano, todo día es un día para aprender y madurar. Los desafíos de la espiritualidad traen algo como una especie de experiencia necesaria. Como afirmó Thomas Merton: “Dios, a veces, se entrega a nosotros desde donde parece más distante”.3

* * *

La verdad es que la vida cristiana es un inmenso desafío. Para comenzar, existe el problema del pecado. Es difícil aceptar que, incluso cuando nos entregamos a Jesús sin reservas, nuestra naturaleza pecaminosa no desaparece. Siempre tuve dificultades con aquellas frases repetidas hasta el cansancio por algunos cristianos como, por ejemplo: “¡El pecado no reinará en su corazón si Jesús está allí!” O: “¡Usted necesita orar más para vencer al pecado!” Aunque lo intentara, me sentía como disminuido para alcanzar la realidad de tales afirmaciones. No tardé mucho en darme cuenta de que, cuando mi preocupación principal era el deseo de no pecar, pensaba más en el pecado y me sentía más desanimado. Decididamente, el pecado simplemente no se iba de mi vida. E incluso cuando ocurría, continuaba pensando en él, en cómo reaccionaría si regresara. Todo este asunto se hace estresante y se transforma en una incómoda obsesión.

De hecho, la naturaleza pecaminosa es una gran carga. Pero lo que realmente es difícil de aceptar es el dolor que surge de donde menos se debería esperar: la iglesia. Es difícil pasar una semana sin encontrar a alguien que se sienta decepcionado con la iglesia. No estoy refiriéndome a las personas que enfrentan problemas de relación con otros cristianos, sino a aquellos que no encuentran en la iglesia el consuelo o la motivación para enfrentar las dudas y las crisis espirituales. No es que la iglesia sea realmente la culpable, pero, en algunos lugares, se utiliza el púlpito más para llamar la atención de los pecados de los miembros (aunque no estoy diciendo que esto no sea necesario) que para enfatizar la gracia de Dios. Cierta señora que fui a visitar me dijo que desistió de frecuentar la iglesia porque estaba cansada de escuchar a los predicadores decirle cómo debería actuar, hablar, vestirse, alimentarse, etc.

Obviamente, estoy citando dificultades que no alcanzan a la totalidad de los creyentes. La experiencia con Dios puede ser tan diferente de una persona a otra que aprendí a ni siquiera sugerir generalizaciones. Sin embargo, lo que la mayoría de las personas con quienes he tenido contacto afirma es que la más grande de las batallas consiste en mantener una comunión diaria y sustancial con Dios. ¿Es Dios real en el vivir cotidiano?

El filósofo humanista y escritor de bestsellers Luc Ferry afirmó recientemente que, a pesar del aumento del número de personas que concurren a la iglesia en los últimos años, ninguna de esas personas moriría por el dios que profesan. Dijo además:

Hoy, en el Occidente, nadie más acepta morir por un dios, un país, un ideal. Hay, sin dudas, religiosos extremistas en el Islam. Hay gente en Chechenia o en Osetia dispuesta a morir por la nación. Pero estoy plenamente seguro de que no hay ciudadanos con tales intenciones en Alemania, en Francia o en los Estados Unidos […]. Más que nunca, vivimos en un mundo en el que la religión no es suficiente para darle al hombre las respuestas que busca.4

Me pregunto si Ferry dice eso como una provocación a los cristianos, o si el problema se hace evidente frente a la dificultad cada vez más grande que tienen los cristianos contemporáneos para demostrar hasta qué punto la fe es esencial e innegociable. Parece que muchos creyentes no logran llevar adelante una vida religiosa significativa.

El problema de la comunión con Dios y las demás dificultades que mencioné serán abordados con más profundidad en la primera mitad del libro. Presentaré casos reales de personas en crisis espiritual con las cuales trabajé de manera muy cercana. Tal vez tú, como lector, te identifiques inmediatamente con esos ejemplos; tal vez, no. Sin embargo, serán como pequeños puntos de luz que nos llevarán hasta el sendero de la insustituible gracia de Dios. La gracia y la esperanza serán los temas de la mitad final del libro.

Mientras escribía, pensando siempre en cómo podría ayudar a aquellos que enfrentan crisis espirituales, una frase de C. S. Lewis siempre me daba vueltas en la mente. Él afirmó:

Hay un sentido en el cual ningún médico cura jamás. Los mismos médicos serían los primeros en admitirlo. Lo mágico no está en la medicina, sino en el cuerpo del paciente, en la “vis medicatrix naturae”, es decir, la energía recuperativa o autocorrectiva de la Naturaleza. Lo que el tratamiento hace es simular las funciones naturales o evitar lo que las impide.5

No tengo la pretensión de curar las crisis espirituales de nadie. Tampoco creo que las elucubraciones y las especulaciones humanas puedan resolver todos los anhelos del corazón de una persona. Sin embargo, como cristiano, acepto por la fe que Jesús es el gran Médico y que, enfermo por el pecado, estoy en tratamiento. Al recibir a Jesús cada día en el corazón, creo que se genera tal “magia” señalada por Lewis. Cristo estimula las funciones de la naturaleza espiritual que me concedió y remueve aquellas que causan perjuicio.

* * *

Conviviendo con cristianos, he notado que nada es tan perjudicial para la vida religiosa que sentir que la religión no tiene efecto. En la vida de muchos, comienza el proceso espiritual con grandes certezas y expectativas; pero, a medida que pasa el tiempo, la duda y la frustración inundan el alma como una gotera constante. Las promesas bíblicas parecen infundadas… y el silencio de Dios se hace desagradablemente agudo. En ese punto, muchos desisten completamente; otros preguntan qué se puede hacer al respecto.

“En este mundo afrontarán aflicciones” (Juan 16:33)6, afirmó Jesús. No creo que estuviese hablando meramente de las persecuciones religiosas que sus seguidores sufrieron a lo largo de los siglos o de la lucha de muchos para proveer alimento para su familia. Sin duda alguna, se refería también a las aflicciones espirituales. Lo que pasa en el corazón nos afecta más que cualquier cosa. Si, como cristiano, no me siento bien espiritualmente, de alguna manera eso va a alcanzar mis decisiones y elecciones diarias. También estoy convencido de que únicamente cuando estoy seguro con Dios me sentiré bien conmigo mismo. Mientras escribo, oro al Padre para que, hasta el fin del libro, nos ayude a encontrar puntos de apoyo que serán determinantes en días en que el suelo no parece firme. Por ahora, recuerda esto: “No podemos sentir hoy la paz y el gozo que sentíamos ayer; pero deberíamos asirnos por la fe de la mano de Cristo y confiar en él tan plenamente en la oscuridad como en la luz”.7

1 G. K. Chesterton, Ortodoxia (San Pablo: Mundo Cristão, 2008), p. 31.

2 James Stuart Bell y Anthony Palmer Dawson, A Biblioteca de C. S. Lewis (San Pablo: Mundo Cristão, 2006), p. 17.

3 Thomas Merton, Homem Algum É Uma Ilha (Campinas: Versus, 2003), p. 126.

4 Luc Ferry, entrevistado por Gabriela Carelli, “A família virou sagrada”, Veja, 22 de octubre de 2008, p. 17.

5 C. S. Lewis, Los milagros (Nueva York: HarperCollins, 2006), p. 221.

6 Las referencias bíblicas utilizadas corresponden a la Nueva Versión Internacional, excepto cuando se indique otra versión.

7 Elena de White, Mensajes para los jóvenes (Buenos Aires: ACES, 2017), p. 108.

1
Rutina inalterada

“Por supuesto, concuerdo totalmente en que la religión cristiana es, a la larga, un consuelo inefable. Pero no comienza en el consuelo; comienza en el desaliento” (C. S. Lewis).8

Cuando alguien decide ser bautizado en mi iglesia, yo sé que lo visitaré. Primero, le ofrezco las felicitaciones al nuevo creyente por su decisión de permanecer al lado de Jesús. Después, le hablo del significado del bautismo y refuerzo lo que él ya ha aprendido. Entonces, en la última parte de la visita, le comento lo que puede esperar de la vida cristiana y de la comunión con la iglesia. En ese momento, la mayoría de las personas acostumbra tener la misma reacción: señalan positivamente con la cabeza y sonríen. Algunas hasta agregan pequeñas contribuciones, hablando del asunto como si realmente lo comprendieran. Y ahí está el problema: ellas no tienen ni la más mínima idea de lo que les espera en esta nueva jornada espiritual. Hubo una vez que un señor llegó a darme un pequeño “sermón” sobre cómo él ayudaría a solucionar los problemas de la iglesia. Algunos meses después, él ya no estaba en la congregación. Cuando lo encontré, su principal frase fue: “Es más complicado de lo que pensé”.

Yo hablo con las personas sobre su futuro espiritual porque creo que de alguna manera eso las va a ayudar. Sin embargo, allá en el fondo de mi corazón sé (por experiencia a lo largo de los años) que mis palabras marcarán poca diferencia cuando aparezcan las primeras dificultades. Estoy totalmente de acuerdo con la afirmación de G. K. Chesterton: “Por lo tanto, toda convicción completa está envuelta en una especie de desamparo”.9 No pasa mucho tiempo y algunas de esas personas me vuelven a buscar, relatando sus frustraciones. Quedo con el corazón afligido. Pero lo que me causa especial inquietud es encontrar en ellas una especie de eco de mis batallas espirituales. Y más: percibo en tales experiencias la lucha constante y a veces persistente que la vida cristiana parece exigir. Y no es nada fácil lidiar con eso.

Constantemente, mientras estoy escuchando a alguien de mi iglesia contarme sobre sus batallas con la espiritualidad, busco en mi memoria las escenas de su bautismo, aquel momento de emoción y alegría en el que los ojos brillan y el corazón se acelera. ¿Adónde se fue esa sonrisa?

Cierta vez, después de un culto de domingo a la noche, una señorita de mi iglesia me buscó para hablar. Los jóvenes acostumbran conversar en pequeñas rondas después de las reuniones. Cuentan anécdotas y sonríen con felicidad. Ella formaba parte de ese grupo; sin embargo, ese día parecía distante de todos. Con la mirada fija en el suelo, entre lágrimas, me dijo que estaba en crisis espiritual: “No consigo orar más ni leer la Biblia. Me siento fracasada y sin fuerzas”. Mientras balbuceaba algunas palabras, me puse a pensar en cómo podría responder sus inquietudes. ¿Qué era lo que necesitaba escuchar? A fin de cuentas, yo también tengo momentos de frustración y sé que no siempre las explicaciones teológicas satisfacen un corazón angustiado y en descompás espiritual. Frente a mi indecisión, ella dijo algo que me dejó más arrasado aún: “No siento más lo que sentía en la época en que me bauticé. Me gustaría volver a sonreír con el corazón, como hacía antes”.

“A veces, los cristianos se sienten como Sísifo –afirmó R. C. Sproul–. “El progreso parece tan lento en la vida cristiana que parece que estamos en el mismo lugar, girando sobre ruedas, redoblando nuestros esfuerzos y perdiendo terreno”.10 La mención de Sproul del héroe de la mitología griega nos fuerza a pensar en los desajustes de la vida cristiana. Sísifo fue condenado al infierno eterno por haber ofendido a los dioses. Como castigo, tendría que empujar una gigantesca piedra hasta la cumbre de la montaña. Cuando finalmente llegara a la punta, la piedra rodaría de vuelta hasta el punto de inicio. Allá se iba el héroe, a bajar la montaña para empujar la piedra otra y otra y otra vez. La misión nunca terminaba.

Cuando la vida espiritual no está bien, surgen muchas preguntas. Comenzamos a cuestionar nuestras elecciones y nuestras acciones. La experiencia de la conversión parece una luz que quedó atrás, no alumbra ni calienta más el corazón. Entonces, el desánimo puede llevarnos a un distanciamiento aún mayor, dejándonos tan lejos de Dios que, cuando nos damos cuenta, se abrió un pequeño abismo y parece imposible retornar.

El profeta Jeremías en cierto momento de su vida afirmó: “La vida se me acaba, junto con mi esperanza en el Señor” (Lam. 3:18). ¿Cuántos cristianos frustrados no se identifican con sus palabras? Como en la historia de Sísifo, parece, a veces, que nuestra experiencia con Dios se resume en una rutina monótona y desgastante, donde el corazón y el estudio de la Biblia conviven con períodos de aridez espiritual completa. Cuando una persona enfrenta una crisis espiritual y, finalmente, resuelve desistir, ¿quién estaría en condiciones de condenarla?

* * *

Durante el período en que cursaba la enseñanza secundaria, yo no era un alumno, digamos, esforzado (¿o debería decir motivado?). Trabajaba durante el día y estudiaba en la noche. Repetí un mismo curso tres años seguidos a principios de la década de 1990. Comenzaba los estudios en febrero, esperando que el año terminara lo más rápido posible; pero, cuando se aproximaba agosto o septiembre, desistía y no aparecía más por el colegio. Frente a las vehementes protestas de mis padres y de mi conciencia pesada, intentaba justificarme con pensamientos del tipo: “¡Estoy muy mal en las materias, no voy a pasar de año de ninguna manera!” O: “Puedo vivir la vida sin completar mis estudios”. No le contaba a nadie que, en el fondo, no aguantaba más todo eso de ecuaciones matemáticas, tabla periódica y verbos transitivos indirectos. Sin embargo, inexplicablemente, cuando empezaba el nuevo año lectivo, allá estaba yo, otra vez en el salón de clases.

Cuando recuerdo aquel período de estudiante, viene a mi mente mi trayectoria espiritual. Muchas veces inicié un nuevo ciclo de espiritualidad, sintiéndome feliz y victorioso, para enseguida terminar desanimado y perplejo. Si, en algún momento, la espiritualidad del cristiano alcanza un nivel de inconformidad semejante al que sentía en aquella época en el colegio, ¿por qué simplemente no desistir?

Pero la decisión de desistir o proseguir no se toma sin antes cuestionarnos las propias motivaciones, como bien expresó Dietrich Bonhoeffer:

¿Quién soy yo? ¿Este o el otro? Soy los dos al mismo tiempo, hipócrita delante de los demás. Y delante de mí mismo, ¿un débil despreciable y miserable? ¿O existe aún algo dentro de mí, como un ejército derrotado, huyendo desordenado de la victoria ya alcanzada?

¿Quién soy yo? Mis preguntas solitarias se burlaban de mí.11

Cuando la religión parece ineficaz, tenemos la impresión de que las preguntas se “burlan” de nosotros. Desistir puede ser el siguiente paso. Pero ¿y si esas preguntas nos llevaran a encontrar el camino perdido? “El placer de comer y beber es nulo si no lo precede la molestia del apetito y de la sed”,12 afirmó Agustín.

Cuando pienso en los motivos que me hicieron regresar al aula de clases en la enseñanza secundaria, el miedo de sentir remordimiento en el futuro pesaba más que cualquier otro factor. Es decir, temía que un día tuviera que hacerme la pregunta: “¿Por qué no lo intenté?” Ver a mis amigos avanzando en la vida profesional, ganando dinero y comprando lo que soñaban, mientras yo estuviera en terreno resbaladizo, en un empleo con salario mínimo, me llevó a evaluar una vez más mis prioridades. La vida sería trabajosa de cualquier manera, y debía aprovechar el tiempo para prepararme mejor para enfrentarla. Yo tenía que volver a la escuela.

Como un cristiano en lucha, reconozco que los caminos que llevan al desánimo espiritual son (aparentemente) mucho más numerosos que los que nos conducen al contentamiento. Cuando Dios parece distante, comienzo a pensar en cómo los héroes bíblicos luchaban con ese problema. Alguien con una visión más romántica diría que no tenían tiempo para disturbios espirituales. Pero me resulta difícil creer que entre los siervos de Dios del pasado no haya habido muchos que sintieran frustraciones en su experiencia con Jehová. Me pregunto, por ejemplo, ¿qué pensamientos inundaban la cabeza de Moisés después de una semana en que Dios no daba señales de vida y el pueblo lo criticaba duramente como la causa de sus problemas en el desierto? ¿Cómo quedaba el corazón de David después de una madrugada entera acostado en la trinchera, junto con su ejército, esperando una señal del Cielo para avanzar contra el enemigo o huir de él? ¿Y el apóstol Pablo? Frente a la oposición de su propio pueblo, más lo incómodo de tener dos naturalezas luchando por la posesión de su vida (como él mismo se lo confesó a los romanos), ¿cómo serían sus noches de sueño?

Mis sugerencias en relación con las desventuras espirituales de los personajes bíblicos no tienen como objetivo, de ninguna manera, llevar a alguien a dudar de la grandeza de esos individuos. Mi intención es no dejar pasar la oportunidad de sugerir un problema que –creo personalmente– alcanza a los hijos de Dios desde que el pecado entró en la historia humana. El propio autor de Hebreos, al celebrar la famosa galería de los héroes de la fe, afirma que todos ellos “sacaron fuerzas de flaqueza” (Heb. 11:34). No cabe duda de que nadie es fuerte todo el tiempo. ¿Cuál es el problema de reconocer que no siempre las cosas funcionan bien en la relación con Dios? Como todo cristiano maduro sabe, hay días en que la crisis espiritual aparece sin pedir permiso. Por otro lado, en algunos casos, la debilidad puede estimular al cristiano a buscar una fe que no sospechaba que poseía. El apóstol Pablo afirmó: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor. 12:10).

¿Cuántos cristianos pueden afirmar que nunca tuvieron días de desánimo? El escritor Philip Yancey relata en uno de sus libros lo que decidió decirle a Dios cuando enfrentaba un tiempo de crisis espiritual:

A veces, te trato como a una sustancia, un narcótico como el alcohol o el Valium, cuando preciso de una dosis a fin de abandonar la dureza de la realidad o terminar con ella. Otras veces, huyo de este mundo cayendo en un mundo invisible imaginario; y la mayoría de las veces realmente creo que existes, tan real como este mundo de oxígeno, plantas y agua. ¿Pero cómo hacer lo inverso, y dejar que la realidad de tu mundo, o tú, entre y transforme la melancolía entorpecedora de mi vida diaria, de mi yo diario? […] A veces, me transporto a tu mundo y te amo. También aprendí a convivir bien con ese mundo. Pero ¿cómo puedo conciliar los dos mundos? Esta es mi oración, yo creo: creer en la posibilidad de cambiar. Viviendo mirándome a mí mismo, se hace difícil divisar el cambio. Con mucha frecuencia parece que se trata de comportamiento aprendido, de adaptaciones al medio ambiente, como dicen los científicos. ¿Qué debo hacer para dejar que cambies mi existencia, mi naturaleza, para que yo sea más parecido a ti? ¿Será esto realmente posible?13

John Donne afirmaba que sus ascensos de fe llegaban y se evaporaban como una tremenda fiebre. La idea de la enfermedad viene a mi mente siempre que pienso en mis desvíos espirituales. Tal como una enfermedad crónica, hay momentos en que la mejoría es considerable y hay otros en que la situación empeora nuevamente. Nunca hubo un día en que logré decir que estaba completamente sano.

Constantemente me pregunto si esa incomodidad no es de alguna manera providencial. Como pecador, tengo la necesidad diaria de buscar a Dios. ¿De qué manera percibiría eso si no existiera una espina para incomodarme? Tal vez el poeta Donne experimentó algo parecido, pues afirmó que se sentía mejor cuando temblaba de miedo.14

* * *

Nosotros, los predicadores, acostumbramos afirmar que Jesús es el único que puede llenar el vacío del corazón humano, haciéndonos eco de una famosa frase de Blas Pascal. Y, de hecho, es eso lo que creemos. Sin embargo, no acepto fácilmente la idea de que cuando alguien pasa por la experiencia de la conversión, el vacío del corazón no vuelve nunca más. Si eso fuese verdad, bastaría la conversión y todo estaría solucionado; el cielo sería aquí. Sin embargo, no encontré hasta hoy un solo cristiano que me revelara que la conversión es una solución para todo. Es como si la vida de este mundo de pecado siempre encontrara un pequeño orificio para el agujero negro. Cuando este comienza a aumentar, queriendo jalarme hacia adentro, es hora de ir a Jesús y clamar por socorro.

Jesucristo es el único que puede dar sentido a nuestra vida, y yo sé de eso porque lo experimenté por mí mismo. Pero la vida cristiana no está conformada solo de éxtasis y alegría. Las espinas existen, y en diversas oportunidades lastiman mucho. Cuando la crisis espiritual llega y la fe se vuelve vacilante, intentamos encontrar una salida, pero no siempre aparece en el momento y de la manera en que la esperamos.

En ningún momento, sin embargo, deberíamos olvidar que el amor de Dios por nosotros continúa tan fuerte como antes. No es porque la fe anda tambaleante que la misericordia divina vaya a abandonarnos. La promesa de Jesús fue: “Estaré con ustedes siempre” (Mat. 28:20).

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