Kitabı oku: «Caña moral», sayfa 2
1.5. Con una cerveza importada en la mano, Valdés le aseguraba a Schmidt que esa fiesta era la rubiedad encarnada. Él no era ajeno a esos ambientes, porque estudió pre y postgrado en la Católica. En rigor, dijo, no todos los que estaban en el asado eran rubios. La mayoría era no-rubia, con colores más claros que el promedio, y quizás, en ciertos contextos, algunos serían considerados rubios. Lo que pasaba, siguió, es que era tanta la proporción de rubios en ese patio que una parte de la realidad se amplificaba y distorsionaba al resto, y parecía, realmente, que todos éramos rubios. Quizás todos somos rubios, dijo Schmidt, y no nos hemos dado cuenta. También flacos, le respondió Valdés, dándole un breve sorbo su cerveza, y altos, con la piel bonita, deportistas, hablamos idiomas, viajamos a Europa y Estados Unidos todos los años, y tenemos trabajos extraordinariamente bien pagados. Quizás nadie se ha dado cuenta de la rubiedad de Chile. Rubios y volaos, dijo Schmidt, y Valdés estuvo de acuerdo: el caño es el perfume del país. Todos fuman. De distinta calidad, pero todos fuman.
1.5.1. «¡Dos!», gritó Bianchi, y estiró un brazo hacia atrás para pasármela. Schmidt le preguntó a Valdés, con sorna, si Talca también estaba infestada de rubios. «No hay ciudad más rubia y principesca en todo Chile», ironizó Valdés. «Cuando vivíamos allá hacíamos unas fiestas enormes y decadentes en las casas de las familias más nobles de la Región del Maule». Alumnos de los dos colegios pitucos de la ciudad. Gente levantada de raja, dijo, que se creía heredera de la aristocracia terrateniente de la zona central. Pero no es lo mismo ser cuico en Talca que en Santiago. A mí, un espécimen de lo más pituquito de su generación, un yerno que las abuelitas de apellidos vinosos adoraban, todos me habían visto vomitar en el pasto, recitar payas, gritar como huaso, cantar canciones de Tito Fernández con una guitarra de palo, borracho como pico. Me apuntó con el cuello de su botella y recordó la vez que nos habíamos fumado todo –los cigarros, los caños, todo– y yo, desesperado, me puse a fumar orégano con comino. Más tarde, absolutamente demolido, tomé una guitarra y transformé la situación en una ranchera de traición y venganza. Schmidt lanzó una carcajada sincera y aguda, conmovido por las singularidades de la gente de regiones. Después, seguro de conocer la respuesta, le preguntó a Valdés si había probado el X, y él le confesó que no, pero que sí había probado el ácido. El trip, le corrigió Schmidt. Lo había probado hace tres años, dijo, ignorando el comentario, conmigo, en el departamento de un amigo, de Vidaurre. Cada uno se tomó media dosis. Valdés se quedó encerrado en el departamento, atrapado en su volada. Había un cuadro rojo con una figura humana remando en el centro de la imagen, en un bote de pescador. Era un lago o río de sangre, le dijo a Schmidt. Él había entrado en el cuadro, se había sumergido, imaginando los detalles del bote, la ropa que llevaba la persona, y los sonidos, la sangre circulando en el cauce. Valdés creía que era el canal San Carlos y la corriente sonaba como agua, un sonido parecido al agua, pero inyectada de aire, gotas de sangre insufladas, casi burbujas, en el umbral de flotar o seguir en estado líquido. Un sonido hueco, vacío, dijo, con seriedad, y recordó que nosotros salimos a caminar por Pocuro y lo dejamos ahí con su problema. «Ustedes al éxtasis le dicen la hueá, la huevá o la otra hueá», dijo Valdés, encarando a Schmidt. «¿A quién quieren engañar?». A nadie, le respondió Schmidt, sonriendo, y le ofreció el caño apagado. Para él, el concepto era algo similar a los Ray Ban que una mina, sentada cerca de la parrilla con otra gente, tenía en el pelo. Son los anteojos más falsificados de la historia, afirmó. Es cierto que todos los hacen en china, los piratas y originales. Es un mito que toda la manufactura china es mediocre. Él los había encontrado en Marruecos, en un pueblo pobrísimo, cuando se fue de luna de miel con su mujer. Era imposible recordar el nombre del pueblo, aunque estaba seguro que cruzaron la cordillera del Atlas, al sureste de Marrakech, pasaron por la ciudad de los estudios de cine, también con un nombre inverosímil, camino al desierto. Tomaron un tour que al parecer era común: dormir en el Sahara, andar en camello y comer tajín y brochetas. En una de las paradas, en el pueblo verdaderamente pobre, como era Chile antes, dijo, se bajó de la van a comprar agua, y ahí, arriba de unos detergentes, encontró unos Ray Ban Pilot Shape. Falsos, por supuesto, y a un precio ridículo. Se devolvió a la van con dos botellas de agua por las que pagó dos o tres veces más, y se quedó pensando en el valor de las cosas. Antes del viaje había estado a cargo de un estudio sobre la clase media emergente. Tuvo que recopilar miles de fotos de Instagram, de cientos de personas. Consumidores prototípicos, dijo, agudizando el tono de su voz grave, con ropa de montañismo, calzas deportivas, el último iPhone. Marcas pasadas de moda, igual que los platos que comían: quesadillas y cebiches. ¿Por qué pagaban tanto, y a crédito, si podían simular el mismo resultado por mucha menos plata? Él no creía que la mina quisiera escuchar que los lentes por lo que pagó casi cien lucas eran chinos, y que incluso se los podía comprar en un almacén de un pueblo miserable del norte de África y lograr el mismo efecto. Es una ilusión que nos acomoda a todos, concluyó. Nadie quiere escuchar cómo son las cosas en verdad, realmente.
1.5.1.1. Tres, dije, y Bianchi, satisfecho y rápidamente de pie al lado de los demás, le dijo a Schmidt que, por más aspiracional que seas, hay cosas que no puedes hacer. Sacó una cerveza del cooler. La etiqueta se estaba desprendiendo por efecto del hielo derretido. La destapó con el encendedor, sin preocuparse por el destino de la tapa metálica. También abrí una cerveza y me tomé un tercio de un sorbo. Les pasé sus pastillas y me quedé con la mía, además de las de Infante y Pablo. Bianchi, encendiendo un tabaco recién enrolado, dijo que, por ejemplo, la gente no sabía viajar. No tenía idea cómo viajar ni dónde ir. Siempre hay que evitar los gadgets tecnológicos, aseguró. ¿Cuál era el propósito de llevar un reloj inteligente a Barcelona? ¿Para qué contar los pasos? Treinta mil pasos en el barrio Gótico, ¿significan más que veinticinco mil y menos que treinta y dos mil? «Lo único que significa es que eres un pobre y triste hueón lamentable incapaz de vivir en Barcelona como lo haría un catalán», dijo. Era fundamental ir a Europa, a Asia. Visitar ciudades en decadencia: Berlín, Tokio, Moscú, incluso Nueva York. Andar en metro, caminar, arrendar bicicletas. «La playa y el all-inclusive son muy cumas, hueón», sentenció, arrugando el contorno de los ojos. «Echarse, tomar, comer, culiar y dormir en el mismo lugar». Jamás diría que eso no es rico, continuó, pero se ve mal. Te muestras como una persona básica, sin intereses, cuyo único objetivo en la vida es tomar sentado. «Ese es el sueño de la clase media», dijo Bianchi, ofreciéndome su encendedor amarillo. «El Caribe, Brasil, el bar abierto y que una mulata exquisita te pegue el sida». Aspiró otra bocanada y apagó el cigarro para guardarlo en su cajita metálica. Los regalos de las suegras, continuó, también eran un problema. En especial el cuadro pintado por ella en su clase de jubilada, de señora post sesenta que no tiene idea qué hacer con su exceso de tiempo. «¡Se pasó el ochenta por ciento de su vida sin saber pintar!», exclamó Bianchi con un pequeño temblor en la voz al nombrar el guarismo. Lienzos con objetos horrorosos: paisajes, naturalezas muertas, autorretratos. Colores mal trabajados, proporciones asimétricas. Una tarde, le advirtió a Schmidt, su suegra se va a aparecer con un cuadro envuelto en plástico. Una tarde siniestra, dijo alargando el diptongo. Ella va a tocar el timbre de la casa como una tarde cualquiera, como una visita de fin de semana sin otra expectativa que recibirla por una tarde, dos días y dos noches. Se va a bajar del auto, pidiendo, automáticamente, ayuda con las cosas del maletero, y ahí estará, envuelto en plástico burbuja. Ella con cara de expectativa, de regalo desproporcionado; Schmidt pensando que, en ese momento, envuelto, deformado detrás del aire de las burbujas, es como mejor se verá en su existencia como cuadro. El truco, le dijo a Schmidt, es abrirlo, quitarle el plástico burbuja y ponerlo en altura, un metro y medio, por lo menos, y admirarlo como si fuese un Nemesio Antúnez, un Mario Toral, un Matilde Pérez, para decirle, con una voz de entusiasmo apenas contenido, «¡qué magnífico esfuerzo, suegra!, ¡qué privilegio recibir este regalo!». Ella va a recibir el elogio y lo procesará como una descarga de dopamina, sin hablar, con sonidos que podrían ser onomatopeyas. Justo en ese punto, en el momento en que ella sienta que está en la cúspide de su carrera artística, él debe mirar alrededor de la casa y murmurar, lamentar y murmurar con dolor, como se lamentan las oportunidades perdidas, que el cuadro no calza con la decoración del living ni del comedor. Peor aún: no pega con la decoración general de la casa. Murmurar, primero, para que no se entienda, para que no queden claras las palabras y ella crea que incluso es una verdad difícil de vocalizar. Entonces el regalo, recibido y valorado, se vuelve a cubrir de plástico y se guarda en la bodega, intacto. Inédito, por fortuna. «Oye, es que tenerle miedo a la suegra es muy de clase media, muy de Condorito o del Jappening-con-ja», dijo Bianchi, acelerando la voz. «Es como tenerle terror a marzo».
1.6. La música cambió de forma abrupta. Para evitar una vergüenza, todos fuimos a ubicar al responsable. Bianchi, a petición de uno de los dueños de casa, había programado una lista con minimal y deep house. La lista no se podía tocar, menos para poner Pearl Jam. El iPad estaba cerca de la parrilla, en una mesa de patio, y la mujer de los Ray Ban lo estaba manipulando. Los anteojos estaban en la mesa, al lado de una cajetilla de Lucky Strikes. Con ella, hablando en un volumen altísimo, tratando de ganarle a la música, el Pato. El Patito. Camisa a cuadros adentro del pantalón, a pesar de su sobrepeso. Moreno, con el pelo muy corto y tan afeitado que daba la impresión de apestar a after shave. A gritos pedía otra de Pearl Jam y algo de U2. «No estamos en Maipú, por la chucha», dijo Bianchi, confiado en que su volumen era insuficiente para que el Patito lo oyera. «¿Quién es este hueón?», preguntó Schmidt, asqueado. «El Patito, hueón», dijo Bianchi, y se puso una mano en la boca como los futbolistas. «El ex de la Pía Aninat, de la ex de este hueón», dijo, dándome un golpe suave en la espalda. «Civil de la Chile, del Instituto Nacional. Fanático de Pearl Jam. Arribista, el típico arribista que cree que sacarse la mierda en el trabajo y ganar algo de plata te transforma en cuico. ¿Cómo se les dice ahora, pa’ que no parezca discriminación?». Meritocráticos, dije, pronunciando la ese. «A mí me gusta Pearl Jam», dijo Valdés, ofendido. «En algún momento de tu vida tenís que dejar de escuchar Pearl Jam, hueón, es un hecho», le respondió Bianchi, mirando con repugnancia al Patito. «Podís escuchar Pearl Jam en el colegio, adolescente, esa es la edad de Pearl Jam. Ahora no, hueón. Estados Unidos es muy flaite, hueón, y Pearl Jam es de lo más gringo que hay».
1.6.1. Hace dos semanas Bianchi se lo encontró en El Golf después de un almuerzo de trabajo. Caminaba rápido, ya atrasado para otra reunión. De repente, un bocinazo. Dos bocinazos. Nunca creyó que él podía ser el objetivo, jamás se le pasó por la cabeza que alguien le podía estar tocando la bocina en El Golf. Al tercer bocinazo se dio vuelta. Quizás le podían estar avisando que se le cayó algo, dijo. Vio un Audi nuevo, detenido en la esquina de Callao y San Crescente. Él no estaba tratando de cruzar: todavía faltaba una cuadra. Bajó el vidrio del copiloto y vio al Patito, bajándole el volumen a una canción de Audioslave. Saludó a Bianchi, sonriendo, feliz de habérselo topado, y le preguntó si lo llevaba a alguna parte. «Onda levantado minas, travestis en El Golf. Invitándolos a tomar mojitos», dijo Bianchi, al borde de la náusea. «De repente le gusta esa hueá. Las minas, pero con tula».
1.6.2. «Qué se cree este hueón», masculló Valdés, molesto, y le pedí que me acompañara a buscar otra cerveza. Estaba mirando fijo a Bianchi, mordiéndose el labio inferior y la barba, y tomaba cerveza como si fuese agua. Ellos se conocen. Bianchi finge que apenas lo ubica, pero se han visto varias veces. La primera vez fue en mi departamento, en una fiesta con gente de la compañía. La mayoría, extranjeros. Valdés trató de jotearse a Amélie, una francesa del equipo de consultoría. Le calentaba el nombre: en el colegio estaba obsesionado con la película. Quería cumplir su sueño de adolescente onanista, aunque esta Amélie no era Poulain, baja ni morena. En cambio, era rubia, alta y con facciones ligeramente caballunas. Pero no importaba. Ella tenía olor a progreso, y Valdés fue con todo lo que tenía. Fracasó miserablemente. Después trató de hablar con un grupo de gringos del departamento de ventas que fumaban caño y comían pizza. Hablaban entre ellos y lo ignoraban; soslayaban su inglés de colegio de provincia. En ese tiempo él era exageradamente talquino. Vivía en Santiago hacía más de diez años, pero no quería perder sus maneras regionales. Saludaba a los guardias de las farmacias, trataba de usted a todos sus suegros, usaba pantalones que le sobraban en la entrepierna y los tobillos. No veía a Talca como lo que es: una ciudad intrascendente, sin arquitectura destacable y habitada por gente fea. Sobrepeso y obesidad. Nula cultura peatonal. Ropa de liquidación del retail. Una cultura de la mediocridad a la que Valdés se aferraba con agobio, porque sabía que su vida en Santiago podía ser de todo menos mediocre. Académico, profesor universitario con varios papers. Planes para doctorarse en Europa, un departamento en Providencia pagado con deuda. Sus formas talquinas eran una conexión con su origen, con una sencillez entendida como fidelidad y sumisión. Ignorado, se sentó en uno de los sillones, al lado de Bianchi. Hablaron un rato. Fumaron. El migrante interurbano con el santiaguino de pura cepa.
1.6.2.1. Hace unos días hablé con su mamá, con la tía Carmen Gloria. Valdés no estaba saliendo de su departamento. Lo habían suspendido de la universidad mientras se hacía una investigación. No pregunté qué investigación ni por qué. La tía me habló de su rutina: encerrarse y comer pizza, toda la semana, todo el fin de semana. Ella me llamó. «Me arrepiento, huevón», me dijo Valdés en voz baja, con un choripán en la mano y una cerveza recién destapada en la otra. «¿Qué hago aquí, en una casa de Vitacura, entre puros cuicos? ¿Y después, en una fiesta electrónica?» Lo invité a la fiesta electrónica porque supuse que se iba a negar. Cuando me di cuenta que estaba dudando, que quizás aceptaba, agregué que antes había un pre en una casa en Vitacura. «Por eso te dije que sí. Porque soy consciente de que estoy en la pasta, y porque hablaste con mi mamá. Ella te dijo que estoy con psicólogo, que con suerte salgo a su consulta. Probablemente mi mamá te dijo: ayuda a tu amigo, a mi pobre gordito depresivo que está pasando por un mal momento. Eres bien estúpido», me dijo. Lo llamé un martes a las nueve de la noche y le pregunté cómo estaba. «Qué sorpresa, hueón. Tanto tiempo sin saber de ti», dijo, mofándose de la situación. «Tantas lunas». Más frases hechas y lugares comunes. Cuando le pregunté cómo estaba, Valdés habló sobre su estado en el mismo registro: estoy bien, tengo un problema en la universidad, pero se está solucionando. Todo bien. Todo en orden. Antes hablábamos siempre, por teléfono fijo. Hace diez, catorce años. A veces almorzábamos en el casino de Matemáticas. Él tenía otros horarios; yo entraba siempre a las ocho y media. Controles. Asistencia obligatoria. Así es ingeniería comercial: una simulación escolar del mercado del trabajo. Fuimos dejando de hablar. Él se cambió a un departamento en Los Leones arriba de un supermercado. Fui algunas veces: el edificio estaba repleto de putas encubiertas. El ascensor llegaba casi hasta la entrada del metro a través de una puerta que se abría con una tarjeta con banda magnética, en el piso -2 del edificio. Valdés vivía en el cuarto piso. Perdió el teléfono fijo. Nuestros planes de celular eran mediocres. Nos veíamos algunos fines de semana. Tomábamos piscola. Íbamos al bar Loreto con otra gente de Talca; gente que él sigue viendo, pero que yo no. Después conoció a Lucía y yo entré a trabajar a mi pega actual, la de siempre. Son diez años. Conocí otra gente. «Esos pitucos que se creen la maravilla más grande que ha pisado la cuenca de Santiago», me dijo alguna vez. ¿Habrá estado contento cuando lo llamé? A todos nos quedan pocos amigos. Yo conozco a mucha gente. Muchísima. Pero es normal envejecer y perder amigos. No por traiciones. No porque te hayan cagado de alguna forma. Porque sí. Porque pasa. Porque ya no tenemos los lunes en la tarde para juntarnos a tomar cervezas de litro en el departamento de alguien.
1.6.2.2. «Venir fue recomendación de mi psicólogo», confesó Valdés destapando otra cerveza. «Salir, hacer cosas fuera de lo habitual, de la rutina. Él me cagó. Tienes que ser más flexible, abrirte a disfrutar, a hacer algo diferente. Mi mamá usa esas mismas frases: fuera de lo habitual, algo diferente. Tener un psicólogo que habla con las mismas palabras que mi mamá es algo que definitivamente debería hablar con mi psicólogo, y también debería, de una vez, decirle a esta señora que no use la palabra diferente para definir algo que no es igual a lo que hace siempre, porque es lo mismo que compararlo con nada». Jamás lo hubiese imaginado en una fiesta electrónica. Ni hace diez años ni ahora. Estaba obligado a aceptar. No podía decir que no. Si él hubiese podido elegir, hubiese dicho aquí. Su casa. Su departamento. Yo le hubiese respondido que no, que allá, la fiesta. Sin punto medio. Sin solución de compromiso. La llamada, después de las frases hechas, se hubiese derrumbado lentamente, hasta convertirse en la llamada de dos antiguos amigos que se prometen, sin compromiso, verse. Algún día, un fin de semana, un jueves que jamás se va a concretar.
1.6.3. La mina de los Ray Ban puso un reggaetón. Pablo e Infante aparecieron, preguntando si habíamos encontrado las pastillas. Abracé a Pablo con el brazo izquierdo y le di la mano derecha, con la bolsita adentro. Bianchi recuperó el iPad. Dejó que terminara la canción y regresó a la lista, bloqueando el dispositivo con un PIN.
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