Kitabı oku: «Con fin a dos»
CON FIN A DOS
Fernando García Pañeda
© Fernando García Pañeda
© Con fin a dos
Julio, 2020
ISBN papel: 978-84-685-4853-1
ISBN epub: 978-84-685-4854-8
Depósito legal: M-20369-2020
Editado por Bubok Publishing S.L.
equipo@bubok.com
Tel: 912904490
C/Vizcaya, 6
28045 Madrid
Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Libre de toda ansiedad, de todo presentimiento negativo, sintiéndome a salvo de cualquier peligro, excepto el de no tener suficiente tiempo para amarle, disfrutaba de una felicidad desconocida.
Le miraba, le escuchaba con ojos fulgurantes, haciéndose irresistible al encontrarle irresistible.
Índice
Día 1
Día 2
Día 3
Día 4
Día 5
Día 6
Día 7
Día 8
Día 9
Día 10
Día 11
Día 12
Día 13
Día 14
Día 15
Día 16
Día 17
Día 18
Día 19
Día 20
Día 21
Día 22
Día 23
Día 26
Día 28
Día 29
Día 30
Día 31
Día 32
Día 33
Día 34
Día 35
Día 36
Día 37
Día 38
Día 39
Día 40 Sine die
Día 1
Así que ahí estaba. No, no se la había llevado la pandemia, como empezaba a temer después de varios días sin verla. Más bien parecía que, como al común de las gentes, también estaría obligada a soportarla entre paredes.
Peleaba contra el espacio-tiempo del ascensor para colocar las bolsas repletas de frutas, verduras, leche, pescado y algunas conservas traídas del supermercado cercano.
Dudé. Seguro que me mandaba a la mierda, me diría «ni te acerques, imbécil», tal y como estaban las cosas. Pero no podía verla así, con ese aire agotado y arrastrando lo que parecía el doble de su peso. Parecía una reina destronada que no se da por vencida.
Vamos a ver qué pasa.
—¿Me permites? ¿Puedo ayudarte? —dije acercándome más de lo que recomendaban las autoridades sanitarias.
—Pensaba que no lo ibas a decir nunca.
Me encantaba ese ligero acento tan peculiar, sobre todo al pronunciar las erres. Y aún más la expresión cansada aunque desafiante y la sonrisa burlona. Me hicieron así, no lo puedo evitar.
—Es que, bueno, con lo del contagio, la prevención y todo eso quizá no querrías…
—¿Cómo no iba a querer? Total, vamos a morir todos.
Ingeniosa, algo de esperar; amable, más de lo que imaginaba. Claro, quién lo iba a imaginar, después de haber recibido un par de holas y un desganado gracias (después de media hora sosteniendo la puerta del portal) a lo largo de tantos meses.
Pulsé el botón del segundo, su piso. Iba a seguir tentando a la suerte.
—Si te parece bien, te ayudo a dejar las bolsas en la puerta.
—Ya puestos, mejor en la cocina. ¿Te vas a quedar a medias haciendo un favor?
Huy, cero bromas, chaval. Se te ha ido la mano.
Pero, para nueva sorpresa, se adelantó llaves en mano y abrió de par en par la puerta de su piso y volvió la vista con una nueva sonrisa giocondiana. Así todas las bolsas, excepto la menos pesada que agarró ella, y me guio hasta una amplia y luminosa cocina.
—Si fuera nutricionista te recomendaría consumir alimentos con menos plomo.
—Vaya. Pensaba que era poca cosa para un chicarrón.
—Estoy acostumbrado a pesas de hasta ochenta kilos, pero no a esto.
—Puaj, carne de gimnasio.
La escuché reír por primera vez. Parecía una risa embalsada que rompía su presa de contención hasta desbordarse.
—En fin, no te contagio más. Ya te he dejado una buena ración de virus —me despedí contagiado de su risa.
Estaba bien tentar a la suerte, pero no en demasía. Soy una de esas personas aburridas que fijan la virtud en el término medio. Hasta que me excedo, claro.
Me dirigí a la salida sin que ella dijera nada. No sabía interpretar su silencio, aunque la sonrisa seguía anclada a su boca.
—Eh… Si necesitas algo, lo que sea, ya sabes, vivo arriba —dejé caer, por si acaso.
—O sea que eres tú el pesado que hace tanto ruido. Ya te vale.
Puede que no sea tan silencioso como un ratón, pero me consta que estaba lejos de tan ominosa semblanza. Además, estaba equivocada.
—Procuraré ir descalzo a partir de hoy. Pero conste que soy de la otra mano. Bueno, lo dicho —quise insistir.
Nos separamos con sonrisas semejantes, prometedoras de nada.
En fin, otra ocasión única perdida. Llevaba en la memoria más muescas de ocasiones perdidas que el Barón Rojo de aviones derribados en el fuselaje de su aeroplano.
¡Pero qué te has creído! No le vas a volver a ver el pelo, está claro.
Mi sentido del humor, del que me sentía orgulloso aunque no presumiera de ello, había fallado estrepitosamente. Las bromas a granel no casan con la elegancia.
Si había alguien en el mundo que mereciera un encierro, ese era yo. Pero no por precaución alguna. Por tonto.
Día 2
Nunca me he sentido asustada o agobiada, ni siquiera molestada, por la soledad. Al contrario, he sido una entusiasta de la soledad voluntaria. Pero aquella situación era algo completamente diferente de todo lo vivido, de cualquier otra experiencia. Ya sé que no sólo para mí, pero soy una individualista de pura raza y vivo en un mundo de una sola habitante; siempre tiendo a considerar las cosas desde mi punto de vista, nunca desde uno colectivo. Y no había terminado el segundo día de encierro solitario cuando me asaltaron, de forma inopinada, la inquietud y la contrariedad.
La lectura acumulada en los días previos me resultó decepcionante; la música no terminaba de atraer mi calma, como de costumbre, quizá por demasiado conocida; en una película de Tarkovski me dormí, y perdí el hilo en otra de Kieslowsky, y eso que me encantaban; y el pensar en cocinar me produjo pereza por primera vez en mi vida. Los mensajes y memes se acumulaban por docenas en el grupo de mis amigas (menos mal que éramos pocas); hasta mi familia había empezado a bombardear mi cuenta con preocupaciones y melodramas; y en Instagram no iba mejor la cosa, todo el mundo hablando de lo mismo. Eso sí que era una verdadera pandemia.
Confieso que empecé a asustarme. Y la simple percepción del miedo me irritó sobremanera. Puedo soportar numerosos defectos, tantos cuantos poseo y muchos más, pero nunca, nunca el ser miedosa. Además, llovía. Llovía a mares entre un aire frío. Y oscuro, porque ya había caído la tarde.
Fue entonces cuando incursionó en mi pensamiento, por tercera vez en unas pocas horas, el vecino solícito del piso de arriba.
No hubiera imaginado tamaño impacto de un sujeto con el que únicamente había cruzado algún saludo al coincidir en el portal o en el garaje. Su aire tan circunspecto, su cortesía rápidamente atajada por mi parte, su aspecto intachable, pelo corto y siempre afeitado, con sus chaquetas con o sin corbata, todo parecía especialmente diseñado para mi desdén. Sin embargo, su actitud del día anterior me llevó a reconsiderar mi estima.
La corrección y la gravedad se mantenían; pero, adornadas con ironía y espontaneidad, adquirían otro sentido. Parecía alguien con quien se podía mantener una conversación con un nivel de inteligencia tolerable. Quién sabe si notable, incluso. Me llevó a pensar en ello el hecho de que encajara mis dardos con humor y paciencia; muy pocas veces había encontrado quien respondiera de tal manera. Había superado esa prueba para espantar ligones y desactivar flirteos.
Tomé la decisión: preparé un juego de café para dos y subí las escaleras. En ese tiempo no había duda en localizar a la gente en sus casas.
El careto de sorpresa fue tal que me movió a risa.
—Me gusta la sensación de repartir alegría por el mundo con mi sola presencia —dijo sin recuperar el pasmo por completo.
La respuesta incrementó mi ataque de risa. La escena, vista desde fuera, tenía que parecer propia de una obra de Ionescu: una mujer muerta de risa afrontada a un hombre estupefacto; y así durante un buen rato. Conseguí sobreponerme durante unos instantes para dejar de hacer el ridículo.
—No venía a reírme de ti, aunque no lo parezca —empecé conteniéndome a duras penas—. Como seguramente ayer te contagiaste a conciencia y no puedes ir a peor, en realidad venía a invitarte a un café, o un té si eres de los finos.
—¿Qué?
—Como agradecimiento por el detalle que tuviste al ayudarme. —Soy rápida en inventar pretextos y evasivas.
—No tenías por qué. Creo que era lo mínimo que podía hacer.
—Ah, en tal caso olvida la…
—Espera, espera. Bajo ahora mismo.
Chico listo, con buenos reflejos mentales.
—No tardes —rematé.
* * *
No me había equivocado al calibrarle. No suelo hacerlo. Ese café compartido allanó una tarde que se me había parecido un precipicio. Bueno, ese café en mi caso, pero cafetera llena para él, que debía de ser inmune a la cafeína o no pegó ojo en cien horas seguidas.
Sin vergüenza alguna tuve que empezar por conocer su nombre. Llevaba más de tres años viviendo allí pero apenas conocía un par de nombres de entre los nueve vecinos que éramos en total.
—¿Jorge? ¿Pero quién c… se llama Jorge hoy en día? —Había llegado el momento pinchazos, decidí, para ocultar que me resultaba un poco difícil pronunciarlo.
—Yo, ahí es nada —respondió divertido—. Pero si te molesta, me lo cambio.
—No, por mí no lo hagas. Además, te veo un poco grosero.
—¿Por querer cambiarme el nombre a tu gusto?
—No, porque no has tenido el detalle de preguntar por el mío.
—Ah, es que no es necesario. Lo sé.
—Y además, cotilla. ¿Cómo demonios lo sabes si no aparece en ninguna parte?
—Aparece en las actas de la comunidad de propietarios.
—Lo dicho, un cotilla. ¿Y qué es lo que aparece? —Me encantaba verle caer como un pajarillo en la jaula.
—Elizama. ¿No es así?
—No. Eli es mi hermana mayor. El piso está a su nombre.
Cuando se casó con el hombre imaginario perfecto (médico, culto y guapo) se marcharon a Londres; en principio sólo por un año, pero se acercaba ya al quinquenio. Así que me cedió ese pedazo de piso, que me sobraba por todas partes.
—Metida de pata. Rectifico y empiezo por el principio. ¿Cómo te llamas?
—Christiana. Ahora di que es bonito, muy original y todo eso si quieres que saque unas pastas con el café.
—No sé si es muy original, pero es muy bonito.
—Qué mal te lo montas. Es original, es bonito y además eufónico, es lo que esperaba oír.
—Pero, sobre todo, es tuyo. Eso es lo mejor de todo.
Ahí no tuve respuesta. El muy canalla me había ganado por la mano. No me gusta sonrojarme ante nadie, así que tenía que pensar algo rápidamente.
—Bien, voy a por las pastas —concluí mientras me levantaba.
Al regresar le encontré huroneando entre los cientos de libros mal amontonados en la biblioteca y alguno de los que estaba leyendo, que siempre dejaba sobre la mesa centro.
Resultó ser un buen lector, aunque le asombraba que casi todo estuviera en inglés o francés, salvo las novelas escritas originalmente en castellano.
—Llevo viviendo aquí más de doce años —le informé—. Pero mi formación ha sido un tanto variopinta. Padre portugués, madre inglesa, un colegio infantil en Oporto y dos liceos, uno en Francia y otro aquí.
—De ahí ese acento tan peculiar que conservas —aventuró.
—Lo mantengo a propósito, es una de mis señas de identidad —y proseguí borrando todo rastro de acento—. Pero, si te molesta, hablo de esta forma tan vulgar. Y sin galicismos cuando me enfado.
Sonrió y no dijo nada. O, más bien, dijo muchas cosas con su sonrisa. Así que desvié la conversación de nuevo hacia la lectura, que se prolongó en diversas direcciones durante un buen rato.
—Me parece que podríamos seguir durante horas y horas —me sinceré—. Cuando me pongo a hablar sobre libros o música no tengo freno.
—Lo entiendo, me ocurre lo mismo. Pero lo mejor de todo es que nos han puesto muchas horas por delante para ello.
—No es un regalo —rebatí queriendo tensar la cuerda; aquello se estaba poniendo demasiado acaramelado—. Para mucha gente es una condena y una angustia.
—Lo sé. No quería frivolizar, pero cada cual lo vivimos según nos ha tocado en suerte. Por cierto, ¿cómo te va a afectar en el trabajo?
¿Por qué pregunta eso? ¿Qué sabe éste de mi trabajo? Esto no es normal. No lo ha sido desde un principio, pero cada vez es más extraño. Me parece que voy a tener que poner distancia para que corra el aire. Porque a éste le gusto; más de lo que me apetece y más de lo que él se cree capaz de aspirar.
No fue así del todo. No sé la cara que puse, pero sirvió para que cantara de plano, desde lo que era obvio hasta lo que había averiguado. Y también para que fuera él quien considerase que ya había forzado las máquinas al máximo para que ese primer momento no fuese el último.
Me molestan las sorpresas de toda índole. Siempre las he desactivado, gracias a mi capacidad de discernir y a mi impulsiva necesidad de ir por delante de los acontecimientos. Hasta ese día, en que un vecino translúcido neutralizó mi mecanismo antisorpresas.
Ahora bien, fuera por la insólita forma de comportarse o fuera por lo que yo misma no quería reconocer, me gustó que por primera vez en demasiado tiempo alguien trastocara mi rutinaria intuición.
Día 3
Si es que parecía boba. ¿Por qué tenía que pasarme el día sin ser capaz de concentrarme en nada? No había podido hacer nada durante más de cinco minutos sin aburrirme.
Salí a la terraza para hacer las tablas de ejercicio; cociné por lo menos para una semana, dado lo poco con que me contento y se llena mi estómago; chateé durante no sé cuánto tiempo sin que me arrancaran una sonrisa («qué mal está la gente, por Dios») y recorrí varias veces las ocurrencias de seguidos en Instagram sin encontrar un sólo lugar que no fuese común. Me pasé el día mirando el reloj, deseando… ¿Deseando qué?
Bien, resumiendo, sin trampas ni autoengaños: el tal Jorge no aparecía. Qué se habría creído. Ya me parecía que tanta corrección, tanto saber y tanto agrado no fuesen naturales. Vamos a ver, un par de ocasiones en que habíamos cruzado palabra no podían ser suficientes para tenerme pendiente de… qué se yo, una visita, un gesto, una llamada. ¿Llamada? Si ni siquiera habíamos intercambiado números.
No, no parecía. Era boba. Boba del todo. Tanto parar los pies, tanto que corra el aire, y entonces qué. Para una vez que me encontraba alguien capaz de entablar algo parecido (o quién sabe si igual) a una amistad, así, con todas las letras, alguien con quien discutir, razonar y compartir gustos y manías, lo único que se me había ocurrido era mantener las distancias y hacer alarde de mi tan falsa como conocida frialdad.
A metro y medio, por lo menos, pero no por miedo al contagio, sino por miedo a la buena suerte. Por miedo al contagio no del coronavirus, sino al contagio de la buena sintonía que desprendía Jorge.
Vamos a ver. ¿Y si te gusta? ¿Qué hay de malo en ello? Le has tenido años ahí, a escasos metros de distancia, pero no habías tenido ocasión de conocerle. Ni él a ti. Bueno, él a ti más de lo que era normal. Y este forzoso confinamiento ha cambiado las cosas. Este confinamiento y una casualidad de encontrarse en el ascensor de aquella manera.
¿Casualidad? Eso era algo sobre lo que aún no sabía qué pensar. ¿Existen las casualidades, o responde todo a un plan determinado? Ay, la gente como mi madre lo tenía tan claro: la voluntad de Dios. Ojalá tuviera yo esa fe, para no comerme el coco sin rumbo fijo. Porque no han sido pocas las ocasiones a lo largo de mi vida en que he detectado más causalidad que casualidad en acontecimientos que a primera vista parecían nimios o que no respondían a la lógica o a la habitualidad; y más tarde he comprobado que, sin su existencia, otros muchos no se habrían producido.
Por eso me preguntaba si hacer una compra excesiva y sufrir para hacerla entrar en casa fue algo casual o necesario. Pero eso son cosas que sólo con el tiempo se llegan a averiguar. O no.
El sueño, bendito sueño, acabó barriéndolo todo. Desde el aburrimiento hasta las elucubraciones. Y, a veces, también las ilusiones.
Día 4
No había sido muy amable por mi parte no haberla saludado siquiera. Cierto que había pasado todo el día fuera de casa desde bien temprano y no había regresado hasta las diez de la noche. Pero tampoco era una hora intempestiva como para, al menos, interesarme por ella. Estaba listo. Si con una chica que me gustaba, y me gustaba a rabiar, me comportaba así, cómo sería para el resto de la humanidad. Un puto ogro.
Se había presentado una oportunidad de oro para conocerla y para darme a conocer. ¿Y qué es lo único que se me ocurrió? Dar por concluida rápidamente una especie de cita que me había transportado al séptimo cielo (por la coincidencia de intereses, por introducirme en su mundo de sencilla delicadeza). Y, para rematar la faena, no dar señales de vida al día siguiente. Incluso había renunciado a pedirle su número de teléfono, que hubiera facilitado las cosas, por eso de «no excederme»…
¿Excederte en qué, payaso?
Desde que me fijé en ella, casi desde que vine a vivir al piso de abajo, Christiana (Christiana, y no Elizama, listillo) representaba todo lo que desde la infancia me había atraído del mundo femenino. Por eso no pocas veces me asomaba a la ventana para verla llegar por las noches con el aplomo y la elegancia en sus ademanes, la seriedad no exenta de encanto, la expresión serena, la sensación de conexión continua con todo su alrededor… hasta con el buen gusto en el vestir.
Ese buen gusto en el vestir, con todo lo que implica de talento y naturalidad, hizo que no me resultara extraño asomarme al escaparate de una de las tiendas de lujo del centro, donde se me había ocurrido buscar un regalo para el día de la madre. Allí la encontré, atendiendo a una pareja de pomposas sexagenarias. Me quedé un buen rato admirando su comedida gentileza, su gracia en los movimientos, su sonrisa atractiva de pura integridad, su discreción. Evidente. Era un lugar donde resultaba normal encontrarla.
Ahí estuve, pegado al cristal durante quién sabe cuánto tiempo, hasta que las supuestas clientas se marcharon y ella se acercó al escaparate para volver a colocar un bolso que las corrupias se habían empeñado en examinar para no comprar. De muy mala gana me di a la fuga: no quería que me tomara por una especie de voyeur de tres al cuarto, en el muy dudoso caso de que me reconociera. Eso no impidió, sin embargo, que reincidiera dos veces, a propósito, en sendas buenas raciones de síndrome de Stendhal en esa ventana mágica que otros llamarían vulgarmente escaparate.
Y fue entonces donde y cuando lo reconocí.
Chaval, te estás enamorando a lo Platón. Como siempre, porque tú eres muy de Platón y poco de Aristóteles. Y así te va.
El caso es que habíamos actuado ambos con una insensatez sospechosa. A pesar de todas las recomendaciones de precaución con que nos estaban machacando desde los medios y las redes sociales, y que nos sabíamos ya de memoria (los que rondábamos la media de coeficiente intelectual, que por lo visto éramos clara minoría), habíamos actuado como si viviéramos en una burbuja hermética y blindada a prueba de pandemias.
Yo sabía por qué. Pero, ¿y ella? ¿Qué necesidad tenía de exponerse de esa manera? ¿Por qué el empeño en agradecer un detalle que me había supuesto un esfuerzo mínimo? Ya estaba haciendo de mí mismo: enredarme en dudas.
Deja entonces de hacer el tonto. Con un poco de suerte todavía lo puedes arreglar.
* * *
—No sé si somos conscientes de lo inconscientes que somos —dijo ella al tiempo que hacía un amago de retirar los platos, que corté con un simple gesto.
—Si te soy sincero, los mejores momentos que recuerdo coinciden todos con una gran inconsciencia por mi parte —dije de forma sincera.
—¿Otra vez te vuelves a declarar? ¿Lo haces siempre tan rápido y a menudo?
—No siempre.
—Será cosa de este confinamiento.
—Apuesto a que sí.
—Ahora en serio. Si supieran que nos estamos saltando a la torera toda precaución seguro que entran ésos de los buzos blancos y nos fumigan de arriba abajo.
Por mi parte, había procurado que vajilla y cubiertos estuvieran bien limpios, pero sin desinfección alguna. Y la mesita del salón no creo que diera lugar a una distancia mínima de metro y medio. Pero si a mí no me importaba, parecía que a ella menos aún, porque había aceptado mi invitación a cenar sin pensárselo dos veces. Eso sí, después de atosigarme por mi falta de urbanidad: «Te da igual que esté en el hospital infectada por tu culpa. O que me asalte una banda de portugueses». «Con los portugueses seguro que me entendía rápido y bien, pero para lo del hospital no tengo excusa».
Sin embargo, durante la cena habían fluido las palabras con la mayor naturalidad y en ambas direcciones.
—No te preocupes, tengo indulgencia plenaria de los que envían a los buzos blancos —reconocí.
—Ah, ¿sí? A ver, a ver, no me digas que eres algún pez gordo de esos que…
—No, no, en absoluto. Pero, tengo contacto con ellos por razón de mi trabajo. Por eso tengo ese móvil tan a mano siempre, no por adicción a las redes.
Guardó silencio, mientras yo terminaba de recoger la mesa. Me intranquilizaban esos silencios, que no prodigaba pero intensificaba con su actitud pensativa. Por hacer algo, sugerí pasar a los sillones frente al ventanal, llevando las copas y la botella hasta una mesita auxiliar.
—Por eso no tienes una gota de alcohol en esta casa —saltó de repente—. Si no llego a traer el vino tendríamos el queso y los patés como flotando en el Mar Muerto.
—Es que no tengo costumbre de invitar a nadie. A veces he tenido algunas botellas de vino, pero casi siempre acaban por picarse.
—Qué desperdicio.
—Por cierto, hablando de trabajo. ¿Cómo te va a ir a ti?
—¿A mí? ¿Por qué lo dices?
No había calculado esa indiscreción por mi parte, que quise borrar con una sincera preocupación.
—Eh… porque mucha gente se va a ver afectada a causa de este desastre.
—No lo sé, está todo en el aire. Pero, de entrada, todos a casa con el ERTE, claro. A esperar noticias y a ver qué deciden desde la central.
—Bueno, estoy seguro de que te va a ir bien cuando esto acabe, ya verás —dije pensando en la excelencia con que la vi trabajar y las cualidades que tenía, pero sin calcular su perspicacia.
—¿Y tú qué sabes? Eso lo decís los que tenéis el trabajo bien asegurado, claro, porque seguro que es tu caso —replicó con alguna vehemencia, pero se detuvo con un destello en la mirada, difícil de sostener—. ¿O es que sabes algo?
Nadie, además de mi madre cuando era pequeño (y todavía de adulto) penetraba en mi mente de esa manera. En un par de segundos sopesé qué sería lo menos malo.
Déjate ver y que sea lo que Dios quiera, no seas tan cobarde. Además, tampoco es nada del otro mundo, ¿no?
No sin torpeza ni dudas confesé que «una vez»» la vi «por casualidad» en Prada, algo que casaba muy bien con ella. Y alguna que otra sandez, supongo.
Otro silencio reflexivo, con expresión indefinida.
Hala, vete despidiéndote, chaval. Mira que te cuesta abrir la boca, pero cuando lo haces es para echarte a perder.
—No me gusta que nadie se meta en mi vida —se limitó a decir.
—Por supuesto. Nada más lejos. Ni se me ocurriría. Sólo fue una casualidad, nada más.
—Yo no sé nada de ti y parece que tú me conoces hasta… hasta lo que no quiero decir.
—No, nada de eso. —Venga, termina de rematarla—. Aunque reconozco que sí me gustaría conocerte.
—¡Vaya! Sinceridad ante todo, ¿no?
—Pues sí —reconocí—. Decir lo contrario sería… bueno, si no mentir, al menos no decir toda la verdad.
Ya me gustaría saber lo que pasa por esa cabecita tan bien modelada en esos silencios que te traes, porque la mirada pincha a conciencia y no deja pasar ni un suspiro.
—Vale, me gusta. Pero ahora vamos a cambiar de posición en el tablero. O no hay juego. —Su animación era contagiosa.
En efecto, no sólo hablamos de mi trabajo, de mi familia, de mis gustos, de mis viajes, mis fracasos en las relaciones con las mujeres, mis estudios («un empollón, claro», sentenció), de mi vida, vamos, sino de unas cuantas cosas más. Hasta que un bostezo por su parte decidió que por ese día ya era bastante.
«¿Bastante o demasiado?», me pregunté durante los catorce pasos que distaba la puerta.
Me ofrecí a acompañarla hasta la suya. Y puede que ese gesto ayudara algo a ese «hasta mañana» que escuché con alivio.
Que así sea.