Kitabı oku: «Pensamientos de un viejo»
González, Fernando, 1895-1964
Pensamiento de un viejo / Fernando González. -- Medellín : Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2007.
242 p.: il. ; 20 cm. -- (Biblioteca Fernando González.)
ISBN 978-958-8281-64-3
1. González, Fernando, 1895-1964 - Colecciones de escritos 2. Ensayos colombianos I. Tít. II. Serie.
Co868.5 cd 21 ed.
A1118488
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
PENSAMIENTOS DE UN VIEJO
PUBLICADO POR PRIMERA VEZ EN ABRIL DE 1916 POR LITROGRAFÍA E IMPRENTA DE J.M. ARANGO, MEDELLÍN
COLECCIÓN BIBLIOTECA FERNANDO GONZÁLEZ
Quinta edición: abril de 2007
© Herederos Fernando González Ochoa
© Fondo Editorial Universidad EAFIT
Carrera 49 #7 sur 50, Tel. 261 95 23, Medellín.
E-mail: fonedit@eafit.edu.co
ISBN: 978-958-8281-64-3
Diseño y diagramación: Alina Giraldo Y.
Editado en Medellín,Colombia
Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions
DEDICATORIA
PARA UNA LECTORA LEJANA
A vosotros, amigos míos, mi sombra os oculta mis pensamientos.
ILUSTRACIÓN DE CARATÚLA PARA LA PRIMERA EDICIÓN.
RICARDO RENDÓN, 1916.
ÍNDICE
PRÓLOGO
DESDE MI TINGLADO...
LA AMADA
MEDITACIONES
A LOS SILENCIOSOS
LA MUERTE
EL JUGO DE LA MANZANA
PRÓLOGO
Pensamientos de un viejo se llama este libro, cuya presentación me ha tocado en suerte hacer al público, por honrosa designación con que se ha servido favorecerme D. Fernando González, su inteligente autor; y sin embargo, no hay tal viejo, ni como verdadero padre o creador de la obra, ni como personaje ficticio en cuya mente y pluma haya puesto el señor González sus propias lucubraciones y las formas con que las ha revestido. Joven es, con fresquísimo rostro y delicadas maneras de adolescente, el novel autor, y muy suyos y como tales por él mismo declarados, los pensamientos que llenan las páginas del libro. Lo que hay es que D. Fernando se cree prematuramente envejecido, y que quienes no le conozcan de vista se lo pueden imaginar en efecto, cuando le lean, como sujeto de veras provecto, tanto por las extensas y variadas lecturas que descubre haber hecho, cuanto por lo mucho que ahonda cuando piensa, por la intensidad y diversidad de los sentimientos que revela haber experimentado o imaginado vivamente, por la sutileza que gasta cuando analiza, por lo fácil y correcto de su dicción general, por la segura posesión del estilo que se ha creado, por la destreza con que da forma a lo más abstruso o más sutil, y sobre todo, por el amargo pesimismo de su concepto sobre la vida y sobre los bienes que muchos creemos posible hallar en ella, así como por la faz de escéptico que pone cuando parece que va a dar con una verdad, siquiera sea ésta de las crueles y acerbas que, a fuer de pesimista, parecen atraerle y fascinarle.
No pienso yo que González se haga el viejo o finja haber envejecido, ni tampoco que esto último le haya pasado en realidad: lo que me parece es que muy sinceramente se cree él llegado a interior vejez prematura, a causa de amargores que el ejercicio demasiado temprano de ciertas facultades del espíritu le ha puesto más que en el corazón en el cerebro. Empezó a leer filósofos y a filosofar él mismo en la edad sólo propicia para creer, esperar y amar; mordió imaginariamente frutos del árbol de la vida en el comienzo de la primavera, cuando los sentidos interiores apenas están para deleitarse con la hermosura y aromas de las flores de ese mismo árbol; mas como las frutas que tan temprano probó habían sido cosechadas por otros espíritus en melancólicos otoños, o maduradas quizás al frío de tristes inviernos, hubo de hallarles sabor amargo, extrájoles jugo acérrimo, y con estos elementos extraños su espíritu, apto para el análisis, ha creado frutos sin duda propios suyos, pero no naturales a pesar de su espontaneidad, no sazonados a pesar de su lozanía, no saludables y nutritivos aunque sí hermosos, no dulcemente gratos como de cosecha juvenil, sino con sabor a acíbar, como venidos de frutal nuevo pero duramente maltratado.
Aunque González no quiere que se le defina, según lo declara por boca de uno de los personajes a quienes con frecuencia hace hablar en su libro, porque “toda definición” —dice— “es odiosa y ofende hondamente”, he de definirle yo dándole un calificativo que él mismo se aplica, también en estas páginas si no recuerdo mal: es “un atormentado”. Pero lo es no porque el mundo se haya propuesto torturarle, ni porque la naturaleza le haya tratado con rigor y aspereza, sino porque él mismo, equivocado respecto al carácter de su primera sed intelectual, o anticipando la hora propicia para saciarla, o quizá engañado sobre los manantiales a cuyas ondas había de acudir primeramente, se dio demasiado temprano a beber de los pozos amargos en que la vejez expía y corrige las saciedades de miel de la juventud, y a los cuales se llega de ordinario por sendas de espinas que empezaron en caminos de rosas. Cuando apenas asomaba para él el sol de la existencia, corrió ávidamente hacia el Eclesiastés y Los Proverbios, piscinas para enfermos y lisiados, más bien que raudales para sedientos, y dejó atrás o a un lado el Cantar de los Cantares, nemorosa fuente en cuya dulzura y frescor ya no se atreve a confiar. Como esa elección fueron, sin duda, muchas de las otras que hizo de libros y autores, hasta dar con Schopenhauer y con Nietzsche, de cuyas acritudes y asperezas, vendidas al mundo como verdades, se contagió no poco, aun protestando a veces contra ellas.
El tormento que ha martirizado a González ha sido, como atrás se dijo, más intelectual que de otra naturaleza. A su físico no ha trascendido ni poco ni mucho, como puede comprobarlo quien contemple la salud de que goza y la lozanía que ostenta el enfermo y caduco torturado. Tal vez pudiera decirse que sus ojos, de mirar a veces vago y melancólico, sí revelan sus dolencias y cansancio interiores; pero los ojos, aunque del cuerpo hagan parte, del alma reciben inmediata y directamente la expresión que los caracteriza, y además los de Fernando no siempre son como hemos dicho, sino que frecuentemente brillan alegres, en ocasiones miran con fijeza e intensidad, y de continuo se muestran bondadosos, signo —este último— de que la salud espiritual existe o de que, si se había alterado, está restableciéndose. Por lo que toca al corazón del pobre viejo, tengo para mí que entero y sano se halla y normalmente late y palpita. Le oiréis, es cierto, quejarse en estas páginas de cansancio y desaliento, mostrarse falto de esperanza y fe, reacio al amor y hasta tocado de odio; pero no le creáis. Auscultado atentamente el pecho joven que lo encierra, y pensaréis, como yo, que todo aquello es mera imaginación de un espíritu prematuramente dado a filosofar, erradamente imbuído en la creencia de que todo corazón de hombre es vaso que la vida colma pronto de acíbares o de cenizas, y asimismo penetrado por error de que el suyo no puede ser de otro modo y de que ya está enfermo y acibarado para el amor y la felicidad. El pensamiento, que no ha podido arrugar la frente de Fernan do como ha abierto surcos en su espíritu, se empeña, también en vano, por estrujarle y ajarle el corazón. El gran fecundador y cultivador de esta parte de nuestro ser —el amor— ha iniciado ya la siembra de su mágica semilla en el campo que nuestro supuesto anciano prematuro cree un erial, y pronto hará surgir ahí su primavera, que es vida o resurrección, calor y luz, flores y aromas, cantos y risas. Ya me parece ver al frío escéptico convertido a la más ardiente fe en la vida; al pesimista, dominado por el más sano y risueño optimismo; al filósofo, hecho poeta; al viejo de los pensamientos sombríos, transformado en joven lleno de risueños y gozosos sentimientos. Cuando Margarita entra en escena, hasta los Faustos ancianos y de veras caducos rejuvenecen por obra de milagro: ¿qué no sucederá cuando ella dé con mozos que se creen envejecidos y en realidad no lo están?
Pero no es sólo del amor de quien espero yo la restitución de González a su edad, naturaleza y condición verdaderas: aguár dola también de la evolución de su espíritu, ya iniciada en las hojas mismas de este libro, y cuando así lo aguardo, no fantaseo poéticamente, ni como supersticioso del amor vaticino, sino que, fundado en razones, deduzco y anuncio.
Vese, efectivamente, en los PENSAMIENTOS de González, o por lo menos creo yo ver, que el escéptico alojado en ese espíritu busca con afán entre las mismas nieblas y sombras de sus dudas y negaciones senderos que le lleven a una fe —no me refiero a escepticismo y fe religiosos, sino a estos dos estados de alma respecto de ideas de otro orden— y vese de igual modo que el pesimista también hospedado en aquel espíritu se encamina a un optimismo, raro por cierto, pues que consiste en hallar sosiego en su propia inquietud, conformidad en su inconformidad misma, goces y alegrías interiores en la consolidación del dolor intelectual que le atormenta y domina. Por entre nublados y tinieblas va Fernando derecho a creer en algo, cuando menos en la vida como en un bien digno de ser guardado y aprovechado, como en un depósito merecedor de acrecentamiento, como en una misión que reclama ser cumplida y cuyo fiel desempeño es por sí solo galardón valiosísimo de quien llena el deber de vivir. De modo semejante, por los páramos y eriales del pesimismo irá a conocer y confesar la bondad de la existencia, la posibilidad de ser feliz el hombre, la efectividad misma de la dicha, aunque sea ésta limitada y fugaz; y como llegue a sentir aquella fe y a gustar de este bien, la verdad se le entrará en la mente, y la felicidad en el corazón. Así sea.
La idea de la limitación de nuestro ser, de nuestras facultades y del tiempo de que disponemos para ejercitarlas en la tierra, le posee ahora como una obsesión, le tortura y le desalienta. A causa de ella no se va con ardor tras de una verdad o un grupo de verdades, ni en persecución de una esperanza de ventura; al principiar de una y ora senda, aquella obsesión le paraliza, le enclava en el suelo entre las zarzas y las sombras, y él, por cuanto así no logra alcanzar —¡qué ha de alcanzarlos!— los bienes que llegó a columbrar un momento, niega que existan o los declara fuera del alcance humano. Pero ya tiene reconocida y registrada como verdad aquella atormentadora limitación de nuestro ser, y el catálogo interminable de las verdades crece seguramente desde que en él se inscribe una como primera, a ver por qué no es la más cruel y amarga, la más triste y sombría. Las consoladoras y alentadoras vendrán en pos, más tarde o más temprano. Verdaderas son las tinieblas de la noche, pero también la luz del sol es verdadera, así como su nuncio, la suave claridad del alba.
La consideración de cuán efímeros son los goces y dichas humanas atormenta tenazmente a nuestro joven pensador envejecido, y le ha vuelto pesimista; pero de ahí mismo ha sacado su alma sedienta de felicidad una consolación, una especie de goce doloroso que consiste en mirar como un tesoro subsistente y bien guardado el conjunto de nuestros deseos no satisfechos, de nuestras ilusiones no realizadas, de nuestros más hermosos sueños vueltos humo. Tanto más rica es un alma —dice Fernando— cuanto mayor es el número de deseos que conserva vivos; y ya le tenemos complacido, casi dichoso, en la posesión de la suya, donde ansias y anhelos viven a millares por falta de satisfacción, que es —según él mismo piensa— muerte segura de unos y otros. Quien ya goza en padecer, quien en su misma sed se abreva, no me parece muy distante de poder gustar los dulces contentos de la vida, que suelen ser los que ésta nos ofrece en más sencillas y modestas copas. Aprender a libar nuestras amar guras no es refinamiento o perversión de bebedores de ajenjo, sino valor y conformidad que nos enseñan a hallar delicias en los manantiales de aguas frescas y limpias.
Puede que me engañe en mis pronósticos sobre las futuras sendas de González; pero me parece verlos ya cumplidos, acaso porque los hago con fe nacida de un férvido deseo, de dos férvidos deseos diré más bien: el de ver dichoso al amigo y el de ver realizada —hecha gloria— una esperanza de la Patria. Fernando tiene ya ganado puesto de honor entre los escritores nacionales, con las producciones que en diarios y revistas ha publicado hasta hoy, y es para mí seguro que la aparición de este libro le confir mará la posesión de un nombre distinguido en el escalafón intelectual de Colombia; pero todo esto, con ser muy brillante, no es todavía más que una aurora: el orto de la inteligencia que así se anuncia no tardará, y será espléndido. De ahí mi afán por ver a Fernando lleno de fe en la vida, en la bondad, en la justicia, y enamorado de lo verdadero, también con todo el ardor de un creyente. Cuando así llegue a ser, sus poderosas facultades darán toda la luz que en sí llevan, y aplicadas a fines determinados, altos o útiles, producirán obras que a más de hermosas serán benéficas y con una misma aureola nimbarán la frente del escritor y las sienes de la Patria.
Se engañaría quien pensase que con lo dicho pretendo tildar de dañino o siquiera de estéril este precioso e interesante volumen, o bien de fútiles los temas en él tratados: quiero tan sólo dar a entender que el autor tiene fuerzas para obras de más aliento que la presente, y capacidad para síntesis que ahora no ha intentado o para cuya formación ha ejercido más de humorista que de pensador; que en dejando su criterio de escéptico, puede servir más eficazmente a la verdad, la cual gusta de ser amada y buscada con fe; que cuando se haya librado del prejuicio pesimista con que hoy mira la existencia, sondea sus misterios y trata de resolver sus problemas, sacará para sí mismo y para sus lectores mayor provecho del afán con que la analiza, tal como extraerá miel de las colmenas quien vaya a esa labor creyendo en la dulcedumbre de los panales, y no quien la emprenda en la errada persuasión de hallarlos amargos o desabridos, la cual le hará estrujarlos con repugnancia y arrojarlos lejos con desdén. He querido decir, además, que en varios de los temas apenas tocados en estas páginas, habría materia para otros tantos libros, lo que con mayor razón puede aplicarse a los asuntos que González trata aquí con algún espacio y algo más a fondo, pues respecto de éstos muestra todavía mejor cuán importantes y fecundos son ellos por sí, y cuán rapaz él de dilucidarlos y de añadirles interés y substancia.
Ya que en estas últimas líneas he hecho algunas referencia a la forma fragmentaria del libro que estudio y a lo complexo de su composición, bueno será decir algo relativamente a esa clase de obras, cuya naturaleza puede hacerlas parecer defectuosas a quien no considere los motivos que las que las engendran o los fines que sus autores se proponen. González ha ido recogiendo día por día y a veces hora por hora, las impresiones que le han causado y pensamientos que le han sugerido variadísimos sucesos y aspectos de la vida; tanto como la del autor podría durar ese trabajo, y muchos vo lúmenes harto mayores que el presente se llenarían con ese espigar constante en el campo del propio pensamiento; pero el espigador ha querido cortar su labor y hacer con las espigas recogidas un haz para ofrecerlo al público, no sé si como muestra apenas de lo que vendrá después en igual o semejante forma, o bien como tarea que se da ya por terminada, como cosecha cabal de ese género de frutos. El procedimiento no es de ahora, y el lector recordará sin duda algunos preciosos especímenes de él, tales como El jardín de Epicuro de Anatole France, El mirador de Próspero y otros libros de José Enrique Rodó y, sin ir muy lejos, Ánima expuesta, de Alfonso Castro, obra no publicada todavía en volumen, pero sí saboreada y admirada ya aquí, y aún lejos de aquí, en los diarios que han recogido los hermosos capítulos que la forman. La obra de Castro define admirablemente, con su título, si no todo el género, por lo menos una de las más importantes y nobles especies en él contenidas: la formada por aquellos libros fragmentarios cuyo objeto es mostrar con sinceridad una alma —la propia alma del autor— tal como ella es, sin disfraz para los carnavales de la vida ni uniforme para determinadas o graves circunstancias, en traje casero, a veces casta mente desnuda, sacudida por diversas impresiones no buscadas, puesta a pensar o a sentir de súbito, ante hechos no previstos, ya sana, ya enferma, ora triste, ora alegre, ensimismada o confusa en ocasiones.
Otros libros de páginas sueltas, de apartes sin conexión y aun de líneas independientes y aisladas, cada una de las cuales encierra una sentencia, un juicio, una emoción o una queja, se componen así para recoger frutos del espíritu que de otro modo se perderían por falta de tiempo para hacer con ellos obra extensa, armónica, cabal y bien redondeada; otras veces son esas misceláneas acopio de materiales sueltos para componer algún día un libro soñado, y como se cree que ese día no llega, tal vez que la vida se va sin traerlo, se entrega al público con quien también se venía soñando, todo eso que para él se destinaba y no se logró darle convenientemente aderezado y dispuesto. Casos habrá también en que el libro de retazos se haga así por puro artificio, más o menos feliz, o para simple expendio de menudencias y desperdicios; pero lo cierto es que la forma en cuestión está ya admitida y que algunas veces resulta afortunada.
Tengo para mí que Fernando González la ha adoptado para sus Pensamientos de un viejo con el propósito de que hablé al mencionar Ánima expuesta de Castro, y consi dero que ha sido perfectamente fiel a ese pro pósito, y, por tanto, leal, muy leal, con quienes van a leerle. De ahí la falta de afectación, de artificios encubridores, de tapujos e hipocresías en estas páginas. Tampoco hallará en ellas el lector rasgos de cinismo o desvergüenza, porque el autor no gasta en la vida real esas bajas prendas, y en la ideal es bastante artista para saber que en buena estética están contraindicadas. Esta exposición de almas es una especie de desnudo espiritual que en literatura se rige por leyes semejantes a las que en pintura y escultura, y aun parcialmente en la vida ordinaria, deben observarse al mismo respecto. Hay condiciones y circunstancias que echan sobre la más completa desnudez uno como velo castísimo que la hace innocua, lícita, aun sagrada en ocasiones: púdicas así son la desnudez de la infancia, la de la inocencia, la de la belleza perfecta, la del cuerpo doliente y enfermo ante el cirujano, la del cadáver ante el disector; y paralelamente, en lo espiritual, la de las almas infantiles, la de los corazones sinceros e ingenuos, la de las mentes altísimas, la de los espíritus doloridos o llagados y, no siempre, pero sí en ocasiones, la de las pobres almas muertas. El autor de este libro entiende, a mi parecer, las reglas de que acabo de hablar, y sabe cumplirlas.
No quisiera yo despedirme de ti, lector amable, sin darte algunas muestras de las joyas que hallarás en los Pensamientos de un viejo, porque así te estimularía eficazmente a entrarte pronto por las selectas páginas del libro, y al mismo tiempo suavizaría un poco en tu ánimo la ingrata impresión que este prólogo te habrá sin duda producido; pero me sería difícil hacer la escogencia sin llenar con su fruto muchas hojas o sin dejar de enseñarte muchos trozos excelentes, y prefiero restituirte pronto la libertad para que vayas a solazarte con la obra entera.
FIDEL CANO
Abril de 1916
DESDE MI TINGLADO...
LA PARABÓLA DE LA LLAGA
Cierta vez uno de los discípulos fue al maestro y, con lágrimas en los ojos y voz susurrante y temblorosa, comenzó a lamentarse de la miseria de su casa, de la tristeza de sus padres, y del hambre que sufrían sus hermanos...
—No sigas —dijo el sabio—; deja tus lloriqueos, y recibe, como mi compasión, esta parábola que voy a darte:
Había en cierto tiempo un mendigo, cuya pierna derecha era una llaga tan atristadora, tan grande y tan repugnante, que en verdad respondía al nombre de cementerio de la alegría.
A todo el que veía aquella llaga, se le llagaba de tristeza el alma; y muchos que la vieron dieron razón a Schopenhauer.
El que iba alegre para una fiesta, ya no podía bailar ni reír; el que iba para un banquete, ya no podía comer los manjares ni beber el vino; el que iba a ver a su amada, llegaba taciturno.
Aquella úlcera era el cementerio de las alegrías.
Aconteció, pues, que pasando una ocasión un loco por junto al mendigo, éste le pidió una limosna.
—Mi limosna —dijo el loco— será un consejo: ¡Oculta tu llaga!
ASÍ HABLÓ EL LOCO...
Los hombres vulgares, y vulgares son casi todos los hombres, no saben guardar las distancias.
Cuando un hombre de genio es bueno para con ellos, llegan a mirarlo como a un igual.
Para que admiren y crean, es menester imponérseles por medios desusados, como el aislamiento y el misterio.
El respeto de los hombres tiene mucho de supersticioso: no creen sino en lo que no ven.
Las tribus salvajes muestran gran perspicacia al no sacar a sus reyes sino en las grandes solemnidades, pues lo que es comprendido es despreciado.
He oído decir a algunos al hablar de libros que no comprenden, que esos libros son los más profundos.
La humanidad acepta por amo a todo aquel que se impone por el misterio, pero paga con el desprecio al que se deja comprender.
Dios, desde que vio la estupidez de los hombres, no quiso volver a mostrarse a los ojos humanos, como en otro tiempo lo hacía.
Esta amarga estupidez es lo que no deja tributar honores a los genios, sino después de su muerte.
¿No se podría explicar así la vida de los filósofos y sacerdotes?
Su celibato, su desprecio por lo humano, ¿no descansará en este raciocinio: “Es necesario que vean en nosotros algo regalado por las potencias divinas, algo incomprensible”?
Ya Federico Nietzsche indicó el gran influjo de la locura en las costumbres como único medio para modificarlas.
Todas las prácticas que hoy respetamos tuvieron un origen lleno de nebulosidades.
Fue necesario presentarlas como venidas de lo alto, reveladas a un hombre de vida aislada, que despreciara al mundo y la carne. Estas costumbres hoy las tenemos como buenas en sí, y hemos perdido de vista la trama intrincada de su origen, debido a una larga práctica de ellas.
LA PARÁBOLA DEL JARDÍN
Los discípulos mostraron al maestro el discurso del loco, en que éste habla de la vulgaridad de los hombres.
Y el sabio les dijo esta parábola:
Desde el pueblo veían un jardín y una fachada muy hermosos.
Figuraos: los hombres comenzaron a imaginar el resto del edificio, y fue tanto su imaginar, que al fin se dijeron: “Es el edificio más hermoso que ha existido...”.
Y a su ánima entró la curiosidad de ver el palacio.
Pero se encontraron con una casa igual a las del pueblo: sólo eran hermosos el jardín y la fachada.
Y uno de ellos dijo: “No vale la pena”.
Y al tiempo se derrumbó la parte fea del edificio, y murieron los hombres que la habían visto, y se levantó una nueva generación.
Los hombres se dijeron: ¡Qué bello sería este palacio cuando estaba completo! ¡Este jardín es obra de dioses...!
* * *
Las obras del artista son el jardín. Y cuando uno sólo conoce las obras, se dice: es un genio. Pero si se acerca, ya no verá sólo los momentos excepcionales del artista...
¡Es un hombre como yo...!
Muere el genio, y queda ancho campo para imaginar...
Ya no atribuiréis, terminó el maestro, la causa de los hechos de que habla el loco, sólo a la vulgaridad de los hombres, sino también a la humanidad del genio...
¿Cómo? ¡Todo es humano, demasiado humano!, diréis con el loco de Roeken.
ASÍ CONTESTÓ EL VIEJO...
Érase un viejo filósofo que tenía unas barbas muy largas y muy blancas, y que vivía en las montañas entregado a meditaciones sobre la vida. Era de gran saber, sobre todo en las cosas del corazón.
Cierto joven fue un día a visitarlo, y le dijo:
¿No se entristece usted viviendo tan solo? Usted no puede decir: hoy llega papá... Ahora vienen mis hijos... ¿Por qué no se casó usted? Veo que desprecia todo lo humano, y entonces ¿en qué halla alegría? ¿Qué le retiene en la vida?
¡Oh! los hijos, los amores todos, ¡son los dioses que protegen la vida...!
—Joven —contestó el anciano—, si caminaras por el camino del saber no dirías esas cosas. Entonces sabrías que el alma es un mundo en donde pueden florecer flores más bellas que en el mundo exterior.
Mis hijos son mis pensamientos.
Hoy llegan mis niños sonrosados: así me digo en los días venturosos.
¿Qué amas tú en las mujeres a quienes amas? No a ellas sino al ideal que en ellas has puesto. Yo disuelvo mi alma en el universo todo, y así amo todo el universo.
Aprende a hacer de tu alma tu tesoro: allí encontrarás lo necesario para vivir una vida divina. No permitas que tu corazón esté sometido, para alegrarse, como para entristecerse, al querer de los hombres...
Que tu novia esté en tu propia alma y tus hijos en tu propia alma...
Sigue por este sendero que conduce a la vida divina... Y sabe que los dioses no necesitan de protectores para la alegría de su vivir...
Mide la grandeza de un hombre por la disminución de sus dioses: por eso jamás creas en aquellos filósofos que escriben para agradar al público.
Y cuando encuentres uno que pueda vivir solo, di entonces: éste debe tener un rico tesoro; se ha hecho divino, y por eso jamás mira hacia arriba como los perros humildes...
Así dijo el viejo de las barbas blancas.
LA PARÁBOLA DEL LOCO
Sucedió que en cierto pueblo había un hombre loco, es decir, que no pensaba ni decía como los demás.
Y como en nuestra época ya no se cree que la locura tenga algo de divino, como en los días de Grecia, se reían de él y le despreciaban, como si fuera un hombre enloquecido por el Diablo.
Digo mal, pues se cree en la locura mística, en la que se refiere a ultramundos, pero no en la locura producida por el pensamiento.
Sucedió, pues, que un día de mercado hubo una riña entre un perro rico y gordo, y otro flaco y pobre.
Figuraos lo que pasaría.
El perro grande derribó a su adversario y mostraba intentos de concluir con él.
Los hombres pobres y flacos del mercado, como por un instinto que les mostraba lo que a ellos podía acontecer, acudieron con piedras en defensa del pobre perro vencido.
Nuestro loco que esto vio, dijo al pueblo:
Vosotros creéis hacer un bien a ese perro, pero en verdad le hacéis, evitándole la muerte, un grave daño, pues es la mayor amargura la amargura del vencimiento. Hacéis también un grave daño a la vida, pues toda impotencia que vemos, todo vencimiento que sobrevive, toda miseria que se manifiesta, envilecen la vida.
Así dijo el loco, pero no lo oyeron.
Y los que lo oyeron no lo entendieron.
EL PARALÍTICO
Y era un paralítico, y su familia lo llevó a la montaña, en donde al menos sus ojos podrían complacerse, y su alma juguetear con sueños.
Y maniático se volvió el paralítico en la montaña: así decían las gentes.
De la mañana a la tarde permanecía sentado a la puerta de la casa. No hablaba. El alma puesta en los ojos, y los ojos en el horizonte, así se estaba las horas hundido en profundo soñar.
Y ¿cuál fue la locura del paralítico? Oíd: la pobre ánima encerrada en cárcel tan miserable se enfermó de tristeza. Y al llegar a la montaña, sintió brisas libertadoras... y se asomó al mundo; y vio, allá, en la lejanía, una forma blanca, como de mujer. ¡Quizá una nube! Y desde entonces, alegrada esa alma, no volvió a mirarse a sí misma, sino al horizonte, que pobló de mujeres, alegrías, dolores... ¡Sueños!
* * *
Y ¿qué es el hombre, sino el paralítico de la parábola?
¿Qué ha hecho el hombre y en qué se ocupa el hombre? Lo mismo que el paralítico: sueña... Llena el horizonte de ultramundos, alegrías y dolores, para no verse tan triste...
DOLOR Y ALEGRÍA
Tú, ¡oh rey! —contestó el sabio—, me pides que te diga en dónde está la felicidad.
Dolor, alegría... Palabras que sólo tienen sentido en relación al ser sensible. Para ti el tener sólo un pedazo de pan es tristeza, mientras que para un mendigo es alegría.
Comparas los estados de tu alma, y así formas la escala de lo bueno y lo malo, de lo triste y lo alegre.
Mira este río. Si en todo su curso el agua corriera con igual rapidez, entonces no podrías decir: en este sitio el río tiene gran mansedumbre...
Vivir es cambiar constantemente. Así, mientras vivas pasarás constantemente de un estado a otro... y unos serán más agradables... habrá para ti alegría y dolor...
Tú dices cuando te sientes alegre: si pudiera vivir siempre así. Pero no; ese momento no sería placentero, si en tu vida no hubiese otros menos agradables, para compararlos...
No puede haber alegría si no hay dolor, y éste existirá mientras haya vida...
No creas tampoco que al morir terminen el dolor y la tristeza. La muerte es sólo un cambio de forma. ¿Has visto un cementerio de aldea? ¡Cuántas flores, cuántas mariposas y cuántos frutos! Allí comprende uno que la muerte sólo es un cambio de forma. Y ¿quién será capaz de asegurarte que las flores no sienten, gozan y sufren? Yo creo que las flores son espíritus más silenciosos que los hombres... Y ¿quien será capaz de asegurarte que no volverás a ser hombre, después de haber servido para tapar un agujero, como decía el melancólico Príncipe...?
Así pues, ¡oh rey!, te contesto que la felicidad y el dolor son dos inseparables, y que los dos son hijos de la vida...