Kitabı oku: «De la felicidad y otras cuestiones públicas»
Rectoría General Ricardo Villanueva Lomelí
Vicerrectoría Ejecutiva Héctor Raúl Solís Gadea
Secretaría General Guillermo Arturo Gómez Mata
Coordinación del Corporativo de Empresas Universitarias Missael Robles Robles
Dirección de la Editorial Sayri Karp Mitastein
Primera edición electrónica, 2019
Autor Fernando Leal Carretero
Coordinación editorial Iliana Ávalos González
Cuidado editorial Juan Felipe Cobián
Diseño y diagramación Estudio Tangente, SC
Leal Carretero, Fernando, autor
De la felicidad y otras cuestiones públicas /
Fernando Leal Carretero. -- 1a ed. – Guadalajara,
Jalisco: Editorial Universidad de Guadalajara, 2019.
(Tablero de disertaciones)
Incluye referencias bibliográficas
ISBN 978-607-547-638-4
1. Felicidad-Filosofía 2. Ciencia política-Filosofía I. t. II. Serie
171.4 .L43 CDD
B187 .L43 LC
D.R. © 2019, Universidad de Guadalajara
José Bonifacio Andrada 2679
Colonia Lomas de Guevara
44657 Guadalajara, Jalisco
www.editorial.udg.mx 01 800 UDG LIBRO
ISBN 978-607-547-638-4
Noviembre de 2019
Hecho en México
Made in Mexico
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Índice
PREFACIO
INTRODUCCIÓN
CUESTIÓN 1 ¿EN QUÉ CONSISTE EXACTAMENTE LA FELICIDAD?
CUESTIÓN 2 ¿QUÉ SENTIDO TIENE OPINAR EN POLÍTICA?
CUESTIÓN 3 ¿ES UNA SOLA COSA EL CAPITALISMO?
CUESTIÓN 4 ¿ES LO MISMO LA ÉTICA QUE LA BONDAD NATURAL?
CUESTIÓN 5 ¿DE DÓNDE SALIÓ EL POSMODERNISMO?
Prefacio
Nunca he sido dado a externar opiniones sobre las cuestiones públicas; pero no siempre puede uno seguir sus inclinaciones, y en mi vida ha habido momentos en que personas cercanas, en algunos casos entrañables, me han torcido el brazo, como se dice, para que declare lo que pienso sobre un tema de interés general. Porque una cosa es pensar en algo y otra muy distinta es subirse a la tribuna y hacer pronunciamientos; pensar, lo que se llama pensar, en las cuestiones públicas, sí que lo he hecho y lo hago. Es literalmente imposible evitarlo; pero tan lejos están de ser lo mismo pensar y opinar que a veces se antojan cosas diametralmente opuestas.
El caso es que, en un subconjunto de las ocasiones antedichas, algo menos de la mitad de ellas, me he sentado a tratar de poner por escrito los argumentos respectivos de forma tal que el resultado ha sido un texto que ha encontrado eco con el público y hasta me atrevería a decir que ha logrado una cierta popularidad. Por este suceso inesperado tengo la ilusión de que quizá no sea del todo absurdo rescatar estos escritos, algunos ya francamente viejos, del olvido característico de publicaciones inevitablemente obscuras y dispersas. Tal vez, como dijera el Gabo, les corresponde una segunda oportunidad sobre la tierra.
Zapopan, abril de 2019
Introducción
Cada uno de los textos que siguen fue redactado en circunstancias particulares, y cada uno tendrá que defenderse solo. Lo que sí podría valer la pena es explicar un poco lo que quiero decir con eso de “cuestiones públicas”.
La palabra “cuestiones” designa aquí, como es vieja usanza filosófica, una masa informe de inquietudes en torno a un tema. El primer trabajo del filósofo es destilar de esa masa algunas preguntas, de ser posible en forma de disyuntivas. El segundo trabajo es responder a ellas. El tercero, presentar argumentos a favor de la respuesta dada, y en contra de las alternativas.
Tomemos, para empezar, las cuestiones segunda, tercera y cuarta de esta colección. De todas las cosas que nos inquietan respecto de la política (cuestión 2), el capitalismo (cuestión 3) y la ética (cuestión 4), he logrado entresacar sendas preguntas cerradas, donde las opciones de respuesta están limitadas ya desde la misma formulación de las preguntas. En contraste, las otras dos cuestiones públicas se presentan como preguntas abiertas, aunque espero mostrar que esta apariencia es engañosa: veremos que también en su caso hay una disyuntiva subyacente.
La pregunta cerrada que está a discusión en la cuestión 2, a saber, si tiene sentido o no opinar en política, me surgió en el año 2011, en ocasión de un simposio sobre “política, violencia y democracia entre lo global y lo local”. Los lectores recordarán que estábamos en la fase final del periodo presidencial de Felipe Calderón, cuando todos los mexicanos no salíamos de nuestro azoro por el remolino de violencia en que la llamada “guerra contra las drogas” había sumergido al país, remolino y azoro de los que por lo demás no hemos conseguido salir hasta ahora. Si eso no es una cuestión pública, no sé cuál lo sería.
Ahora bien, aparte de esta circunstancia particular compartida con mis conciudadanos, la mía personal era la de quien tenía algo más de diez años tratando de entender en serio, es decir a la luz de modelos teóricos y datos empíricos, cómo funciona la economía y advirtiendo, en el camino y para mi sorpresa, que la teoría económica básica permite iluminar prácticamente todo tema político y social. Así, poco a poco una pregunta me fue llevando a la otra, y por un tiempo pensé que lo importante era resaltar el carácter mitológico de la mayoría de nuestras opiniones sobre política, democracia y violencia. Hoy creo que a todo este asunto le subyace una cuestión más profunda, a saber, la de si tiene sentido opinar en política. En la mayoría de los casos, me parece que la respuesta es negativa, y el texto mismo presenta los argumentos; pero hay tres hechos que desmienten la seriedad de mi respuesta: en primer lugar, el hecho de haber accedido yo a hablar en la ocasión descrita antes; en segundo lugar, el hecho posterior de haber permitido que se publicase una versión revisada de mi conferencia en un libro colectivo publicado en Alemania; y en tercer lugar, el hecho de reincidir ahora al promover activamente que se publique una traducción del texto. De contumacia podríaseme acusar.
Los filósofos y lingüistas entre los lectores reconocerán algo llamado “contradicción performativa” o “inconsistencia pragmática”; o dicho castizamente: que digo una cosa y hago otra. Porque, me dirán esos exquisitos lectores, lo que hago en la segunda cuestión es, precisamente, opinar de política, que es contra lo que arguyo en el texto. (Alguno de tales lectores dirá incluso que todo este libro no contiene sino opiniones políticas. Me parece una exageración, pero no es pertinente discutir aquí esa cuestión.)
Admito los cargos; pero en mi defensa quisiera decir que se trata de un caso excepcional. En general o en la mayoría de los casos, no tiene sentido opinar en materia política; pero cuando el tiempo y el espacio permiten que se explaye uno algo más, y ese es el caso de la conferencia y el texto publicado, podemos hacer una excepción. Cuando opinamos de política, en efecto, lo hacemos al calor de las discusiones cotidianas, y por ello ni hay tiempo de reflexionar ni contamos con la información apropiada, lo cual es una receta casi infalible para decir sandeces, necedades y majaderías. Doy en pensar que no es el caso de la cuestión 2. Los lectores juzgarán si acierto o si hubiera sido mejor quedarme callado.
La segunda pregunta —si el capitalismo es una sola cosa o varias— me surgió, por su parte, de puro oír constantemente a conocidos y desconocidos hablar de El Capitalismo, casi como si se tratase de una idea platónica, un objeto enorme y único que se cierne sobre la humanidad y en realidad sobre todos los animales, vegetales y minerales que alberga la Tierra; o tal vez sería mejor hablar de un Ente Maligno, capaz de explicar todas las desdichas humanas, o incluso otras desdichas que afectan a la naturaleza en general. Ese género de opiniones ya ha sido refutado muchas veces, desde hace mucho tiempo y por autores mejor informados que yo; pero, con ocasión de ciertas lecturas y de conversaciones con mi entonces coautora, caí en cuenta de que nunca se había intentado argumentar el asunto sin tener que comparar al capitalismo con otros sistemas, que es naturalmente el gran tema de la teoría económica comparada, sino, por decirlo así, comparando al capitalismo consigo mismo. Cuando lo hacemos, nos damos cuenta de que la respuesta a la pregunta es que no hay uno, sino varios capitalismos.
Hay una tendencia de los seres humanos a unir lo dispar y crear objetos únicos donde lo que hay son fenómenos diversos que requieren modelos teóricos diversos para capturarlos. Piénsese, por ejemplo, en ese flagelo de la humanidad al que llamamos “pobreza”. La gente opina de la pobreza como si fuese una sola cosa, cuando cualquier investigador que se haya metido al tema sabe perfectamente que bajo esa denominación simplificadora se subsumen hechos y tendencias diferentes. No es lo mismo la pobreza medida en términos de ingreso que en términos de patrimonio o capacidades; ni es lo mismo la pobreza coyuntural que la estructural. Otro tanto pasa con una buena parte, si no la mayoría, de los términos que usamos en la vida diaria sobre los fenómenos sociales a nuestro alrededor. El argumento de la cuestión 3 es simplemente que, si queremos condenar el capitalismo y sus males, y vaya que también aquí estamos hablando de un asunto público, hagámoslo enhorabuena, pero tratemos al menos de especificar de cuál capitalismo estamos hablando.
La tercera pregunta contrapone la ética a la bondad natural de los seres humanos y se pregunta si son la misma cosa. Con frecuencia y con enjundia se dice que problemas de gran importancia social son problemas de ética, y se da a entender que, si tuviéramos algo más de ética o si reflexionáramos mejor, o con mayor frecuencia, sobre la ética, muchos de esos problemas encontrarían solución. Las moralinas se oyen por todos lados y, si no hay acuerdo en muchas cosas, sobre esta parece que sí. Este trabajo surgió originalmente de conversaciones, discusiones y correspondencias con una serie de autores británicos, las cuales llevaron a mi coeditora y a mí a publicar un número monográfico de una revista especializada en cuestiones de tecnología y sociedad. Como resultado de todo ello planteo yo en la cuestión 4 que, contra lo que se suele pensar, muchos de los problemas sociales, si no incluso todos, surgen no tanto de que la gente en general requiera de más ética sino más bien de que las circunstancias en las que actuamos con frecuencia conspiran para sabotear algo que podemos llamar la bondad natural humana.
La frase “bondad natural humana” puede evocar en los lectores recuerdos de discusiones tradicionales y trasnochadas sobre si el hombre es naturalmente bueno o naturalmente malo. Nada más lejos de mi intención que aportar más tinta a esa cuestión entre ingenua e insensata. Como dijo bien un filósofo contemporáneo, los seres humanos no son ni buenos ni malos; son complicados. En mi caso, lo que digo es que la mayoría de la gente se comporta de manera decente, a menos que la situación en la que opera se lo impida. Son las instituciones o, como dicen algunos economistas, las “reglas del juego”, las que generan conductas dañinas; y si las cambiáramos, al menos una buena parte de las desdichas que lamentamos encontrarían alivio. De hecho, hay múltiples ocasiones en que podemos constatar acciones que no pueden llamarse sino heroicas, en las que los seres humanos se comportan de manera responsable y positiva a pesar de que tenían todo en contra. No es pues con lecciones baratas de moral que se van a arreglar las cosas. Al contrario, y esa es otra parte del argumento, muchas de esas lecciones sirven solamente de coartada para perjudicar al prójimo, sea de manera deliberada (siempre hay pillos), sea sin darse cuenta de lo que hace uno (que es lo usual). Ningún código moral, ninguna larga reflexión ética, garantiza que la gente va a hacer lo que le toca; pero juiciosos cambios institucionales pueden contribuir mucho a facilitar que lo hagan.
Hasta aquí las cuestiones, indudablemente públicas, para las que he podido encontrar preguntas que, por ofrecer disyuntivas claras, parecen más susceptibles de ser respondidas. En el caso de las otras dos cuestiones que presento aquí, las preguntas que formulo como títulos no son cerradas sino abiertas; pero las apariencias engañan. En efecto, en ambos casos se trató originalmente de conferencias, respecto de las cuales sabía yo que circulaban respuestas erróneas a ellas, puesto que las había oído de distintas bocas y en distintas ocasiones; y era mi preocupación contravenirlas. De allí que, a pesar de las apariencias, a estas cuestiones, la primera y la quinta, subyace la idea de una disyuntiva: ¿son esas opiniones comunes correctas o no? Yo he tratado de argumentar a favor de la negativa.
Por otro lado, las cuestiones 1 y 5 se distinguen de las que he discutido antes en que, al menos a primera vista, no se trata de cuestiones públicas. También aquí creo que las apariencias engañan.
A comienzos de los noventa del siglo pasado, el término “posmodernismo” había dejado de ser una palabra de iniciados para entrar en el dominio público y ser la comidilla de los pasillos universitarios y los cafés de intelectuales. Eso había generado una serie de cuestiones, entre ellas la de su origen. Esta es una pregunta que se plantea cuando no sabemos bien de qué estamos hablando. Al preguntarnos por su origen, la gente suele pensar que logrará capturar el sentido o la naturaleza de aquello de que se habla, algo que no siempre es el caso, puesto que los fenómenos sociales cambian constantemente.
Comoquiera que ello sea, al participar, de forma más o menos involuntaria, en conversaciones que tenían por tema el posmodernismo de moda, me topé con que la gente, como ocurre cuando se conversa de cosas nuevas y brillosas, pero al fin poco inteligibles, se inventaba orígenes obscuros, pero extraños y emocionantes. Probablemente por necio, a mí me daba por tratar de corregir la percepción que sobre estas cosas se tenían. Esfuerzo vano e inútil; pero suficiente para que, en un momento dado, se me invitara a dar una conferencia en toda regla sobre el tema. El lector atento podrá pues ver que, si bien formulo la cuestión 5 como una pregunta abierta —¿de dónde salió el posmodernismo?— y por tanto capaz de evocar en los interesados un número indefinido de respuestas posibles, si bien no todas plausibles o siquiera atendibles; en rigor la pregunta era para mí cerrada: si el posmodernismo proviene de donde dice la gente o no. Mi respuesta era y es negativa; pero el interés residía naturalmente no en refutar tanta opinión descaminada que había, sino en ofrecer una alternativa. Esa respuesta alternativa, hasta donde podía yo ver, no se había planteado todavía, ni en las conversaciones mexicanas a las que había asistido ni en la creciente literatura internacional. Por eso fue que el ejercicio, además de divertido, me pareció que podría revelar que las cosas suelen venir de mucho más lejos; y eso que no retrocedí aún más, como entretanto otros han hecho.
Algunos lectores pondrán, sin embargo, en duda que la cuestión de los orígenes del posmodernismo sea un asunto público. Por momentos, se dirá, se trata más bien de pleitos de comadres que se ventilan en aulas, congresos y revistas de poca circulación. Y si vamos a hablar del posmodernismo en sus manifestaciones más estridentes, mi acuerdo con esos lectores sería completo. Sin embargo, no es del posmodernismo que trata la cuestión, sino de sus orígenes; y esos orígenes sí son un asunto público, ya que conciernen nada menos que la cuestión de la irrupción de la ciencia moderna en el mundo, y con ello el hecho de que ella ha pasado a ocupar el lugar que en otros tiempos ocuparon el mito, la religión, el arte, la poesía y otros fenómenos ahora en pugna, más o menos abierta y más o menos feroz, con la ciencia moderna. Aquí no es el lugar para hablar de los efectos de este inmenso acontecimiento histórico ni de sus consecuencias, algunas de las cuales están ocurriendo en estos momentos o por ocurrir dentro de muy poco; no es el lugar de hablar del internet, la secularización, la ingeniería genética o la inteligencia artificial, por mencionar unos pocos tópicos, y su mención debiera bastar para ver que hay aquí materia de sobra para la discusión pública.
Finalmente, llegamos al principio, y a la cuestión más jugosa del conjunto. La pregunta con la que abro la presente colección concierne a la felicidad. ¿Pero no es la felicidad un asunto privado? Pues yo diría que sí, excepto que las cosas han dado tantas vueltas últimamente que se ha comenzado a hablar de la felicidad como si fuese responsabilidad de la política el velar por la felicidad de los ciudadanos. Ha habido incluso iniciativas para medir, no ya el producto interno bruto, que es cosa vieja y con frecuencia vilipendiada, sino la felicidad nacional bruta. Algunos lectores despistados creerán que me burlo, pero no es así. Los remito a Wikipedia para las necesarias y curiosas informaciones al respecto. De hecho, la cuestión 1 nació de una invitación a hablar sobre el tema, departiendo con filósofos quienes, preveía yo, y no me equivoqué, habrían de retomar tanto alguna de las posiciones clásicas en filosofía como las más recientes de la economía sobre cómo medir la felicidad.
Pues bien, la cuestión de la felicidad era para mí de entrada no una pregunta abierta, como acá la formulo, sino una pregunta cerrada, claramente paralela a la que mencioné antes con ocasión del posmodernismo, a saber: si la felicidad es lo que dicen los filósofos, lo que dicen los economistas, o una tercera cosa. Mi postura aquí era también decididamente polémica; pero, al revés que con el posmodernismo, mi idea era que la gente en general sabe perfectamente qué es la felicidad y lo sabe mucho mejor que filósofos y economistas, dos tribus por las que, dicho sea de paso y para evitar malentendidos, siento gran estima y simpatía. Sin embargo, se equivocan, con lo cual cabe repetir aquella cosa vieja de que son mis amigos, pero más amiga es la verdad. Y la verdad es que, si usted, querido lector, quiere saber qué es exactamente la felicidad, no ande buscando en otro lado; lo sabe usted muy bien; y si se le olvidó, es que anda usted en compañías demasiado sofisticadas y le hace falta un baño de pueblo.
Pero los baños de pueblo no son para gente de letras, y por ello propongo en la cuestión 1 una versión letrada de lo que todos sabemos. Y termino solamente advirtiendo que este texto es el único caso en que lo que propongo es que volvamos al sentido común y reconozcamos que la felicidad no es un asunto público, sino privado, por más que sepamos que vivimos en una época que ha comenzado a cuestionar esa distinción entre público y privado que, como un historiador de agudo ingenio ha explicado, era para nosotros secularizados lo que la distinción entre lo sagrado y lo profano para nuestros ancestros. Sea ello como fuere, era y es necesario ventilar la cuestión de la felicidad como una cuestión pública, aunque más no fuese que para poder regresarla en paz a su sitio original y privadísimo.
Y sin más preámbulos, pasemos a ventilarla.
CUESTIÓN 1 ¿En qué consiste exactamente la felicidad? *
La verdad, señoras y señores, es que tiene mucha gracia esta situación: cuatro profesores de filosofía, por necesidad unos más solemnes que otros, pero todos en algún grado solemnes, han sido invitados a hablar sobre la felicidad. Y si faltara solemnidad en los invitados, la ocasión es ella misma solemne. Pero primero: ¿qué podría haber de menos solemne que la felicidad? Y segundo: ¿qué autoridad para hablar de la felicidad podría tener la filosofía?, o más específicamente: ¿qué autoridad podría tener un profesor de filosofía para hablar de la felicidad? Sin duda se podría decir que hay algo muy puntual que le da tal autoridad, a saber, el hecho histórico de que la filosofía (como hemos visto en mis predecesores) ha producido discursos largos y alambicados sobre la felicidad. Me atrevo, sin embargo, a ir contra la corriente de esta objeción diciendo que ese hecho no le puede dar a la filosofía (y a fortiori a los profesores de ella) ninguna autoridad, a menos que debamos admitir que ese discurso filosófico, además de largo y alambicado, es en lo esencial correcto, acertado, atinado; vamos: que da en el clavo acerca de su tema, que es la felicidad. Y allí es donde la cosa tiene mucha gracia, porque o mucho me equivoco o esa condición no se llena y resulta que el discurso filosófico no da en el clavo, sino que de hecho se aleja muchísimo de su tema y consigue eludir todo lo que importa acerca de la felicidad. Esta es la primera idea que quisiera expresar aquí, y enseguida vuelvo a ella.
La segunda idea que quisiera transmitir aquí es que en años recientes dos grandes áreas de la investigación científica han hecho suyo el tema de la felicidad: la economía y la psicología. Yo no soy ni economista ni psicólogo, sino sólo, al igual que mis colegas en esta mesa, simplemente filósofo, pero lo que llevo leído de esas literaturas me invita a pensar que tampoco los economistas y psicólogos, a pesar de los enormes méritos de las investigaciones respectivas, aciertan bien a bien, o al menos no aciertan todavía. Este es la segunda idea, y les pediría que me dieran un poco de tiempo antes de volver a ella.
Todo lo anterior parece indicar que yo me remito a una tercera autoridad, que no es ni la de la filosofía ni la de la ciencia, las cuales por lo visto no admito en realidad como autoridades, para poder hablar de la felicidad. Así es, en efecto: y esta tercera autoridad a la que me remito es la autoridad del sentido común. Pero antes de remitirme expresamente a ella, quisiera remitirme a otra autoridad, una cuarta pues: la autoridad de la experiencia. Y es que, si alguien en otras épocas de mi vida me hubiese invitado a hablar en público, o incluso en privado, de la felicidad, estoy casi seguro de que habría rehusado hacerlo por la sencilla razón de que en esas otras épocas no era yo feliz. Y aquí estoy diciendo algo muy importante: no hagan caso de nada que les diga nadie acerca de la felicidad si no admite antes que es feliz o al menos que alguna vez lo ha sido. Esta es acaso la tesis más fundamental que quisiera proponer aquí: de nada debe hablar nadie, o si habla nadie debe hacerle caso, si no tiene conocimiento de causa, vale decir si no tiene la experiencia de la cosa de que habla. Vengo pues a hablarles aquí de la felicidad no desde la perspectiva de un filósofo a secas sino desde la perspectiva de una persona feliz, o si se empeñan ustedes, ya que se trata de un banquete de filosofía, desde la perspectiva de un filósofo feliz. Porque o mucho me engaño o muchos filósofos no son felices, y entonces el que sean filósofos no garantiza que haya que hacerles caso.
Siendo feliz yo mismo que les hablo aquí y ahora de felicidad, ¿en qué digo que consista la felicidad? Dicho de la manera más sencilla que puedo: en tener una vida familiar ordenada y armónica. Así de simple. Creo, con otras palabras, que a ese animalito que es el ser humano, tal y como es, aquello que en el fondo lo hace feliz no es otra cosa ni puede ser otra cosa que el tejido de relaciones cercanas y cálidas que constituye la familia. ¿Significa eso que toda persona que tiene una familia y vive en familia es feliz? Por supuesto que no: decir algo así sería decir algo tan patentemente falso que habría que reír a carcajadas. Hay familias felices y familias infelices; y como decía Leo Tolstoy al principio de su Anna Karenina, todas las familias felices son iguales, mientras que cada familia infeliz es infeliz a su propia y distintiva manera. Lo que estoy diciendo es más bien que, si una persona es feliz, lo es porque lleva una vida familiar con ciertas características, que son por cierto siempre las mismas, como dice Tolstoy.
¿Qué características son esas? La cosa es tan banal, tan archiconocida, tan poco solemne y tan poco filosófica, que casi no me atrevo a decirlo en un foro como este. Todos ustedes conocen las características que son comunes a toda familia feliz y que la distinguen de las innumerables maneras que desbaratan la felicidad familiar. Si tienen suerte, las conocen porque las han vivido, al menos en algunos momentos de sus vidas; si no tienen suerte, lo lamento por ustedes, pero estoy seguro de que al menos las han visto de lejos, y ello tanto en carne viva, por conocer personas cuyas familias tienen esas características, como en las mil representaciones de la vida familiar que nos ofrece la poesía, el teatro, la narrativa histórica o de ficción, la pintura o el cine; y estoy seguro de que, viéndolas de una manera u otra, experimentan un anhelo por ellas. Ese anhelo es lo más humano que hay; y es justamente el anhelo de la felicidad.
Por cierto, y a manera de paréntesis: dije antes y repetiré en lo que sigue que se trata de algo que pertenece a nuestra naturaleza en tanto que animales de cierto tipo. La biología nos remacha esta lección: las especies sociales que disponen de un sistema nervioso de una cierta complejidad son exactamente iguales a nosotros y lo podemos ver una y otra vez en las descripciones de los zoólogos y los reportajes de los periodistas. Hay sin duda diferencias aquí y allá, y no todas las especies son iguales; pero algo así como la vida familiar es una constante. Y continúo.
Tengo la enorme suerte de vivir en una familia feliz y es sobre la base de esa experiencia vivida que me atrevo aquí a decirles que la cosa es así de simple. Y la autoridad de la experiencia se ve reforzada por eso que llamé antes el sentido común. Cuando a las personas les pregunta uno si son felices o por qué son felices (como es el caso de los múltiples cuestionarios ideados por los psicólogos y economistas; que ya es ganancia frente a la filosofía, toda vez que los filósofos nunca hicieron cuestionarios de estos, sino que se bastan solos para decirnos qué es la felicidad y no necesitan andarle preguntando a nadie; y cuando les preguntan, como Sócrates, realmente lo hacen con el propósito de confundirlos para conducir sus almas, como decía Platón, a ideas completamente diferentes a las del sentido común), repito: cuando a las personas se les pregunta, lo que ocurre es que dicen todo tipo de cosas (y ya los encuestadores se las ingenian para ordenar sus respuestas). Este tipo de evidencia tiene valor, de ninguna manera lo quiero negar, pero no tiene ni de lejos tanto valor como el que tiene cuando uno no les pregunta a las personas, sino cuando ellas espontáneamente hablan. Y en mi experiencia, lo que las personas dicen cuando no les preguntan, sino cuando espontáneamente hablan, dicen justa y precisamente lo que yo mismo acabo de decir antes: la gente es feliz cuando “todo en la familia está bien”. Esta expresión, que he escuchado innumerables veces, coincide perfectamente tanto con lo que yo he vivido como con lo que cualquiera de ustedes ha visto sea en carne viva o en representaciones artísticas, literarias e historiográficas.
Hasta aquí la parte probatoria fuerte de mi exposición. Hay una pequeña cuestión metodológica que necesita tocarse para enfrentar posibles objeciones a esta parte probatoria; vuelvo a ella más adelante. Pero en un evento como este debemos preguntarnos: ¿qué dice la filosofía? Podemos distinguir dos grandes discursos; hay más, pero estos dos son los más famosos y los que han ejercido mayor influencia a lo largo de los siglos. Por un lado, está la forma clásica que encontramos en Lao-Tse, Pirrón y Epicuro, en alguna medida en los estoicos, y a la que ha dedicado todos sus esfuerzos Pierre Hadot: la felicidad es cuestión de virtud y de paz interior, los cuales se alcanzan mediante ejercicios espirituales diseñados ex profeso para ese propósito. Por otro lado, la forma también clásica seguida por Kung Tse (o Kung Fu Tse o Confucio) y una buena parte de los estoicos, no pocos hombres militares y políticos (y algunas mujeres como Isabel I de Inglaterra, María Teresa de Austria, Catalina de Rusia o Margaret Thatcher), y más recientemente por el filósofo alemán Leonard Nelson, para quienes el fin último de los ejercicios espirituales es en todo caso la preservación o (en alguna medida) la transformación de la comunidad con miras a la felicidad social.
Hay otros dos discursos filosóficos, que conozco sobre todo por sus manifestaciones occidentales sin atreverme a decir que son exclusivas de Occidente (ya vimos por los ejemplos que las dos anteriores no lo son). Las añado aquí nada más por completar las ideas. Uno es el discurso del cristianismo. Dirán ustedes que este es un discurso religioso y no filosófico; pero es negar los hechos históricos. El caso es que existe algo así como una filosofía cristiana, de enorme influencia, la cual comienza al menos cuando san Agustín, obispo de Hipona, transforma el platonismo de su época para incorporarlo (en vez de combatirlo, como hacían otros Padres de la Iglesia) al dogma cristiano, y que continúa ciertamente hasta Kant (a quien no podemos entenderlo sin el cristianismo y su específica concepción de la felicidad) y tiene algunos representantes en la actualidad, aunque muchos menos que antes. Aquí el concepto clave es el de felicidad eterna. No me interesa mucho insistir en él, ya que justamente rebasa la preocupación que nos reúne hoy, que es sin duda la felicidad terrenal.