Kitabı oku: «El último trabajo de Mark Green»
EL ÚLTIMO TRABAJO DE MARK GREEN
FERNANDO PÉREZ RODRÍGUEZ
EL ÚLTIMO TRABAJO DE MARK GREEN
© Fernando Pérez Rodríguez
© Corrección ortotipográfica: Pau Almenar Subirats
© de esta edición: Loto Azul, 2020
ISBN: 978-84-17307-74-5
Producción del ePub: booqlab
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y siguientes del Código Penal). Las solicitudes para la obtención de dicha autorización total o parcial deben dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos).
KALOSINI, S. L.
Grupo editorial Olé Libros
A mis padres
Nunca es tarde para cortar la cuerda,
para volver a echar las campanas al vuelo,
para beber de ese agua que no ibas a beber.
Benjamín Prado.
Un domingo cualquiera
—No me gusta tratar estos asuntos aquí —afirmó el maduro empresario molesto por la interrupción de su descanso semanal. La inesperada aparición del trajeado banquero había acabado con la trivial charla de los dos hombres sobre lo ocurrido hacía unos minutos en el campo de golf.
—No hay tiempo para organizarlo de otro modo. Además, este es un lugar tan discreto como cualquier otro —dijo el recién llegado.
El tercer hombre, aún vestido con ropa deportiva, permaneció callado, recostado sobre la silla mientras los otros dos dirigían sus miradas hacia él. Nadie en aquel elegante club parecía prestar atención a aquella reunión improvisada en la terraza del bar. Sus rostros eran muy conocidos, cada uno de ellos estaba situado en una de las cumbres del poder político-económico del país. Un constructor, un banquero y un político juntos no era una imagen muy habitual en los principales medios de comunicación, pero sí en ciertos lugares.
—La próxima vez procura venir vestido adecuadamente para pasar desapercibido —insistió el empresario, también ataviado con ropa deportiva.
—No me fastidies con chorradas. Como nos pillen se nos va a terminar a todos la buena vida.
—Lo que propones es muy arriesgado. —El empresario aún sudaba pese a ya no estar jugando. Apartó la mirada de sus interlocutores para concentrarse en la tarea de limpiar sus gafas con una pequeña gamuza.
—Los demás ya han dado el visto bueno.
—¿Puede hacerse sin levantar mucho revuelo? —susurró con tranquilidad el consagrado político cortando el rifirrafe entre ambos.
El empresario se colocó las gafas con un ligero temblor antes de volver a mirar a los otros dos.
—¿Estamos planeando asesinatos?
—Ya hemos matado antes y…
—Pero en esa ocasión —le cortó el empresario con un hilo de voz—, solo se trataba de algún inmigrante o delincuente.
El afamado político, más acostumbrando a mandar, dio por terminada la reunión:
—No hay más que hablar, ponte manos a la obra y hazlo lo antes posible.
El empresario intentó protestar, pero el máximo responsable de todo aquel montaje, ya de pie, cortó la conversación:
—No tenemos más opciones. Y ninguno de nosotros está dispuesto a acabar con un negocio de millones de euros al año por culpa de algunos entrometidos.
***
El otoño, fiel a su cita anual, se había instalado en aquel barrio residencial de la capital cuando María García regresó de la calle con una bolsa de cruasanes y dos periódicos para saborearlos, sin prisa, junto a su marido. Aquel era uno de los pocos placeres que habían sobrevivido a los cambios radicales producidos en su vida por culpa del trabajo.
—¡El desayuno ya está! —anunció al cruzar el umbral de la puerta.
Desde la habitación, donde andaba ajetreado Alberto Fernández, le llegó una respuesta ininteligible. María sonrió mientras dejaba sobre la mesa de la cocina la bolsa con la bollería junto a los dos vasos llenos de zumo de naranja.
—¡Qué vida más dura! —murmuró su marido con una leve sonrisa antes de sentarse a la mesa para empezar a disfrutar del desayuno. A la vez, comenzó a hojear los periódicos.
María, habituada a tratar con los peores instintos, huía de la sección de noticias de los diarios y se refugiaba en las revistas dominicales llenas de reportajes grandilocuentes y entretenidas entrevistas.
Por el contrario Alberto se sumergía con prisa en las noticias diarias, leyendo solo los titulares que, en ocasiones, pese a las advertencias repetidas de su mujer, se empeñaba en comentar en voz alta.
—¿Has visto esto? —le preguntó obligándola a abandonar la insípida lectura de una entrevista a un famoso actor.
—Te he dicho un montón de veces que… —María no pudo terminar la frase al ver la foto. Otra vez aquellas imágenes. Tragó saliva y volvió a desviar su mirada hacia el estúpido artista para intentar borrar aquellos otros rostros. Rostros hinchados. Rostros demacrados. «Malditos periodistas. No les importa nada, solo buscan una foto, un titular».
Alberto ya había abandonado el periódico para preparar un par de cafés cargados. «Pobre gente», murmuró mientras se comía otro crujiente cruasán.
María sintió deseos de gritar, pero se limitó a asentir. En su mente ya se había grabado aquella instantánea que no iba a poder borrar.
Él la intentó animar mientras le servía el café:
—No es culpa tuya. Tú haces lo que puedes.
Ella lo miró sin decir palabra. «No sabes nada. Esto es culpa de todos. También es culpa nuestra». Apretó los dientes.
Ante el silencio, Alberto cambió con rapidez de conversación.
—¿Has hablado esta semana con la niña?
—La niña —suspiró María y añadió—: solo una vez, entre la diferencia horaria y la semana que llevo…
—Cuando regresemos, la llamamos los dos juntos.
María asintió. Su hija iba a cumplir pronto diecisiete años, ahora mismo se encontraba a miles de kilómetros de distancia. La decisión la había tomado toda la familia, pero lo que más había pesado fue el deseo de la pequeña y el miedo de su madre. Su hija estaba feliz por la aventura de pasar su último año de bachiller en Estados Unidos, su madre solo quería que ella estuviera lejos. Aquel iba a ser un año muy duro para María. Sentir a su hija a salvo le había ayudado a volcarse de lleno en aquella sucia guerra.
Alberto volvió a interrumpir las reflexiones de su mujer.
—He quedado con mi hermana para tomar algo antes de comer.
—Perfecto —murmuró. Su mente volvía a centrarse en aquel titular que acompañaba a las fotos: «Media docena de cuerpos de inmigrantes aparecen ahogados en las playas de Tarifa».
María sabía que esas fotos irían a engrosar el enorme dosier en que se había convertido su despacho, y sus últimos años de vida, desde que había accedido a investigar el tráfico ilegal de personas. «Mierda de mundo», suspiró intentando alejar todo eso de su presente a la vez que se arreglaba para disfrutar de uno de sus pocos domingos libres.
El encargo
La llegada de las primeras lluvias había constatado el fin del verano en aquella zona un tanto alejada del centro de Donostia que se asomaba al mar desde un precipicio ensordecedor e inaccesible. Ese cambio de tiempo devolvió a la zona su acostumbrada tranquilidad alejando a los turistas y a los vecinos ocasionales.
Mientras la lluvia golpeaba los cristales y los árboles se movían empujados por el intenso viento, Mark Green, uno de aquellos residentes casi fijos, recorría su casa con un sobre cerrado. La vivienda, un sólido y antiguo caserío, estaba formada por gruesas paredes de piedra y un fuerte esqueleto de madera que a Mark le gustaba acariciar. Lo había reformado por completo hacía cinco años con el único propósito de abrir aquel enorme ventanal frente al cual solo estaba la inmensidad del mar. No era la casa que había imaginado de adolescente en su Montana natal, aun así, aquel lugar poseía ciertos rasgos que habían formado parte de sus ensoñaciones; la madera, el crepitar del fuego, el horizonte despejado del mar, la soledad…
Mark había cumplido los cincuenta con un trabajo que lo obligaba a mantenerse en plena forma, pero los achaques iban llegando. Hasta hacía un par de años su cuerpo era una máquina bien engrasada. Ahora, por el contrario, debía acudir de forma regular a un fisioterapeuta para que le aliviara las molestias que le surgían en la región lumbar y en el hombro izquierdo.
Abrió con decisión el sobre para comprobar su contenido. Sus ojos azules se fijaron en la foto intentando retener todos los detalles. Mujer madura, de su misma edad, media melena tostada, ojos oscuros y saltones, nariz decidida y labios gruesos. Aquel rostro le pareció familiar, como si ya la hubiera matado antes. En el dorso de la foto se podía leer una fecha. Dentro del sobre, además de la imagen, había una pequeña llave que guardó en su bolsillo sin dejar de observar la cara de su próximo encargo. La mirada de aquella mujer lo golpeó en su subconsciente. Parecía una mujer honesta, nada que ver con sus anteriores trabajos: hombres y mujeres de rostros crueles o codiciosos; durante un leve instante dudó. En ese momento, no podía saber que aquel encargo iba a dar al traste con todos sus planes futuros poniendo en riesgo su propia vida.
***
Mark suspiró antes de lanzar la foto junto con el sobre al fuego de la chimenea. La decisión ya estaba tomada. Solo tenía dos semanas para hacer el trabajo. Apenas un día para aceptarlo.
—¡Qué prisas! —murmuró con un toque de tristeza recordando los viejos tiempos cuando aprendió el oficio, hacía más de veinte años, y cada encargo se organizaba durante meses. Ahora todo se había vuelto urgencia, y su gremio, antes casi una secta, se había llenado de chapuceros y de psicópatas.
Mark era un profesional. Solo aceptaba casos claros, sin connotaciones políticas, religiosas o raciales, para eso ya estaban los grupos ultras o los extremistas religiosos. Además de esas condiciones solo tenía otra más: nada de niños. Con las mujeres no tenía problemas, él no hacía discriminaciones.
Observó cómo las llamas consumían los papeles antes de ir a la cocina a prepararse un batido de frutas. Después, salió a la terraza que casi colgaba sobre el acantilado para tomárselo. Aquella mañana había cumplido rigurosamente con su hora y media de entrenamiento diario, incluyendo cuarenta minutos de carrera por los caminos cercanos.
Consultó el reloj, en unas horas tendría que marcharse para llegar a tiempo de dar su contestación. Se podría haber ahorrado el viaje de casi quinientos kilómetros, pero prefería tomar la decisión con tranquilidad en su refugio. Aquello formaba parte de un ritual que lo había mantenido a salvo durante muchos años, las llamadas o mensajes podían convertirse en hilos para llegar hasta él.
Aquel vasto paisaje le ayudaba a poner paz en su ajetreada mente. Nunca había pensado en surcar los mares, pero su contemplación durante horas era un bálsamo tranquilizador. Desde su mirador se podía adivinar con facilidad, en un día claro y soleado, una buena parte de la costa guipuzcoana y vizcaína. Se tomó unos minutos antes de regresar con paso acelerado al interior. Su bolsa de viaje era escasa, solo iba a estar fuera unas horas, y todo tenía que entrar en los cofres de la moto. Además, lo único imprescindible estaba ya archivado en su cabeza. Sobre la enorme cama, nunca compartida, fue depositando lo necesario para su breve escapada: una jersey grueso gris, un gorro de lana, un pantalón vaquero, una gorra, dos cazadoras de diferentes colores y un par de mudas. Entremedias de toda esa ropa escondió un pequeño botiquín, un puño americano, un objeto negro que acababa de terminar de cargar y un fajo de billetes de cien euros. En su armario entreabierto, se podían observar media docena de jerséis, cazadoras y pantalones similares a los que acababa de escoger. En los cofres laterales fue colocando lo seleccionado con cuidado y en un orden determinado, asegurándose un par de veces de que no le faltaba nada, luego sacó la moto del garaje sin arrancarla.
Con el equipaje listo volvió a hojear en internet los horarios de los trenes que llegaban a la capital, así como las líneas de metro que conectaban sus próximos destinos. Se terminó de vestir con ropa informal antes de ponerse el mono de cuero de color oscuro con protecciones. Miró el reloj, tenía el tiempo casi justo, apenas media hora de margen, para realizar el recorrido previsto.
Tras comprobar la alarma dos veces, repasar de nuevo su equipaje y cerrar su casa, se subió a una potente BMW de mil centímetros cúbicos que lo esperaba junto al muro de la villa, para salir minutos después derrapando por aquellos caminos llenos de curvas y mal asfaltados que rodeaban su residencia.
Al internarse en la autopista la conducción se volvió más monótona, casi sin curvas ni coches, y Mark rememoró la primera vez que llegó a la ciudad donde ahora estaba su hogar. Como a cualquier norteamericano joven de clase media alta, le encantaba viajar, y Europa era un destino perfecto para conocer muchas culturas diferentes en poco tiempo. Con una extensión inferior a su país, aquel pequeño continente acumulaba una historia registrada de varios miles de años.
Mark había recalado por accidente en aquella ciudad norteña; él prefería el sol y las gentes del Mediterráneo, con ese espíritu había recorrido durante dos meses las costas de Grecia, Yugoslavia e Italia, pero su viaje se torció tras discutir con sus compañeros en la frontera alpina entre Italia y Francia. Sus amigos de la universidad continuaron hacia el sur, rumbo a España, con la idea de llegar hasta Marruecos. Él partió solo en dirección contraria: hacia París. Más tarde, cuando se cansó de recorrer calles asfaltadas, sus pasos lo llevaron hasta el océano Atlántico, y al cruzar la frontera de Francia descubrió su actual hogar.
Mark no recordaba en aquel momento, con una recta interminable por delante, el porqué de la discusión, pero desde aquel día no volvió a verlos, tampoco volvió a viajar acompañado.
Cuatro horas después, con una sola parada para repostar y estirar las piernas, abandonó su moto en el parking de la terminal 4 del aeropuerto de Barajas. Allí mismo se quitó el mono, dejando al descubierto su vestimenta; una camiseta y unos pantalones vaqueros que completó con un grueso jersey, una cazadora a juego y una gorra con el logo de una conocida ciudad. En una mochila guardó algo de ropa; el resto, excepto el dinero, se quedó en los cofres de la moto. Verificó su aspecto en un baño público, se caló la gorra y bajó a la estación de metro. Tras efectuar varios cambios de línea sin necesidad, y con cierta prisa tras consultar el reloj, volvió a la superficie en plena Puerta del Sol, donde cogió un taxi hasta la estación de Atocha.
En la puerta del enorme edificio se distrajo un rato esperando la llegada de varios trenes. Cuando la estación estaba casi en ebullición por el número de personas, avanzó con pasos decididos hacia la consigna para localizar esa taquilla cuyo número aparecía escrito en la llave. Sin dejar de prestar atención a lo que ocurría a su alrededor recogió el sobre de la taquilla antes de volver a desaparecer en el metro.
Desanduvo el recorrido con más tranquilidad. Durante unas horas se perdió por el centro de la ciudad observando el paisaje urbano, a la vez que su mente, sin distraerse, intentaba organizar el siguiente paso. Ya había aceptado el trabajo, ese recorrido disparatado de cientos de kilómetros desde su casa hasta la consigna de la estación solo tenía aquel fin. En unas horas recibiría el primer pago por el encargo, la tercera parte del total, pero mientras esperaba el momento oportuno para verificar ese ingreso, debía ponerse manos a la obra. Dos semanas no era mucho tiempo.
La pequeña tienda regentada por un chino parecía perfecta. Recorrió las estanterías llenas de trastos, observando a las pocas personas que había en su interior y volvió al mostrador donde el chino no paraba de moverse vaciando cajas a medio abrir.
—Buenos días. Quiero un teléfono móvil.
—Buen día. ¿Qué clase tú quiere?
—Uno normal, con cámara y conexión a internet —solicitó Mark.
—Tenemos este. Muy bueno —aseguró el chino mostrándole un teléfono más grande que la palma de su mano y dentro de una caja con caracteres chinos.
—¿Tiene conexión a internet?
—Sí, señol.
—¿Wifi? ¿Cámara de fotos?
—Todo completo.
—¿Cuánto?
—Ciento diez eulos. Regalo funda —contestó el chino con su mejor sonrisa.
—Necesito también una tarjeta para poder hablar.
—OK. ¿Qué compañía?
Mark miró detrás del mostrador y señaló una. Le daba igual cuál fuera.
El chino volvió a sonreír.
—Muy buena. Necesito calnet.
Mark sacó sin inmutarse varios billetes junto a un viejo carnet de conducir de color rosado. El chino leyó en voz alta aquel nombre falso y cogió con rapidez el dinero, luego se dedicó a rellenar el contrato. Mark firmó con un garabato; después, encendió el móvil. El icono de la señal aparecía parpadeando, metió el pin de la tarjeta y efectuó una llamada de comprobación al mismo bazar chino. Una vez satisfecho, abandonó la tienda deambulando entre callejuelas con el teléfono apagado y la batería quitada. Se paró a comer el menú del día en un atestado restaurante para turistas. A los postres, por fin abrió el sobre. Dentro había un papel con una dirección y un número de teléfono anotados. Lo guardó en el bolsillo antes de pedir la cuenta. En el baño, destrozó el ajado carné junto con el papel con la dirección y tiró los restos por el retrete. Tras asegurarse de que desaparecía por el desagüe, abandonó aquel insulso local camino de una boca de metro.
El tema de la documentación era uno de los dos puntos flacos de su trabajo, uno de los hilos por los cuales podían llegar hasta él. Para cada encargo necesitaba una distinta. Hasta la fecha él mismo se las había confeccionado, pero con la desaparición del viejo carné de conducir y tras los atentados de Madrid, tendría que recurrir tarde o temprano a los profesionales. Por esa, y otras razones, aquel era su último encargo, tenía el dinero suficiente para vivir holgadamente el resto de su vida y más muertos de los que deseaba sobre su espalda.
Al salir del metro, muy cerca de la dirección archivada en su mente, Mark volvió a colocar la batería al móvil y lo conectó para mandar un breve mensaje al número escrito en el papel. Minutos más tarde un pitido le avisó de la contestación: «Todo OK».
Mark sonrió, en teoría su cuenta se había incrementado en doscientos mil euros, el tercio por adelantado de este trabajo. La crisis también había traído una bajada en los honorarios. Hacía apenas dos años, por este pedido habría ganado un millón de euros. Ahora tenía que conformarse con seiscientos mil.
Sus pasos lo llevaron cerca de donde vivía su próximo encargo. Dio una vuelta rápida por las manzanas que rodeaban aquel lujoso edificio del barrio de Salamanca. No había nada extraño ni ninguna dificultad añadida. Ninguna comisaría de policía nacional o local, nada de sucursales bancarias, joyerías o locales de lujo atestados de alarmas ni locales de copas con vigilantes. Era un área residencial de edificios amplios con aceras grandes llenas de árboles, poco tráfico y bastante actividad comercial. En un rápido vistazo contabilizó dos peluquerías, cuatro panaderías, tres fruterías, dos tiendas de comida tipo gourmet, un gimnasio, media docena de restaurantes pequeños, tres tiendas de ropa y un incontable número de bares de diseño. La zona destilaba elegancia y pijoterío a partes iguales.
Mark entró en uno de los locales situados frente al portal. Pidió una cerveza y comenzó a hojear el periódico sin perder de vista su objetivo. La espera tuvo sus frutos: la mujer se bajó de un enorme coche negro al otro lado de la calle. Del interior del vehículo salieron, además de ella, dos hombres con ropa informal, uno de ellos se alejó con prisa hacia la entrada del inmueble.
Mark ya sabía lo que suponía aquello, su presa tenía dos sombras, lo cual la convertía en un pez gordo o difícil de pescar. Por eso se lo habían encargado a él, querían un trabajo discreto, sin ruido. Ahora era tarde para renegociar su tarifa, los que le habían contratado no se andaban con tonterías a la hora de zanjar sus negocios. Solo había realizado dos trabajos para aquella gente, el último hacía año y medio. En aquella ocasión había tenido que liquidar a un antiguo socio que se había esfumado con un montón de pasta y una identidad nueva. Al final no tuvo tantos problemas para encontrarlo. La estupidez y la avaricia suelen ir de la mano. Aquel tipo se había empeñado en despilfarrar demasiado dinero en un paraíso fiscal poblado de palmeras y ojos atentos.
Abandonó el bar no sin antes memorizar la hora y la matrícula del coche. El principal objetivo de ese viaje era aceptar el trabajo y hacer un primer reconocimiento de la zona. Sin duda durante las próximas dos semanas iba a tener que emplearse a fondo para poder realizar el encargo que acababa de aceptar. Sintió un leve nudo en el estómago, la presencia de escoltas iba a obstaculizar el cumplimiento de los plazos previstos, necesita más tiempo o hacer las cosas más deprisa, ninguna de las dos le parecía una buena opción.
No le costó mucho llegar hasta la terminal del aeropuerto: dos taxis y un par de transbordos en el metro. En uno de los cambios de línea se deshizo de la gorra y de la cazadora. Una vez en la terminal, volvió a embutirse, sin quitarse los pantalones ni la camisa, en el mono de cuero. Exhaló con fuerza un par de veces. Sentarse en la moto le hizo sentirse como en casa pese a la distancia, pero en su mente ya se había colado una duda. No podía volver a su refugio sin haber hecho antes otra cosa.
Ya en la carretera, se detuvo en la rotonda para observar los carteles de dirección. Miró el reloj varias veces hasta dar cuerpo a una decisión que ya había tomado.
—Bueno. —Con un suspiro, enfiló con la moto revolucionada hacia el cartel que indicaba Madrid. Tenía que adelantar algo de tarea para la semana próxima. Las dificultades se habían incrementado, no podía perder demasiado tiempo en los preparativos. Era sábado por la noche, el momento ideal para conseguir el material que iba a necesitar.
Mark tenía por costumbre trabajar solo en todos los aspectos, nada de encargar a otros su documentación y nada de comprar sus armas a tipos de dudosa reputación. Además, lo hacía a la vieja usanza, es decir, eliminaba a sus objetivos a corta distancia sin regodearse, las torturas o los rifles automáticos se los dejaba a los salvajes o a los cobardes. Él prefería, aunque a veces le quitara el sueño un par de días, matar a sus encargos con dos precisos disparos a un par de metros de distancia. No quería sentir los últimos espasmos de sus víctimas ni mancharse con su sangre, pero tampoco quería disparar desde la lejanía sin ver sus caras, eso ya lo había hecho antes. Por culpa de esos planteamientos, de esa especie de código, Mark tenía algunos problemas para conseguir sus herramientas de trabajo. No era difícil adquirir unos cuchillos o navajas para rajar a alguien rápida o lentamente según el gusto, tampoco era difícil hacerse con un rifle de caza, pero conseguir una pistola, eso era otra historia. España no era todavía como su país, donde cualquier descerebrado podía acumular un arsenal en el trastero de su casa, aunque los cambios en la legislación durante los últimos años le habían facilitado la tarea.
Un asesino a sueldo, además de buena puntería, debía tener buena memoria, le había repetido hasta la saciedad su socio y mentor, que llevaba seis meses muerto por culpa de una enfermedad degenerativa y una bala en la cabeza. Nada de repetir lugares, nada de frecuentar los mismos bares u hoteles cuando se está trabajando, aunque sea en encargos diferentes. Nada de utilizar varias veces el mismo nombre o disfraz y, sobre todo, nada de conseguir las herramientas en el mismo sitio. Douglas Shoot llevaba poco tiempo muerto, sus consejos todavía anidaban con claridad en su mente. Tenía sesenta años cuando un disparo acabó con su vida tras dos años de sufrimiento.
Mark recordaba todo con precisión milimétrica, sin necesidad de anotar nada. Seis encargos en Madrid, el último hacía tres años. Pese a ser una gran ciudad eso le limitaba el campo de acción en la tarea que quería realizar aquella noche. La crisis había afectado a casi todos los sectores de la economía española, salvo a los locales de lujo y a los prostíbulos. Eso sí, la desesperación o la codicia habían disparado los atracos en ambos tipos de establecimientos de las ciudades y los había llenado de guardas jurados o de matones sin mucha pericia, pero armados hasta los dientes. Aquel era su supermercado, en esos sitios podía agenciarse pistolas sin problemas y sin dejar pistas.
Con la decisión ya tomada, paró en una de las gasolineras de la M-40 de Madrid para encontrar lo que necesitaba. Encendió su nuevo móvil para consultar un par de páginas web antes de volver a ponerse en marcha.
No le costó encontrar el sitio, las indicaciones en internet eran claras y los letreros luminosos casi visibles desde la carretera. Dio un par de vueltas alrededor del local para ubicarse, luego se alejó para aparcar la moto en un lugar discreto cercano a la salida hacia la carretera que le permitiera salir con rapidez si la ocasión lo requería. Después de quitarse el mono se puso la cazadora guardando todas sus pertenencias en el cofre salvo las llaves, un fajo de dinero y aquel objeto negro parecido a un teléfono móvil.
El club estaba casi vacío, pese a ser medianoche. En la puerta, bajo los letreros luminosos, dos gorilas de gimnasio muy abrigados le cachearon amablemente para asegurarse de que no iba armado antes de dejarle entrar. Él también se aseguró de que aquellos dos tipos llevaban lo que iba buscando.
Mark estaba sobrio, así debía mantenerse durante las próximas horas, pero su pequeña representación había comenzado. Nada más entrar se agarró a la barra como si fuera su tabla de salvación. Con los ojos entrecerrados observó al barman mientras pedía una copa.
—Un gin-tonic —elevó un poco el tono—, pero de verdad. No esa mierda de la última vez.
Ya había logrado lo fundamental para un actor, llamar la atención. Con la elevación del tono y una palabra malsonante había conseguido que un montón de caras, la mayoría de mujer, se volvieran a observarlo.
—Hola —Mark saludó a una mulata que estaba en frente.
—Hola, guapo. —Ella se acercó al tiempo que el barman depositaba un gin-tonic mal mezclado en la barra.
—¡Eh! —gritó Mark—. No tengas tanta prisa, seguro que esta chica quiere tomar algo.
La mulata sonrió de manera forzada:
—Claro, cariño, pero no hay prisa.
—¿Qué quieres? —insistió Mark.
—Champán.
—¿Seguro?
La mulata asintió, mientras el resto de clientes y de chicas del local se alejaban poco a poco de la nueva pareja.
—¡Eh, chico! Trae una botella del mejor champán para esta señorita.
La mulata lo acarició con calma un par de veces antes de susurrarle.
—¿Quieres que vayamos a un sitio más tranquilo?
Mark, pese a estar representando un papel, no puedo evitar cierta tensión en su entrepierna. Llevaba más de un mes sin tener sexo. Eso era mucho tiempo.
—No, ahora quiero beber contigo, ya me la chuparás luego —dijo Mark, elevando el tono de nuevo para que pudieran oírle.
En el local, además del tipo que atendía en la barra, solo había otro hombre, que parecía recoger las mesas o vigilar a las chicas. Ambos tenían más o menos su edad, ninguno estaba precisamente en buena forma. El resto de clientes tampoco parecían adversarios potenciales y las chicas ya tenían bastante con lo suyo como para meterse en líos. La norma de un sitio como aquel era muy clara: nada de broncas dentro del club, las peleas se resolvían siempre fuera para evitar la presencia de la policía en el interior.
—Vale —susurró la mulata simulando beber algo de champán al igual que Mark.
Las últimas palabras de él habían logrado la atención del otro tipo del local. Lo vio desaparecer tras una puerta durante unos minutos.
—Me estoy aburriendo —dijo Mark con desgana teñida de desprecio—. Vete a buscar un par de amigas para que organicemos una buena fiesta.
La mulata pareció obedecer las órdenes, pero en realidad se escabulló entre el resto de las chicas.
—¿Dónde vas? —gritó Mark. Con paso vacilante se apartó de la barra, tirando la botella al suelo. Sus manos habían empezado a sudar; una de ellas se la llevó inconscientemente al pecho. ¿Qué le estaba ocurriendo?
Antes de poder acercarse al grupo de clientes y chicas, los dos tipos de la puerta ya estaban dentro.
—Señor, tiene que irse del club ahora —ordenó uno de los hombres, situándose frente a él. El otro ya estaba colocado a su espalda.
—¡Dejadme en paz! —gritó, intentando zafarse de su presencia sin decisión mientras le empujaban hacia el exterior.
Nada más cerrarse la puerta a su espalda los dos matones lo inmovilizaron. Ya sabía lo que iba a ocurrir. El puñetazo lo dobló por la mitad y le arrancó el primer grito sincero de aquella última hora. Medio doblado y sin fingir, Mark se dejó arrastrar lejos del local, entretanto una de sus manos rebuscaba en su bolsillo su táser.