Kitabı oku: «¿Un futuro sostenible?», sayfa 2
La transformación de las tierras, la caza y la pesca intensivas y la introducción de especies provocaron alteraciones profundas en la composición de los ecosistemas. Una de las consecuencias más graves de estos cambios es la extinción de especies. Las velocidades de extinción son difíciles de determinar globalmente debido, entre otras cosas, a que la mayoría de las especies que existen todavía no han sido identificadas. Una estimación realista del número de especies existentes, presentada en el informe Evaluación de la Biodiversidad Global, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, es de 14 millones, de las que sólo se han descrito 1,7 millones. Los cálculos más recientes sugieren que las velocidades de extinción son, en la actualidad, entre cien y mil veces superiores a las que se daban antes del comienzo de nuestra apropiación de la biosfera, lo que ha llevado a algunos investigadores a sugerir que podríamos estar ante el sexto período de extinción masiva de la historia de la vida. Según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, el 25 % de las especies de mamíferos cuyo estado de conservación ha sido evaluado están amenazadas de extinción en la actualidad. Lo mismo puede decirse del 11 % de las especies de pájaros, el 20 % de las de reptiles, el 25 % de las de anfibios y el 34 % de las especies de peces evaluadas.
CAMBIOS EN LOS CICLOS BIOGEOQUÍMICOS
Hace medio millón de años, nuestros antepasados probablemente ya utilizaban el fuego para combatir el frío, para tener luz durante la noche y para cocinar los alimentos. Con el desarrollo de la agricultura, la existencia de excedentes alimentarios y la necesidad de conservarlos propició la búsqueda de recipientes más sólidos e impermeables que las cestas que utilizaban los pueblos cazadores-recolectores. Como respuesta a esta necesidad se desarrolló la cerámica. Se trataba de elaborar recipientes de arcilla cocidos en un horno a más de 450 °C con el fin de deshidratar el barro e inducir cambios químicos que los hacían más sólidos e impermeables. Comenzamos, así, a utilizar el fuego no sólo para proporcionar luz y calor o para cocinar los alimentos, sino también como un medio para transformar la materia. La arcilla debe trabajarse después de haberse seleccionado cuidadosamente y, entonces, se transforma por la acción del calor, que se aplica durante un tiempo determinado. Aquellos alfareros fueron, probablemente, los primeros que sintieron la experiencia demiúrgica de modificar el estado de la materia.
Los avances tecnológicos asociados a la Revolución Neolítica no acaban con el desarrollo de la cerámica. El proceso de obtención de cobre por reducción de sus menas se descubrió hace unos 5.500 años. Hasta entonces se conocían los metales que existen en estado nativo en la Naturaleza, pero hay pocos metales en esta forma, y se encuentran en pequeñas cantidades y muy dispersos, por lo que el uso que se les daba, hasta este descubrimiento, era ornamental y ligado a cultos religiosos. Hace 5.000 años se descubrieron en India, Mesopotamia y Grecia las ventajas de mezclar el cobre con el estaño para producir el bronce, más duro que el cobre. Pero las menas de cobre y estaño no eran muy abundantes, por lo que los objetos de bronce eran valiosos.
Los hititas fueron los primeros en producir hierro a partir de sus menas hace 5.000 años, aunque el hierro nativo de origen meteórico ya se conocía mil años antes. El secreto del proceso de obtención del hierro fue cuidadosamente guardado por los hititas pero, con la caída de su imperio, hace 3.200 años, este conocimiento se difundió a otras culturas y, en ese momento, comenzó la Edad del Hierro. Como las menas de hierro eran mucho más abundantes que las de cobre, los utensilios de este metal fueron mucho más asequibles. Esto tuvo una importancia fundamental en el desarrollo de la agricultura, ya que el hierro era tan abundante que pronto pudo utilizarse para la fabricación de herramientas agrícolas.
Otro material muy importante en la historia de la Humanidad es el cemento. Aunque los egipcios y los griegos utilizaron ya cementos de baja calidad, los romanos descubrieron un procedimiento para hacer un cemento de alta calidad, con el que pudieron realizar todas sus grandes construcciones, algunas de las cuales han llegado hasta nuestros días: puentes, acueductos, teatros, coliseos, etc.
En lo que se refiere a la energía, la fuerza de los músculos y el calor producido en la combustión de la madera dejaron pronto de ser las únicas fuentes de energía. Los humanos empezamos a utilizar las fuerzas naturales como fuentes de energía. Un primer paso se dio con la utilización de los animales, hace 10.000 años. El viento comenzó a utilizarse para el transporte marítimo en el Mediterráneo hace 6.000 años y los molinos movidos por el viento y el agua se desarrollaron hace 3.000 años. Un gran número de civilizaciones, con sistemas de producción y comercio muy especializados, con ciudades y arquitecturas espectaculares, con un arte sofisticado y con unos sistemas sociales elaborados, nació y desapareció utilizando sólo estas fuentes de energía que son, de hecho, las que predominan en la actualidad en muchas partes del mundo.
Esta situación cambió en algunos lugares con el desarrollo de la Revolución Industrial. La invención de la máquina de vapor marcó el comienzo de la utilización intensiva de los combustibles fósiles como fuentes de energía. La combinación de la minería del carbón, que proporcionó el combustible, la industria metalúrgica del hierro, que proporcionó los materiales, y las máquinas de vapor, que facilitaron el transporte, condujo al proceso de industrialización, que se desarrolló en Europa y Norteamérica durante el siglo XIX. Los motores de combustión interna se desarrollaron a principios del siglo XX. Fue entonces cuando comenzaron a utilizarse el petróleo y el gas natural como nuevos combustibles y la electricidad como nueva forma de energía. La disponibilidad de combustibles baratos, el desarrollo de materiales más sofisticados, como las aleaciones metálicas y los plásticos creados por la industria química, y la expansión constante del transporte extendieron la industrialización en estas zonas del mundo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, las sociedades industrializadas se han hecho totalmente dependientes de los combustibles fósiles como fuentes de energía, y el desarrollo de la energía nuclear se vió frenado bruscamente el año 1986 como consecuencia del accidente de Chernobyl. A finales del siglo XX, existe una clara distinción entre los países desarrollados, que están en una fase postindustrial en la que los servicios son las actividades económicas dominantes, y los países menos desarrollados, en los que siguen utilizándose de forma predominante las fuentes de energía tradicionales: animales, madera, etc.
Desde el comienzo de la industrialización, el consumo de combustibles fósiles y la extracción, procesado y uso de metales han modificado los ciclos biogeoquímicos del carbono y de metales como el plomo. La concentración de dióxido de carbono en la atmósfera ha aumentado más de un 30 % desde comienzos de la Revolución Industrial y las cantidades de plomo depositadas en los hielos de Groenlandia llegaron a ser, a finales de los sesenta y principios de los setenta, 800 veces superiores a las que se daban hace 6.000 años, antes de que se iniciara la explotación de los metales. Por otro lado, la aplicación de las prácticas industriales a la producción agrícola se ha traducido en el desarrollo de la agricultura intensiva, basada en el aporte de cantidades importantes de fertilizantes nitrogenados artificiales, lo que ha provocado un aumento de las cantidades de especies reactivas de nitrógeno en el medio.
EL AGUJERO DE LA CAPA DE OZONO
Otra de las modificaciones químicas del medio tiene su origen en la producción y dispersión de productos químicos sintéticos, que no existían antes de su descubrimiento. Se estima que el número de este tipo de sustancias supera ya los veinte millones y que, cada 27 segundos, se sintetiza un nuevo compuesto. En la actualidad, hay entre 50.000 y 100.000 productos sintéticos comercializados, lo que nos indica que muchas de estas sustancias no llegan nunca a ser producidas industrialmente. Los clorofluorocarbonos son, probablemente, una de las familias más conocidas de estos compuestos, debido al papel que desempeñan en la destrucción de la capa de ozono.
La ozonosfera es una región de la atmósfera que se extiende entre los 20 y los 60 kilómetros, y en la que hay concentraciones apreciables, aunque pequeñas, de ozono. El ozono es una molécula constituida por tres átomos de oxígeno, O3; el oxígeno se encuentra mayoritariamente en la atmósfera en forma de una molécula integrada por dos átomos de oxígeno, O2. Esta capa de ozono se forma mediante reacciones fotoquímicas, provocadas por la interacción entre la radiación ultravioleta que nos llega del Sol y las moléculas de oxígeno. Las moléculas de ozono, una vez formadas, interaccionan también con la radiación ultravioleta, descomponiéndose.
Gracias a estos procesos de interacción de la radiación ultravioleta, tanto con las moléculas de oxígeno como con las de ozono, esta radiación no puede alcanzar la superficie de la Tierra, donde podría causar daños o, incluso, provocar la muerte de muchos seres vivos. En particular, en el caso de los seres humanos, en la década de los setenta se descubrió que pequeñas disminuciones de la concentración de ozono en la ozonosfera podían tener un impacto sobre la salud, dándose una mayor incidencia de cánceres de piel, sobre todo en personas de piel muy clara.
A mediados de los años ochenta se descubrió que todos los años, durante el mes de octubre, se producía una disminución en la concentración de ozono sobre la Antártida. Estudiando los datos tomados por satélites en años anteriores se observó que, mientras que esta disminución había sido gradual hasta mediados de los años setenta, a partir de ese momento se hizo muy pronunciada y, a mitad de los años ochenta, la disminución de la concentración media de ozono sobre la Antártida era ya del 50 % llegando, incluso, a desaparecer totalmente la capa de ozono en algunas zonas. Desde entonces, la situación no ha hecho sino empeorar.
Pronto se demostró que este agujero de la capa de ozono tenía su origen en la acumulación en la atmósfera de ciertos gases contaminantes, siendo los más importantes los clorofluorocarbonos, compuestos orgánicos constituidos por carbono, flúor y cloro. Son gases o líquidos incoloros, inodoros, no corrosivos y no inflamables, de muy baja reactividad química y muy baja toxicidad, y que se comercializan bajo el nombre de freones. Fueron desarrollados a finales de los años treinta para su aplicación como refrigerantes y, después de la Segunda Guerra Mundial, encontraron multitud de aplicaciones: han sido utilizados en aerosoles, como fluidos refrigerantes en neveras y aparatos de aire acondicionado y como disolventes en la industria electrónica. Debido a su escasa reactividad química, estos gases se concentran en la atmósfera, alcanzando la ozonosfera. Allí interaccionan con la radiación ultravioleta y, como resultado, se generan átomos de cloro que reaccionan con las moléculas de ozono, destruyéndolas.
La preocupación por las consecuencias que podría tener esta disminución de la capa de ozono condujo a la comunidad internacional a establecer restricciones en el uso de clorofluorocarbonos y a acordar un calendario de reducción de su producción. Desde 1987, año en el que se firmó el Protocolo de Montreal sobre sustancias que destruyen la capa de ozono, se han dado grandes pasos hacia la eliminación de la fabricación, comercio y uso de clorofluorocarbonos. De hecho, el consumo mundial de estas sustancias ha disminuido desde 1987 en más de un 70 %. Todos estos esfuerzos se han basado en la sustitución de estos compuestos por otros de menor impacto ambiental. La reacción de los mercados ha sido, incluso, más rápida de lo que se pensaba, dada la ubicuidad de estas sustancias hace sólo tres décadas, cuando se encontraban en todos los hogares de los países desarrollados. A pesar de este uso tan extendido, muchos países desarrollados fueron capaces de cumplir el acuerdo y dejaron de producir clorofluorocarbonos en 1996.
Las concentraciones de clorofluorocarbonos en la atmósfera están estabilizándose o incluso disminuyendo gracias a estos esfuerzos. Si se llevan a cabo los planes de eliminación de estas sustancias, de acuerdo con el calendario establecido en el Protocolo, los niveles de cloro en la estratosfera debieron alcanzar un valor máximo entre 1997 y 1999, y ahora deben de estar disminuyendo gradualmente. Se espera, en estas condiciones, que el agujero de ozono sea cada vez menor, hasta que desaparezca hacia el año 2050.
ENERGÍA, ALIMENTOS, MATERIALES...
¿De qué época sentimos nostalgia? La verdad es que no ha habido una edad de oro desde el punto de vista ambiental. Las sociedades y los ecosistemas hemos evolucionado juntos desde el mismo momento en que los primeros humanos aparecimos sobre la Tierra. Nuestra capacidad para actuar en grupo y nuestro amplio arsenal de armas nos convirtieron en los cazadores más eficientes de la historia, lo que nos llevó a provocar la extinción de la megafauna. Pero, a pesar de esto, el impacto sobre el medio de las sociedades de cazadores-recolectores fue limitado. Por un lado, la población era, entonces, muy pequeña y, por otro, como las comunidades debían estar continuamente desplazándose, sus posesiones eran muy limitadas y, por eso, utilizaban pocos recursos.
El desarrollo de la agricultura y la ganadería marcó el final del modo de vida que nuestros antepasados habían llevado durante dos millones de años. Esta nueva tecnología facilitó un aumento de la cantidad de alimentos accesibles, lo que provocó un crecimiento de la población. Además, a medida que las comunidades se hicieron sedentarias, apareció la propiedad privada y la acumulación de bienes, con lo que las cantidades de recursos naturales utilizados aumentaron. Las tensiones ambientales comenzaron a manifestarse, aunque lentamente, y tenemos los ejemplos de la salinización de las tierras de Sumeria o la degradación de los suelos de Grecia debido a la erosión, un problema que ya reflejaron Platón y Aristóteles en sus escritos.
El cambio global, cuyos componentes se muestran en la figura 1, se aceleró con la Revolución Industrial. El uso de los combustibles fósiles como fuentes de energía y la extensión de la industrialización nos han permitido disponer de muchos más alimentos y bienes que nunca. En estos últimos 250 años se ha producido un crecimiento extraordinario de la población mundial y un aumento espectacular de los recursos necesarios para mantener a esta población. Pero este proceso ha provocado la aparición de problemas ambientales mucho más complejos, interrelacionados, que se manifiestan cada vez más rápidamente.
Figura 1. Los componentes del cambio global.
Cuando se ha analizado la evolución de distintos componentes del cambio global en los últimos 10.000 años, se ha observado que, recientemente, ha habido una extraordinaria aceleración del impacto de las actividades humanas. Antes de 1700, ninguno de los componentes analizados (área deforestada; emisiones de dióxido de carbono, plomo, nitrógeno, azufre y fósforo; producción de tetracloruro de carbono) había alcanzado el 25 % de su valor en 1985, antes de 1850 ninguno había alcanzado el 50 %, y antes de 1900 el 75 %. Además, la evolución de algunos de los componentes ha sido muy rápida: las emisiones de plomo y la extracción de agua alcanzaron el 25 % de su valor en 1985, y la producción de tetracloruro de carbono y las emisiones de fósforo y nitrógeno lo alcanzaron poco después de 1950.
Energía, alimentos, materiales... La utilización de estos recursos es el origen de los problemas ambientales y, por ello, vamos a centrarnos en los cambios provocados en los ciclos biogeoquímicos del carbono, el nitrógeno y el plomo para ilustrar los efectos que nuestras actividades tienen sobre el funcionamiento de la biosfera.
BIBLIOGRAFÍA
En castellano, el libro de M. Ludevid: El cambio global en el medio ambiente, Barcelona, Marcombo Boixareu ediciones, 1997, es una buena introducción al tema, escrito en forma de manual universitario; cubre, sobre todo, los aspectos sociológicos y políticos del problema. Los aspectos científicos, expuestos desde el punto de vista biológico, se pueden encontrar en el manual universitario de B. J. Nebel y R. T. Wrigth: Ciencias ambientales: ecología y desarrollo sostenible (sexta edición), México, Prentice Hall, 1999. También es interesante el artículo de W. C. Clark: «Gestión del planeta Tierra», Investigación y Ciencia, 158, 12 (1989), que aparece en un número especial de la revista; los otros artículos de este número son también muy recomendables, aunque los datos que manejan están anticuados. Finalmente, entré en contacto con la problemática del cambio global a través de los artículos de P. M. Vitousek: «Beyond the global warming: ecology and global exchange», Ecology, 75, 1861 (1994), y de P. M. Vitousek, H. A. Mooney, J. Lubchenco y J. M. Melillo: «Human domination of Earth’s ecosystems», Science, 277, 494 (1997).
Capítulo 2
EL CICLO DEL CARBONO: EL CAMBIO CLIMÁTICO
El efecto invernadero es un mecanismo climático natural que hace que la temperatura de la superficie de la Tierra sea unos 33 ºC mayor de lo que cabría esperar, teniendo en cuenta la cantidad de energía que recibe del Sol. Tiene su origen en la absorción de radiación infrarroja por algunos componentes de la atmósfera y este efecto ha provocado que, a lo largo de la historia del planeta, su temperatura media haya sido la idónea para el desarrollo de la vida.
Los componentes de la atmósfera que intervienen en el efecto invernadero son el vapor de agua, el dióxido de carbono, el metano y el óxido nitroso, entre otros. Desde el comienzo de la Revolución Industrial, la concentración de estos tres últimos gases en la atmósfera ha ido aumentando de forma cada vez más rápida. Así, en estos momentos la concentración de dióxido de carbono es aproximadamente un 35 % mayor de lo que era en la época preindustrial, la de metano un 150 % y la de óxido nitroso un 10 %. A excepción del vapor de agua, todos los demás componentes de la atmósfera que contribuyen a este fenómeno, cuyas concentraciones se han visto alteradas por nuestras actividades, se conocen con el nombre de gases de efecto invernadero.
La opinión general de los científicos que estudian el clima es que este aumento de la concentración de estos gases en la atmósfera reforzará el efecto invernadero, lo que hará aumentar la temperatura media de la Tierra y provocará un cambio climático. Según los informes del Comité Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC), que representa el consenso de la comunidad científica internacional sobre este tema, si siguen las tendencias actuales, la temperatura media de la Tierra aumentará entre 1,4 y 5,8 grados entre 1990 y 2100. Una de las consecuencias de este aumento podría ser la elevación del nivel del mar, que subirá entre 9 y 88 centímetros entre 1990 y 2100 como resultado de la fusión de los hielos polares y los glaciares. Esto provocaría tanto la desaparición de algunas islas del Pacífico como graves problemas en países como Holanda o Bangladesh, en los que gran parte de su territorio se encuentra prácticamente a nivel del mar o, incluso, por debajo. Pero, además, induciría también cambios en la circulación de las corrientes oceánicas, en el régimen de lluvias y en la velocidad de crecimiento de las plantas. Y todos estos factores, a su vez, intervienen en el ciclo del carbono, lo que hace difícil la predicción detallada del efecto final. De hecho, los registros climáticos de épocas pasadas muestran que el clima y el ciclo del carbono parecen estar intrínsecamente acoplados, de forma que debemos considerarlos como partes de un mismo sistema global.
En la cumbre de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, conocida popularmente como la cumbre de Río, celebrada en 1992, se firmó el convenio sobre el cambio climático. Su objetivo era que los países desarrollados y los países con economías en transición redujesen sus emisiones de gases de efecto invernadero en el año 2000 al nivel de 1990. Cinco años después, en la cumbre de Kyoto, celebrada a primeros de diciembre de 1997, ante la imposibilidad de cumplir el convenio, se revisaron estos objetivos. La Unión Europea propuso una reducción de las emisiones de los gases de efecto invernadero de un 15 % en el año 2010 con respecto al nivel de 1990, mientras que Estados Unidos, a pesar de ser el mayor emisor de dióxido de carbono del planeta, defendía la estabilización de sus emisiones.
Tras unas duras negociaciones, tal y como se podía anticipar, dadas las profundas diferencias que existían entre las propuestas de partida, se llegó a un consenso plasmado en el protocolo de Kyoto, el acuerdo internacional para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero que inciden sobre el cambio climático. En este acuerdo, 39 países desarrollados se comprometieron a reducir sus emisiones al 5,2 % de media con respecto a los niveles del período 1990-1995 en el año 2010. Esta tasa de reducción se distribuyó de manera desigual y no precisamente proporcional al grado de contaminación generado. Así, la Unión Europea se comprometió a una reducción del 8 %, Estados Unidos y Canadá a una del 7 % y Japón a una del 6 %. Rusia estabilizaría sus emisiones, mientras que Australia las podría aumentar.
Los expertos opinan que el efecto de este acuerdo sobre el cambio climático será inapreciable. De hecho, la reducción de emisiones por parte de los países desarrollados no compensará, probablemente, el crecimiento que van a experimentar las emisiones de países como China o India, con lo que las concentraciones de los gases de efecto invernadero seguirán creciendo. En este sentido, las previsiones de los científicos que estudian el clima indican que hace falta un recorte de emisiones del 50 % para el año 2035, con respecto a los niveles de 1990, para neutralizar el cambio climático. Por esto, entre otras razones, las organizaciones ecologistas calificaron el acuerdo como insuficiente y decepcionante, y la cumbre como un fracaso y una farsa. En cualquier caso, se reconoció que fue un paso positivo, ya que se trató del primer compromiso vinculante adoptado por los gobiernos en relación con este tema. Benjamin D. Santer, investigador del IPCC, en un artículo publicado en El País el miércoles 31 de diciembre de 1997, poco después de la cumbre, resumió ambas valoraciones. Por un lado se felicitó por el acuerdo: «Kyoto marca una madurez histórica de la raza humana, un reconocimiento de que los problemas globales exigen soluciones verdaderamente globales». Pero, consciente de los problemas prácticos que iba a conllevar el desarrollo del acuerdo, afirmó:
Estamos haciendo un experimento global incontrolado y a las futuras generaciones podría no gustarles el resultado. Eso me preocupa mientras escribo y veo dormir a mi hijo, ajeno a Kyoto. ¿Qué futuro climático heredarán él y sus hijos?
La cumbre de Río marcó, sin duda, el momento en que comenzó a ser habitual, en los medios de comunicación, la presencia de noticias relativas no sólo al efecto invernadero y al calentamiento global, sino también a la pérdida de diversidad biológica y al desarrollo sostenible. En este capítulo nos centraremos en la relación entre el aumento de la concentración de dióxido de carbono y el cambio climático. Analizaremos primero los datos obtenidos de los registros climáticos de épocas pasadas, que nos muestran el acoplamiento intrínseco entre el clima y el ciclo del carbono. Después veremos cuál es el impacto de nuestras actividades sobre el ciclo del carbono y, finalmente, nos ocuparemos de las dificultades que tenemos tanto para predecir los efectos del cambio climático, como para describir totalmente el ciclo del carbono.
LEYENDO EL LIBRO DE LOS HIELOS
El aumento de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera es, sin lugar a dudas, el componente del cambio global mejor documentado. Las medidas sistemáticas de esta concentración en el observatorio de Mauna Loa, en Hawai, comenzaron en el año 1958. Se eligió este lugar debido a que está lejos de fuentes de emisión de dióxido de carbono, de forma que sus datos representan los cambios globales que se producen en la atmósfera. En la actualidad, estos datos se obtienen, además, en una red de estaciones repartidas por distintas zonas de la Tierra. En la figura 2 se muestran los datos recogidos durante estos años en el laboratorio de Mauna Loa. Se aprecia claramente un aumento gradual de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera, junto con una variación estacional asociada con los cambios en la actividad de la vegetación en el hemisferio norte. Esto es debido a que la mayor parte de la tierra firme y, por tanto, la mayor parte de la vegetación, se encuentra en este hemisferio. Por eso, la concentración de dióxido de carbono disminuye cuando en nuestro país es primavera y verano, y aumenta cuando es otoño e invierno. La concentración media de dióxido de carbono ha aumentado desde 315 partes por millón, es decir, 315 moléculas de dióxido de carbono por cada millón de moléculas presentes en el aire, en 1958, hasta 377 ppm en 2004 (ppm es la abreviatura de parte por millón).
Figura 2. Datos de la concentración de dióxido de carbono en la estación de Mauna Loa. Se observa un aumento de la concentración media junto con una variación estacional, asociada a los cambios en la actividad de la vegetación en el hemisferio norte, que crece entre marzo y septiembre y, por lo tanto, absorbe dióxido de carbono. Fuente: C. D. Keeling y T. P. Whorf (2005): Atmospheric CO2 records from sites in the SIO air sampling network. En Trends: A Compendium of Data on Global Change. Carbon Dioxide Information Analysis Center, Oak Ridge National Laboratory, U.S. Department of Energy, Oak Ridge, Tenn., USA.
Se han obtenido datos sobre épocas anteriores estudiando las burbujas de aire atrapadas en los hielos de Groenlandia y la Antártida. En estos lugares, las capas anuales de nieve van apilándose, junto con los compuestos solubles presentes en el agua que se transformó en nieve en la atmósfera y las partículas insolubles de polvo que arrastra la nieve en su caída o que se depositan sobre ésta. Los poros que quedan entre las partículas de nieve están ocupados por aire. El peso de la nieve acumulada acaba convirtiéndola en hielo, con lo que el aire queda atrapado en pequeñas burbujas. Tenemos así una muestra de la atmósfera primitiva, de la época en la que se formó el hielo, contenida en esas pequeñas burbujas, muestra que podemos utilizar para determinar la variación de la concentración de dióxido de carbono a lo largo de los últimos miles de años.
Podemos, además, obtener información adicional sobre otros parámetros relevantes, como la temperatura del aire cuando se formó la nieve. En efecto, la temperatura de formación de la nieve determina la relación entre los dos isótopos naturales del hidrógeno, el hidrógeno-1 (que tiene un núcleo constituido sólo por un protón) y el hidrógeno-2 o deuterio (que tiene un núcleo constituido por un protón y un neutrón). También determina la relación entre los dos isótopos naturales más abundantes del oxígeno, el oxígeno-16, con 8 protones y 8 neutrones, y el oxígeno-18, que tiene dos neutrones más. Midiendo las concentraciones de estos isótopos en las distintas capas de hielo tenemos una estimación de cómo evolucionó la temperatura del aire. Finalmente, hay distintos métodos para relacionar la profundidad del hielo con su edad. Así que estas muestras de hielo fueron analizadas por trozos: cada fragmento fue cuidadosamente extraído y fundido, y se analizaron tanto los gases contenidos en las burbujas como el contenido isotópico de hidrógeno y oxígeno del agua obtenida con esa fusión.
Figura 3. En esta figura se muestra la variación de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera en el período 1750-2004, obtenida del análisis de muestras de hielos recogidas en Groenlandia (puntos), y la concentración medida en la estación de Mauna Loa (círculos, datos a partir de 1958). Como puede observarse, existe una superposición casi perfecta entre ambos conjuntos de datos. Fuente: D. M. Etheridge, L. P. Steele, R. L. Langenfelds, R. J. Francey, J.-M. Barnola y V. I. Morgan (1998): Historical CO2 records from the Law Dome DE08, DE08-2, and DSS ice core; C. D. Keeling y T. P. Whorf (2005): Atmospheric CO2 records from sites in the SIO air sampling network. En Trends: A Compendium of Data on Global Change. Carbon Dioxide Information Analysis Center, Oak Ridge National Laboratory, U.S. Department of Energy, Oak Ridge, Tenn., USA.
Las muestras de Groenlandia no proporcionan un registro tan amplio como las muestras de la Antártida, pero sí una mayor resolución temporal, debido a una mayor acumulación de nieve. La variación de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera, obtenida del análisis de muestras tomadas en Groenlandia, indica que, durante los últimos miles de años, la concentración de dióxido de carbono permaneció prácticamente constante, con un valor de 280 ppm, hasta que, al comienzo de la Revolución Industrial, hace 250 años, empezó a aumentar poco a poco, hasta llegar a las 290 ppm en 1850. A partir de entonces, cuando empezaron a utilizarse los combustibles fósiles en grandes cantidades, comenzó a crecer más rápido, hasta alcanzar valores de 315 ppm en 1958.
El análisis de los hielos recogidos en la Antártida nos ha permitido reconstruir la variación de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera en los últimos 420.000 años. En efecto, en enero de 1998, la perforación de la que extraen las muestras de hielo, en la estación rusa de Vostok, alcanzó los 3.623 metros de profundidad. El análisis de estas muestras ha puesto de manifiesto que las tendencias en los cambios de la concentración atmosférica de dióxido de carbono son similares en los cuatro ciclos glacial-interglacial que cubre este registro, como se muestra en la figura 4.
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