Kitabı oku: «Activos de aprendizaje», sayfa 2
Prólogo
Aprendiendo a jugar el partido de la educación
De entre las muchas imágenes luminosas, auténticos flashes, que la lectura de este libro dejará sin duda en la mente del lector hay una a mi entender especialmente afortunada, que puede ayudar a definir la propia propuesta contenida en estas páginas. Al comienzo del capítulo tres, se recupera una metáfora, en forma de pregunta, de David Perkins, según la cual en la mayor parte de las situaciones escolares se entrena para partidos que nunca se juegan. Dice Fernando Trujillo en este texto (ver aquí):
“En la escuela con frecuencia nunca llegamos a jugar el partido. No es extraño aun ver que somos capaces de pedir a nuestros estudiantes que memoricen la definición del cuento sin atrevernos a crear o a representar uno en clase; o podemos encargarles que hagan decenas de ejercicios sobre estadísticas o probabilidad sin llegar nunca a realizar una investigación donde unas u otras sean necesarias; o podemos recorrer todo el espectro de las Ciencias de la Naturaleza sin pasar nunca por el laboratorio, realizar una observación al aire libre o desarrollar un sencillo experimento. Somos, en muchos casos, entrenadores sin partidos”.
Según esta metáfora a las alumnas y alumnos se les enseñan habilidades, conocimientos, incluso valores y conductas, descontextualizados, que casi nunca tienen ocasión de desplegar o practicar en contextos reales, de forma que lo así aprendido carece muchas veces de sentido en cuanto se traspasan las paredes del aula, donde se juega el verdadero partido. En mi opinión, esta metáfora, la idea de que lo que da sentido a todo ese entrenamiento, a todo ese aprendizaje escolar, es jugar el partido de la vida, es sentir y vivir lo aprendido, puede resumir buena parte del aire fresco que este libro quiere introducir en las escuelas, en forma de nuevas (o no tan nuevas, según el autor) propuestas para quienes nos dedicamos a aprender y a ayudar a otros aprender. Pero al hacerlo, creo que nos invita a todos, no solo a los alumnos, a jugar el partido. También los docentes debemos jugar el partido de la educación en lugar de practicar o entrenar solo el viejo arte de enseñar.
Esa parece ser la principal utopía que se oculta en las páginas de este libro, que en lugar de limitarnos a enseñar lo mejor que podamos aquello que sabemos, nos propongamos jugar el verdadero partido de la escuela: formar a personas para participar en una sociedad cada vez más compleja, pero en la que, por lo mismo, cada vez caben más utopías. La escuela es en gran medida una consecuencia del sueño ilustrado, de la idea tal vez utópica de que el conocimiento nos hace mejores personas y mejores ciudadanos, por lo que es bueno que, de vez en cuando, alguien nos provea de la energía, de las vitaminas necesarias, para mantener vivo ese sueño y para seguir jugando el partido de educar. Si alguien necesita motivos para seguir alimentando ese sueño, este es su libro.
No solo las alumnas y los alumnos, sino todos los que participamos en la escuela (en un sentido amplio que incluiría no solo la Educación Secundaria sino también, por qué no, la Superior) debemos jugar el partido de la educación, y no solo entrenar el aprendizaje en las aulas. Ese sería para mí el principal cambio que debe afrontar la escuela, aunque a veces puede resultar intangible. El libro sugiere muchas dimensiones o direcciones de cambio, algunas emergentes, otras consolidadas, algunas cercanas, otras algo más utópicas. Se dice que han cambiado los contenidos, los agentes educativos, los métodos, las tecnologías, el entorno, que han cambiado los activos. Sin duda han cambiado, pero también se percibe que hay muchas cosas que no han cambiado. Las formas de evaluar, por ejemplo, se siguen pareciendo como una gota de agua a las que había hace décadas, no solo en muchos centros sino también en evaluaciones institucionales (como la difunta PAU, rebautizada como EBAU, pero a la que, me temo, todos seguiremos, significativamente, llamando Selectividad).
Los usos de las tecnologías siguen resultando más marginales de lo que la sociedad actual reclama, la separación del conocimiento en materias desconectadas entre sí, así como la propia lista de materias y asignaturas están claramente anticuadas, la distribución de los espacios y tiempos educativos, sobre todo en los niveles educativos superiores, no responde a las nuevas formas de interacción social, etc. Pero tal vez lo que más urgentemente debería cambiar, si queremos de verdad cambiar la escuela, son las metas y expectativas, la representación social de su función social, a qué se debe dedicar, a qué nos debemos dedicar quienes ayudamos a otros a aprender, ya que de las respuestas a esa pregunta se derivan muchos de los otros cambios posibles o necesarios.
Volviendo a la metáfora, ¿la meta es completar el entrenamiento o jugar el partido? No nos engañemos, de forma mayoritaria los espacios educativos siguen dedicados aún a entrenar a los alumnos y las alumnas para partidos que casi nunca van a jugar. En la escuela selectiva de la que provenimos el partido se jugaba siempre en el nivel educativo superior, se entrenaba para seguir entrenando porque algún día no tan remoto todo ese entrenamiento se traducía en un futuro social, profesional, que justificaba tanto esfuerzo, aunque la mayor parte de lo entrenado no sirviera en absoluto para ese nuevo juego, de acuerdo con el viejo y cínico dicho de que “la educación es lo que sobrevive cuando se olvida todo lo aprendido”1. No había partido que jugar porque la meta era el entrenamiento o la enseñanza escolar en sí.
Pero en la escuela actual, que pretende, y desde luego debe, ser inclusiva e integradora, las metas de ese entrenamiento diario no pueden estar supeditadas a lo que ocurra en los niveles educativos superiores, a los que no todos los alumnos van a acceder (por mucho que el acceso sea menos selectivo que antes). Ahora el partido se juega en otra parte, se juega más allá de las aulas. Mientras en las aulas se sigue enseñando Química, Matemáticas, Lengua o Historia, fuera del aula hay problemas, contextos, relaciones sociales, espacios virtuales, que no vienen etiquetados y para los que las formas de saber entrenadas en la escuela no siempre resultan fáciles de practicar, de desplegar, de jugar. Pasar de enseñar contenidos a educar personas es esencial para cambiar el juego de la educación y para jugar de verdad el partido.
En el libro que tiene ahora en sus manos, o en su pantalla, se mencionan numerosas estrategias, propuestas, ideas, que pueden ayudar a transformar poco a poco esos entrenamientos en verdaderos partidos. De hecho, cada capítulo es una avenida (el aprendizaje en servicio, las ciudades educadoras, la educación expandida, las comunidades de aprendizaje, el aprendizaje por proyectos, etc.) que conduce al campo de juego. Pero en el fondo en todos o en casi todos ellos hay una idea común, que yo formularía diciendo que se trata de recuperar para la escuela la fluidez, la naturalidad y el sentido que rigen los aprendizajes informales, pero sin perder las metas, la intención educadora, más allá del aquí y ahora, que debe guiar todo proyecto de educación formal2.
Mucho antes de que la escuela se convirtiera en el espacio definitorio, en el prototipo, del aprendizaje en nuestras sociedades, la cultura se transmitía, se perpetuaba, o al menos se intentaba perpetuar, en espacios de aprendizaje informal, no reglado. Aunque esos espacios siguen aún existiendo –por ejemplo, así funciona en gran medida el aprendizaje en la familia y en algún otro contexto- han ido perdiendo vigencia ante el empuje del aprendizaje institucionalizado, regulado y formalizado en títulos y acreditaciones. Sin embargo, aquellas formas de aprender tenían algunas virtudes que en la educación formal se han perdido.
Pensemos por ejemplo en el aprendizaje artesanal, que fue perdiendo espacio con la Revolución Industrial, tan vinculada al nacimiento de la escuela como proyecto taylorista. En el aprendizaje artesanal, que pervive en sociedades en las que los modos de producción industrial aun no son tan imperantes, no se entrena, se juega el partido. Lo que hay que aprender es parte de la propia actividad social que se está llevando a cabo, el contenido de lo que se aprende no se separa de su meta o contexto de uso. Para hacer una camisa, un cántaro o una alfombra no se enseñan habilidades descontextualizadas, no se descompone la acción en partes que se entrenan por separado, no se aprende solo, sino siempre con metas compartidas bajo la supervisión de alguien más experto. El problema, la solución y la emoción de aprender vienen unidos, surgen de un contexto que hace necesarios esos aprendizajes y les da sentido. Se aprende para resolver un problema con otros, para hacer una camisa o una alfombra. Ese es el partido, ese es el sentido del aprendizaje.
Frente a ello, la escuela asume una concepción talyorista, descontextualizada, del aprendizaje (cuya mejor imagen sigue siendo Chaplin apretando tornillos en Tiempos Modernos), en la que se entrenan o enseñan conocimientos, habilidades, conductas fragmentados, según un calendario y horario prefijado y arbitrario, sin que se sepa en qué partido (más allá del examen o de la evaluación) van a poder usarse ni quien va a ser capaz de integrar todo lo que la escuela ha desintegrado en forma de disciplinas, temarios y contenidos. Se pretende que los propios alumnos relacionen e integren esos conocimientos dispersos cuando la propia escuela no tiene mecanismos ni estrategias para hacerlo. Más que partir de las preguntas o necesidades del contexto, se proporcionan saberes cuyo contexto de uso y cuyo sentido no es claro, y no solo para los alumnos3. Hay texto, pero no hay contexto. Además, las reglas con las que se juegan los partidos del conocimiento más allá de la escuela no son las mismas que rigen en los entrenamientos o la enseñanza de los contenidos escolares. Nadie puede dudar de que las formas de gestionar la información y el conocimiento en la sociedad están cambiando de forma acelerada, mientras la escuela intenta mantener, como si no pasara nada, sus reglas de entrenamiento y sus propias metas, su lógica propia de otros tiempos.
Un caso simbólico es toda la polémica educativa, y la normativa que intenta aplacarla, sobre el uso de los teléfonos móviles (de los alumnos) en espacios escolares. Por supuesto que el uso de los smartphones puede interferir seriamente en lo que se está haciendo en el aula y perjudicar el aprendizaje de las alumnas y de los alumnos. Pero también es cierto que fuera de las aulas el partido de la información y el conocimiento se juega hoy por medio de los smartphones y los espacios virtuales a los que dan acceso. ¿Aprenderán los alumnos a jugar ese partido teniendo los teléfonos apagados y escuchando a sus profesores?
No se me entienda mal, no estoy diciendo que vayan a aprender más encendiendo sus móviles y apagando a sus docentes, sino que solo aprenderán a jugar el partido del conocimiento con sus móviles si sus docentes –y la escuela en general- diseñan espacios que entrenen a jugar esos partidos, si sabemos cómo y de qué manera podemos incorporar esas tecnologías y las formas de pensar que pueden hacerse posibles con ellas, a los espacios de aprendizaje escolar. En el libro se mantiene que esas tecnologías han impactado y están impactando con fuerza en la escuela, pero lo cierto es que, sin negarlo, ese impacto es mucho menor en las aulas que en el resto de los espacios sociales, posiblemente porque mientras la informatización de la medicina, el comercio o la banca apenas cambia el sentido de esas actividades, sus metas, la introducción de las TIC en las aulas supone un cambio radical no solo en sus metas sino en las funciones de sus principales agentes, los alumnos, pero sobre todo los profesores4.
Y es que este punto, el de lo que ha cambiado o no en la escuela, es uno de los más debatibles u opinables de este libro. Lo cual no es una crítica, sino al contrario, un elogio. Si de lo que se trata es de convertirnos en activos educativos, qué mejor estrategia que provocar nuestra inquietud, que movernos para estar de acuerdo, para dudar o disentir. Se puede concordar o no con algunas de las posiciones defendidas por Fernando Trujillo en estas páginas, o pantallas, pero ningún activo educativo puede mantenerse indiferente antes sus propuestas; nos vemos obligados a tomar posición y casi a iniciar el camino. En ese sentido, aunque pueda debatirse el grado de cambio educativo y, por tanto, lo que aún nos queda por caminar, creo que la dirección y el ritmo de cambió que aquí se proponen no solo son estimulantes, un complejo vitamínico para mantener viva la utopía o el sueño de la educación, sino también más realistas que utópicos, a pesar del subtítulo del libro. Son cambios que están ahí, al alcance de la mano, entre otras cosas porque ya hay muchas comunidades de aprendizaje y enseñanza que los han puesto en marcha. Y en su mayor parte funcionan.
Cuando se trata de cambiar las prácticas educativas, Emilio Sánchez suele diferenciar entre lo que ya se hace, lo que quisiéramos o deberíamos hacer y lo que podemos realmente hacer5, y mantiene una visión gradualista del cambio en la que debemos plantearnos como meta lo que podemos hacer, y no lo que deberíamos, pero aún no podemos hacer. De esta forma, lo que podemos hacer se convertirá en la zona de desarrollo próximo de nuestros siguientes pasos hacia esas metas más lejanas.
Creo que esa es también la propuesta de este libro. Las avenidas que se proponen para caminar hacia los campos donde se juegan los partidos del conocimiento son viables, están ya trazadas y recorridas por otros, pero además será más fácil dar esos pasos si el viaje se hace con otros y con la sabiduría de que tropezar es parte del camino y de que nadie gana el partido de la educación sin cometer errores, sin perderse alguna vez. Y si, además, se toma como guía del viaje este libro, estoy seguro de que el camino no solo será más transitable sino también más placentero.
Juan Ignacio Pozo
Catedrático de Psicología
de la Universidad Autónoma de Madrid
Introducción
Si miras superficialmente una escuela, todo parece detenido, a pesar del bullicio. Puedes creer que tienes delante de ti la misma escuela de tu infancia, las mismas sillas, las mismas pizarras, incluso el mismo profesorado.
Sin embargo, la educación está en movimiento. Los estudiantes cada vez nos señalan con más claridad que aprenden de maneras distintas y muchos docentes están dispuestos a acompañarlos enseñando también de manera diferente. Y al cambiar estudiantes y docentes, todo lo demás cambia: el sentido de la escuela, los objetivos y los resultados que se esperan, incluso los dispositivos que se usan son hoy distintos a los de ayer.
La pregunta, por tanto, no es si la escuela está en transformación o no, sino más bien hacia dónde avanza (o incluso si retrocede). El sentido de la marcha es lo más relevante en este momento, pues solo cuando decidamos hacia dónde camina podremos determinar el camino o la velocidad adecuada. Para ello es necesaria la utopía.
Mucha gente confunde utopía con imposibilidad, pero obviamente no es lo mismo. La imposibilidad es negativa y cierra las opciones de cambio. La utopía es esperanza y deseo; se ofrece al caminante como aliciente para dar un paso más, un nuevo paso. También tiene sus riesgos, obviamente: la utopía que no se alcanza genera frustración e insatisfacción en la misma medida que se espera que el logro genere mejora y felicidad.
Por eso los textos que aquí se ofrecen son breves fotografías a camino entre el presente y el futuro. O, mejor dicho, estos textos miran al presente como futuro, considerando los deseos y las necesidades, pero también las amenazas y los problemas que acechan por doquier. En nuestras manos está determinar no solo cuál es nuestra utopía sino también cómo queremos hacer el camino.
Precisamente para hacer juntos este camino incorporamos aquí, junto al concepto de utopía, un concepto propio de otro ámbito académico y social: los activos de aprendizaje. En sanidad se habla desde hace tiempo de activos de salud (Morgan, Ziglio y Davies, 2014) en la búsqueda por promover unas condiciones que promuevan la salud y eviten la enfermedad. Mediante estos activos, la comunidad y el individuo generan y participan en situaciones que les proporcionan bienestar y salud, contribuyendo así a la construcción colectiva de una sociedad más armónica y feliz.
De la misma manera, en nuestra vida personal y social contamos con activos de aprendizaje que promueven, estimulan y permiten un desarrollo integral equilibrado del individuo y la comunidad. En este sentido, cada individuo, inserto dentro de un entorno personal de aprendizaje, tiene a su disposición una amplia batería de “recursos”, que pueden ser usados consciente o inconscientemente para ampliar su conocimiento y su competencia: las personas que le rodéan, las situaciones y eventos en los cuales participa, los dispositivos con los cuales interactúa y los productos que genera se convierten así en oportunidades para aprender. Somos organismos que aprenden y nuestro entorno es una fuente constante de aprendizajes.
En este sentido, el texto que tienes en tus manos contiene fragmentos de un mapa de estos activos de aprendizaje que aún está por explorar. Las siguientes páginas, muchas de ellas sembradas en diversos blogs y publicaciones dispersas, y ahora recolectadas y preparadas para darles coherencia, no pretenden ni acotar el terreno ni ser exhaustivas, sino ser un mosaico razonablemente coherente de una educación en movimiento y en vías de transformación. Si al acabar su lectura, que aconsejamos acometer en pequeños sorbos, sientes tú también deseos de caminar, este libro habrá alcanzado su objetivo, que no es otro que provocarte y acompañarte en la acción.
Capítulo uno
La escuela como activo de aprendizaje: utopías de nueva escuela
“Creo firmemente que vivimos una revolución.
Hay signos de ello por todas partes… incluso en algunas escuelas”.
Jordi Adell6
Los seres humanos leemos la realidad a través de nuestros marcos mentales, que a su vez son una construcción de significados elaborada a partir de las experiencias vividas a lo largo de nuestra vida. Disponemos de marcos mentales para todo tipo de eventos y estos marcos nos permiten “entender” la realidad y actuar en ella. Algunos de esos marcos mentales son, incluso, ampliamente compartidos por un grupo, más o menos amplio, configurando así un marco cultural. (Trujillo Sáez, 2006).
Obviamente, disponemos de un marco mental y un marco cultural para entender qué significa aprender y enseñar, que incluye imágenes e ideas relacionadas con la escuela y la labor de los docentes. Toda la población escolarizada posee estos marcos mentales y culturales, lo cual explica que todos creamos saber cómo se aprende y se enseña de manera eficaz, aunque esta imagen “popular” (folk) no sea acertada ni esté relacionada con el conocimiento acumulado por las Ciencias de la Educación.
Sin embargo, visibilizar estos marcos mentales y culturales y ser capaz de deconstruirlos es el primer paso para la mejora de la educación, especialmente cuando el avance acelerado de transformaciones sociales y tecnológicas hace que el marco mental y cultural de finales del siglo XX puede que no sea la mejor manera de entender o intervenir en la educación del siglo XXI, como podemos ver a continuación.
Pues sí, yo soy Trujillo. Has leído bien: Trujillo. Es decir, yo me sentaba detrás de Terencio y Triviño, y justo antes de Úbeda y Uribarri. Éramos el final de la lista y cuando el profesor llegaba hasta nosotros, nos nombraba como quien realiza un gran esfuerzo, con un tono cansado a medida que se acercaba a los últimos nombres:
–“Terencio, Triviño, Trujillo, Úbeda, Uribarri.” Esos eran los límites de mi universo conocido.
Al otro lado de la lista estaban los Martínez y Mendoza. A los Pérez les pasaba como a Guadalajara, que todo el mundo sabe que está en el centro, pero nadie sabe ubicarla exactamente. Aún más lejos, en la otra clase, se hablaba de apellidos luminosos como Ariza o Benavente, pero yo nunca pude confirmar esta leyenda urbana. Los niños de la clase B nunca nos juntábamos con los de la clase A, como tampoco en nuestra clase hacíamos trabajos en pareja o en grupos ni proyectos ni aprendizaje por descubrimiento, en fin, ninguna de estas cosas modernas que ahora se estilan. En aquella época incluso teníamos Pretecnología, que a veces me pregunto yo cómo pudo alguien en el Ministerio de Educación de aquella época imaginar, cuando se hizo el currículo de la EGB, que después de la pre-Tecnología de los setenta y los ochenta llegaría la Tecnología de los noventa.
En fin, estos son mis antecedentes, y también el germen del orden de mi vida.
Entre muchas otras cosas, cuando uno entraba en la escuela, aprendía que todo tiene que estar cuadrado: desde la perspectiva de un niño, la escuela era una fila, una cuadrícula de mesas, una secuencia de clases fijadas por un horario en forma de tabla; desde la perspectiva del docente, la escuela es una serie de programaciones con objetivos que se alcanzan a través de actividades que se analizan con criterios de evaluación. En este brindis al sol de la previsión docente, toda actividad debe ser anticipada y reflejada por escrito en un formato estandarizado.
En el aula, todo se pretendía que estuviera perfecta y secuencialmente ordenado: entra el docente en clase, se abren los libros de texto, se revisan los deberes, se explica la página siguiente, se subrayan los cuadros resumen y se marcan nuevos deberes justo antes de salir para la siguiente clase, dejando atrás a los estudiantes fascinados por nuestra capacidad pedagógica.
Y todo ello, obviamente, para conseguir… ¿los mejores resultados? Según las estadísticas del propio Ministerio de Educación7 podemos estar contentos porque la evolución del abandono temprano de la educación y la formación es positiva: hemos pasado de un 30,3 % de la población de 18 a 24 años que no completaba la Educación Secundaria en 2006 a un 19,0 % en 2016. Ahora bien, aun reconociendo el avance, la media de la Unión Europea en 2016 es de un 10,7 % de la población y seguimos por encima de países como Portugal (que ha pasado del 38,5 % al 14,0 % en el mismo período) o Italia (que ha bajado del 20,4 % al 13,8 %).
Pero ¿cómo es posible que mantengamos estas estadísticas? Teníamos un plan, una estrategia, una tropa bien entrenada, unos estudiantes entregados, una familia concienciada y la Administración, dedicada a componer una ley educativa tras otra según fuera el color del partido político en el poder.
En mi opinión, para entender la situación es necesario comprender a Don Leocadio y a la Señorita Paqui.
Don Leocadio y la Señorita Paqui fueron nuestros maestros de la EGB. En los setenta Don Leocadio y la Señorita Paqui eran unos innovadores y dieron lo mejor de sí para convertir la educación del franquismo en una escuela más moderna y ajustada al proceso de transformación que vivía España; sin embargo, desde entonces, las estrategias de Don Leocadio y la Señorita Paqui, que no son más que una metáfora de una cultura educativa ajustada a esos años pretéritos, ya no nos sirven: están superadas y conducen al fracaso. Perdemos al alumnado, no convencemos a la sociedad y los propios docentes intuimos que el sentido de nuestra vida no puede ser llegar vivos al último tema del libro de texto, justo antes de la fiesta de fin de curso. Entre otras cuestiones, las estrategias de Don Leocadio y la Señorita Paqui no nos sirven porque nuestros estudiantes son conscientes del final de los dos mitos que las sustentaban: por un lado, “el maestro lo sabe todo”; por otro lado, “hijo, ve a la escuela, que allí te enseñan todo lo que hay que saber para la vida”.
Me temo que no es así. El conocimiento es el resultado de la participación en actividades sociales significativas, muchas de ellas en la red, pues siendo “nodos conectados” tenemos acceso a la información que nos permite generar conocimiento si se dan las condiciones adecuadas de trabajo, reflexión y reelaboración de la información para apropiarnos de su sentido. Y este conocimiento conectado nos permite intentar comprender y actuar en una realidad profundamente compleja, cambiante, escurridiza.
Sin embargo, hemos querido que el currículo sea un espejo de la realidad y por eso hemos seguido expandiéndolo y engordándolo como si el horario escolar no tuviera límites. Pues bien, resulta que el currículo no puede nunca abarcar toda la realidad. El currículo hoy es un espejo roto, fragmentado y que corta por muchos lados. Y nuestros estudiantes y nosotros somos conscientes de ello.
Solo cabe una posibilidad: prepararnos para la incertidumbre. Desarrollar competencias que nos permitan localizar información de calidad y compañeros para la aventura del aprendizaje. Aprender a filtrar la información, leerla críticamente, compartirla. Saber enfrentarnos a preguntas, encontrar respuestas y generar nuevas preguntas. Transferir lo aprendido a situaciones novedosas, y reflexionar sobre la experiencia vivida. Eso es hoy aprender.
Ustedes pueden creer que he cambiado de tema o que me he confundido con la sección de Ciencia Ficción Educativa, pero les aseguro que no. Hoy en nuestras escuelas hay decenas de docentes que crean en sus aulas espacios de aprendizaje como estos. Es decir, espacios de búsqueda y de diálogo entre todos los habitantes del aula y de conexión con otros nodos más allá. Así pues, hablemos de cómo los docentes crean hoy espacios de aprendizaje eficaces y duraderos en contextos de hiperabundancia de la información.
Para empezar, imagino que el lector conocerá la historia de Arquímedes o la de los pósits como ejemplos de serendipia. En el primer caso, Arquímedes descubrió el principio que lleva su nombre, según el cual todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso del fluido desalojado, al intentar descubrir si una corona había sido confeccionada con las cantidades y la proporción de oro y plata que decía el artífice de la obra. En el segundo caso, Spencer Silver, Art Fry y la compañía 3M inventaron uno de los iconos del diseño creativo (sic) gracias al fracaso de los adhesivos de acrilato y la frustración por fijar separadores en las páginas de un libro.
¿Qué tienen realmente en común ambas historias? ¿El nudo? ¿El desenlace? No, en realidad ambas historias tienen en común que surgen a partir de un reto. Y eso es precisamente lo que proponen los buenos docentes a sus estudiantes: retos. El reto puede ser construir una cámara de fotos con una caja de zapatos, lanzar un cohete al espacio o grabar un documental sobre la posidonia. Lo importante es que los estudiantes lo sientan como un auténtico reto, algo a lo cual merece la pena dedicarle tiempo y atención.
A partir del reto comienza un auténtico viaje en el cual los estudiantes deben localizar información, comentarla, organizarla, darle sentido, buscar respuestas o plantearse nuevas preguntas. Aquí es donde creamos un tiempo y un espacio para el auténtico aprendizaje, aquel que se plantea preguntas y busca respuestas.
En realidad, en mi opinión la clave no es tanto el nivel de control que mantengamos sobre el proyecto sino el porcentaje de diálogo que permitamos. Ahí es donde están tanto el descubrimiento como el auténtico aprendizaje. ¡Qué le vamos a hacer! Cientos de años de Ciencias de la Educación nos han llevado a concluir que los estudiantes aprenden mejor simplemente hablando entre ellos para resolver problemas, en vez de escuchándonos a nosotros, los docentes, contarles cómo se resuelven esos problemas.
Claro que esto abre otro tema de debate: ¿qué será más enriquecedor para el aprendizaje, un agrupamiento de estudiantes homogéneo o uno heterogéneo? Aquí recurriremos a las Ciencias Sociales y en concreto a la Teoría de Redes. Esta nos dice que puede haber lazos fuertes y lazos débiles. Por ejemplo, el lazo que te une con tu pareja es un lazo fuerte; el lazo que te une con una persona que acabas de conocer es débil. Si lo contemplamos ahora junto con la Teoría de la Información, los lazos fuertes son poco informativos mientras que los lazos débiles suelen ser más informativos por la simple razón de que el vacío de la información entre ambas personas, que es el motor de la comunicación, es mayor. Por ello, como se suele decir, en la variedad está el gusto, así que una manera de fomentar el aprendizaje en la escuela es alternar grupos cooperativos heterogéneos con distintos formatos a lo largo del año escolar (siempre que se tomen las precauciones y se realicen las actuaciones necesarias para garantizar la cohesión suficiente en estos grupos de tal forma que el diálogo –y el trabajo– fluyan).
En todo caso, estos grupos heterogéneos tienen que salir de su zona de confort. En primer lugar, salir de la zona de confort implica salir de clase, arriesgarnos a ver otras realidades distintas a las nuestras o a las que nos muestran los libros de texto. En segundo lugar, salir de la zona de confort significa ver la realidad de modo diferente, y ahí podemos recurrir a las muchas técnicas de creatividad que tenemos a nuestra disposición, desde los sombreros de De Bono hasta el Scamper, pasando por el Pensamiento Visual o el diseño de prototipos. Puede parecer increíble, pero todas estas técnicas están presentes ya, en cierta medida, en muchas de nuestras escuelas.