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Kitabı oku: «Historia de una parisiense», sayfa 2

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III

Sería un error creer que porque una mujer renuncie al amor de su marido en particular, deje por eso de amar en general. Después de los primeros desencantos de una unión desigual, la mujer se repone del choque y se reconcentra. Continúa su sueño interrumpido, reforma su ideal alterado por un momento; y dícese, no sin razón, que es imposible que el mundo se ocupe tanto del amor, por nada; que no es posible que este gran sentimiento que llena la fábula y la historia, cantado por los poetas, glorificado por todas las artes, eterna ocupación de los hombres y de los dioses, no sea en realidad más que una quimera, y una quimera desagradable a más. No puede persuadirse de que tales homenajes sean consagrados a una divinidad vulgar, que tan magníficos altares se levanten de siglos en siglos a un ídolo de barro. El amor sigue siendo, por consiguiente, a pesar de todo y por todo, la principal ocupación del pensamiento, y la perpetua obsesión del corazón. Sabe que existe, que otros lo han conocido, y se resigna difícilmente a vivir y morir sin conocerlo ella también.

Es seguramente un peligro para una mujer, el conservar y nutrir, después de las decepciones del matrimonio, el ideal de un amor desconocido; pero hay un peligro aún mayor para ella, y es perderlo.

Por esa época, madama de Maurescamp se ligó con una estrecha amistad con madama de Hermany, dos años mayor que ella. La amistad es la tendencia natural de una mujer honesta, que quiere seguir siéndolo, y que siente el vacío de su corazón. Por mucho que se vanagloriase de su independencia conquistada, Juana de Maurescamp sólo tenía veinticuatro años, y su misma rectitud la hacía mirar con horror la larga perspectiva de soledad y abandono que se extendía ante ella. Ni su madre, a quien ocultaba su pena por temor de que viera en ello un reproche, ni su hijo, demasiado niño para poderla ocupar mucho tiempo, ni su fe desvirtuada por la indiferencia irónica de la gente, nada era bastante a su inmensa necesidad de confianza, expansión y sostén. Abandonose, pues, con todo el ardor de su alma, un poco exaltada, a aquel sentimiento que creyó le sirviese desconsuelo y a la vez de salvaguardia.

La señora de Hermany, a quien honraba con su amistad, era entonces, como lo es todavía, una mujer sumamente seductora. Pertenecía a la variedad rara y exquisita de las rubias trágicas; sin ser muy alta, imponía por la perfección de su belleza, por el brillo extraño de sus ojos de un azul sombrío, por el royo de inteligencia de su frente ancha y pura; tenía en los extremos de su boca un pliegue misterioso, que parecía formado por un amargo desdén. Decíase que había sido muy desgraciada, y una cierta conformidad en su destino la ligaba con la señora de Maurescamp. Habíanla casado como a ella, con una ligereza culpable, y como ella también llegado, aunque por distinto camino, a ese divorcio convencional, tan frecuente en los matrimonios de la alta sociedad. Habíase casado con su primo Hermany, joven de un físico agradable, pero, con la costumbre y los vicios de un truhán. Se repetía que no solamente había continuado su vida de soltero sino que se la había hecho participar a su mujer, ya sea por una especie de malignidad perversa, bastante a la moda, ya simplemente por ignorancia. Participaba con él de las fiestas del mundo de contrabando, de las partidas de jóvenes, de las carreras, de los almuerzos en los restaurants. Contábase que en uno de estos almuerzos al cual asistía un príncipe extranjero, ofendida la joven al fin por el lenguaje que se tenía en su presencia, había abofeteado a uno de los convidados; algunos pretendían que había sido a su mismo marido, otros que al mismo príncipe. De cualquier modo, desde aquel incidente, que hubiese o no recibido la famosa cachetada, el señor Hermany había sido invitado a considerarse como viudo. No lo sintió mucho, porque su mujer, en quien no podía desconocer la más humillante superioridad, le inspiraba tanto temor, que muchas veces se embriagaba para darse valor al presentarse delante de ella.

Esta leyenda, que era casi una historia, era conocida de la señora de Maurescamp, y ella prestábale gustosa todo aquello que pudiese hacer más interesante el papel de la señora Hermany. Representábasela joven y bella, sumergida en aquella sociedad infame, de la que la veía salir indignada y sin mancha, y se gozaba en colocar sobre su frente la aureola de las jóvenes mártires del cristianismo.

Lisonjeada y agradecida por aquel culto bondadoso, retribuíale la señora de Hermany su afecto con menos entusiasmo, pero con más sinceridad. Muy espiritual, instruida, algo artista, era muy capaz de apreciar los méritos de su amiga, y de competir con ella.

Pronto estuvo al cabo de todos sus secretos, y Juana creyó conocer los suyos. Sus existencias estaban ligadas íntimamente. Visitaban juntas y juntas recorrían las tiendas; tenían el mismo palco en la ópera francesa; iban juntas a los cursos de la Sorbona, y cuando llegó el verano, las dos se establecieron en Deauville, en el mismo pueblo.

Fue allí donde acaeció un acontecimiento que debía dejar un recuerdo profundo en el alma de la señora de Maurescamp.

Aunque conduciéndose muy bien las dos graciosas amigas, vivían en el gran mundo y eran muy rodeadas. Tan linda pareja, como decía la señora de Hermany, no podía dejar de llamar la atención de los admiradores.

Los aficionados al baile, de París, poblaban la costa, desde Trouville hasta Cabourg. A más, los señores de Maurescamp y de Hermany, con la deferencia de todos los maridos, tenían buen cuidado de llevarles algunos amigos todos los sábados por la noche, por si acaso.

Los homenajes de todos aquellos dilettantes eran acogidos sin cortedad ni familiaridad, con la seguridad tranquila y risueña que caracteriza a las mujeres de la sociedad que son honestas, y también a las que no lo son.

Por la noche tenían su conciliábulo antes de acostarse, y pasaban en revista burlesca a todos los pretendientes del día: llamaban ellas a eso la matanza de los inocentes, y algunas veces, la cacería de las antorchas. La señora Hermany era en esta ejecución nocturna, verdaderamente feroz. Entre los que trataba más mal, figuraba un joven llamado Salville, a quien llamaba el bello Salville, y que era, según decía, el más estúpido director del cotillón que jamás hubiese conocido. A la señora de Maurescamp, menos amarga, le parecía bello, y buen muchacho, sobre lo cual, la señora de Hermany le reprochaba, riendo, su gusto de pensionista y lavandera, por los mosquitos. En cuanto a ella, si no estuviese, por muchas razones, desencantada de los enamorados, no podría amar sino a un hombre maduro; y en seguida hacía de este hombre maduro a quien ella habría amado, un retrato severo y magistral, que desgraciadamente no se parecía a nadie.

Una noche, a fines de agosto, Juana habíase retirado a su habitación para escribir a su madre antes de acostarse. Era más de la una de la noche cuando terminó su correspondencia. La noche estaba tormentosa, y al acercarse a una ventana, vio los relámpagos que recorrían el horizonte, y rozaban silenciosamente el mar. Por intervalos, truenos lejanos, semejantes al mugido del león en los desiertos de África, mezclábanse a la fiesta. Ella sabía que madama de Hermany adoraba estas grandes escenas dramáticas de la Naturaleza, y creyéndola aún levantada, pues se había dicho que ella también escribiría hasta tarde, bajó al piso inferior y llamó suavemente a la puerta. No recibiendo respuesta, la creyó dormida; entonces, tuvo la idea de bajar al piso bajo, para ver mejor a través de las grandes ventanas de la baranda, el espectáculo de la tempestad sobre el Océano. Cuando abrió la puerta del salón, con su candelero en la mano, entrevió en la media obscuridad, dos formas humanas que se levantaron violentamente; dio un grito de temor que contuvo inmediatamente al reconocer a la señora de Hermany, quien adelantándose le tomó violentamente de los puños, diciéndole vivamente:

– ¡Silencio!

En seguida, volviéndose hacia un joven que permanecía en medio del salón en una actitud bastante embarazosa:

– Vamos, vete – le dijo.

El joven saludó y salió por la puerta del salón; era el bello Salville.

La señora de Maurescamp, en extremo admirada de aquel doble descubrimiento, dejó caer la bujía, que se apagó; después de algunos segundos de inmóvil estupor, dejose caer sobre un diván que tenía cerca y cubriéndose el rostro con las dos manos, púsose a sollozar.

La señora de Hermany, yendo y viniendo por el salón a obscuras, en el desorden de una bacante, detúvose al fin delante de Juana:

– ¿Creía que era una santa? – dijo.

– Sí – contestó sencillamente Juana.

La señora de Hermany, encogiéndose de hombros, dio todavía algunos pasos. Después, volviéndose bruscamente:

– ¿Cómo habéis podido creer eso? – volvió a decir – . ¿Cómo es que habéis podido pensar que saliese ilesa de esos cenagales donde el miserable de mi marido me ha lanzado?

Juana no contestaba, ahogada por los sollozos.

– ¿Sufres, hija mía?

– Mucho.

– Vamos, ven, entonces, a respirar el aire libre, ven.

Y tomándola de la mano, la levantó con alguna violencia y la llevó fuera. Hízola sentar a algunos pasos de la baranda, sobre el terrazo, y permaneció de pie, recostada sobre una de las columnillas que sostenía la galería. Miraba a la mar sobre la que continuaban pasando algunas luces intermitentes.

Después de un largo silencio, alzó la voz nuevamente:

– Eres una loca, querida Juana – dijo – , eres una loca, como yo lo he sido, como lo somos todas en el principio de la vida. Mi marido, después de todo, me ha hecho un servicio sin quererlo; me ha libertado de mis pañales, y aliviado de mis excesos de idealismo. La verdad es, querida mía, que todas somos ridículamente educadas… Esas educaciones etéreas falsean nuestro entendimiento… Lo cierto es que no hay nada en la tierra, ni en el cielo, mucho lo temo, que pueda responder a la idea que nos hemos formado de la felicidad… Nos educan como a espíritus puros, y en realidad no somos más que mujeres… hijas de Eva… nada, nada más. Nos vemos obligadas a descender o a morir, sin haber vivido… Quien quiera hacer de ángel, hace de estúpida, ¿sabes? ¡Ah! ¡Mi Dios! Nadie empezó a vivir con un corazón más puro que yo, os lo aseguro, ni con ilusiones más generosas, ni más elevadas creencias… Pues bien, yo he reconocido, un poco antes que otras, gracias a mi honrado marido, que todo eso era sin objeto, sin aplicación, ni realidad… que nadie me comprendía… que hablaba una lengua desconocida en nuestro planeta… que yo era la única de mi especie, en una palabra. He tenido que resignarme a elegir, aceptar los únicos placeres de que este mundo dispone…; después de haber soñado con amores extraordinarios, he tenido que contentarme con un vulgar… pero, no hay otros, porque hay que responder a nuestro destino, y el destino de una mujer es amar y ser amada… ¡Esto es todo, querida!

– ¿Qué quieres? Soy un ángel caído… y trato de arrastraros en mi caída… ¿No es verdad? ¿No es ése vuestro pensamiento?.. Así lo leo en vuestros grandes ojos, a cada relámpago que pasa…; A más de esto, la decoración está ahí. Ese cielo y ese mar ardiente… y yo aquí, con el cabello en desorden y presentando mi frente a la tempestad… Muy poético, ¿no es verdad? De todos modos, soy bien miserable al deciros tales cosas; siempre hay tiempo para aprender.

– ¿Por qué me lo decís? – preguntó Juana, que durante aquel extraño discurso había recobrado alguna calma.

– ¿Acaso lo sé yo? – dijo la señora de Hermany – . ¡Ah! ¡gracias a Dios ya llueve!

Bajó rápidamente dos o tres escalones de la gradería, y expuso su cabeza a la lluvia, que empezaba a caer con fuerza, recogiendo las gruesas gotas en sus manos y refrescándose con ellas la frente.

– Os ruego, Luisa, que entréis – dijo con dulzura Juana.

Subió lentamente y parándose delante de su amiga:

– Tendremos que separarnos – dijo con tono breve y altanero.

– ¿Por qué? – dijo Juana – , yo no tengo la pretensión de reformar el mundo… lo único que os pido es que no me habléis nunca de vuestros amores ni de los míos. Sobre todo lo demás, nos entenderemos perfectamente… Nuestra amistad será para mí un gran recurso, y creo que la mía podrá seros útil.

La señora de Hermany la estrechó apasionadamente contra su pecho, y besándola:

– Gracias – le dijo.

Volviéronse ambas a sus habitaciones; y dos horas después, cuando, el día empezaba a aclarar, Juana estaba todavía sentada a los pies de su lecho con las mejillas húmedas y la mirada fija en el espacio.

IV

Nada conmueve más nuestro ser moral como el descubrimiento de las debilidades de aquellos que personificaban para nosotros lo bueno y lo digno; sean ellos nuestros padres, nuestros amigos o nuestros maestros. Cuando cesamos de estimar a los que habíamos consagrado nuestra estimación y respeto, nos sentimos impulsados a dudar de las mismas virtudes que antes admirábamos. Los falsos ídolos nos hacen dudar hasta de la misma religión.

Esta fue la razón especiosa y muy humana que hizo que la señora de Maurescamp, no quedándole duda de la perversidad de los sentimientos de su amiga, cayese en desalientos tan afligentes como peligrosos. De un carácter demasiado elevado para romper ruidosamente con aquélla con quien había tenido tan estrecha amistad, tanto en privado como en público, no por eso, dejó de conocer que aquella amistad había pasado. La aureola esplendorosa que había colocado sobre su frente, habíase extinguido para siempre, y extinguiéndose en el barro, como las luces de los fuegos artificiales. Habríale perdonado un amor menos culpable, que hubiese sido disculpado por su objeto; habríale perdonado Petrarca, Dante, Goethe, pero no le perdonaba al bello Salville. No le perdonaba su afectación hipócrita en llenarle de ridículo, y, sobre todo, no le perdonaba que hubiese intentado desmoralizarla, exponiéndola con un orgullo de demonio, su teoría perversa, y tanto menos la perdonaba, cuanto que sentía que había casi logrado su objeto, y que poco a poco el veneno iba infiltrándose en sus venas.

En efecto, bajo la impresión de aquel nuevo desencanto, Juana de Maurescamp frecuentó la sociedad, desde entonces, con menos ilusiones y optimismo que antes. Observó con ojos más experimentados lo que pasaba a su alrededor; muchos comentarios que había tenido por calumnias, pareciéronle verosímiles; y muchas relaciones que juzgara inocentes, fuéronle sospechosas. Habiendo creído ver en el mundo más virtudes que las que hay en realidad, empezaba a no creer en ninguna. Preguntábase si en efecto no sería única en la especie, como se lo había dicho la señora de Hermany, y si, sus sentimientos e ideas sobre la vida, y, sobre todo, sobre el amor, no eran solamente el resultado de una educación artificial y de una imaginación falseada por las utopías de los poetas; y, finalmente, si el placer, tal cual era, no era mejor que nada.

Es un espectáculo tierno y conmovedor el que presenta una joven honesta, que ha llegado a una época de la vida mundana, casi inevitable, luchando en su agonía, y expuesta a caer de un momento a otro, de un exceso de idealismo, a un exceso de realidades.

A más de los filósofos, hay siempre un buen número de curiosos dispuestos a seguir con interés está especie de pequeños dramas. El mundo está lleno de gente que no se ocupa en otra cosa, que esperan también que les llegue su turno, y que se ingenian en precipitar el desenlace. Uno de los más desdeñosos de la especie, era entonces el vizconde de Monthélin, muy conocido en la alta sociedad parisiense. M. de Monthélin amaba exclusivamente el amor, y con ello tenía ya un título para con las damas. No jugaba, ni fumaba, ni iba al círculo. Cuando, después de comer, todos los hombres se reunían para fumar, él se quedaba con las señoras. Con esto conseguía grandes ventajas, de las que abusaba gustoso. No era ya joven, pero era elegante, buen decidor, con aire caballeresco y un corazón que era una verdadera cloaca de corrupción. Su ya larga existencia la tenía consagrada a husmear los matrimonios en desgracia, y acabar con ellos. Era su especialidad. Dos o tres duelos, uno de ellos con el conde Jacobo de Lerne, que habíale llamado el tiburón de los salones, habían puesto el colmo a su reputación.

Desde el invierno que siguió a la estadía de las dos amigas en Douville, no quedó duda de que el señor de Monthélin miraba a la señora de Maurescamp como una presa ya casi segura. Viósele estrechar su amistad con su marido, al mismo tiempo que estrechaba el círculo de sus operaciones alrededor de Juana. Sus visitas a la hora del crepúsculo fueron cada vez más frecuentes; arreglose de modo de poderla encontrar por las mañanas en el bosque, y presentábase regularmente en su palco el viernes en la Opera y los martes en los Franceses.

En su profunda enervación moral y en su aislamiento desesperado, Juana, casi sin defenderse, dejábase arrastrar por esa fascinación que ejerce casi siempre sobre las de su sexo, la insistente persecución de un hombre.

Sentíase poco a poco presa de vértigos de las continuadas y sabias evoluciones que el señor de Monthélin describía en torno suyo. Empezó a concederle esos pequeños favores, que son casi siempre el preludio del completo abandono. Es así como fue tomando la costumbre de informarle de las visitas que pensaba hacer, de las casas donde podría hallarla; y hasta le indicaba las horas en que la encontraría sola en su casa; en los bailes, como él no bailaba, le reservaba algunos bailes sentados, es decir, las ocasiones a solas, tras del abanico, bajo la sombra de un cortinado o de una palmera en el invernáculo. Estos manejos, a falta de otros, causábanle una turbación que la entretenía; la emoción del peligro, que agitaba sus nervios, hacíale creer en una pasión. En una palabra, la desgraciada y noble Juana se hallaba en vísperas de la caída más vulgar, cuando un tercer personaje intervino en el escenario.

Era una mujer, una anciana, la condesa de Lerne; madre de Jacobo de Lerne, que había sido herido en duelo, algunos años antes, por el señor de Monthélin.

La señora de Lerne había sido siempre una mujer sin principios, pero sin malevolencia, aunque muy espiritual. Tenía el buen sentido de no haberse hecho mogigata, después de haber sido una coqueta. Su indulgencia por las debilidades por que ella también había pasado, su buen humor, sus buenos consejos, y su situación de familia y de fortuna, valíanle, a pesar de los recuerdos todavía vivos de su juventud, la simpatía general. Su salón era muy buscado; allí se reunían los hombres más distinguidos en la política, la literatura y las artes. Agregaba algunas jóvenes bellezas, como para adornar el paisaje. Juana de Maurescamp, con su elegante hermosura, y tímida superioridad, era uno de los encantos de aquel salón modelo. La vieja condesa prodigábale todo género de atenciones y lisonjas para atraerla y retenerla. Dos razones tenía para obrar así; la primera, muy confesable, era aumentar el brillo de sus reuniones; la segunda, menos cristiana, hacer de ella la querida de su hijo.

Hacía siete u ocho años que había perdido a su hijo mayor, Guy de Lerne; el segundo, Jacobo, salía de Saint-Cyr al tiempo de la muerte de su hermano. Viendo a su madre sola, dio su dimisión para vivir a su lado. Era un joven muy bien dotado, que si hubiese querido dar impulso a sus dotes naturales, habría llegado a ser un hombre de talento. Pintaba acuarelas muy agradables, pero sobre todo era excelente músico, y algunas de sus composiciones, valses, «berceuses» y sinfonías eran de un mérito superior. Pero sea indolencia natural, sea el desaliento de ver interrumpida su carrera, no era otra cosa que un simple dilettante, y para complemento, se había convertido en un mal sujeto. Excepto en casa de su madre, donde el deber lo retenía, poco se le veía en la buena sociedad, donde nada se divertía, y sí mucho en la mala, donde parecía gozar inmensamente. La señora de Lerne había intentado casarle en los primeros tiempos, hay que hacerle esta justicia; pero se había manifestado tan recalcitrante sobre aquel artículo, que había variado de pronto sobre sus ideas de una unión honorable que lo sacase cuando menos de sus malas compañías.

Hacía tiempo que había echado los ojos para tan laudable destino, sobre Juana de Maurescamp, cuyo desastre conyugal no había escapado a su vieja experiencia. Sin entrar al respecto con su hijo en explicaciones malsanas, trató siempre que pudo de ponerle ante sus ojos a aquella seductora criatura, sin descuidar ninguna ocasión de revelar sus bellas cualidades. Pero Jacobo, aunque evidentemente impresionado de la extrema belleza de Juana y de su distinguida inteligencia, no había manifestado sino un interés distraído. Fue entonces cuando la condesa, que vigilaba atentamente a la joven, viéndola a punto de caer en los lazos de Monthélin, resolvió dar un golpe teatral, tanto en el interés de su hijo cuanto por odio hacia el hombre que había podido matarle.

Escribió una mañana a Juana, diciéndole que iría a verla, salvo contraorden, a las tres de la tarde, porque tenía que confiarle algo muy importante y agradable. Juana, algo intrigada con aquel misterio, la esperó a la hora indicada. Viola entrar en su gabinete con un sirviente portador de una de esas casillas de mimbre, adornada con cordones, franjas y borlas, que se usan ahora para los perros. La condesa llevaba maternalmente entre sus brazos a un pequeño perrillo de pelo largo y sedoso, una verdadera miniatura de faldero blanco y rojo, que decía ser originario de Méjico y que era admirado y codiciado por todos sus conocedores.

– Mi muy querida – dijo – , me habéis dicho que estabais enamorada de Toby. Permitidme que os lo regale.

La señora de Maurescamp exclamó:

– Pero, ¡es posible!

– Hace mucho tiempo que me preguntaba qué es lo que podría hacer para agradecer a una joven tan amable y encantadora como vos, su bondad y fidelidad para con una amiga anciana… Es una cosa tan rara… Estoy tan agradecida, ¡tan agradecida! Al fin he hallado algo que pueda agradaros, y soy feliz, podéis creerlo.

Juana no recordaba muy bien la ocasión en que había manifestado su entusiasmo por Toby, pero, no por esto, dejaba de apreciar el sacrificio que se le hacía.

– ¡Ah, señora, querida señora! – dijo toda confundida – . ¿Pero, cómo podré aceptar un animal tan lindo, tan gracioso, tan extraordinario? ¡Pero qué privación! ¡oh Dios mío! ¡y esa casilla tan preciosa!

No, no es posible… y para acabar la frase, Juana saltó al cuello de la condesa de Lerne, cosa que hizo aullar a Toby.

– Ven, amor mío – dijo Juana tomándolo en sus brazos y cubriéndolo de caricias.

Sentáronse, y la señora condesa, contestando a las preguntas repetidas de Juana, diole instrucciones sobre el modo de cuidarlo, alimentarlo, y hasta de medicamentar a Toby.

En seguida se informó de la salud de Maurescamp, añadiendo:

– No sé por qué os lo pregunto, no hay sino mirarlo… su salud es admirable. ¡Es un hombre magnífico… magnífico! Da gusto ver un hombre así…

– ¿Y vuestro hijo? – preguntó Juana – . ¿Cómo está?

– ¿Mi hijo?.. ¡Ah! él es otra cosa… delicado de naturaleza… ya sabéis, artista, pero en fin, ¡sino fuera más que eso!

– Pero, ¿es un buen hijo? – dijo tímidamente Juana.

– Ciertamente, es un buen hijo; en cuanto a esto, sí, es un buen hijo, no hay duda. Y, decidme, queridita, ¿estaréis libre mañana? Es mi miércoles… ¿Queréis venir a comer con nosotros? Os encontraréis con vuestra amiga la señora de Hermany.

– Con mucho gusto… Creo que el señor de Maurescamp no tiene ningún compromiso.

– Perfectamente, entonces… Pues bien, cuento con vosotros.

Levantose la señora de Lerne como para retirarse, pero antes quiso despedirse de Toby y Juana volvió a manifestarle sus agradecimientos. Al fin la palabra que esperaba la señora de Lerne salió de sus labios:

– ¡Dios mío! ¿qué podré hacer yo a mi vez que pueda seros agradable?

La condesa volviose bruscamente hacia ella y mirándola con su amable sonrisa de vieja:

– Casad a mi hijo – díjola.

– ¡Ah! en cuanto a eso – contestó alegremente la señora de Maurescamp – , es una empresa de que no me siento capaz.

– ¿Por qué, pues? – repuso en el mismo tono la condesa – . Por el contrario, yo os considero capaz para todo.

Juana abrió, sin contestarle, sus grandes ojos interrogadores.

– Yo estoy verdaderamente convencida de que mi hijo aceptaría gustoso la mujer que le designarais.

– Pero, ¿qué ocurrencia, mi querida señora? – continuó Juana, mirándola siempre con la misma sorpresa.

– No me chanceo… Y si tuvieseis una hermana que se os pareciese, sería asunto concluido.

– Os aseguro – dijo Juana – , qué no os comprendo… Vuestro hijo apenas me conoce.

– Perdón… os pido mil perdones; mi hijo os conoce perfectamente… es muy observador… Muy perspicaz… Sé perfectamente que os aprecia mucho… No tengo más que decir sobre eso… Pero estoy segura de que, en cuanto a esta cuestión del matrimonio, tendríais grande influencia sobre él… Y si le propusieseis, supongo, a una joven, una de vuestras amigas… pues bien, yo creo que la aceptaría con los ojos vendados, os lo aseguro.

– ¡No creo una palabra! – exclamó Juana.

– Y yo estoy segura… Ensayad y veréis.

Las dos echáronse a reír.

– No, seriamente – replicó la condesa – , pensad un poco en ello… Buscad entre vuestras amigas, entre vuestras conocidas… ¡Ah! me haríais un gran servicio.

– Pero os diré primeramente que vuestro hijo me da mucho miedo.

– ¡Oh! – exclamó la condesa estupefacta.

– Positivamente… Tiene un aire tan burlesco… Es tan mordaz, tan acerbo… Y en fin…

La joven pareció perpleja.

– Y a más es un calavera, ¿no es verdad?

– ¡Oh! ¡Dios mío! Yo no sé, yo no tengo que ver con esto.

– Sí – dijo la condesa – , es un calavera, no hay duda, pero como todos estos perdidos, tiene un corazón de oro, y a más de todo esto, es encantador… ¡Ah! que obra de caridad sería la vuestra, hija mía, si me ayudaseis a librarlo de las garras de esa Lucy Marry… porque es Lucy Marry ahora, ¿sabíais?

– ¡Ah!

– Sí, de la Opera… la que hace de paje… ¡Esto es horrible, horrible! Ya veréis eso con vuestro hijo. Mientras tanto, tratad de casar al mío, y qué bueno sería eso… y nadie, os lo repito, sino vos, puede hacer ese milagro… ¡Adiós, querida hermosa! Volvió a besarla, y ya en la puerta, antes de salir, volvió a decirle:

– Mañana le diréis algo, ¿no?

– ¡Vaya! veré de hacerlo – dijo Juana.

La condesa se retiró al fin muy contenta de su campaña y no tenía por qué no estarlo, pues por la primera vez, desde muchos meses atrás, se ocupaba Juana de otro hombre que no fuese Monthélin. Había comprendido muy bien lo que la señora de Lerne le había dicho con insinuaciones y palabras solapadas, a saber, que tenía en su hijo Jacobo un admirador fervoroso. Esto la intrigaba, ¿Cómo? ¿por qué? ¿Qué relación existía entre ellos? Nada de esto podía explicarse.

Tendiose en su sillón y trató de recordar las ocasiones en que se había encontrado con él, las palabras que le había dicho, su actitud y la expresión de su mirada. Era cierto que aquel mocetón, frío, espiritual y fastidiado, le había intimidado siempre; sentíase inquieta cuando se le acercaba en su salón. Creyó recordar, sin embargo, que siempre la había tratado con una cortesía excepcional, dispensándola de las bromas burlescas con que gratificaba a las demás mujeres. Halagábala el pensar que era respetada por aquel libertino. Trajo a su memoria, aquella bella fisonomía cansada y altanera, aquellos ojos penetrantes, sus mejillas limpias y sus largos bigotes caídos a lo tártaro. Sonriose a la idea de tomar a aquel personaje, terror de las jóvenes, bajo su protección maternal; pero acabó por decirse que nunca se atrevería a hacerlo.

Entregada estaba a estas reflexiones, alisando con su blanca mano las grandes orejas de Toby, cuando la puerta dio paso a la bella presencia y a las patillas azulejas del señor de Monthélin.

El joven Toby que no había visto todavía al tiburón de los salones, porque el señor de Monthélin no iba a casa de la señora de Lerne, le tomó seguramente por un malhechor, y sin embargo, le demostró que no le temía. Bajose de las rodillas de su señora, y se apostó resueltamente delante de ella ladrando furiosamente, y aun atacando a su enemigo.

No hay nada que desconcierte tanto a un galanteador de damas, sobre todo cuando tiene pretensiones a sus favores como un pequeño incidente de esa especie. Juana de Maurescamp, que era tan sagaz como cualquier otra, y aun más, no, pudo dejar de reírse del contraste que ofrecía el señor de Monthélin con su expresión amable y la inquietud manifiesta que le causaba la agresión de Toby. Así fue como Toby, cual si estuviese en el complot de la señora de Lerne, contribuyó a su-buen éxito con su humilde contingente.

Después de aquel estreno comprendió Monthélin que una escena de amor era imposible. Limitose, pues, aquel día a tocar ligera y melancólicamente lo concerniente al amor, y resignose a acariciar a Toby, puesto que no podía ahogarlo.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
28 eylül 2017
Hacim:
110 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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