Kitabı oku: «Los hermanos Karamazov», sayfa 14

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CAPÍTULO XI
OTRA HONRA PERDIDA

De la población al monasterio no había mucho más de una versta. Aliocha avanzaba rápidamente por el camino, desierto a aquella hora. Era ya casi de noche y la visualidad no alcanzaba treinta pasos. A medio camino, en una encrucijada, se alzaba un sauce solitario, y debajo de él se percibía una silueta humana. Apenas llegó Aliocha a la encrucijada, la silueta dejó el árbol y se precipitó sobre el caminante.

–¡La bolsa o la vida! —gritó.

–¿Pero eres tú, Mitia? —exclamó Aliocha, profundamente impresionado.

–No esperabas encontrarme aquí, ¿verdad? No sabía dónde esperarte. ¿Cerca de la casa? De allí parten tres caminos, y no podía vigilarlos todos. Al fin, se me ha ocurrido esperarte aquí, por donde forzosamente tenías que pasar, ya que no hay otro camino para ir al monasterio… Bueno, habla. Dime toda la verdad. Aplástame como a un gusano. ¿Pero qué tienes?

–Nada: es el miedo. Y además, Dmitri, la sangre de nuestro padre…

Aliocha se echó a llorar. Hacía rato que lo deseaba. Le parecía que algo se desgarraba dentro de él.

–Casi lo matas —añadió—. Lo has maldecido. Y ahora… bromeas.

–Es verdad. Esto es innoble; no es propio de la situación.

–Lo digo porque…

–Un momento. Observa esta noche sombría, esas nubes, ese viento que se ha levantado. Cuando te esperaba debajo del sauce, me he dicho de pronto (Dios es testigo): « ¿Para qué seguir sufriendo? ¿Para qué esperar? He aquí un sauce. Con el pañuelo y la camisa, pronto habré trenzado una cuerda. Además, tengo los tirantes. Voy a quitar la tierra de mi vista.» De pronto oí tus pasos. Fue como si un rayo me iluminara. «Sin embargo, hay en el mundo un hombre al que quiero. Aqui viene. Es ese hombrecito, mi hermano menor. Lo quiero más que a nadie en el mundo; es el único a quien quiero.» Tan vivo ha sido mi afecto por ti en ese instante, que he estado a punto de arrojarme a tu cuello. Pero, de pronto, he tenido una ocurrencia estúpida: «Voy a darle un susto. Así lo divertiré.» Y he gritado como un imbécil: «¡La bolsa o la vida!» Perdóname esta tonteria. Esto ha sido un disparate, pero te aseguro que en el fondo soy una persona sensata… Bueno, habla. ¿Qué ha ocurrido en casa de Catalina Ivanovna? ¿Qué ha dicho? ¡Aplástame, aniquílame sin miramientos! ¿Está desesperada?

–Nada de eso, Mitia. Las he visto a las dos.

–¿A qué dos?

–Gruchegnka estaba en casa de Catalina Ivanovna.

Dmitri se quedó pasmado.

–Eso no es posible. Tú deliras. ¡Gruchegnka en su casa!

En un relato inhábil, pero claro, Aliocha explicó a Dmitri lo más esencial de lo ocurrido en casa de Catalina Ivanovna, y añadió a ello sus impresiones personales. Su hermano lo escuchaba en silencio, mirándole impasible, y Aliocha veía claramente que todo lo comprendía, que se daba perfecta cuenta de lo sucedido. A medida que avanzaba el relato, su semblante iba cobrando una expresión amenazadora. Tenía las cejas fruncidas, los dientes apretados, la mirada cada vez más terrible en su obstinada fijeza. De súbito, se operó un inesperado cambio en aquellas facciones contraídas por la indignación. Sus crispados labios se desplegaron, y Dmitri estalló en una risa franca, irreprimible, que durante un rato le impidió hablar.

–¿De modo que no le ha besado la mano, que se ha marchado sin besarle la mano? —exclamó en un transporte morboso, que habría podido calificarse de insolente si no hubiera sido ingenuo—. ¿Y Catalina Ivanovna la ha llamado tigresa? Desde luego lo es. Merece el patíbulo. Ésta es la opinión que tengo de ella desde hace mucho tiempo. En ese acto de no besar la mano de Catalina Ivanovna se ha mostrado enteramente tal como es esa criatura infernal, esa princesa, esa reina de todas las furias. Algo hechicero en cierto modo. ¿Se ha ido a su casa? Pues ahora mismo… ahora mismo voy en su busca. No me censures, Aliocha; convengo en que ahogarla sería poco.

–¿Y Catalina Ivanovna? —dijo Aliocha tristemente.

–También a ella la comprendo, y mejor que nunca. Sería capaz de lanzarse al descubrimiento de las cuatro partes del mundo; digo, de las cinco. ¡Atreverse a dar semejante paso! Es la Katineka de siempre, la pensionista que no teme ir a ver a un oficial malcriado, con el noble propósito de salvar a su padre, exponiéndose a sufrir la más grave de las afrentas. ¡Ah, ese orgullo, esa sed de peligros, ese reto al destino llevado al límite! ¿Has dicho que su tía ha intentado disuadirla? Es una mujer despótica, hermana de esa generala de Moscú. Galleaba mucho, pero su marido hubo de confesarse culpable de malversación de fondos y su arrogante esposa tuvo que bajar la cabeza. ¿De modo que esa mujer ha intentado retener a Katia, pero ella no le ha hecho caso? Es que Katia pensaba: «Yo puedo vencerlo todo, todo está sometido a mi voluntad; hechizaré a Gruchegnka si me lo propongo.» Estaba convencida de ello y ha ido más allá del límite de sus posibilidades. ¿De quién es la culpa? ¿Crees que, al adelantarse a besar la mano de Gruchegnka, ha obedecido al cálculo, a la astucia? No, se sentía realmente prendada de ella, mejor dicho, no de ella, sino de su propio sueño, de su propio anhelo, tan sólo porque este sueño y este anhelo eran suyos. Aliocha, ¿cómo has podido librarte de esas mujeres? Habrás tenido que huir recogiéndote el hábito, ¿no? ¡Ja, ja, ja!

–Dmitri, sin duda no has pensado en la ofensa que has inferido a Catalina Ivanovna al contar a Gruchegnka la visita que te hizo. Gruchegnka ha dicho en la cara a Katia que iba a traficar furtivamente con sus encantos. ¿Puede haber un insulto peor?

La creencia de que su hermano se reía de la humillación sufrida por Catalina Ivanovna atormentaba a Aliocha, aunque estaba completamente equivocado.

–Es verdad —dijo Dmitri, frunciendo las cejas y dándose una palmada en la frente.

Hasta ese instante no había pensado en ello, aunque Aliocha se lo había contado todo: el insulto y el grito de Catalina Ivanovna dirigido a Aliocha, al calificar a Dmitri de hombre despreciable.

–Sí, es verdad —dijo Dmitri—; debí de hablar a Gruchegnka de lo ocurrido aquel «día fatal», como ha dicho Katia. Sí, se lo conté todo: ahora me acuerdo. Fue en Mokroie, mientras cantaban los tziganes. Yo estaba ebrio. Pero lloraba y me humillaba ante la imagen de Katia. Gruchegnka me comprendía y lloraba también… ¿Cómo no había de llorar? Pero entonces lloró y ahora clava un puñal en el corazón. Así son las mujeres.

Y quedó pensativo, con la cabeza baja.

–Sí, soy un miserable —dijo de súbito, tristemente—. Aunque lo contara llorando, el asunto es el mismo. Dile que acepto su apelativo si esto puede consolarla. En fin, dejemos esto. El tema no es precisamente alegre. Sigamos cada cual nuestro camino. No quiero volver a verte hasta que llegue el último momento. Adiós, Alexei.

Estrechó la mano de Aliocha y, sin levantar la cabeza, como un fugitivo, se dirigió a la ciudad a largos pasos. Aliocha le siguió con la mirada. No podía creer que se marchara de veras. En efecto, pronto se detuvo y volvió sobre sus pasos.

–Espera, Alexei: tengo que decirte algo más, algo que sólo tú debes saber. Mírame a la cara. Oye: aquí, aquí, se está fraguando una infamia, algo execrable.

Y al decir « aquí», Dmitri se golpeaba el pecho con expresión extraña, como si la infamia anidara en su corazón o pendiera de su cuello.

–Tú ya me conoces, ya sabes que soy un bribón consumado. Pues bien, te aseguro que por mucho que haya hecho y por mucho que pueda hacer, nada iguala en villanía a la infamia que llevo ahora dentro de mi pecho. La podría reprimir, pero no lo haré: ya lo sabes. Prefiero cometerla. Te lo había contado todo excepto esto. No me atrevía. Podría detenerme y, así, recobrar el día de mañana la mitad de mi honor, pero no renunciaré: se cumplirá mi negro destino. Tú eres testigo de que hablo por anticipado y con plena lucidez. ¡Perdición y tinieblas! ¿Para qué explicártelo? Ya lo sabrás a su tiempo. El lodo es como una furia. Adiós. No reces por mí: ni te merezco ni te necesito. Apártate de mi camino.

Y se alejó, esta vez definitivamente.

Aliocha se dirigió al monasterio… «¿Qué ha dicho? ¿Que no le veré más?» ¡Qué extraño le parecía todo aquello!… «Tendré que ir mañana a buscarlo. ¿Qué habrá querido decir?»

Contorneando el monasterio, se dirigió a la ermita. Le abrieron la puerta aunque no se dejaba entrar a nadie a aquellas horas. Entró en la celda del starets con el corazón palpitante. ¿Por qué se habría marchado? ¿Por qué lo habrían lanzado al mundo? En la ermita todo era paz y santidad; allá abajo sólo había agitación y esas tinieblas donde el hombre se extravía.

En la celda estaban el novicio Porfirio y el padre Paisius. Éste había ido a enterarse del estado del padre Zósimo, que empeoraba por momentos, como supo Aliocha con verdadero espanto. La charla nocturna no se había podido celebrar. Ordinariamente, después del oficio, antes de entregarse al descanso, la comunidad se reunía en las habitaciones del starets. Los religiosos le iban exponiendo en voz alta las faltas cometidas durante el día, sus malos pensamientos, sus tentaciones, incluso sus disputas con otros monjes si las habían tenido. Algunos hacían sus confesiones arrodillados. El starets absolvía, calmaba, aleccionaba, imponía penitencias, bendecía y daba licencia para marcharse. Los enemigos del starets se alzaban contra estas confesiones fraternales: veían en ellas una profanación del sacramento de la confesión, casi un sacrilegio, aunque, en realidad, eran otras cosas. Se argumentaba ante las autoridades diocesanas que tales reuniones, lejos de alcanzar sus fines, eran una fuente de pecados, de tentaciones. Algunos elementos de la comunidad iban a disgusto a estas charlas, y si acudían, era para que no se les tuviera por orgullosos o por rebeldes. Se contaba que algunos monjes se ponían de acuerdo anticipadamente. «Yo diré que me he disgustado contigo esta mañana y tú lo confirmarás.» Procedían así para tener algo que decir y salir del paso. Aliocha sabía que, a veces, las cosas ocurrían de este modo. También sabía que muchos estaban indignados por la costumbre de que las cartas, incluso las de los padres, que llegaban a los religiosos, se entregaran primero al starets, el cual las abría y leía antes que sus destinatarios. Pero entiéndase, esta práctica era voluntaria: los religiosos eran muy dueños de no acatarla o de someterse a ella con humildad edificante. Ciertamente, no estaba exenta de cierta hipocresía. Pero los religiosos más convencidos, los de más edad y experiencia, afirmaban que aquellos que entraban en el monasterio para entregarse sinceramente a Dios hallaban en esta obediencia, en esta abdicación, un provecho saludable, y que los que murmuraban contra tal proceder no tenían vocación y habría sido mejor que se quedaran en el mundo.

–Se debilita, se adormece —murmuró el padre Paisius al oído de Aliocha—. No nos atrevemos a despertarlo. Además, ¿para qué lo hemos de despertar? Ha estado despierto cinco minutos y ha pedido que transmita su bendición a la comunidad, con la súplica de que ruegue a Dios por él. Tiene el propósito de volver a comulgar mañana por la mañana. Se ha acordado de ti, Alexei. Ha preguntado dónde estabas y le hemos dicho que te habías marchado a la ciudad. «Lo bendigo —ha murmurado—. Su puesto está allí, no aquí.» Cuentas con su amor y su solicitud. ¿Comprendes el honor que esto significa para ti? ¿Por qué te asignará un sitio en el mundo? Sin duda, algo presiente en tu destino. Si vuelves al mundo, Alexei, ha de ser para cumplir una misión impuesta por tu starets y no para entregarte a la agitación y a las vanidades de la vida mundana.

El padre Paisius se marchó. Alexei no dudaba de que el fin del starets estaba próximo, aunque aún pudiese vivir un día o dos. Se juró que, a pesar de los compromisos contraídos por su padre, la señora y la señorita Khokhlakov, su hermano y Catalina Ivanovna, no dejaría el monasterio hasta el último momento de la vida del starets. Su corazón ardía de amor, y Aliocha se reprochaba amargamente haber olvidado, mientras permanecía en la ciudad, a aquel ser que había dejado en su lecho de muerte y a quien veneraba por encima de todo. Pasó al dormitorio, se arrodilló y se prosternó junto al lecho. El starets estaba sumido en un apacible reposo; apenas se percibía su respiración; su rostro tenía una expresión serena.

Aliocha volvió a la pieza inmediata, donde aquella mañana se había celebrado la reunión familiar en presencia del starets. Se limitó a quitarse las botas y se tendió sobre el duro sofá de cuero, donde acostumbraba dormir, utilizando sólo una almohada. Hacía mucho tiempo que había renunciado al use del colchón, aquel colchón mencionado por su padre. Además de las botas, sólo se quitaba el hábito, que le servía de cubierta. Antes de acostarse se arrodilló y pidió a Dios, en una ferviente plegaria, que le iluminase; ansiaba volver a sentir la paz interior que experimentaba invariablemente después de haber loado y glorificado al Todopoderoso, cosa que hacía siempre en sus oraciones de la noche. La alegría que entonces se apoderaba de él le proporcionaba un sueño apacible. Mientras rezaba, notó en el bolsillo el sobre de color de rosa que le había entregado la doncella de Catalina Ivanovna cuando corrió tras él hasta alcanzarle. Se sintió turbado, pero ello no le impidió llegar al fin de sus rezos. Cuando hubo terminado, abrió el sobre no sin cierta vacilación. Contenía una carta dirigida a él y firmada por Lise, la hija de la señora de Khokhlakov, la muchacha que se había burlado de él aquella mañana en presencia del starets:

Alexei Fiodorovitch, le escribo a escondidas de todos, incluso de mi madre. Ya sé que esto no está bien, pero no puedo seguir viviendo sin decirle lo que ha nacido en mi corazón. Aparte nosotros dos, nadie debe saber nada de esto hasta nueva orden. Se dice que las cartas no ruborizan. ¡Qué error! Estoy segura de que en este momento tanto usted como yo estamos como la grana. Querido Aliocha, le amo, le amo desde mi infancia, desde Moscú, desde cuando usted era muy diferente de como ahora es. Mi corazón lo ha elegido para que nos unamos y acabemos juntos nuestros días. Pero es condición precisa que deje usted el monasterio. Respecto a nuestra edad, esperaremos el tiempo que la ley exige. Transcurridos estos años, yo ya estaré curada y bailaré. Sobre esta cuestión no hay la menor duda.

Ya ve que lo tengo todo pensado, pero hay algo que no me puedo imaginar: lo que usted pensará de mí al leer estas líneas. Esta mañana me he reído y he bromeado hasta enojarle, pero le aseguro que antes de coger la pluma he orado ante la imagen de la Virgen y ha faltado poco para que me echara a llorar.

Mi secreto está en sus manos. Cuando usted venga mañana a verme, no sé si me atreveré a mirarle. Dígame, Alexei Fiodorovitch: ¿qué pasará si, al verle, no puedo contener la risa como me ha sucedido esta mañana? Me tomará usted por una burlona despiadada y dudará de la sinceridad de mi carta. Por eso le ruego, querido, que no me mire demasiado directamente a la cara cuando venga: podría echarme a reír al verle metido en ese hábito tan largo. Sólo de pensarlo se me hiela el corazón. Le ruego que al principio dirija usted la vista a mi madre y a la ventana.

Ya ve usted: le he escrito una carta de amor. ¿Qué he hecho, Dios mío? Aliocha, no me desprecie. Si he obrado mal y le causo algún trastorno, perdóneme. Ahora mi reputación, tal vez perdida, está en sus manos.

Seguro que hoy lloraré. Adiós, hasta nuestra terrible entrevista.

LISE.

P. D.: Aliocha, no deje de venir, no falte.

Aliocha leyó dos veces esta carta sin salir de su sorpresa. Se quedó pensativo. Al fin sonrió dulcemente. Se estremeció: esta sonrisa le pareció una falta. Pero un momento después apareció de nuevo en sus labios la sonrisa de felicidad. Guardó la carta en el sobre, hizo la señal de la cruz y se acostó. En su alma había renacido la calma.

«Señor, perdónalos a todos. Protege a esos desgraciados, a esos seres inquietos. Guíalos, manténlos en el buen camino. Tú que eres el Amor, concédeles a todos la alegria.»

Y Aliocha se sumió en un sueño apacible.

SEGUNDA PARTE

LIBRO IV: ESCENAS

CAPÍTULO PRIMERO
EL PADRE THERAPONTE

Aliocha se despertó antes del alba. El starets ya no dormia y se sentía muy débil. Sin embargo, quiso levantarse y sentarse en un sillón. Conservaba la lucidez. Su rostro, aunque consumido, reflejaba un gozo sereno; su mirada alegre, bondadosa, atraía.

–Tal vez no vea el final de hoy.

Quiso confesarse y comulgar en seguida. Su confesor habitual era el padre Paisius. Después le administraron la extremaunción. Acudieron los religiosos. La celda se fue llenando poco a poco. Había amanecido. Después del oficio, el starets quiso despedirse de todos y a todos los abrazó. Como la celda era tan poco espaciosa, los que llegaban primero tenían que salir para que pudieran entrar los otros. El starets volvió a sentarse y Aliocha permaneció a su lado. Hablaba a instruía en la medida que le permitían sus fuerzas. Su voz, aunque débil, era todavía muy clara.

–Después de instruiros con mis palabras durante años, esto se ha convertido en mí en una costumbre tan inveterada, que, a pesar de lo débil que estoy, mis queridos padres, callar sería para mi más penoso que hablaros.

Así bromeaba el starets, mirando con ternura a los que se apiñaban en torno de él. Aliocha se acordó en seguida de algunas de sus palabras. Aunque la voz del padre Zósimo conservaba la claridad y cierta firmeza, su discurso resultó bastante deshilvanado. Habló mucho, como si en aquellos últimos momentos quisiera manifestar todo lo que no había podido decir durante su vida. Su propósito era no sólo instruir, sino compartir con todos su alegría y las delicias de su éxtasis, y expansionar por última vez su corazón.

–Amaos los unos a los otros, padres míos —decía (según los recuerdos de Aliocha)—. Amad al pueblo cristiano. Nosotros no somos más santos que los laicos por el mero hecho de haber venido a encerrarnos entre estos muros; al contrario, todos los que están aquí demuestran, por el mero hecho de su presencia, y así deben reconocerlo, que son peores que los demás hombres… Y cuanto más viva el religioso en su retiro, más claramente habrá de ver esta verdad. De otro modo, no valdría la pena que hubiera venido aquí. Cuando comprenda que no sólo es peor que todos los laicos, sino culpable de todo y hacia todos, culpable de todos los pecados colectivos a individuales, cuando esto suceda, y solamente cuando suceda, habremos conseguido la finalidad de nuestra unión. Pues han de saber, padres míos, que nosotros, seguramente, somos culpables aquí abajo de todo y hacia todos, no solamente a través de la falta colectiva de la humanidad, sino también de las faltas de cada hombre frente a todos sus semejantes. Este conocimiento de nuestra culpa es la coronación de la carrera religiosa, como es, por lo demás, la de todas las carreras humanas. Pues el religioso no es un ser aparte, sino la imagen de lo que deberían ser todos los hombres. Sólo cuando tengáis conciencia de ello, vuestro corazón se sentirá penetrado de un amor infinito, universal, insaciable. Entonces cada uno de vosotros será capaz de conquistar el mundo entero con su amor y de borrar los pecados con sus lágrimas. Que cada cual penetre en sí mismo y se confiese incansablemente. No temáis por vuestro pecado, por convencidos que estéis de él, con tal que os arrepintáis…, pero no pongáis condiciones a Dios. Os digo una vez más que no os enorgullezcáis ante los pequeños ni ante los grandes. No odiéis a los que os rechazan y os deshonran, os insultan y os calumnian. No odiéis a los ateos, a los maestros del mal, a los materialistas; no odiéis ni a los peores de ellos, pues muchos son buenos, sobre todo en vuestra época. Acordaos de ellos en vuestras oraciones: Decid: «Salva, Señor, a esos por los que nadie ruega; salva a esos que no quieren rogar por Ti.» Y añadid: «No te dirijo este ruego por orgullo, Señor, pues yo soy tan vil como todos ellos…» Amad al pueblo cristiano, no abandonéis vuestro rebaño a gentes extrañas, pues si os adormecéis en vuestros afanes, de todas partes vendrán a robar vuestro ganado. No os canséis de explicar al pueblo el Evangelio. No os entreguéis a la avaricia. No os dejéis seducir por el oro y la plata. Tened fe, mantened en alto y con mano firme vuestro estandarte…

El starets no se expresó exactamente así, sino de un modo más confuso. La exposición anterior se basa en las notas que Aliocha tomó acto seguido. A veces, el padre Zósimo se detenía como para tomar fuerzas. Jadeaba y permanecía en una especie de éxtasis. Todos le escuchaban con afecto, aunque a algunos les sorprendieran sus palabras y les parecieran oscuras. Después, todos las recordaron.

Aliocha dejó la celda por un momento y quedó sorprendido ante la agitación general, ante la actitud de espera de toda la comunidad hacinada en la celda del starets y en torno de ella. Esta espera era en algunos ansiosa y en otros grave y serena. Todos daban por seguro que se produciría algún prodigio inmediatamente después de la muerte del starets. Aunque esta creencia tenía un algo de frivolidad, incluso los monjes más severos participaban en ella. El semblante más grave era el del padre Paisius.

Aliocha había salido de la celda porque un monje le dijo de parte de Rakitine que éste le traía una carta de la señora de Khokhlakov. En ella la dama daba una noticia que llegaba con gran oportunidad. El día anterior, entre las mujeres del pueblo que habían acudido a rendir homenaje al starets y recibir su bendición, figuraba una viejecita de la localidad, Prokhorovna, viuda de un suboficial, que había preguntado al starets si se podía incluir en los rezos por los difuntos a su hijo Vasili, que se había trasladado a Siberia, a Irkutsk, por asuntos del servicio, y del que no tenía noticias desde hacía un año. El starets se lo había prohibido severamente, diciéndole que semejante proceder sería poco menos que un acto de brujería. Pero, indulgente ante la ignorancia de la pobre vieja, había añadido unas palabras de consuelo «como si leyera en el libro del porvenir» —así se expresaba la señora de Khokhlakov—. El starets había dicho a la viejecita que su hijo vivía, que no tardaría en llegar o en escribirle, y que ella, por lo tanto, no tenía más que esperarle en su casa. «Y la profecía se ha cumplido al pie de la letra», añadía en su carta, entusiasmada, la señora de Khokhlakov. Apenas entró en su casa la buena mujer, se le entregó una carta que se había recibido de Siberia. Y en esta carta, escrita desde Iekaterinburg, Vasili decía que iba a regresar a Rusia en compañía de un funcionario, y que, transcurridas dos o tres semanas, podría abrazar a su madre.

La señora de Khokhlakov rogaba encarecidamente a Aliocha que comunicara « el nuevo milagro de la predicción» al padre abad y a toda la comunidad. «Deben saberlo todos», decía al final de la carta, escrita rápidamente y en la que la emoción se reflejaba en todas las líneas. Pero Aliocha no tuvo nada que comunicar a la comunidad, porque todos estaban ya al corriente de lo ocurrido. Rakitine, al enviar el recado a Aliocha, había dicho al mismo monje que se lo llevaba, que comunicara respetuosamente al reverendo padre Paisius que tenía que informarle sin pérdida de tiempo de un asunto importantisimo, y que le rogaba humildemente que perdonase su atrevimiento. Como el monje emisario había empezado por transmitir al padre Paisius la petición de Rakitine, Aliocha, una vez leida la carta, tuvo que limitarse a presentarla al padre como prueba documental. Este hombre rudo y desconfiado, al leer con las cejas fruncidas la noticia del «milagro», no pudo disimular su profunda emoción. Sus ojos brillaron y en sus labios apareció una sonrisa grave, penetrante.

–Y no será esto lo único que veremos —dijo sin poder contenerse.

–No, no será lo único —convinieron los monjes.

Entonces el padre Paisius frunció de nuevo las cejas y rogó a los religiosos que no hablaran del asunto a nadie hasta que obtuvieran la confirmación, pues las noticias del mundo pecaban siempre de ligereza, y el hecho podía haberse producido naturalmente. Así habló, como para descargar su conciencia, pero sin que él mismo creyese en su reserva, cosa que observaron sus oyentes.

Entre tanto, la noticia del «milagro» había corrido por todo el monasterio, a incluso llegó a oídos de algunos laicos que habían acudido a la misa. El más impresionado parecía aquel monje que había llegado el día anterior de San Silvestre, pequeño monasterio situado en el lejano norte, en las proximidades de Obdorsk; que había rendido homenaje al starets al lado de la señora Khokhlakov, y que había preguntado al padre Zósimo mientras le dirigía una mirada penetrante y señalaba a la hija de la dama:

–¿Cómo puede usted hacer estas cosas?

No sabía qué creer, estaba perplejo. La tarde anterior había visitado al padre Theraponte en su celda privada, que se hallaba detrás del colmenar, y esta visita le había producido enorme impresión. El padre Theraponte era aquel viejo monje, silencioso y gran ayunador, que ya hemos citado como adversario del starets Zósimo y especialmente del staretismo, al que consideraba como una novedad nociva. Aunque no hablaba casi con nadie, era un adversario temible por la sincera simpatía que le testimoniaban casi todos los religiosos. También entre los laicos había muchos que le veneraban, viendo en él un hombre justo y un asceta, aunque lo tenían por loco. Y es que su locura cautivaba. El padre Theraponte no iba nunca a las habitaciones del starets Zósimo. Aunque habitaba en el recinto de la ermita, no se le imponían rigurosamente las reglas del monasterio, en atención a su simplicidad. Tenía setenta y cinco años, o tal vez más, y vivía a espaldas del colmenar, en un rincón que formaban los muros. Había allí un pabellón de madera que se caía de viejo. Se había construido hacia muchos años, en el siglo pasado, para otro gran ayunador y taciturno, el padre Jonás, que había vivido ciento cinco años y cuyas proezas se referían aún en el monasterio y sus alrededores. El padre Theraponte había conseguido que se le permitiera instalarse en esta casucha aislada, que parecía una capilla por la gran cantidad de imágenes que había en ella, acompañadas de lámparas que ardían continuamente. Estas imágenes eran donaciones recibidas por el monasterio, y el padre Theraponte estaba encargado de su vigilancia. Su único alimento eran dos libras de pan cada tres días, cantidad que nunca rebasaba. El pan se lo traía el guardián del colmenar, con quien casi nunca cruzaba una palabra. El padre abad le enviaba regularmente el alimento para toda la semana: cuatro libras de pan, más el pan bendito de los domingos. Todos los días se renovaba el agua de su cántaro. Asistía raras veces al oficio. Sus admiradores le habían visto en más de una ocasión pasar un día entero de rodillas, orando y sin mirar en torno de él. Si hablaba con ellos, se mostraba reticente, lacónico, extraño y muchas veces grosero. En algunos casos, muy poco frecuentes, se dignaba responder a sus visitantes, pero generalmente se limitaba a pronunciar una o dos palabras incomprensibles, que despertaban la curiosidad de sus interlocutores y que no explicaba nunca, por mucho que se le rogase. Jamás había sido ordenado sacerdote. Según un rumor extraño que circulaba, bien es verdad que entre las gentes más ignorantes, el padre Theraponte estaba en relación con los espíritus celestes y sólo con ellos hablaba, lo que explicaba su silencio ante los demás.

El monje de Obdorsk entró en el colmenar con el permiso del guardián, que también era un religioso lúgubre y taciturno, y se dirigió a la casucha del padre Theraponte.

El guardián le previno:

–Tal vez consigas que hable contigo, ya que eres forastero, pero también puede ser que no logres arrancarle una palabra.

El monje forastero se acercó, como confesó después, francamente atemorizado. Era ya tarde. El padre Theraponte estaba sentado en un banco que había a la puerta del pabellón. Un olmo viejo y enorme movía suavemente sus ramas sobre la cabeza del anciano. Se notaba el fresco del atardecer. El visitante se arrodilló ante su colega y le pidió su bendición.

–Levántate —dijo el padre Theraponte— si no quieres que me arrodille yo también ante ti.

El monje se levantó.

–Siéntate aquí, hermano que recibes y las bendiciones. ¿De dónde vienes?

Lo que más sorprendió al forastero fue que el padre Theraponte, pese a su avanzada edad y a sus prolongados ayunos, tenía el aspecto de un viejo vigoroso de aventajada estatura y de complexión atlética. Su rostro, aunque demacrado, se conservaba fresco; tenía la barba y el cabello frondosos y todavía negros en algunos puntos; sus ojos eran grandes, salientes, de un azul luminoso. Hablaba acentuando con fuerza la letra «o». Su indumentaria consistía en un blusón rojizo de burdo paño, semejante al de los presos, con un trozo de cuerda a guisa de cinturón. Llevaba el cuello y el escote desnudos. Bajo el blusón se veía una camisa gruesa, casi negra, que no se había quitado desde hacia meses. Se decía que llevaba sobre su cuerpo treinta libras de cadenas. Calzaba unos zapatos destrozados.

–Vengo de San Silvestre, el pequeño monasterio de Obdorsk —repuso humildemente el visitante observando al asceta con sus ojos vivos y llenos de curiosidad, aunque algo inquieto.

–Conozco tu monasterio; he vivido en él. ¿Cómo os van las cosas?

El visitante se turbó.

–Sois gente sobria —dijo el padre Theraponte—. ¿Qué ayuno observáis?

–Nuestra alimentación se ajusta a las antiguas costumbres ascéticas. Durante la cuaresma no tomamos ningún alimento los lunes, miércoles y viernes. Los martes y los jueves comemos pan blanco, una tisana con miel, moras silvestres, coles saladas y harina de avena. Los sábados, sopa de coles, fideos con guisantes y alforfón con aceite de cañamones. El domingo se añade a esto sopa de pescado seco y alforfón. Durante la Semana Santa, desde el lunes hasta el sábado, solamente pan, agua y una cantidad moderada de legumbres sin cocer. Entonces no comemos aún todos los días, sino que seguimos las normas de la primera semana. El Viernes Santo, ayuno completo; el sábado, ayuno hasta las tres, hora en que se puede comer un poco de pan y beber agua y un vasito de vino. El Jueves Santo tomamos alimentos cocidos sin manteca, bebemos vino y observamos la verofagia. El concilio de Laodicea nos dice respecto al Jueves Santo: « No conviene interrumpir el ayuno el jueves de la última semana, con lo que se deshonra toda la cuaresma.» Así nos alimentamos en nuestro monasterio.

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9788026802860
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