Kitabı oku: «Lo mejor de Dostoyevski», sayfa 13
Si le pregunto qué quiere, no responde; sigue mirándome durante unos segundos, y luego, apretando los labios, con un gesto significativo, me vuelve la espalda poco a poco y regresa lentamente a su habitación. Dos horas después , vuelve a aparecer ante mí. Loco de furor, ya no le pregunto qué quiere, sino que levanto la cabeza y, con semblante altivo, autoritario, lo miro fijamente a los ojos. Así, uno frente a otro, permanecemos a veces uno o dos minutos. Al fin, da media vuelta lenta y solemnemente y desaparece de nuevo durante dos horas.
Si de este modo no conseguía impresionarme, si mi rebeldía continuaba, Apolonio empezaba a suspirar sin dejar de mirarme. Suspiraba lenta, profundamente, como midiendo toda la magnitud de mi decadencia moral. Y, naturalmente, el duelo terminaba con su victoria. Yo me enfurecía, gritaba, pero tenía que hacer lo que Apolonio quería que hiciera.
Pero esta vez, apenas iniciadas las primeras maniobras, consistentes en miradas severas, me arrojé sobre él, indignado. ¡Estaba tan nervioso.
-¡Espera! -exclamé fuera de mí, al ver que daba media vuelta, lenta y silenciosamente, con una mano en la espalda, y se dirigía a su habitación-. ¡Espera! ¡Ven aquí! y mi grito fue tan desesperado, que él giró sobre los talones y me miró con cierto asombro. Pero seguía encerrado en su silencio, y esto fue precisamente lo que me enfureció.
-¿Cómo te atreves a entrar en mi habitación sin pedir permiso y a mirarme de ese modo? ¡Responde! Después de mirarme con impasible fijeza durante unos treinta segundos, volvió a intentar marcharse.
-¡Quieto! -aullé corriendo hacia él-. ¡Ni un paso más! ¡Contesta a mi pregunta! ¿Por qué demonio me mirabas? -Si tiene usted que darme alguna orden, la ejecutaré al punto -respondió Apolonio tras una pausa, ceceando, con voz dulce, lentamente e inclinando la cabeza con una calma horripilante.
-¡No es de eso; no se trata de órdenes, verdugo! -grité temblando de rabia-. ¡Te explicaré lo que quiero decir! Y es que vienes porque no te he pagado. No quieres pedirme el sueldo por orgullo, y, para castigarme, vienes y me miras estúpidamente… ¡Sí, para castigarme, para atormentarme! ¡Y no sabes, ni remotamente, lo estúpido que es eso, verdugo! ¡Sí, estúpido, estúpido, estúpido.
De nuevo se dispuso a salir de la habitación, silencioso como de costumbre, pero lo sujeté por la ropa.
-¡Escucha! -le grité-. ¡Mira el dinero! ¿Lo ves? -y lo saqué del cajón-. Siete rublos. Están aquí, y bien contados. Pero no los tendrás; no te los daré hasta que me pidas perdón respetuosamente. ¿Has oído? -Eso no puede ser -respondió Apolonio con un aplomo impresionante.
-¡Eso será! -exclamé-. ¡Palabra de honor que será! -No tengo por qué pedirle perdón -dijo Apolonio como si no oyese mis gritos-. En cambio usted me ha llamado «verdugo». Podría ir a quejarme al comisario de policía.
-¡Ya puedes ir! -vociferé-. ¡Anda, ve ahora mismo! ¡Eso no impedirá que seas un verdugo! ¡Un verdugo! ¡Un verdugo! Apolonio se limitó a mirarme. Luego dio media vuelta y, sin prestar más atención a mis voces, sin volver la cabeza, salió de la habitación paso a paso.
«Si no hubiese sido por Lisa, no habría ocurrido nada de esto», me dije. Y, tras un minuto de espera, solemnemente pero con fuertes palpitaciones en el corazón, me dirigí al rincón que ocupaba Apolonio.
-¡Apolonio! -dije con voz dulce pero ahogada-. Ve a ver al comisario de policía. ¡Corre, ve! Él estaba ya instalado ante su mesa, se había puesto las gafas y se disponía a coser algo. Al oír mi orden, estalló en una risotada.
-¡Ve, ve inmediatamente! ¡No tienes ni la menor idea de lo que puede ocurrir!
-Pero ¿se ha vuelto loco? -dijo Apolonio sin ni siquiera levantar la cabeza, ceceando como siempre y enhebrando su aguja-. ¿Dónde se ha visto que uno mismo vaya a denunciarse a la policía? Si lo hace para asustarme, sepa que es inútil: no conseguirá usted nada.
-¡Ve! -grité con voz aguda asiéndole el hombro. Un instante más, y le habría pegado.
Pero en aquel momento la puerta de la antecámara se abrió lentamente, sin ruido, y entró una persona, que se detuvo en el umbral y nos miró a los dos perpleja. Alcé lo ojos y me quedé estupefacto. Luego huí a mi habitación rojo de vergüenza. Me mesé los cabellos con las dos manos, apoyé la cabeza en la pared, y así permanecí, esperando. Poco después oí los lentos pasos de Apolonio.
-Hay aquí fuera una persona que quiere hablar con usted -me dijo, mirándome con extrema severidad. Luego se apartó para dejar pasar a Lisa. ¡Apolonio no se marchaba y nos miraba a los dos con semblante irónico.
– ¡Vete, vete! -le grité, perdiendo la cabeza. En aquel momento, mi reloj hizo un esfuerzo, carraspeé y dio las cinco.
IX
Y entra en mi casa libre y resueltamente, como dueña.
Permanecí ante ella desorientado, abrumado, profundamente confuso, y, sonriendo -por lo menos así me parece-, me eché encima mi desgarrado y sucio batín acolchado. Era exactamente la escena que me había imaginado hacía poco. Transcurridos unos dos minutos, Apolonio se había marchado, pero mi confusión continuaba. Lo peor fue que, al verme en aquel estado, también Lisa perdió de pronto la serenidad, lo que me causó gran asombro.
-Siéntate -le dije maquinalmente, y le acerqué una silla a la mesa. Yo me senté en el diván.
Lisa, obediente, ocupó al punto la silla, y me mi ró a los ojos, como si esperase que le dijera algo extraordinario. Esta cándida espera me enfureció, pero conseguí dominarme.
Precisamente lo que había de hacer era no fijarse en nada, dar la impresión de que no observaba nada extraordinario. Pero Lisa… Presentí oscuramente que me pagaría caro tout cela.
-Me encuentras en una situación extraña, Lisa -empecé a decir, balbuceando y dándome perfecta cuenta de que no era así como convenía empezar-. ¡No, no creas que te reprocho nada! -exclamé al ver que enrojecía repentinamente-. No me avergüenzo de mi pobreza… Al contrario: estoy orgulloso de ella. Soy pobre, pero honrado… Se puede ser pobre y honrado… -seguí farfullando-. Bueno, ¿quieres té.
-No…, yo… -empezó a decir ella.
-¡Espera.
Salté del diván y corrí en busca de Apolonio. Había que desaparecer en cualquier parte.
-¡Apolonio! -murmuré febrilmente, lanzando ante él, sobre la mesa, los siete rublos que conservaba aún en mi mano firmemente cerrada-. Ahí tienes tu sueldo. Ya ves que te los doy. Pero tienes que salvarme. Tráeme inmediatamente de la tienda más próxima té y diez bizcochos. Si no los traes, harás desgraciado a un hombre. ¡Tú no sabes cómo es esta mujer! Es… No sé lo que pensarás de ella, pero no puedes imaginarte cómo es esta mu jer…
Apolonio, que de nuevo se había puesto las gafas y había reanudado su trabajo, dirigió en silencio, sin dejar la aguja y al soslayo, una mirada al dinero. Luego, sin responderme, prosiguió su trabajo. Esperé de pie cerca de tres minutos, cruzados los brazos a lo Napoleón. El sudor me empapaba las sienes. Sentí que estaba pálido. Gracias a Dios, al fin mi aspecto debió infundir compasión a Apolonio, que dejó la aguja, se levantó lentamente, apartó su silla con idéntica lentitud, se quitó las gafas sin prisas, contó el dinero y salió a paso lento de la habitación. Mientras volvía aliado de Lisa, se me ocurrió la idea de huir tal como estaba, en batín; de irme a cualquier parte, sin pensar nada.
Me senté de nuevo. Lisa me miraba con visible inquietud. Estuvimos en silencio unos minutos.
-¡Lo mataré! -exclamé de pronto, golpeando tan violentamente la mesa con el puño, que saltaron fuera del tintero una gotas de tinta.
-¡Dios mío! ¿Qué dice usted? -exclamó Lisa, sobresaltada.
-¡Lo mataré! ¡Lo mataré! -vociferé mientras seguía golpeando la mesa.
Desvariaba, pero comprendía que era estúpido ponerme de aquel modo.
-No sabes, Lisa, cómo me atormenta ese verdugo. Sí, es mi verdugo… Ahora ha ido a comprar bizcochos…
Y, de súbito, estallé en sollozos. Una crisis de nervios… Estaba avergonzado, pero no podía dominarme.
Lisa se asustó.
-¿Qué tiene usted? ¿Qué le pasa? -exclamó, yendo y viniendo ante mí, agitada y nerviosa.
-¡Agua! ¡Dame agua!… -farfullé con voz débil, pero advirtiendo que podía pasar sin el agua y hablar con más energía.
Exageraba para justificarme, pero mi ataque no era una ficción. Lisa, inquieta, me acercó el agua. En este momento apareció Apolonio con el té. De pronto me pareció que aquel té era algo vulgar, insignificante, que producía un efecto mezquino, desfavorable, después de lo que acababa de ocurrir. Me sonrojé, Apolonio salió sin mirarnos.
-Lisa, ¿me desprecias? -le pregunté, mirándola directamente a los ojos y temblando de impaciencia por conocer su pensamiento.
Ella enrojeció y no me pudo contestar. -¡Tómate el té! -le dije, iracundo.
Estaba furioso contra mí mismo, pero era evidente que Lisa sufría más que yo por esta causa. De improviso, sentí un odio atroz contra ella: la habría matado en aquel instante. En mi fuero interno decidí vengarme no diciéndole ni una palabra más. «Ella tiene la culpa de todo…»
Llevábamos ya cinco minutos de silencio. El té estaba sobre la mesa, pero no lo tocábamos. Había llegado al extremo de que, para hacer la situación de Lisa más difícil, no quería ser el primero en beber, y para ella era violento tomar el té sola. De cuando en cuando me dirigía una mirada inquieta y triste. Pero no cabía duda de que el más desgraciado de los dos era yo, pues no podía dominarme.
-Quiero… irme… para siempre… de allá abajo -empezó a decir ella, para poner fin a nuestro silencio.
¡Pobre! Precisamente era así como no debía empezar en aquel momento saturado de estupidez y dirigiéndose a un hombre tan estúpido como yo. Sentí una lástima dolorosa por su franqueza inútil, por su temerosa incapacidad. Pero al punto surgió en mí algo que ahogó aquella compasión y que me excitó más todavía. ¡Que se hundiera el mundo entero! ¡Me era indiferente! Cinco minutos más de silencio.
-¿Le molesto? -preguntó Lisa tímidamente, con voz apenas perceptible. Y se dispuso a levantarse. Apenas advertí esta manifestación de dignidad ofendida, temblé de furor y di rienda suelta a todo lo que gravitaba sobre mi corazón.
-¿Por qué has venido a verme? Di, ¿por qué? -empecé a decir con voz ahogada y sin cuidarme lo más mínimo de ordenar mis palabras lógicamente.
Tenía la necesidad de decirlo todo a la vez, de golpe, sin ni siquiera pensar en cómo había empezado.
-¿Por qué has venido? ¡Respóndeme! ¡Contesta! -grité fuera de mí-. Mira, yo mismo te lo voy a decir. Has venido porque aquel día te dije paroles touchantes. Te enterneciste, y hoy quieres oír más palabras enternecedoras. Pero has de saber que aquel día me burlaba de ti. Y hoy me sigo burlando. ¿Por qué tiemblas? ¡Sí, me burlé de ti! Me habían insultado durante la cena los mismos que llegaron a tu casa antes que yo. Fui allí para vengarme de uno de ellos, de un oficial, pero no me fue posible: ya se habían marchado. Tenía que descargar mi irritación sobre alguien; apareciste tú en aquel momento, y me vengué en ti, me reí de ti. Me humillaron y quise demostrar mi superioridad ante alguien. Esto fue lo que ocurrió. Pero tú creíste que yo había ido allí sólo para salvarte. ¿No es así? ¿Verdad que te lo imaginaste?
Estaba seguro de que Lisa era incapaz de comprender con todo detalle lo que estaba diciendo, pero captaría lo esencial. Así ocurrió. Se puso pálida como la cera y trató de hablar. Sus labios se torcieron como en una mueca de dolor. Luego se desplomó en su silla como si hubiera recibido un hachazo. Siguió escuchándome con la boca abierta y los ojos inmóviles, temblando de miedo. El cinismo, el atroz cinismo de mis palabras la había aniquilado.
-¡Salvarte! -exclamé, levantándome de la silla y empezando a ir y venir, presuroso, de la habitación-. ¿Salvarte de qué? ¡Pero si es muy posible que yo sea peor que tú! ¿Por qué cuando te hablaba de moral no me lanza esta réplica a la cara?: «¿Y tú a qué has venido aquí? ¿a darnos un curso de moral?» Lo que necesitaba entonces era ejercer mi poder sobre alguien; también me hacía fe divertirme con tus lágrimas, con tu humillación, con ataque de nervios. Eso era lo que necesitaba. Pero no tuve valor para llevar mi juego hasta el fin, porque no soy más que un guiñapo. Tuve miedo y te di mi dirección, eludía saber por qué. Y no había vuelto aún a casa, y ya te estaba insultando y maldiciendo por haberte dicho dónde vivo. Te odiaba porque te había mentido. Me gusta jugar con palabras, me gusta soñar. Pero ¿sabes lo que realmente deseo? ¡Que os vayáis todos al diablo! Con eso me basta Necesito tranquilidad. Vendería el universo entero por un copec, con tal que me dejaran tranquilo. Si me dicen que el mundo entero se hundirá a menos que yo deje de tomar mi té, mi respuesta será: «¡Que se hunda el mundo, con tal que yo pueda tomar té!» ¿Sabías todo esto? Pues yo sé que soy un canalla, un miserable, un holgazán, un egoísta. Desde hace tres días estoy temblando ante el temor de que vinieras. Pero ¿sabes lo que más me preocupaba estos último s días? El hecho de que aparecí ante ti como un héroe, y pronto me verías sucio y mísero, con mi viejo y desgastado batín. Te dije que no me avergonzaba de mi pobreza pero has de saber que, por el contrario, me avergüenzo de ella más que de nada en el mundo, incluso de robar, y que además, la temo, pues soy tan vanidoso que me siento como el hombre al que hubiesen arrancado la piel y le hace sufrir el solo contacto con el aire. Jamás te perdonaré que me hayas visto (y con este batín) lanzarme como un coyote contra Apolonio. ¡El salvador, el héroe, se precipita como un perro sarnoso sobre su criado, que se burla de él! Tampoco te perdonaré las lágrimas que no he podido reprimir, como una viejecita impresionable. Y lo mismo te digo de estas confesiones. Sí, tú sola, tú sola deberás responder de todo esto, porque te has puesto bajo mi mano, y soy un miserable, el más vil, el más ridículo, el más mezquino, el más estúpido, el más envidioso de los gusanos que se arrastran sobre la tierra. Estos gusanos no valen más que yo, pero, el diablo sabe por qué, no pierden nunca su temple, y yo, en cambio, estaré recibiendo toda mi vida papirotazos del más insignificante de los insectos. Pero ¿qué importa que no comprendas lo que estoy diciendo? Y ¿qué tengo que ver contigo y qué me importa que perezcas o no? ¿Comprendes ahora, después de todo lo que te he dicho, hasta qué punto te odiaré? Sólo una vez en su vida puede hablar con tanta franqueza un hombre de nervios enfermos… Por lo tanto, ¿qué pretendes todavía de mí? Después de lo que te he dicho, ¿por qué sigues ahí, ante mí, sin moverte? ¿Por qué no te vas?
Pero entonces ocurrió algo extraordinario. Ya estaba tan habituado a pensar y a soñar de acuerdo con los libros, y a ver las cosas tal como las había creado previamente en mis sueños, que en el primer instante ni siquiera me di cuenta de lo que ocurría. He aquí lo que sucedió: Lisa, a la que había ofendido y pisoteado, captó mucho más de lo que yo esperaba. De todo lo que le había dicho, comprendió lo que comprende la mujer cuando ama sinceramente: que yo era desgraciado.
El temor, la dignidad ultrajada que se leía en su semblante cedieron pronto su puesto a un amargo estupor. Y cuando empecé a insultarme a mí mismo, a llamarme «canalla» y «miserable»; cuando me eché a llorar (todo el discurso tuvo un acompañamiento de lágrimas), su cara se alteró de pronto. Varias veces estuvo a punto de levantarse, de detenerme, y cuando hube terminado, advertí que había prestado atención no a mis palabras insultantes («¿por qué estás aquí?, ¿por qué no te vas?»), sino al esfuerzo terrible que había hecho para pronunciarlas. Además, : pobre estaba profundamente aturdida. Se consideraba infinitamente inferior a mí. ¿Cómo, pues, podía enfadarse sentirse ofendida? Lo que hizo fue levantarse de un salto y, temblorosa, tenderme los brazos, pero sin atreverse acercarse a mí.
Entonces sentí que el corazón se me fundía en el pecho: Lisa se arrojó al fin sobre mí, me rodeó estrechamente, cuello con sus brazos y se echó a llorar en silencio. Ya no pude resistir, y empecé a sollozar como nunca había sollozado.
-¡No puedo… no puedo ser bueno! -articulé penosamente.
Luego me acerqué al diván, poco menos que a rastras me eché en él boca abajo y seguí llorando durante un cuarto de hora largo, presa de una terrible crisis de nervios Lisa se acercó a mí, me rodeó con sus brazos y así permaneció, sin hacer el menor movimiento.
Pero mi ataque de nervios había de tener un final, y es era lo peor. Echado en el diván, con la cabeza hundida en los cojines de cuero (confieso esta innoble verdad), empecé a pensar, al principio vaga e involuntariamente, que no iba a ser muy violento levantar la cabeza y mirar a Lisa los ojos. ¿De qué podía avergonzarme? No lo sabía, pero me daba vergüenza. Me dije también que nuestros papeles se habían invertido, que en aquel momento era ella la heroína, y yo el humillado, el aplastado, exactamente como ella se había mostrado a mis ojos cuatro días atrás. Así pensaba, echado en el diván con la cabeza escondida entre los cojines de cuero.
«¡Dios mío! ¿Será que la envidio… ?» Todavía no he podido contestar a esta pregunta, y en aquellos momentos estaba, naturalmente, más incapacitado aún para contestarla. No puedo vivir sin ejercer mi poder sobre alguien…, sin tiranizar a alguien… Pero los razonamientos no explican nada; por lo tanto, es preferible no razonar.
No obstante, conseguí dominarme y levanté la cabeza. Había que hacerlo y entonces -estoy seguro de ello-, precisamente porque me dio vergüenza mirarla, se inflamó en mí un sentimiento completamente distinto que abrasó mi alma. Era un sentimiento de dominación y de posesión. La pasión iluminó mis ojos, y estreché violentamente sus manos con las mías. ¡Cómo la detestaba en aquel momento y cómo me atraía! Un sentimiento reforzaba al otro. Aquello parecía una venganza. Su rostro reflejó al principio cierta perplejidad que tenía algo de temor. Pero esto sólo duró un instante: al punto me estrechó entre sus brazos con ardiente alegría.
X
Un cuarto de hora después, iba y venía por la habitación temblando de impaciencia y deteniéndome a cada momento ante el biombo, que me permitía ver por una de sus rendijas a Lisa, sentada en el suelo y con la cabeza apoyada en la cama. Probablemente lloraba. Pero no se iba, y eso me molestaba. Lisa lo sabía ya todo. La había ofendido irremisiblemente; pero… no vale la pena volverlo a contar que Lisa había adivinado que mi arranque de pasión era simplemente una venganza, una humillación más, y que a mi odio de poco antes, vago y sin objeto, se había sumado el odio de la envidia, y que esta envidia me la inspiraba ella… Por otra parte, no estoy seguro de que Lisa comprendiera todo esto con claridad, pero es evidente que se dio cuenta de que yo era un hombre vil y, sobre todo, de que no podía amarla.
Ya sé que me dirán que esto es increíble, que es imposible ser tan malvado, tan estúpido. Y tal vez añadan que tampoco puede creerse que yo no la amara en absoluto o, por lo menos, que no me conmoviese su amor. ¿Por qué tiene que ser esto increíble? Ante todo, me era imposible amar, puesto que -lo repito- amar quería decir para mí tiranizar y dominar moralmente. Jamás he podido ni siquiera concebir el amor bajo otra forma, y hoy llego al extremo de pensar a veces que, para el objeto amado, el amor consiste en conceder voluntariamente el derecho a que se le tiranice. En mis sueños subterráneos sólo he podido concebir el amor como una lucha. Yo empezaba por el odio, para terminar por la dominación moral, aunque no lograba imaginarme lo que haría después con el ser dominado. ¿Qué hay de increíble en eso, hallándome yo tan pervertido moralmente, tan al margen de la «vida real» que hacía unos momentos la había avergonzado, acusándola de haber venido a mi casa para oír «palabras enternecedoras»? No pud e comprender que Lisa no había venido para esto, sino para amarme, porque para la mujer, resurrección y liberación significan amar y sólo pueden manifestarse a través del amor. Por otra parte, ¿en verdad la detestaba tanto mientras recorría a zancadas la habitación y le lanzaba miradas furtivas por la rendija del biombo? En modo alguno. Pero su presencia me era sumamente enojosa. Ansiaba que desapareciera. Tenía sed de «tranquilidad»; deseaba quedarme solo en mi subsuelo. La «vida real» a la que no estaba acostumbrado, me oprimía hasta el extremo de ahogarme.
Transcurrían los minutos, y Lisa no se incorporaba. Estaba como sumida en un sueño. Sin miramientos, di unos golpecitos en el biombo para volverla a la realidad. Lisa se sobresaltó, se levantó de un salto y empezó a recoger apresuradamente sus cosas (su manteleta, su sombrero, su pelliza), como quien se dispone a huir. Dos minutos después salió lentamente de detrás del biombo y me miró con tristeza. Yo sonreí forzadamente, par convenance, y le volví la espalda.
-¡Adiós! -me dijo, dirigiéndose a la puerta. De pronto, corrí hacia Lisa, me apoderé de su mano, se la abrí, puse en ella lo que tenía preparado y se la cerré de nuevo. Luego me dirigí presuroso al otro extremo de la habitación. Así, por lo menos, no vería nada…
He estado a punto de faltar a la verdad, de decir que hice esto sin pensarlo, porque había perdido completamente la cabeza. Pero no quiero mentir, y digo francamente que le abrí la mano y deposité en ella dinero… por pura maldad. Se me ocurrió obrar así mientras recorría febrilmente la habitación y ella estaba sentada en el suelo, detrás del biombo. Pero puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que esta crueldad cometida adrede no procedía de mi corazón sino de mi malvado cerebro. Era un acto tan evidentemente falso, tan afectado, tan livresque, que ni yo mismo pude soportarlo ni siquiera un instante y huí al otro extremo de la habitación. Luego, en el colmo de la desesperación y de la vergüenza, eché a correr en pos de Lisa… Abrí la puerta y agucé el oído.
-¡Lisa! ¡Lisa! -la llamé, pero a media voz, temblorosamente.
No obtuve respuesta. Sin embargo, me pareció oír sus pasos en los últimos escalones. -¡Lisa! -grité más fuerte. Silencio. Y seguidamente oigo que se abre, rechinando, la puerta de cristales del edificio, que al punto vuelve a cerrarse pesadamente. El portazo resuena en toda la escalera.
Se había marchado. Volví a mi habitación, pensativo. Un peso terrible gravitaba sobre mi corazón.
Me detuve junto a la mesa, al lado de la silla que Lisa había ocupado, y permanecí inmóvil, mirando estúpidamente hacia delante. Así estuve un minuto. De pronto, me estremecí. Ante mí, sobre la mesa, vi… vi un billete de cinco rublos arrugado: el que yo acababa de poner en la mano de Lisa. Era el mismo; no podía ser otro, pues no había ninguno más en la habitación. Evidentemente, Lisa lo había tirado allí mientras yo corría hacia el otro lado del aposento.
Habría podido esperarlo, pero no lo esperaba. Era egoísta hasta tal punto, sentía tan poca estima por los hombres, que no me había pasado por la imaginación que Lisa fuese capaz de semejante gesto. No pude soportarlo. Me precipité como un loco sobre mis ropas, me puse lo primero que encontré y bajé de cuatro en cuatro los escalones. Indudablemente, ella no habría podido recorrer más de doscientos pasos cuando yo salí a la calle.
No hacía viento. La nieve caía en grandes copos casi verticalmente y formaba un espeso colchón sobre las aceras y sobre la desierta calzada. No se veía un alma, no se oía el menor ruido. Los faroles alumbraban inútil y tristemente. Recorrí unos centenares de pasos y llegué al primer cruce. Allí me detuve. ¿Qué dirección habría tomado Lisa? ¿Y por qué corría yo tras ella?
¿Por qué? Porque quería echarme a sus pies, llorar y .. confesarle mi arrepentimiento, besarle las rodillas e implorar su perdón. Esto era lo que quería hacer. Sentía que el pecho se me desgarraba. Nunca podré recordar fríamente aquellos instantes. «Pero ¿qué adelantaré? -me preguntaba-. ¿Acaso no la volveré a odiar mañana mismo precisamente por haberme arrojado a sus pies hoy? ¿Es que puedo hacerla feliz?
¿No he comprobado por centésima vez lo poco que valgo? ¿Podría abstenerme de atormentarla? Estaba inmóvil en medio de la nieve, tratando de perforar con la mirada el opaco velo, y reflexionaba profundamente.
«¿No sería preferible -me decía, ya de regreso a casa y tratando de ocultar mi dolor en mis desvaríos- que Lisa se llevase mi ofensa consigo? La ofensa purifica, ya que es el sentimiento más amargo, más doloroso. No cabe duda de que mañana mismo mancharía su alma y cargaría su corazón con un peso insufrible. En cambio, si no la vuelvo a ver, ella conservará siempre vivo el recuerdo de esta ofensa. Por espantoso que sea lo que le espera, la ofensa la elevará y la purificará por medio del odio. y quizá también por medio del perdón… Pero ¿le hará la vida más fácil todo esto?.
Todavía hoy me hago esta inútil pregunta. ¿Qué es preferible: una felicidad vulgar o un sufrimiento elevado? Díganme: ¿qué vale más?
Así pensaba yo aquella noche, aniquilado por el sufrimiento. En mi vida había sentido un dolor tan cruel, un remordimiento tan profundo. Sin embargo, cuando corrí en persecución de Lisa, ¿quién podía dudar ni un solo instante que me detendría a mitad de camino? Jamás he vuelto a ver a Lisa. Ni siquiera he oído hablar de ella. Añadiré que durante mucho tiempo me he sentido satisfecho de mi frase sobre la utilidad de la ofensa y del odio, aunque estuve a punto de enfermar de tristeza y de angustia. Aún hoy, transcurridos tantos años, estos recuerdos me mortifican. ¡Hay tantas cosas que no se quisieran recordar! Pero… ¿no sería preferible poner punto final a este diario? Creo que empezarlo fue un error… En fin, lo cierto es que no he dejado de sentir vergüenza en ningún momento de esta narración. No ha sido literatura, sino una expiación, una pena correccional.
Referir detalladamente cómo ha fracasado uno en su vida, por no saber vivir, reflexionando sin cesar en su subsuelo, que es lo que he hecho yo, no puede ser interesante en modo alguno. Para escribir una novela hace falta un héroe, y yo, como haciéndolo adrede, he reunido aquí todos los rasgos de un antihéroe. Además, todo esto producirá pésima impresión, porque todos hemos perdido el hábito de vivir, porque todos cojeamos, unos más y otros menos. Incluso hemos llegado a perder ese hábito hasta el punto de que sentimos cierta repugnancia por la vida real, por la «vida viva». Pero eso no nos gusta que nos lo recuerden. Hemos llegado a considerar la vida real, la «vida viva», como algo ingrato, como un servicio penoso, y todos estamos de acuerdo en que lo mejor es adaptarse a los libros. ¿Qué objeto tiene nuestra agitación? ¿Qué buscamos? ¿Qué deseamos? Ni nosotros mismos lo sabemos. Es más, si nuestros deseos se cumpliesen, no nos sentiríamos felices.
Si nos diesen un poco de libertad, si detestasen nuestras manos, si ensanchasen nuestro círculo de acción, si nos quitasen las riendas, inmediatamente -estoy seguro- solicitaríamos que nos volvieran a poner bajo tutela. Sé que os he enojado, que vais a gritar, a protestar: «¡Hable por usted solo y por sus miserias subterráneas! ¡Suprima ese nous tous!»
Perdonen, señores, pero no he pensado en modo alguno justificarme apelando a esta omnitude. En lo que me concierne personalmente, no he hecho otra cosa en mi vida que llevar hasta el fin lo que ustedes sólo han llevado hasta la mitad, aunque se han consolado con la mentira de llamar prudencia a la cobardía. Tanto es así, que mi vida es tal vez más real que la de ustedes.
Fíjense bien. Hoy todavía no sabemos dónde se oculta la vida, qué clase de sitio es ése ni cómo se llama. Si nos abandonan, si nos retiran los libros, nos veremos inmediatamente en un embrollo, todo lo confundiremos, no sabremos adónde ir ni cómo ir, ignoraremos lo que se debe amar y lo que se debe odiar, lo que debe respetarse y lo que sólo merece desprecio. Incluso nos molesta ser hombres, hombres de carne y hueso; nos da vergüenza, lo consideramos como un oprobio y soñamos con llegar a convertirnos en una especie de seres abstractos, universales. Somos seres muertos desde el momento de nacer. Además, hace ya mucho tiempo que no nacemos de padres vivos, lo que nos complace sobremanera. Pronto descubriremos el modo de nacer directa mente de las ideas.
¡Pero basta! No quiero que se oiga mi «voz subterránea».
El diario de este amante de las paradojas no termina aquí. El autor no pudo resistir la tentación de volver a empuñar la pluma. Pero nosotros creemos, como él mismo creyó, que ha llegado el momento de poner el punto final.
FIN