Kitabı oku: «Lo mejor de Dostoyevski», sayfa 34
Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?
Sí respondió firmemente Raskolnikof.
Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no la había apartado durante su largo discurso.
¿Y en Dios? ¿Cree usted…? Perdone si le parezco indiscreto.
Sí, creo repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en Porfirio.
¿Y en la resurrección de Lázaro?
Pues… sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?
¿Cree usted sin reservas?
Sin reservas.
Bien, bien… La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad… Ahora, y perdone, permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre se ejecuta a esos criminales. Por el contrario, algunos…
Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y entonces…
Son ellos los que ejecutan.
Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde luego, su observación es muy sutil.
Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica especial al nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y bienintencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran vestidos de un modo especial o llevaran algún distintivo…? Porque suponga usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus propias y felices palabras. Entonces…
¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la anterior en agudeza.
Gracias.
No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la primera categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les he calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia innata a la obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se encuentra incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos innovadores y suelen despreciarlos, considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo tanto, la inquietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta moralidad. A veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus propias manos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted por qué inquietarse.
Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordinarios? Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me negará usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy numerosos.
¡Oh! No se preocupe tampoco por eso -dijo Raskolnikof sin cambiar de tono . Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que observamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos revelará. La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe, porque debe existir, porque en esto no interviene para nada el azar.
¿Estáis bromeando? exclamó Rasumikhine . ¿Os burláis el uno del otro? Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodia.
Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste rostro, y Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de amargura, consideró inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo de Porfirio.
Bien, querido dijo el estudiante . Si estáis hablando en serio, quiero decirte que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que todas se parecen a las que hemos oído exponer infinidad de veces. Pero yo veo algo original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por completo, muy a pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes con plena conciencia y excusas con tanto fanatismo… Me parece que ésta es la idea principal de tu artículo: la autorización moral a matar…, la cual, por cierto, me parece mucho más terrible que la autorización oficial y legal.
Exacto: es mucho más terrible observó Porfirio.
Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso es un error. Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir… Tú no puedes opinar así… Leeré tu artículo.
En mi artículo no hay nada de todo eso dijo Raskolnikof . Yo me limité a comentar superficialmente la cuestión.
Lo cierto es dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto de juez que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista sobre el crimen. Pero… Perdone que le importune tanto (estoy avergonzado de molestarle de este modo). Oiga: acaba usted de tranquilizarme respecto a los casos de error, esos casos de confusión entre las dos categorías; pero… sigo sintiendo cierta inquietud al pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a destruir todos los obstáculos que encuentra en su camino…, se dirá que va a emprender una larga campaña y que para esta campaña necesita dinero… ¿Comprende…?
Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni le miró siquiera.
Admito repuso tranquilamente que esos casos deben presentarse. Los vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si son demasiado jóvenes.
Por eso se lo digo… ¿Y qué hay que hacer en ese caso?
Raskolnikof sonrió mordazmente.
¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre… Fíjese usted en éste e indicó con un gesto a Rasumikhine . Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.
¿Y si se le encuentra?
Peor para él.
Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.
Eso no debe preocuparle.
Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.
El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del penal.
Así dijo Rasumikhine, malhumorado , los hombres geniales, esos que tienen derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber derramado sangre humana…?
No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran tristeza en este mundo añadió con un aire pensativo que contrastaba con el tono de la conversación.
Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo:
Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que hacerle otra pregunta…, aunque reconozco que estoy abusando de su paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que temo olvidar…
Bien, usted dirá dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez de instrucción.
Pues se trata… No sé cómo explicarme… Es una idea tan extraña… De tipo psicológico, ¿sabe…? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo menos en cierto modo, como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión… ¿No es así?
Es muy posible repuso desdeñosamente Raskolnikof.
Rasumikhine hizo un movimiento.
En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso…, en fin, a matar para robar?
Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual que antes.
Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo diría a usted repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.
Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he hecho con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.
«¡Qué celada tan buena! pensó Raskolnikof, asqueado . La malicia está cosida con hilo blanco.»
Permítame aclararle dijo secamente que yo no me he creído jamás un Mahoma ni un Napoleón, ni ningún otro personaje de este género, y que, en consecuencia, no puedo decirle lo que haría en el caso contrario.
Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un Napoleón? exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente familiar.
Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era singularmente explícito.
De súbito, Zamiotof preguntó desde su rincón:
¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana pasada a Alena Ivanovna?
Raskolnikof seguía mirando a Porfirio Petrovitch con firme fijeza. No dijo nada. Rasumikhine había fruncido las cejas. Desde hacía un momento sospechaba algo que le hizo mirar furiosamente a un lado y a otro. Hubo un minuto de penoso silencio. Raskolnikof se dispuso a marcharse.
¿Ya se va usted? exclamó Porfirio Petrovitch con extrema amabilidad y tendiendo la mano al joven . Estoy encantado de haberle conocido. En cuanto a su petición, puede estar tranquilo. Haga usted el requerimiento por escrito tal como le he indicado. Sin embargo, sería preferible que viniera a verme a la comisaría un día de éstos…, mañana, por ejemplo. A las once estaré allí. Lo arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los últimos que visitó aquella casa añadió en tono amistoso , tal vez pueda aclararnos algo.
Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? preguntó rudamente Raskolnikof.
Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha comprendido usted. Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me han dado una serie de informes, y usted, siendo el último… ¡Ah! ¡Ahora que me acuerdo! exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine . He estado a punto de olvidarme otra vez… El otro día no paraste de hablarme de Nikolachka. Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de que ese joven es inocente se dirigía de nuevo a Raskolnikof . Pero ¿qué puedo hacer yo? También he tenido que molestar a Mitri. En fin, he aquí lo que quería preguntarle. Cuando usted subía la escalera…, por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no?
Sí, entre siete y ocho repuso Raskolnikof, que inmediatamente se arrepintió de haber dado esta contestación innecesaria.
Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no vio usted en el segundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta…, recuerda usted…, no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno, trabajando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos…
¿Dos pintores? Pues no, no los vi repuso Raskolnikof, fingiendo escudriñar en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se ocultaba en aquellas palabras . No, no los vi. Y tampoco advertí que hubiese ninguna puerta abierta… Lo que recuerdo es que en el cuarto piso continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el peligro había un funcionario que estaba de mudanza…, precisamente el de la puerta que está frente a la de Alena Ivanovna… Sí, lo recuerdo perfectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un sofá me arrojaron contra la pared… Pero a los pintores no recuerdo haberlos visto. Y tampoco ningún departamento con la puerta abierta… No, no había ninguna abierta.
Pero ¿qué significa esto? dijo Rasumikhine a Porfirio, comprendiendo de súbito las intenciones del juez de instrucción . Los pintores trabajaban allí el día del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces estas preguntas?
¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! exclamó Porfirio golpeándose la frente . Este asunto acabará volviéndome loco dijo en son de excusa dirigiéndose a Raskolnikof . Es tan importante para nosotros saber si alguien vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted podría facilitarnos este dato. Ha sido una confusión.
Hay que llevar cuidado gruñó Rasumikhine.
Estas palabras las pronunció el estudiante cuando ya estaban en la antesala. Porfirio Petrovitch acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta. Ambos salieron de la casa sombríos y cabizbajos y dieron algunos pasos en silencio. Raskolnikof respiró profundamente…
VI
No lo creo, no puedo creerlo repetía Rasumikhine, rechazando con todas sus fuerzas las afirmaciones de Raskolnikof.
Se dirigían a la pensión Bakaleev, donde Pulqueria Alejandrovna y Dunia los esperaban desde hacía largo rato. Rasumikhine se detenía a cada momento, en el calor de la disputa. Una profunda agitación le dominaba, aunque sólo fuera por el hecho de que era la primera vez que hablaban francamente de aquel asunto.
Tú no puedes creerlo repuso Raskolnikof con una sonrisa fría y desdeñosa ; pero yo estaba atento al significado de cada una de sus palabras, mientras tú, siguiendo tu costumbre, no te fijabas en nada.
Tú has prestado tanta atención porque eres un hombre desconfiado. Sin embargo, reconozco que Porfirio hablaba en un tono extraño. Y, sobre todo, ese ladino de Zamiotof… Tiene razón: había en él algo raro… Pero ¿por qué, Señor, por qué?
Habrá reflexionado durante la noche.
No; es todo lo contrario de lo que supones. Si les hubiera asaltado esa idea estúpida, lo habrían disimulado por todos los medios, habrían procurado ocultar sus intenciones, a fin de poder atraparte después con más seguridad. Intentar hacerlo ahora habría sido una torpeza y una insolencia.
Si hubiesen tenido pruebas, verdaderas pruebas, o suposiciones nada más que algo fundadas, habrían procurado sin duda ocultar su juego para ganar la partida… O tal vez habrían hecho un registro en mi habitación hace ya tiempo… Pero no tienen ni una sola prueba. Lo único que tienen son conjeturas gratuitas, suposiciones sin fundamento. Por eso intentan desconcertarme con sus insolencias… ¿Obedecerá todo al despecho de Porfirio, que está furioso por no tener pruebas…? Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un misterio… Parece inteligente… Es muy probable que haya intentado atemorizarme haciéndome creer que sabía algo… Es un hombre de carácter muy especial… En fin, no es nada agradable pretender hallar explicación a todas estas cuestiones… ¡Dejemos este asunto!
Todo esto es ofensivo, muy ofensivo, ya lo sé; pero ya que estamos hablando sinceramente (y me congratulo de que sea así, pues esto me parece excelente), no vacilo en decirte con toda franqueza que hace ya tiempo que observé que habían concebido esta sospecha. Entonces era una idea vaga, imprecisa, insidiosa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma tenían derecho a admitirla. ¿Cómo se han atrevido a acogerla? ¿Y qué es lo que ha dado cuerpo a esta sospecha? ¿Cuál es su origen…? ¡Si supieras la indignación que todo esto me ha producido…! Un pobre estudiante transfigurado por la miseria y la neurastenia, que incuba una grave enfermedad acompañada de desvarío, enfermedad que incluso puede haberse declarado ya (detalle importante); un joven desconfiado, orgulloso, consciente de su valía, y que acaba de pasar seis meses encerrado en su rincón, sin ver a nadie; que va vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas…, este joven está en pie ante unos policías despiadados que le mortifican con sus insolencias. De pronto, a quemarropa, se le reclama el pago de un pagaré protestado. La pintura fresca despide un olor mareante, en la repleta sala hace un calor de treinta grados y la atmósfera es irrespirable. Entonces el joven oye hablar del asesinato de una persona a la que ha visto la víspera. Y para que no falte nada, tiene el estómago vacío. ¿Cómo no desvanecerse? ¡Que hayan basado todas sus sospechas en este síncope…! ¡El diablo les lleve! Comprendo que todo esto es humillante, pero yo, en tu lugar, me reiría de ellos, me reiría en sus propias narices. Es más: les escupiría en plena cara y les daría una serie de sonoras bofetadas. ¡Escúpeles, Rodia! ¡Hazlo…! ¡Es intolerable!
«Ha soltado su perorata como un actor consumado», se dijo Raskolnikof.
¡Que les escupa! exclamó amargamente . Eso es muy fácil de decir. Mañana, nuevo interrogatorio. Me veré obligado a rebajarme a dar nuevas explicaciones. ¿Es que no me humillé bastante ayer ante Zamiotof en aquel café donde nos encontramos?
¡Así se los lleve a todos el diablo! Mañana iré a ver a Porfirio, y te aseguro que esto se aclarará. Le obligaré a explicarme toda la historia desde el principio. En cuanto a Zamiotof…
«Al fin lo he conseguido», pensó Raskolnikof.
¡Óyeme! exclamó Rasumikhine, cogiendo de súbito a su amigo por un hombro . Hace un momento divagabas. Después de pensarlo bien, te aseguro que divagabas. Has dicho que la pregunta sobre los pintores era un lazo. Pero reflexiona. Si tú hubieses tenido «eso» sobre la conciencia, ¿habrías confesado que habías visto a los pintores? No: habrías dicho que no habías visto nada, aunque esto hubiera sido una mentira. ¿Quién confiesa una cosa que le compromete?
Si yo hubiese tenido «eso» sobre la conciencia, seguramente habría dicho que había visto a los pintores, y el piso abierto lijo Raskolnikof, dando muestras de mantener esta conversación con profunda desgana.
Pero ¿por qué decir cosas que le comprometen a uno?
Porque sólo los patanes y los incautos lo niegan todo por sistema. Un hombre avisado, por poco culto e inteligente que sea, confiesa, en la medida de lo posible, todos los hechos materiales innegables. Se limita a atribuirles causas diferentes y añadir algún pequeño detalle de su invención que modifica su significado. Porfirio creía seguramente que yo respondería así, que declararía haber visto a los pintores para dar verosimilitud a mis palabras, aunque explicando las codas a mi modo. Sin embargo…
Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no podía haber pintores en la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tanto, tú habías ido allí el mismo día del suceso, de siete a ocho de la tarde.
Eso es lo que él quería. creía que yo no tendría tiempo de darme cuenta de ese detalle, que me apresuraría a responder del modo que juzgara más favorable para mí, olvidándome de que los pintores no podían estar allí dos días antes del crimen.
Pero ¿es posible olvidar una coda así?
Es lo más fácil. Estas cuestiones de detalle constituyen el escollo de los maliciosos. El hombre más sagaz es el que menos sospecha que puede caer ante un detalle insignificante. Porfirio no es tan tonto como tú crees.
Entonces, es un ladino.
Raskolnikof se echó a reír. Pero al punto se asombró de haber pronunciado sus últimas palabras con verdadera animación e incluso con cierto placer, él, que hasta entonces había sostenido la conversación como quien cumple una obligación penosa.
«Me parece que le voy tomando el gusto a estas codas», pensó.
Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril, como si una idea repentina e inquietante se hubiera apoderado de él. Este estado de ánimo llegó a ser muy pronto intolerable. Estaban ya ante la pensión Bakaleev.
Entra tú solo dijo de pronto Raskolnikof . Yo vuelvo en seguida.
¿Adónde vas, ahora que hemos llegado?
Tengo algo que hacer. Es un asunto que no puedo dejar. Estaré de vuelta dentro de una media hora. Díselo a mi madre y a mi hermana.
Espera, voy contigo.
¿También tú te has propuesto perseguirme? exclamó Raskolnikof con un gesto tan desesperado que Rasumikhine no se atrevió a insistir.
El estudiante permaneció un momento ante la puerta, siguiendo con mirada sombría a Raskolnikof, que se alejaba rápidamente en dirección a su domicilio. Al fin apretó los puños, rechinó los dientes y juró obligar a hablar francamente a Porfirio antes de que llegara la noche. Luego subió para tranquilizar a Pulqueria Alejandrovna, que empezaba a sentirse inquieta ante la tardanza de su hijo.
Cuando Raskolnikof llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes empapadas de sudor y respiraba con dificultad. Subió rápidamente la escalera, entró en su habitación, que estaba abierta, y la cerró. Inmediatamente, loco de espanto, corrió hacia el escondrijo donde había tenido guardados los objetos, introdujo la mano por debajo del papel y exploró hasta el último rincón del escondite. Nada, allí no habia nada. Se levantó, lanzando un suspiro de alivio. Hacía un momento, cuando se acercaba a la pensión Bakaleev, le habia asaltado de súbito el temor de que algún objeto, una cadena, un par de gemelos o incluso alguno de los papeles en que iban envueltos, y sobre los que habia escrito la vieja, se le hubiera escapado al sacarlos, quedando en alguna rendija, para servir más tarde de prueba irrecusable contra él.
Permaneció un momento sumido en una especie de ensoñación mientras una sonrisa extraña, humilde e inconsciente erraba en sus labios. Al fin cogió su gorra y salió de la habitación en silencio. Las ideas se confundían en su cerebro. Así, pensativo, bajó la escalera y llegó al portal.
¡Aquí lo tiene usted! dijo una voz potente.
Raskolnikof levantó la cabeza.
El portero, de pie en el umbral de la portería, señalaba a Raskolnikof y se dirigía a un individuo de escasa estatura, con aspecto de hombre del pueblo. Vestía una especie de hopalanda sobre un chaleco y, visto de lejos, se le habría tomado por una campesina. Su cabeza, cubierta con un gorro grasiento, se inclinaba sobre su pecho. Era tan cargado de espaldas, que parecía jorobado. Su rostro, fofo y arrugado, era el de un hombre de más de cincuenta años. Sus ojillos, cercados de grasa, lanzaban miradas sombrías.
¿Qué pasa? preguntó Raskolnikof acercándose al portero.
El desconocido empezó por dirigirle una mirada al soslayo; después lo examinó detenidamente, sin prisa; al fin, y sin pronunciar palabra, dio media vuelta y se marchó.
¿Qué quería ese hombre? preguntó Raskolnikof.
Es un individuo que ha venido a preguntar si vivía aquí un estudiante que ha resultado ser usted, pues me ha dado su nombre y el de su patrona. En este momento ha bajado usted, yo le he señalado y él se ha ido. Eso es todo.
El portero parecía bastante asombrado, pero su perplejidad no duró mucho: después de reflexionar un instante, dio media vuelta y desapareció en la portería. Raskolnikof salió en pos del desconocido.
Apenas salió, lo vio por la acera de enfrente. Aquel hombre marchaba a un paso regular y lento, tenía la vista fija en el suelo y parecía reflexionar. Raskolnikof le alcanzó en seguida, pero de momento se limitó a seguirle. Al fin se colocó a su lado y le miró de reojo. El desconocido advirtió al punto su presencia, le dirigió una rápida mirada y volvió a bajar los ojos. Durante un minuto avanzaron en silencio.
Usted ha preguntado por mí al portero, ¿no? dijo Raskolnikof en voz baja.
El otro no respondió. Ni siquiera levantó la vista. Hubo un nuevo silencio.
Viene a preguntar por mí y ahora se calla… ¿Por qué?
Raskolnikof hablaba con voz entrecortada. Las palabras parecían resistirse a salir de su boca.
Esta vez, el desconocido levantó la cabeza y dirigió al joven una mirada sombría y siniestra.
Asesino dijo de pronto, en voz baja pero clarísima.
Raskolnikof siguió a su lado. Sintió que las piernas le flaqueaban y vacilaban. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Su corazón dejó de latir como si se hubiera separado de su organismo. Dieron en silencio un centenar de pasos más. El desconocido no le miraba.
Pero ¿qué dice usted? ¿Quién… quién es un asesino? balbuceó al fin Raskolnikof, con voz apenas perceptible.
Tú, tú eres un asesino respondió el desconocido, articulando las palabras más claramente todavía.
Con una mirada triunfal y llena de odio, miró el rostro pálido y los ojos vidriosos de Raskolnikof. Entre tanto, habían llegado a una travesía. El desconocido dobló por ella y continuó su camino sin volverse. Raskolnikof se quedó clavado en el suelo, siguiendo al hombre con la vista. Éste se volvió para mirar al joven, que continuaba sin hacer el menor movimiento. La distancia no permitía distinguir sus rasgos, pero Raskolnikof creyó advertir que aquel hombre sonreía aún con su sonrisa glacial y llena de un odio triunfante.
Transido de espanto, temblándole las piernas, Raskolnikof volvió como pudo a su casa y subió a su habitación. Se quitó la gorra, la dejó sobre la mesa y permaneció inmóvil durante diez minutos. Al fin, ya en el límite de sus fuerzas, se dejó caer en el diván y se extendió penosamente, con un débil suspiro. Cerró los ojos y así estuvo una media hora.
No pensaba en nada concreto: sólo pasaban por su imaginación retazos de ideas, imágenes vagas que se hacinaban en desorden, rostros que había conocido en su infancia, fisonomías vistas una sola vez, casualmente, y que en otras circunstancias no habría podido recordar… Veía el campanario de la iglesia de V., una mesa de billar y, junto a ella, de pie, un oficial desconocido… De un estanco instalado en un sótano salía un fuerte olor a tabaco… Una taberna, una escalera de servicio oscura como boca de lobo, cubiertas de cáscaras de huevo y toda clase de basuras caseras; el sonido de una campana dominical… Los objetos cambian de continuo y giran en torno de él como un frenético torbellino. Algunos le gustan e intenta atraparlos, pero al punto se desvanecen. Experimenta una ligera sensación de ahogo, pero en ella hay un algo agradable. Persiste el leve temblor que se ha apoderado de él, y tampoco esta sensación es ingrata…
En esto oyó los pasos presurosos de Rasumikhine, seguidos de su voz, y cerró los ojos para que lo creyera dormido.
Rasumikhine abrió la puerta y permaneció un momento en el umbral, indeciso. Luego entró silenciosamente y se acercó al diván con grandes precauciones.
No lo despiertes; déjalo dormir todo lo que quiera murmuró Nastasia . Ya comerá más tarde.
Tienes razón repuso Rasumikhine.
Los dos salieron de puntillas y cerraron la puerta.
Transcurrió una media hora. De súbito, Raskolnikof empezó a abrir poco a poco los ojos. Después hizo un rápido movimiento y quedó boca arriba, con las manos enlazadas bajo la nuca.
«¿Quién es? ¿Quién será ese hombre que parece haber surgido de debajo de la tierra? ¿Dónde estaba y qué vio? ¡Ah!, de que lo vio todo no hay duda. Bien, pero ¿desde dónde presenció la escena? ¿Y por qué habrá esperado hasta este momento para dar señales de vida? ¿Cómo se las arreglaría para ver? Si parece imposible… Además -siguió reflexionando Raskolnikof, dominado por un terror glacial , ahí está el estuche que Nicolás encontró detrás de la puerta… ¿Se podía esperar que ocurriera esto…? Pruebas… Basta equivocarme en una nimiedad para crear una prueba que va creciendo hasta alcanzar dimensiones gigantescas.»
Con profundo pesar, notó que las fuerzas le abandonaban, que una extrema debilidad le invadía.
«Debí suponerlo se dijo con amarga ironía . No sé cómo me atreví a hacerlo. Yo me conocía, yo sabía de lo que era capaz. Sin embargo, empuñé el hacha y derramé sangre… Debí preverlo todo… Pero ¿acaso no lo había previsto?»
Se dijo esto último con verdadera desesperación. Después le asaltó un nuevo pensamiento.
«No, esos hombres están hechos de otro modo. Un auténtico conquistador, uno de esos hombres a los que todo se les permite, cañonea Tolón, organiza matanzas en París, olvida su ejército en Egipto, pierde medio millón de hombres en la campaña de Rusia, se salva en Vilna por verdadera casualidad, por una equivocación, y, sin embargo, después de su muerte se le levantan estatuas. Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Pero esos hombres están hechos de bronce, no de carne.»
De pronto tuvo un pensamiento que le pareció divertido.
«Napoleón, las Pirámides, Waterloo por un lado, y por otro una vieja y enjuta usurera que tiene debajo de la cama un arca forrada de tafilete rojo… ¿Cómo admitir que puede haber una semejanza entre ambas cosas? ¿Cómo podría admitirlo un Porfirio Petrovitch, por ejemplo? Completamente imposible: sus sentimientos estéticos se oponen a ello… ¡Un Napoleón introducirse debajo de la cama de una vieja…! ¡Inconcebible!»
De vez en cuando experimentaba una exaltación febril y creía desvariar.
«La vieja no significa nada -se dijo fogosamente . Esto tal vez sea un error, pero no se trata de ella. La vieja ha sido sólo un accidente. Yo quería salvar el escollo rápidamente, de un salto. No he matado a un ser humano, sino un principio. Y el principio lo he matado, pero el salto no lo he sabido dar. Me he quedado a la parte de aquí; lo único que he sabido ha sido matar. Y ni siquiera esto lo he hecho bien del todo, al parecer… Un principio… ¿Por qué ese idiota de Rasumikhine atacará a los socialistas? Son personas laboriosas, hombres de negocios que se preocupan por el bienestar general… Sin embargo, sólo se vive una vez, y yo no quiero esperar esa felicidad universal. Ante todo, quiero vivir. Si no sintiese este deseo, sería preferible no tener vida. Al fin y al cabo, lo único que he hecho ha sido negarme a pasar por delante de una madre hambrienta, con mi rublo bien guardado en el bolsillo, esperando la llegada de la felicidad universal. Yo aporto, por decirlo así, mi piedra al edificio común, y esto es suficiente para que me sienta en paz… ¿Por qué, por qué me dejasteis partir? Tengo un tiempo determinado de vida y quiero también… ¡Ah! Yo no soy más que un gusano atiborrado de estética. Sí, un verdadero gusano y nada más.»