Kitabı oku: «Lo mejor de Dostoyevski», sayfa 9
Yo sufría terriblemente: me parecía vergonzoso, rastrero, pedir dinero a Antón Antonovitch. No pegué los ojos durante dos o tres noches. Por regla general, en aquel tiempo dormía muy poco. Tenía fiebre; mi corazón, habitualmente oprimido, empezaba de pronto a saltar en mi pecho… Saltaba, saltaba…
Antón Antonovitch mostró al principio cierto asombro; luego hizo una mueca, reflexionó y, finalmente, me prestó el dinero que le había pedido, no sin antes hacerme firmar un recibo por el que le cedía el derecho a cobrar mi sueldo durante dos semanas.
Al fin todo estaba a punto. El bello pastor alemán había ocupado el puesto del ruin oso lavador, y yo iba plantando poco a poco los jalones de mi acto. Sin duda, no debía obrar en el primer encuentro; había que esperar a que se presentara una circunstancia favorable. Entonces avanzaría lenta y pacientemente. Pero, tras algunos intentos fallidos, empecé, lo confieso, a dudar del éxito. No conseguía que nos encontráramos frente a frente. Sin embargo, yo me había preparado bien; había tornado todas las precauciones… «¡Ahí viene! ¡Esta vez todo saldrá bien! ¡Chocaremos! Pero ¿qué he hecho? Le he cedido el paso una vez más, y él ha pasado sin prestarme ninguna atención.» Yo incluso dirigía plegarias al cielo al acercarme a él, a fin de que Dios me infundiera la resolución necesaria. Cuando ya estaba completamente decidido a terminar, sólo había conseguido humillarme una vez más, pues en el último instante, cuando no estaba a más de cuatro o cinco centímetros de él, vacilé; y él pasó sobre mí con perfecta tranquilidad. También tuve la sensación de que me arrojaba a un lado corno una pelota.
De nuevo tuve fiebre aquella noche y deliré. Pero, de improviso, esta situación se resolvió de modo satisfactorio. Precisamente la tarde anterior había resuelto renunciar a mi nefasto designio y olvidarlo. En este estado de ánimo me dirigí por última vez a la avenida Nevsky. Quería presenciar, por decirlo así, el abandono de mi proyecto. De pronto, cuando estaba solamente a tres pasos de mi enemigo, me decidí. Cerré los ojos y… nuestros hombros chocaron. No cedí ni un centímetro y pasamos el uno junto al otro como iguales. Él ni siquiera volvió la cabeza: fingió no darse cuenta de nada. Pero esta actitud era una afectación, estoy seguro. Todavía tengo esta seguridad. El choque me dolió a mí más que a él; no me cabe duda, porque él era más fuerte. ¡Pero esto no importaba! Había alcanzado mi objetivo, había salvado mi dignidad; al no ceder ante él ni una pulgada, lo había obligado a tratarme públicamente en pie de igualdad. De vuelta en casa, me sentí completamente vengado de mis humillaciones. Estaba inundado de alegría, triunfante. Cantaba aires italianos. Naturalmente, no describiré a ustedes lo que pasó tres días después. Si han leído la primera parte de esta obra, Memorias del subsuelo, pueden imaginárselo fácilmente. El oficial fue trasladado no sé adónde hace ya catorce años, y no he vuelto a verlo. ¿Qué hará ahora el buen hombre? ¿A quién estará aplastando?
II
Mi período de libertinaje llegaba a su fin y me sentía atrozmente asqueado. Tenía remordimiento, pero lo rechazaba: me producía náuseas. Sin embargo, poco a poco me iba acostumbrando. Me acostumbraba a todo. Mejor dicho, no era que me acostumbrase, sino que lo soportaba todo con resignación. Pero tenía un buen remedio, el de evadirme a los dominios «de lo bello y lo sublime»…, en sueños, naturalmente. Soñaba sin freno, pasaba tres meses seguidos soñando, enterrado en mi rincón, y en aquellos momentos, créanme, no me parecía en nada a aquel señor angustiado, de corazón de gallina, que cosía al cuello de su abrigo una piel de castor alemán. Me había convertido en héroe. En aquellos momentos ni siquiera habría recibido a mi bravo teniente. Es más, ni siquiera habría pensado que tal cosa pudiera suceder. ¿Qué sueños eran aquellos y cómo podían satisfacerme? Hoy me es difícil explicarlo. Pero sé que entonces estaba plenamente satisfecho. Además, estos sueños casi me bastan ahora. Tras mis excesos de libertinaje eran especialmente agradables y apacibles. Entonces acudían a mí en medio de los remordimientos, de las lágrimas, de las maldiciones impetuosas. ¡Tuve instantes de tal plenitud, de una dicha tan perfecta, que era imposible burlarse de ellos! No había en mí más que fe, esperanza y amor. Y es que en aquellos tiempos yo estaba ciegamente persuadido de que gracias a algún milagro, a alguna circunstancia externa, todas mis dificultades desaparecerían, caerían las murallas y dejarían al descubierto, al fin, un vasto campo de acción, de acción útil y bella y, sobre todo, dispuesta a que se cumpliese (yo no sabía en qué podía consistir tal acción, pero lo principal para mí era que estuviese enteramente dispuesta para su cumplimiento). Entonces, yo aparecía de pronto a la luz del día y me creía a lomos de un caballo blanco, con una corona de laurel en la frente. Ni me pasaba por la imaginación la posibilidad de desempeñar un papel secundario, y probablemente por eso admitía en la realidad resignadamente el último papel. O héroe o insignificante ser envuelto en lodo: no había término medio para mí. Esto era lo que me perdía; pues, desde el cieno, me consolaba soñando que en otros instantes yo era un héroe, y este héroe alumb raba el barro con su prestigio. El hombre corriente ha de evitar caer en el lodo; pero el héroe está situado a tal altura, que jamás podrá ensuciarse completamente. Por lo tanto, yo puedo revolcarme en el cieno.
Lo más notable es que estos impulsos «hacia lo bello y lo sublime» brotaban a veces en mí durante mis arrebatos de libertinaje, precisamente cuando me hallaba en el fondo del foso. Surgían como recuerdos y proyectaban un pálido resplandor. Pero no lograban disipar mis deseos; por el contrario, parecían excitarlos, gracias al efecto del contraste, que era precisamente lo que se necesitaba para hacer una buena salsa. Esta salsa se componía de contradicciones, sufrimientos y amargos análisis. Y todos estos tormentos, mayores o menores, daban cierto sabor picante a mi disposición e incluso le conferían cierto sentido. En una palabra, desempeñaban perfectamente el papel de una buena salsa. Todo esto no carecía de cierta profundidad. Pero ¿habría podido yo admitir una disipación ordinaria, el libertinaje llano y simple de un empleadillo cualquiera, y soportar pacientemente este horror? No, yo tenía siempre en reserva cierto modo nobilísimo de considerar las cosas.
¡Pero cuánto amor, Señor…, cuánto amor sentía palpitar en mí durante aquellos sueños, cuando sabía que me hallaba en los dominios «de lo bello y lo sublime»! Aunque aquel amor fuese fantástico, aunque no se pudiera aplicar a nada humano, rebosaba de tal modo en mí, que no echaba de menos esta falta de aplicación a la realidad: me parecía poco menos que un lujo inútil. Me volvía perezosa y voluptuosamente hacia el arte, es decir, hacia las bellas formas, ya completamente realizadas por los poetas, y a los novelistas, que nos las ceden en préstamo y que se adaptan fácilmente a todas las necesidades, a todas las exigencias. Gracias a ello, yo puedo, por ejemplo, triunfar sobre el universo entero. Todos se prosternan ante mí en el polvo y están obligados a admirar mis perfecciones, y yo perdono a todo el mundo. Siendo poeta y chambelán, me enamoro; recibo infinidad de millones, con los que obsequio inmediatamente al género humano, mientras confieso, ante el pueblo reunido, todas mis «ignominias», que no son, ni que decir tiene, ignominias ordinarias, pues todas contienen algo «de bello, de sublime», algo byroniano, dentro del género de Manfredo. Todos lloran y me besan (habrían sido imbéciles si no lo hubiesen hecho), y yo, descalzo y hambriento, me voy a predicar ideas nuevas y derroto por completo a los reaccionarios en Austerlitz. Acto seguido suena una marcha. Es la amnistía general. El Papa accede a ausentarse de Roma y trasladarse al Brasil. Luego, baile para toda Italia en la villa Borghese, la que está junto al lago Como, pues se ha transportado el lago a los alrededores de Roma para esta ocasión. Seguidamente, gran escena en los bosquecillos, etc. ¡En fin, ya saben ustedes lo que son estas cosas.
Me dirán que es estúpido e innoble exponer todo esto públicamente después de haberles confesado que derramaba lágrimas y tenía momentos de éxtasis. Pero ¿por qué es innoble, señores? ¿De verdad creen ustedes que todo eso me da vergüenza y que mis sueños son más necios que las cosas que les han ocurrido a ustedes en la vida? Además, créanme, ciertos hechos no estaban demasiado mal coordinados… Pero ocurrían a orillas del lago Como. Por lo demás tienen ustedes razón: ¡es estúpido, es innoble! Pero lo peor es que me estoy justificando ante ustedes. Y el hecho de que lo confiese es todavía más vil. ¡Bueno, basta ya! No acabaría nunca, pues siempre se encuentra el medio de descender más aún. Nunca pude prolongar mis sueños más de tres meses consecutivos, y para terminar, declararé que, invariablemente, volvía a sentir la necesidad irresistible de sumergirme en la sociedad de mis semejantes. Esto significaba visitar al jefe de mi negociado, Antón Antonovitch Sietochkin. Ésta fue la única persona en toda mi vida con la que sostuve relaciones regulares, cosa que todavía me causa asombro. Pero sólo iba a su casa cuando mis sueños me habían elevado de tal modo, que no tenía más remedio que estrechar en mis brazos a la humanidad entera, y para eso necesitaba por lo menos un verdadero ser humano, un hombre de carne y hueso. Sólo los martes se podía ir a casa de Antón Antonovitch. Era su día de recibo. Por consiguiente, yo tenía que reprimir mi sed de abrazos hasta ese día.
Antón Antonovitch vivía en las Cinco Esquinas, en el cuarto piso. Disponía de cuatro habitaciones diminutas, de techo bajo, amarillentas y cuyo aspecto pregonaba su baratura. Tenía dos hijas y una tía, que era la que servía el té. Una de las hijas contaba trece años; la otra catorce, y las dos tenían la nariz respingona. Estas niñas me intimidaban, pues no cesaban de cuchichear ni de emitir risitas ahogadas. El dueño de la casa estaba habitualmente en su despacho, sentado en un gran diván de cuero, ante una mesa redonda, en compañía de un señor de aspecto respetable, pero que era un simple funcionario de nuestro ministerio. Nunca me encontré allí con más de dos o tres personas, y siempre eran las mismas. Se hablaba de adjudicaciones, j cesiones, ascensos, nombramientos; de su Excelencia; de cómo hacerse simpático a la gente; etc. Yo tenía la paciencia de permanecer entre aquellas personas durante tres horas, como un tonto, sin atreverme a hablarles ni poder hacerlo, fuera cual fuere el asunto de que se tratase. Me daba cuenta de que iba convirtiéndome en un estúpido. Sudaba, temía quedarme paralítico. Pero aquello tenía también sus ventajas para mí, pues, ya de vuelta en mi casa, renunciaba durante algún tiempo a mi deseo de estrechar entre los brazos a la humanidad entera.
También me relacionaba con Simonov, antiguo compañero de colegio. Tenía en Petersburgo varios antiguos condiscípulos más; pero había dejado de alternar con ellos, e incluso de saludarlos en la calle. Es más: acaso fue el deseo de no encontrarme con ellos, de olvidar todos los recuerdos de mi triste infancia lo que me impulsó a trasladarme a otro ministerio. ¡Maldecía a aquella escuela, a aquellos atroces años de cárcel! Por eso rompí con mis compañeros apenas terminé mis estudios. Sólo saludaba a dos o tres. Uno de ellos era Simonov. En la escuela no se había distinguido en nada y tenía un temperamento afable y reposado. Yo lo estimaba por su espíritu de independencia y por su honradez. Incluso no creo que fuese extremadamente torpe. Pasamos juntos muy buenos ratos. Pero nuestras buenas relaciones no duraron mucho: una especie de bruma las cubrió repentinamente. El recuerdo de aquella cordialidad molestaba sin duda a Simonov, que temía, en mi opinión, que yo intentara reanudar nuestro trato amistoso. Incluso me pareció que le repugnaba. Pero como no estaba seguro, seguía yendo de vez en cuando a su casa.
Y he aquí que un jueves, incapaz de soportar más tiempo mi soledad y sabiendo que los jueves la puerta de Antón Antonovitch estaba cerrada, me acordé de Simonov. Al subir la escalera que conducía a sus habitaciones del cuarto piso, precisamente entonces, caí en la cuenta de que mi visita podía molestar a Simonov y me dije que había hecho mal en ir a su casa. Pero como el resultado de esta clase de reflexiones era generalmente incitarme a hacer lo que no debía, entré resueltamente. Hacía un año que no había ido a casa de Simonov.
III
Acompañaban a Simonov dos de mis antiguos condiscípulos. Al parecer, estaban hablando de un asunto serio. Ninguno de ellos prestó atención a mi llegada, cosa verdaderamente extraña, ya que no nos habíamos visto desde hacía años. Me consideraban, evidentemente, como un ser insignificante, como una mosca. Ni siquiera en la escuela me trataban así, a pesar de que allí me detestaban. Comprendí que debían de despreciarme por haber fracasado en mi carrera, y también por mi aspecto miserable, por mis viejas ropas, que eran, a sus ojos, la prueba evidente de mi incapacidad y de mi desdichada situación. Sin embargo, no esperaba un desprecio tan ostensible. En cuanto a Simonov, se quedó pasmado al verme, aunque no era la primera vez que se asombraba de mis visitas. Todo esto me desconcertó. Me senté un poco irritado y me limité a escuchar lo que decían.
Hablaban con la mayor seriedad, e incluso con cierta pasión, de una comida de despedida que se proponían ofrecer a un camarada, a un oficial llamado Zverkov, que se marchaba a una provincia. El señor Zverkov había sido también compañero mío de colegio, y yo lo detestaba. Esta aversión aumentó en los cursos superiores. Desde muy niño fue un alumno educado y alegre, al que todos querían, todos menos yo, que precisamente no lo quería porque era alegre y educado. Desde el principio fue un mal estudiante, defecto que aumentó con los años. Sin embargo, logró terminar sus estudios gracias a las influencias. Ya estaba en los últimos cursos, cuando recibió en herencia una finca y doscientos siervos, y como nosotros éramos casi todos pobres, se complacía en ponemos en ridículo. Era un ser vulgar, pero, en definitiva, y a pesar de sus humos, un buen muchacho. Entre nosotros, en la escuela, no obstante los alardes de honor y dignidad que se hacían con un exceso de fantasía y de palabras, todos, excepto algunos, lo adulaban, lo que lo incitaba a darse más importancia todavía. Pero si giraban en tomo de él no era por interés, sino simplemente porque la naturaleza lo había favorecido con sus dones. Además, entre los estudiantes se consideraba Zverkov como un especialista en todo lo concerniente a la elegancia y a las buenas maneras. Y esto era lo que más me enfurecía. Detestaba el agudo sonido de su voz, llena de suficiencia; sus grandezas, de las que siempre se mostraba muy satisfecho, pero que eran verdaderas estupideces, pese a su facilidad de palabra. Detestaba su cara, bella pero inexpresiva (aunque ¡cómo me habría apresurado a cambiar aquella cara por la mía de hombre inteligente!), y sus modales desenvueltos, al estilo de los oficiales de 1840. Lo detestaba por los éxitos que confiaba en obtener con las mujeres (no se atrevía a emprender conquistas antes de haber alcanzado sus hombreras de oficial; por eso las esperaba con tanta impaciencia) y por los duelos que estaba seguro de librar. Recuerdo que una vez, rompiendo por excepción mi silencio, disputé violentamente con él. Zverkov hablaba a sus compañeros de sus futuras intrigas amorosas, y, entusiasmándose de tal modo que parecía un perrito revolcándose al sol, declaró de pronto que no dejaría intacta ninguna campesina joven de su finca, pues ejercería le droit du seigneur; y que si los campesinos se atrevían a protestar, los haría azotar y duplicaría los impuestos a aquellos «viles barbudos». Nuestros cobardes lo aplaudieron; pero yo lo ataqué violentamente, no porque compadeciera a las muchachas y a sus padres, sino simplemente porque me irritaba que semejante insecto cosechara éxitos de tal índole. Aquella vez triunfé; pero Zverkov, al que su necedad no impedía ser alegre e insolente, logró poner a los burlones de su parte, y de tal modo, que mi triunfo fue momentáneo: todos acabaron por reírse de mí. Desde entonces, más de una vez triunfó sobre mí, aunque sin maldad, bromeando, entre risas. Yo guardaba ante él un silencio despectivo. Cuando terminamos los estudios, tuvo conmigo algunos gestos amables; yo no los rechacé, porque ello me halagaba, pero pronto, y con la mayor naturalidad, nos distanciamos. Posteriormente me enteré de sus éxitos como oficial, de la vida alegre que llevaba. Y más adelante tuve noticia de su rápido ascenso. Dejó de saludarme cuando nos encontrábamos en la calle: sin duda temía comprometerse al cambiar el saludo con un ser tan insignificante como yo. Una vez lo vi en el teatro, en platea. Ya lucía las insignias de ayudante de campo. Rebullía en torno de las hijas de un viejo general. Pero durante los tres años que había dejado de verlo, había perdido mucho en presencia, ya que había engordado bastante. Sin embargo, conservaba sus bellas facciones y sus maneras elegantes. Se advertía que cuando cumpliese los treinta se hundiría completamente.
Este era el Zverkov al que acababan de desamar a provincias y a quien sus amigos proyectaban dar una cena de despedida. No habían interrumpido sus relaciones con él, aún considerándose -estoy seguro- inferiores al oficial.
Uno de los visitantes de Simonov se llamaba Ferfitchkin. Era un ruso de origen alemán, escasa estatura y cara de mono; un necio que se burlaba de todo el mundo y que fue mi peor enemigo en la escuela desde las clases inferiores; un fanfarrón cobarde e insolente que aparentaba el amor propio más susceptible, pero que evidentemente no era más que un miserable. Pertenecía al grupo de admiradores de Zverkov, que lo adulaba interesadamente, ya que todos le pedí an con frecuencia dinero prestado.
El otro visitante, Trudoliubov, no tenía nada digno de mención. Era militar. Un mocetón alto, rostro frío. Aunque honrado, se inclinaba ante el éxito, fuese éste cual fuera, y sólo sabía hablar de nombramientos, ascensos, etc. Era pariente lejano de Zverkov, y, por estúpido que esto pueda parecer, ello le confería cierto prestigio a los ojos de sus compañeros. A mí me consideraba como un ser insignificante, pero me trataba de un modo soportable, ya que no cortés.
-Bueno, poniendo siete rublos por cabeza -declaró Trudoliubov- y, siendo tres como somos, reuniremos veintiún rublos. Por lo tanto, podremos cenar bastante bien. En cuanto a Zverkov, naturalmente, no tendrá que dar nada.
-¡Claro! ¡Es el invitado! -asintió Simonov.
-¿Cómo podéis creer -intervino Ferfitchkin con acento arrogante e insolente, como un lacayo descarado que se jacta de las consideraciones de su dueño-, cómo podéis creer que Zverkov admita que paguemos sólo nosotros? Aceptará nuestra invitación por delicadeza, pero nos ofrecerá champán, seis botellas seguramente.
-Demasiado champán para cuatro personas -comentó Trudoliubov, que sólo se había fijado en el número de botellas.
-En resumen, que somos tres a pagar, aunque, con Zverkov, seamos cuatro a cenar. Veintiún rublos. Hotel Perís. Mañana a las cinco -recapituló Simonov, al que se había encomendado la organización del banquete.
-¿Por qué veintiún rublos? -exclamé con cierta emoción, incluso sintiéndome un poco ofendido-. Si se me cuenta a mí también, no serán veintiuno sino veintiocho.
Yo creía que al hacer aquella oferta espontánea causaría gran efecto y todos se rendirían a mi generosidad. Esperaba miradas de admiración.
-¿De veras quiere usted ser del grupo? -preguntó Simonov, descontento, sin mirarme, porque sabía perfectamente cómo era yo.
Me exasperó que me conociera tan bien.
-¿Por qué no? -exclamé con voz ronca-. También yo fui compañero suyo. Es más, incluso me molesta que no me hayan informado a tiempo.
-¿Acaso conocíamos su paradero? -exclamó rudamente Trudoliubov-. Además, usted nunca ha estado en buenas relaciones con Zverkov -añadió con semblante sombrío.
Pero yo me había lanzado.
-Eso es un asunto privado en el que nadie tiene derecho a inmiscuirse -dije con voz temblorosa, como si se tratase de algo extraordinariamente importante -. Quizá precisamente porque no estamos en buenas relaciones, quiero…
-¡Cualquiera le entiende a usted con sus ideas elevadas! -exclamó Trudoliubov con una risita de burla.
-Contamos con usted -cortó Simonov volviéndose hacia mí -. Mañana a las cinco, en el Hotel París. No se equivoque.
-¿Y el dinero? -dijo Ferfitchkin a media voz a Simonov señalándome con un movimiento de cabeza. Pero se detuvo en seco, porque incluso Simonov se sintió molesto.
-¡Basta! -dijo Trudoliubov levantándose-. Puede venir, si tanto lo desea.
-Pero es que estaremos entre amigos -protestó Ferfitchkin, irritado-. No se trata de una reunión oficial. A lo mejor, su presencia…
Se marcharon. Al salir, Ferfitchkin ni siquiera me saludó. Trudoliubov inclinó casi imperceptiblemente la cabeza, Sin mirarme.
Simonov, con el que me quedé solo, parecía perplejo y molesto. Me miraba de un modo extraño. Ni se sentaba ni me invitaba a sentarme.
-Bueno, ya sabe: mañana. ¿Entregará hoy el dinero? Se lo pregunto para poder planearlo todo con seguridad -explicó rápidamente, muy confuso.
Enrojecí de cólera, pero, mientras enrojecía, me acordé de que le debía quince rublos desde hacía siglos, cosa que yo nunca había olvidado. -Comprenda usted, Simonov, que al venir aquí no podía prever… Lamento de veras haberme olvidado de…
-¡Bah! No tiene importancia. Ya pagará usted mañana. Sólo lo he dicho para saber con certeza… En fin, no se preocupe…
Se calló de pronto y empezó a ir y venir por la habitación, cada vez más irritado, golpeando violentamente el suelo con los talones.
-¿Tiene usted algo que hacer? ¿Lo molesto? -pregunté tras unos minutos de silencio.
-¡Oh, no! -exclamó, como si volviera en sí de pronto-. Aunque, para serle franco, me tengo que acercar a… No está lejos de aquí -añadió, confuso y en un tono de excusa.
-¡Dios mío! ¿Por qué no me lo ha dicho antes? -exclamé cogiendo mi gorra con una desenvoltura que me había venido de Dios sabe dónde.
-No está lejos de aquí…, a dos pasos -repetía Simonov acompañándome hasta la puerta con una solicitud que no le cuadraba en absoluto-. -Así, pues, hasta mañana, a las cinco en punto -me gritó desde lo alto de la escalera.
No podía ocultar que se alegraba de que me fuera. En cambio, yo estaba furioso…
¿Por qué diablos me habría metido en aquel enredo? Rechinaba los dientes mientras iba a grandes zancadas por la calle. ¿Y todo por quién? ¡Por aquel cerdo de Zverkov! «Desde luego, no iré. ¡Sólo merecen que les escupa! Nada me obliga a ir. Avisaré a Simonov por carta..
Pero lo que más me irritaba era mi seguridad de que iría, de que iría a toda costa, y que tanto más empeño pondría en ir cuanto menos me conviniera y más pudiese hacer el ridículo.
Había un importante obstáculo para que fuese: no tenía dinero. Todo mi capital eran nueve rublos, de los cuales debía entregar siete al día siguiente a mi criado, Apolonio, al que daba siete rublos al mes, naturalmente comiendo él por su cuenta.
Conocía bien su carácter, y no quería hacerlo esperar. (En algún momento tendré que hablar de este canalla, de esta inmundicia.) Y, sin embargo, yo sabía que no le pagaría y que iría a la cena.
Aquella noche tuve sueños espantosos. No era extraño, pues había estado todo el día oprimido por el recuerdo de los años de cárcel que habían sido mis años de estudio. Parientes lejanos, bajo cuya tutela estaba ya los que jamás he vuelto a ver, me abandonaron en aquella escuela. Cuando ingresé, mis parientes me habían convertido ya, a fuerza de reproches, en un muchacho taciturno, silencioso, de mirada hostil. Mis compañeros me acogieron con pérfidas burlas, porque no me parecía a ninguno de ellos. Yo no podía soportar las bromas, no podía acostumbrarme a ellos tan fácilmente como ellos se acostumbraban unos a otros. Los odié, pues, desde el principio y me encerré en un profundo orgullo, en el que había un algo de temor y mortificación. Me repugnaba la grosería de aquellos muchachos. Se reían cínicamente de mi casa, de mi aspecto estúpido. ¡Pero no se veían las caras de idiotas que tenían ellos! En aquella escuela, los rostros se transformaban hasta adquirir una expresión de imbecilidad. Vi ingresar a muchos chicos que entonces eran guapos y que años después tenían un no sé qué de repelente. Cuando llegaban a los dieciséis años, los observaba con una curiosidad sombría: la mezquindad de sus pensamientos, la imbecilidad que denotaban sus ocupaciones, sus conversaciones, sus juegos, me paralizaban de asombro. No comprendían ciertas cosas de gran importancia, no prestaban atención a las cosas más notables, y ello me impulsó a considerarme, en contra de mi voluntad, muy superior a ellos. No era en modo alguno la vanidad herida el motivo de mi actitud, y, ¡en nombre del cielo!, no me vengáis con esa objeción, tan repetida que ya me produce náuseas, de que yo soñaba despierto mientras ellos poseían ya el sentido de la realidad. ¡De ningún modo! No comprendían nada, no tenían el menor sentido de la realidad. Esto era precisamente lo que me parecía más despreciable en ellos. Por el contrario, acogían la realidad más evidente, la que, por decirlo así, entra por los ojos, con la más estúpida incomprensión. Es más, aunque sólo tenían dieciséis años, ya se inclinaban servilmente ante el éxito. De todo lo verdadero y justo, pero que estaba postergado y despreciado, se burlaban necia y cruelmente. Daban más valor a los diplomas que a la inteligencia. Tenían sólo dieciséis años, y ya ponían por encima de todo las sinecuras. Pero hay que pensar que a ello contribuían su estupidez y los malos ejemplos que los habían rodeado desde su infancia. Estaban monstruosamente corrompidos. Pero en ello había, evidentemente, algo externo, cierta afectación cínica, cuya lozanía juvenil se transparentaba a veces a través de su depravación. Sin embargo, incluso esta lozanía resultaba poco simpática, pues se manifestaba por medio de una especie de grosera sensualidad. Yo los odiaba, aún siendo quizá peor que ellos. y ellos me pagaban con la misma moneda, sin ni siquiera disimular la repugnancia que les inspiraba. Yo no pensaba en atraerme su amistad. Por el contrario, sólo deseaba humillarlos.
A fin de verme libre de sus burlas, me apliqué cuanto me fue posible, y así logré situarme entre los primeros. Esto los impresionó. Además, todos fueron advirtiendo poco a poco que yo había leído ya ciertos libros de los que ellos no sabían nada todavía, y que yo comprendía ciertas cosas (ajenas a nuestros cursos) completamente desconocidas para ellos. Lo comprobaban con una estupefacción irónica, pero aceptaban mi prestigio, y más aún al advertir que mis conocimientos habían atraído la atención de los profesores. Las burlas cesaron, pero la antipatía subsistió, y se establecieron entre nosotros relaciones de una frialdad oficial.
Al fin fui yo quien no pudo seguir resistiendo. Cuando tuve más años, sentía la necesidad de ir hacia los hombres, de tener amigos. Traté, pues, de aproximarme a algunos de mis compañeros. Pero había siempre cierta falsedad en nuestras relaciones, y éstas terminaban muy pronto. Sin embargo, llegué a tener un amigo. Pero yo era ya un déspota; pretendí dominar eternamente su espíritu, imbuirle el desprecio hacia quienes lo rodeaban; exigí de él que rompiese de modo definitivo, arrogante, con su medio ambiente. Mi amistad apasionada lo asustó. Lo trastorné hasta las lágrimas, hasta las convulsiones. Era un alma cándida y generosa. Y cuando se hubo entregado a mí por entero, lo detesté y lo rechacé. Fue como si sólo lo hubiese necesitado para apuntarme una victoria y adueñarme de su voluntad. Pero yo no podía vencerlos a todos. Mi amigo tampoco se parecía a ninguno de ellos: era una excepción. Cuando terminé mis estudios, me apresuré a renunciar a la carrera especial a que me habían destinado, a fin de romper todos los lazos con el pasado, poder maldecirlo y cubrirlo de ceniza… Después de todo esto, no sé por qué diablos seguí yendo a casa de Simonov.
Al día siguiente me desperté temprano; me levanté tan agitado como si la comida se hubiera de celebrar inmediatamente. Y es que estaba persuadido de que aquel día tenía que producirse un cambio radical en mi existencia. Probablemente, todo se debía a que se trataba de un hecho desacostumbrado. Y también hay que tener en cuenta que siempre que me enfrentaba con un acontecimiento, por insignificante que fuera, me hacía la ilusión de que iba a cambiar radicalmente mi existencia. Fui a la oficina como de costumbre, pero salí dos horas antes, con objeto de hacer los preparativos del caso. «Sobre todo -pensaba-, no debo ser el primero en llegar, no vayan a creer que estaba impaciente.» Tenía otras muchas preocupaciones además de ésta. Estaba agitadísimo, y esta agitación me debilitaba.
Limpié de nuevo mis botas. Apolonio no habría querido por nada del mundo limpiármelas dos veces el mismo día: habría considerado que esto era introducir el desorden en su servicio. Tuve que apoderarme subrepticiamente de los cepillos que estaban en la antecámara, a fin de evitar que Apolonio supiera que yo mismo me lustraba las botas, pues ello le habría movido a despreciarme. A continuación, examiné con todo cuidado mi traje, y me vi obligado a reconocer que estaba viejo. En verdad, me había entregado a una negligencia exagerada. Mi uniforme estaba bastante bien, decoroso, pero no podía ir a comer vestido de uniforme. Lo peor era que los pantalones tenían en una de las rodilleras una gran mancha amarilla. Preveía que esta mancha reduciría en nueve décimas partes mi dignidad. Pero sabía también que era bajo y vulgar pensar así. «Por otra parte ya no se trata de pensar: estamos en plena realidad.» Esto era algo que me decía, pero iba perdiendo el calor por momentos. Sabía muy bien que exageraba monstruosamente las cosas; pero ¿cómo remediarlo? Ya no era dueño de mi pensamiento: la fiebre me poseía.