Kitabı oku: «Filosofía en la cocina»
Francesca Rigotti
Filosofía en la cocina
Pequeña crítica de la razón culinaria
Traducción de María Pons Irazazábal
Título original: La filosofia in cucina
© Società editrice Il Mulino, Bologna
© de la presente edición, Taugenit S. L.
© de la traducción, María Pons Irazazábal
Diseño de cubierta: Gabriel Nunes
Edición digital: José Toribio Barba
ISBN digital: 978-84-17786-18-2
1.ª edición digital, 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
A la hermosa Lugano, y a todos los amigos luganeses
Índice
Introducción
Capítulo primero. Saber y sabor
1. Palabra y comida
2. Poesía y literatura alimentaria (primera parte)
3. Intermedio pedagógico
4. Poesía y literatura alimentaria (segunda parte)
Capítulo segundo. Naturaleza y cultura
1. Lo cocido y lo crudo
2. Cuestiones de competencia
3. La boca
Capítulo tercero. Teoría y práctica de cocinar palabras
1. Cocina y alquimia
2. Recetas y modelos ideales
3. El cocinero
Capítulo cuarto. La cocina filosófica
1. El uno y lo múltiple
2. Digestión y asimilación
Capítulo quinto. El régimen filosófico
1. La comida de Atenas
2. La dieta filosófica
Capítulo sexto. El apetito de los filósofos
1. Placer del estómago y placer del espíritu (Platón, Epicuro, Aristóteles)
2. Hambre y sed del alma y de la mente (Dante)
3. Hombres y mujeres en la cocina (Kant, Condorcet)
4. Náusea y ayuno del filósofo (Sartre, Wittgenstein)
Capítulo séptimo. Comidas y bebidas filosóficas
1. El pan de la verdad
2. Palabras de leche
3. Ex ovo omnia
4. La fenomenología del «espíritu»
Capítulo octavo. Exceso de comida y de palabras o el pecado de gula
1. Vicios y pecados
2. Glotonería y locuacidad
Notas
Introducción
La uva pasa puede ser incluso lo mejor que hay
en un pastel; pero una bolsa de pasas no es mejor
que un pastel; y el que nos ofrece una bolsa repleta
de pasas no por eso será capaz de hacer con ellas
un pastel —por no hablar de algo mejor.
L. Wittgenstein,
Aforismos, cultura y valor, 1948
Rara vez sucedía en el pasado que una mujer, apartándose de los hábitos femeninos, tomara la pluma. Y las pocas que lo hacían probablemente, para tomar la pluma, no soltaban los utensilios de cocina —cucharones, cuchillos y escudillas— porque no pertenecían a la clase de mujeres que acostumbraban a utilizarlos; es más probable que renunciaran a bordados o a laúdes, a devocionarios o a acuarelas. En nuestros extraños tiempos, en cambio, ocurre con frecuencia que la misma mano, generalmente femenina, pasa a lo largo del mismo día, de cada día, de la pluma o del teclado del ordenador al cuchillo que corta la cebolla o al cucharón que saca el caldo. Al menos a mi mano sí le ocurre. A veces hasta maneja el microondas para calentar un precocinado, aunque la práctica se mantiene dentro de unos límites decorosos.
Los gestos de cocinar, tan familiares y aparentemente insignificantes, parecen asociados tan solo al arte o a la técnica de preparar alimentos crudos y cocidos. Pero lo que converge en la preparación de los alimentos es todo un sistema, un método, un procedimiento en el que se alternan momentos de análisis y de síntesis. Porque cocinar un plato es como escribir un ensayo y, viceversa, escribir un ensayo es como preparar un plato; es como si se utilizara la misma paleta de madera para dar vueltas a una salsa, si la punta es ancha y redondeada, o para escribir un texto si la punta es aguda y de grafito negro.
En los dos ámbitos se puede improvisar o bien seguir una receta. El segundo sistema, tradicional y reconocido, por lo general evita sorpresas en la cocina y en el estudio: seguir un procedimiento metódico y respetuoso con la tradición a la hora de escribir un ensayo protege de las críticas de colegas y reseñadores; luego, seguir el esquema: introducción, status artis, trabajos ajenos, trabajos propios, tesis, pruebas, desarrollo, objeciones, consideraciones personales, resumen. Pero también se puede seguir el primer método, el de la improvisación. En este caso, se van echando pensamientos e ingredientes por analogía e inspiración; a riesgo de que el resultado sea poco digerible aunque tal vez muy original.
Receta o inspiración que exigirán en cualquier caso la selección de ingredientes culinarios o de materiales culturales como base irrenunciable de partida. También en esta operación ocurre lo mismo: uno puede procurarse los ingredientes y materiales, en el supermercado o en la biblioteca, perfectamente preparados y envasados en cajitas de poliestireno recubiertas de celofán, o en forma de elaborados escritos, ensayos, artículos o libros ya publicados por otros. O bien puede cultivarlos, cuidarlos o meditarlos personalmente, lo que supone un esfuerzo mucho mayor, aunque el resultado es un producto indudablemente superior en frescura y originalidad. Una verdura que nosotros mismos sembramos y recogemos, una idea que producimos y cultivamos son materiales/ingredientes de calidad muy diferente a los preelaborados. Ahora bien, siendo realistas tendremos que resignarnos a echar mano de estos últimos, o bien a utilizar una técnica mixta: no podemos cultivar cacao en el jardín, ni podemos hacer nuestra propia traducción del chino ni mucho menos, ¡ay de mí!, del hebreo. En resumen, no nos queda más remedio que adaptarnos a las leyes del mercado y hacer de la necesidad virtud, tomando del árbol de la ciencia los frutos, ya sean frescos o en conserva.
A continuación, los ingredientes y materiales han de ser transportados hasta la mesa de cocina o la mesa de despacho —y Dios sabe si pesan más las bolsas de la compra o las bolsas de libros—, distribuidos en los lugares correspondientes, cortados en lonchas o en tirillas, en daditos, en pedacitos grandes y pequeños, salados, marinados, aromatizados y adobados; clasificados, agrupados por temas, por autores, por épocas; resumidos, comentados, copiados... En algunos casos hay que ponerlos a la vez en grupitos separados, precocinados y prepensados en distintas secciones. Para preparar una ratatouille tendré que cocinar por separado pimientos, berenjenas, cebollas, calabacines y tomates, un ingrediente tras otro si estoy sola, todos a la vez si cuento con varios colaboradores (cosa que no ocurre), provisto cada uno de sartén y hornillo; si me dispongo, en cambio, a hacer unos raviolis o una sencilla tarta de manzana, deberé preparar por separado la masa y el relleno, pasta y manzanas cortadas en rodajas y rociadas con limón para que no ennegrezcan (aunque las manzanas de hoy en día ya no se vuelven negras, del mismo modo que los pimientos ya no pican ni las berenjenas tienen el sabor amargo de antaño). Para hacer un ensayo, una recensión, un capítulo de un libro o un programa de investigación, tendré que pensar en guardar en hojas o en fichas separadas partes ya unidas en una primera redacción, preparándolas anticipadamente y dejándolas allí para que reposen, como la pasta para las crêpes o la Kartoffelsalat que seguramente tanto gustaba a Heidegger.
Finalmente, el placer de juntarlo todo, de extender la pasta de hojaldre o el texto, añadiendo rodajitas de manzana, pasas sultanas y piñones para el strudel, o metáforas, comparaciones y juegos de palabras para el ensayo. Y el placer de ver cómo en el horno o en la sartén o en la composición del texto sobre la página en blanco pensamientos y palabras se amalgaman y se funden en la forma acabada como el aceite y el huevo en la mayonesa, y producen el resultado final que se ofrece como comida al público o se guarda en el cajón o en el frigorífico para saborearlo solo en privado o sacarlo, pasado un tiempo, para una ocasión especial.
De mi larga experiencia en los dos ámbitos —el de la cocina y el de la escritura de ensayos filosóficos—nació la idea de compararlos, idea que los hechos han demostrado después que no era tan peregrina. Ambos territorios, representados espacialmente por dos habitáculos, la cocina y el estudio, que normalmente tienen poco que compartir, han resultado estar bastante más próximos de lo que podíamos imaginar. Se ha visto, por ejemplo, cómo algunos cocineros se aventuraban a opinar en el espacio cultural-filosófico, del mismo modo que bastantes filósofos han cruzado, incredibile dictu, los umbrales de la cocina, física o metafóricamente, y han hallado en estos locales materia de inspiración para sus trabajos.
Ninguno de ellos lo ha hecho de manera metódica: si Kant hubiese escrito la cuarta crítica, la Crítica de la razón culinaria que sus comensales le habían propuesto en broma que compusiera, dispondríamos ahora de un esquema con el que compararnos. Lo tendríamos asimismo si el poeta ático Atenión, en el siglo III a.C., además de pretender que había sido el arte culinario el que había elevado a la humanidad desde los bajos fondos de una alimentación bárbara de tipo antropofágico hasta las alturas de la actual civilización, nos hubiese proporcionado una representación más detallada de cómo concebía las relaciones entre filosofía y cocina.
Pero desgraciadamente todos estos buenos propósitos se quedaron en agua de borrajas. Tal carencia de material orgánico sobre el tema incide naturalmente en el método del presente trabajo: mi crítica de la filosofía culinaria no puede avanzar de forma rigurosa siguiendo un esquema histórico completo. Son demasiadas las lagunas entre uno y otro período, demasiado esporádicas y fragmentarias las referencias. La naturaleza misma del material de investigación me obliga, pues, a una reconstrucción parcial que se apoya en un armazón más bien flexible, adecuado a su objeto.
Que es el de las relaciones entre filosofar y cocinar, actividades humanas antiquísimas ambas, que a menudo han permanecido ajenas la una a la otra, debido entre otras cosas a la diferencia de sexo entre quienes practican la primera y quienes ejercen la segunda. Ámbito femenino por excelencia la cocina, aunque con importantes incursiones de elementos masculinos, sobre todo en la banda «alta» de sus prestaciones —la cocina sacrificial y la haute cuisine—; territorio puramente masculino la filosofía, a pesar de algunas significativas incursiones de elementos femeninos, siempre escasas y discontinuas.
En concreto, la afinidad entre la elaboración de la comida hecha por la cocina y la elaboración del pensamiento practicada por la filosofía es lo que constituye el núcleo de esta obra, en torno al que giran a modo de satélites muchas otras observaciones. La afinidad tal como la propone el pensamiento de Wittgenstein, que no por casualidad ha sido elegido como lema de este libro. Cuando recurre a la imagen del pastel con pasas y de las pasas sin pastel que están reunidas en una bolsa, que no son mejor que un pastel aunque son lo mejor que hay en un pastel, Wittgenstein quiere decir que la filosofía ofrece lo mejor de sí misma en el momento en que mezcla, amasa y cuece todos los pensamientos juntos, en vez de mantenerlos separados como frases sueltas o como aforismos geniales pero solitarios; en el momento, pues, en que desarrolla su práctica de manera afín a la culinaria, aunque ambas artes se desarrollan por lo común en lugares diferentes y sin comunicación entre sí.
Pero veamos ahora qué ocurre al abrir de par en par las puertas de ambos locales, el dedicado a la alimentación del cuerpo y el consagrado a la nutrición del espíritu —sala de refección y sala de estudio, cocina alimentaria y cocina filosófica— poniéndolos en comunicación y observando los intercambios de sentidos y de métodos entre el uno y el otro.
Quiero expresar mi agradecimiento a algunos amigos que me han sugerido pasajes culinario-filosóficos: Dario Borso, Tonino Tornitore, Davide Sparti; a las bibliotecas que más me han facilitado el trabajo, la Biblioteca de la Universidad de Lugano entre otras, pequeña pero útil, sobre todo a su director, Giuseppe Origgi, que me sacó de grandes y pequeños apuros, y a la Biblioteca de la Universidad de Gotinga, especialmente la parte ubicada en el interior del hospital, mucho más silenciosa, agradable, recogida y accesible que la sede central. Por último, al equipo editorial de Il Mulino y especialmente a dos personas: Carla Carloni, por haberme buscado, solicitado y seguido, haciendo que me sintiera casi un autor importante, de esos que tienen agente editorial, y a Ugo Berti Arnoaldi por sus constantes mensajes, en serio y en broma, por vía epistolar y electrónica.
Debo señalar que el capítulo octavo, «Exceso de comida y de palabras o el pecado de gula», fue publicado en una versión más extensa en Intersezioni, XIX, 2, 1999, pp. 157-183.
Capítulo primero
Saber y sabor
Figura 1
Bibliotheque d’un Gourmand.
Portada del primer volumen de Grimod de la Reynière,
Almanach des Gourmands, Maradan, París, 18043, 3 vols.
1. Palabra y comida
Conocer y comer, palabra y comida, dice Alves, están hechos de la misma pasta, son hijos de la misma madre: el hambre. Puesto que todos hemos pasado por esta experiencia, entendemos y usamos con naturalidad el lenguaje del conocimiento alimentario, de la palabra que es comida. Es el lenguaje que se sirve de expresiones como ganas de conocer, sed de saber, hambre de información. O bien expresiones del tipo: devorar un libro, tener una indigestión de datos, estar saturados de leer, estar hartos de lectura; o incluso, mascar algo de latín, rumiar una idea, digerir un concepto; o, por último, usar palabras dulces, reproches amargos, anécdotas picantes, comparaciones sabrosas.
Las palabras son el alimento de la mente, según estas expresiones que confirman el hecho de que las ideas son comida; comida y alimento que entran y salen de la sartén de nuestro cuerpo a través del orificio de la boca, para ser después amasados por la lengua, digeridos por el estómago, asimilados por el intestino. Comer y conocer son la misma cosa, y las palabras y los alimentos coinciden en el lugar de salida de las unas y de entrada de los otros, en la boca, órgano común a ambas funciones, y en el instrumento que los elabora y los amalgama, la lengua: «Por una parte, la boca es el lugar físico (el umbral) donde se cruzan palabra y alimento; por la otra, el mismo órgano, la lengua, desempeña la misma función (amalgamar) respecto a los alimentos y a las palabras»1.
Tras haber cruzado el umbral de la boca y haber sido amasadas y amalgamadas por la lengua, las palabras van a parar al estómago, contenedor real y simbólico en cuya forma se inspiran los alambiques de la alquimia, y allí se guardan. Se convierten así en parte de los conocimientos adquiridos, de las experiencias sufridas. Como tales se mantienen allí, como dirá Agustín, en el «estómago de la memoria»:
Podríamos decir que la memoria es una especie de estómago del alma, y la alegría y la tristeza como una comida suave o amarga. Cuando esta comida de las cosas se confía a la memoria, es como si pasara al estómago, donde puede guardarse pero no saborearse [...].
¿No salieron, quizá, de la memoria a través del recuerdo como sale la comida del vientre de los rumiantes?2
estómago que desempeña aquí la misma función que la boca y la lengua, que consigue conservar los recuerdos porque los ingiere, digiere y asimila; en resumen, los posee íntegramente hasta convertirlos en parte de sí mismo. Comer guarda relación con el recuerdo, observa asimismo Rubem A. Alves; de no ser así, ¿por qué razón diría Jesús a sus discípulos: «comed y bebed en memoria mía...»?3 Lo observa también, más carnalmente, Ernest Hemingway cuando, en París era una fiesta, pone en boca de la mujer: «La memoria es apetito»4.
Pero si palabra y comida son una misma cosa, si la afinidad entre conocimiento, recuerdo y alimentación nos resulta tan familiar que nos permite comprender inmediatamente las expresiones que hemos citado más arriba, también nos resultará natural el «lenguaje alimentario» aplicado a la literatura, al arte y a la filosofía.
2. Poesía y literatura alimentaria (primera parte)
Ya el poeta griego Píndaro decía que en su poesía había algo de comer, que su lírica era una bebida deliciosa y su canto (mélos) le parecía, gracias al juego de las asonancias, dulce como la miel (méli)5. Incluso algunos géneros literarios se expresaban en la antigüedad clásica con metáforas culinarias: la «sátira» tenía el significado de plato formado con varios ingredientes, de «plato combinado»6; la «farsa», en cambio, se relaciona con la idea del relleno, y originariamente designaba un breve entreacto cómico que servía de relleno en una representación seria7. Son frecuentes las metáforas de la escritura entendida como el arte de mezclar y cocer materiales crudos: reflejan la idea de que cocineros y literatos son artesanos que producen un revoltillo agradable para ofrecer como alimento a la boca o al intelecto, para saciar el hambre de los verbíboros.
Pero es en la Biblia donde encontramos la fuente más rica de metáforas alimentarias, incluidas las dos escenas dramáticas relacionadas con la comida: la del pecado de Adán y Eva y la de la última cena. En cualquier caso, son tantas las referencias literales y metafóricas vinculadas con la comida en el Antiguo Testamento que no tiene sentido enumerarlas y exponerlas. Me limitaré, pues, a recordar un significativo pasaje de Ezequiel en el que aparece, con más fuerza que en ningún otro, la analogía entre comida y palabra.
El Señor ofrece a Ezequiel, su profeta, un rollo escrito por dentro y por fuera, lleno de «lamentaciones, gemidos y ayes».
Me dijo: «Hijo de hombre, come lo que encuentres, come este rollo; y después ve, habla a la casa de Israel». Abrí la boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: «Hijo de hombre, nutre tu vientre y llena tus entrañas de este rollo que te doy». Lo comí y fue en mi boca como miel por su dulzura.
Me reservo la interpretación de este pasaje para la última parte del libro, la que está dedicada al pecado de gula. Por ahora, obsérvese tan solo que para retener las palabras del Señor el profeta se come el rollo en que están escritas; es dulce como la miel, como el librito del Apocalipsis tomado de la mano del ángel:
Y tomé el librito de mano del ángel y lo devoré. En mi boca era dulce como la miel. Mas cuando lo hube comido se amargaron mis entrañas.8
También en el Nuevo Testamento abundan extraordinariamente las metáforas alimentarias. Basta echar una mirada al evangelio de Mateo: «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra salida de la boca de Dios»; «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia»; «vosotros sois la sal de la tierra», o «semejante es el reino de los cielos a la levadura que tomó una mujer, y la mezcló con tres medidas de harina, con lo que toda la pasta fermentó». O bien véase el capítulo XIV del evangelio de Lucas, enteramente dedicado a comidas y banquetes, o el pasaje sobre «Jesús el pan de la vida» del evangelio según san Juan: «Yo soy el pan de la vida. El que a mí viene jamás tendrá hambre y el que en mí cree jamás padecerá sed... Yo soy el pan viviente... Y el pan que yo daré es mi carne...».9
Asomados a una ventana abierta sobre el jardín de la casa donde vivían cerca de Ostia, en la desembocadura del Tíber (Ostia viene de ostium, boca, desembocadura), Agustín y su madre Mónica hablaban entre sí dulcemente dirigiéndose con la mente a Dios: «Dirigíamos los labios de nuestro corazón [os cordis] hacia aquella corriente celestial que mana de tu fuente». Sus pensamientos vagaban, pensando en el Señor, «a la región de la abundancia indeficiente, donde tú apacientas a Israel con el alimento de la verdad [veritate pabulo]». Hambre, pues, como inquietud y deseo, que buscan saciarse en Dios, porque Dios es, escribe Agustín, «pan interior», y la «verdad es alimento».
A su vez, los escritos de Agustín son para Gregorio Magno «harina de trigo»; mientras que los suyos son tan solo «salvado». Además, según Gregorio Magno, hay que alabar la ciencia cuando, en el «vientre del espíritu», prepara un banquete que «rompe el ayuno de la ignorancia» (ignorantiae jejunium). Si Gregorio hablaba de «vientre del espíritu», Alain de Lille habla de «paladar de la mente» (palatum mentis) cuando procede a descomponer teológicamente la leche en tres sustancias, suero, queso y mantequilla, que corresponden a los tres sentidos de la sagrada escritura: histórico, alegórico y tropológico (metafórico). El suero corresponde al sentido histórico, porque su sustancia es común y el goce que comporta es escaso; el queso corresponde a la alegoría, porque es alimento sólido y sustancioso; la mantequilla, finalmente, corresponde al sentido metafórico, que es la parte más dulce y más sabrosa10.
Avanzando en el tiempo, encontramos al autor que probablemente más se extiende sobre el tema de la «literatura alimentaria», Dante, que divaga muy extensamente sobre la cuestión en la Divina Comedia, pero sobre todo en el Convivio.
En esta obra, explica Dante, se ofrecerán al lector, como «manjar» espiritual e intelectual, catorce canciones, acompañadas del «pan» del comentario. Sentados a la mesa «donde se come el pan angélico» (la referencia no debe considerarse blasfema; a mí este pasaje siempre me ha recordado el dulce «pan de los ángeles» que se prepara con la levadura de vainilla Bertolini), los afortunados asistentes al banquete se alimentarán de manjares selectos, acompañando el condumio con pan, un pan purificado de «máculas mundanas» con el «cuchillo del juicio»; aunque siempre se tratará de un pan de cereal inferior («cebada») porque está escrito en vulgar, y no de trigo, porque no está compuesto en latín11.
Dejemos ahora a Dante ocupado en «administrar los manjares» y hagamos un recorrido por algunos autores de la literatura europea que utilizan en sus obras metáforas alimentarias.
Petrarca, en una carta a Boccaccio de 1359, compara su aprendizaje de los autores latinos con la ingestión de comida, cuando explica que ha devorado los autores clásicos12. Montaigne se presenta, en cambio, como cocinero que regala al lector con el fricasé que ha preparado («todo este guiso que voy garabateando aquí no es más que un registro de las experiencias de mi vida...»)13. Béroalde de Verville, autor francés del siglo XVII, utiliza abundantemente la metáfora alimentaria en su lenguaje narrativo invitando al lector a probar, saborear y digerir el texto, además de beber el contenido de su obra, con ricas variaciones sobre el tema de la bibliofagia14.
Pasemos ahora a escuchar los consejos que Tomás Campanella, filósofo y autor de poesías filosóficas, extendiéndose sobre el tema de la relación entre comida y letras, propone al poeta. Campanella le aconseja que sea «cocinero en el verso», o bien que sazone escrupulosamente sus composiciones poéticas con sabrosas anotaciones. Por otra parte, Campanella se sirve en abundancia de este imaginario, que le hace exclamar, por ejemplo, en la composición poética Anima immortale:
Mi cerebro en un puño apenas cabe, y devoro
tanto, que cuantos libros contiene el mundo
no alcanzan a saciar mi apetito voraz:
¡cuánto he comido! y, sin embargo, de ayuno muero.
Cuanto más me alimentan del gran mundo
Aristarco y Metrodoro, más hambre siento.15
Campanella, un voraz lector de libros, un bibliófago y logófago como muchos de nosotros, para quien toda lectura es un banquete y una mesa preparada, de la que se toma el libro/plato con las manos para devorar páginas y páginas ensartando las palabras con el tenedor del ojo. O para quien la despensa adopta el aspecto de una biblioteca que, en lugar de libros, contiene productos alimentarios, como en la ilustración del primer volumen del Almanach des Gourmands de Grimod de la Reyniére, editado a principios del siglo XIX (figura 1): en vez de volúmenes encuadernados, aparecen en los anaqueles toda clase de provisiones, desde el lechón a los patés y salazones, toda clase de golosinas acompañadas de un buen número de botellas de vino de excelente calidad, licores, tarros de fruta en aguardiente, verduras en aceite y en vinagre. A modo de lámpara, pende del techo un enorme jamón16.