Kitabı oku: «Rebeldes de fin de siglo», sayfa 2

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–No esta noche, amigo, quizás en otra ocasión.

Luego, viendo que su mirada se nublaba, murmuró:

–Dame tu mano, Samuel, te daré algo a cambio.

Tomó su mano, larga, nerviosa, bellamente formada, con uñas fuertes; la de ella era grande y tosca en comparación. Por encima de ellos, Carmencita tocaba una zamacueca con una cadencia pintoresca, con una voz aguda y dulce de mujer, y las mismas estrellas parecieron vibrar como respuesta; el sirviente silbaba melodiosamente, marcando el compás con los dedos de una mano sobre el dorso de la otra. Betty abrió la palma del joven, se inclinó y le dio un beso; luego cerró sus dedos, como para encerrarlo dentro y, juguetonamente, volvió a poner la mano del joven sobre su otra mano.

–¡Dios, Betty, qué tierna puedes ser, y qué amorosa!

–No; debes quedarte donde estás, no te acerques. ¡Mira qué alta está la luna! Me pregunto qué piensa el anciano que habita en ella!

–¡Que la juventud es gloriosa, y el amor y la noche son las mejores cosas en el mundo!

–Tal vez –dijo Betty.

–Betty, querida…

–Sí.

–No te enojes más; no sabes cuánto poder tienes, me enloquece; y luego hiero y entristezco a madre, pobre, noble y buena madre… Y Betty, en verdad sí te importo…

–¡Psst! –desde la veranda. La zamacueca se detuvo abruptamente y Carmen comenzó de pronto a cantar la “Canción de alarma” del centinela de una popular ópera bufa.17 Betty se sobresaltó, sus ojos brillaban como los de un gato sorprendido, y susurró con urgencia:

–Mi tía, ay, chiquillo, estamos perdidos; tienes que volar…

–Sí, si es que tú… –con el ceño fruncido temerariamente– me dices que tú…

–Sí, sí, por supuesto; buenas noches, ay, ándate, mi querido, mi buen Samuel…

Ella se deslizó hacia la sombra del árbol y el muchacho la alcanzó y posó sus labios contra su mejilla cuando ella corrió sus labios a un lado, y la sostuvo un segundo, casi con un sollozo. Un momento más tarde, cuando la tía llegó con sus regaños por la veranda y se asomó por la balaustrada, rezongando por el rocío y el frío de la noche, y farfullando sobre las virtudes de la agüita de tilo como cura para la influenza y el fenómeno de la brisa que hacía crujir las hojas del árbol sombrío, Betty comía sandía tranquilamente; los hombros regordetes de Carmen temblaban con la risa contenida, y el gnomo hacía muecas al dios de la luna a espaldas de la señora tía.

El agua corría por las calles, pues había llegado la lluvia; y el río que pasaba por la ciudad, una calzada seca y áspera en los meses cálidos, era un turbulento torrente amarillo barroso que, cargado de basura, se precipitaba hacia el mar.

En las calles desiertas no había ni música alegre, ni caballos cabalgando, ni personas riendo. La mesurada marcha de pies, el crujido de mosquetes, el estruendo apagado de los cañones en la costa, las duras palabras de mando mientras un oficial transportaba a sus hombres desde la calle principal a una lateral y el triste tañido mortuorio de campanas desde las iglesias, eran los únicos sonidos.

Las pocas tiendas abiertas tenían sus postigos echados; muchas de las ventanas y puertas de las casas tenían barricadas protectoras –los tablones llenos de balas mostraban cuán sabiamente. La ciudad sufría el desgarro de una guerra civil.

La reja del jardín de Betty se entreabrió cuidadosamente y la figura espectral de la radiante gringuita del verano se asomó para mirar de arriba a abajo la calle desierta; el gnomo iba detrás de ella. Cerraron cuidadosamente la reja con candado y apresuraron el paso, manteniéndose pegados a las murallas. En la esquina cerca de la Iglesia de las Carmelitas había un charco de sangre en la sombra del pórtico, junto a un gorro naval y un guante blanco. Betty se estremeció y se santiguó, y siguió a paso rápido mientras el sonido de una descarga retumbaba desde una plaza cercana. Se detuvieron en la puerta de una calle silenciosa, tocaron el timbre dos veces y golpearon a la puerta; se oyeron pasos por el pasillo que se detuvieron dentro para escuchar.

–¡Soy Betty, ay, abre la puerta!

La puerta se abrió y ella se deslizó dentro, seguida del chico. Una mujer corpulenta, de cabello blanco, con vestigios de una singular belleza, abrazó a la niña, y la amonestó por su osadía en aventurarse por las calles.

–Ay, no podía quedarme más tiempo; ha sido terrible. Echo tanto de menos a Carmen; las horas se arrastran, y la tía, como sabe, está a favor de la Armada. Balmaceda lo sabe; ella les dio dinero para ayudarlos. Ahora está encerrada en su pieza con Rosalía y la anciana Buñoz. No me atreví a entrar, tuve miedo; Pancho salió y me trajo las noticias, pero el suspenso es terrible. Dijo que Alfonso… –vacilando.

–Sí, lo han herido, aunque superficialmente; estamos todos en el patio.

Salieron al patio central al que dan las habitaciones y las oficinas de la casa.

Un joven con la cabeza vendada estaba sentado lustrando su revólver, mientras otro fumaba. Carmen y dos niñas con los ojos enrojecidos estaban deshilando lino para hacer vendajes. Todas chillaron en un español alborotado y corrieron a saludarla.

–Ay, Betty, qué bueno que viniste; imagínate que la mitad de los cadetes de rango superior están implicados: Julio, Sánchez y Samuel están del lado de la Armada, por supuesto. Ese gordo de Juan desertó y se cambió de bando. Dicen que están entre los cabecillas, veintiuno en prisión, y que quizás van a fusilarlos.

–No se atrevería.

–Ay, sí lo haría; nada es demasiado bajo para esos militares sinvergüenzas.

La campana tañó dos veces.

–Es la Lucía18, pobre niña, ¡ay, Señor de mi alma, qué días tan desdichados! Se fue al hospital con vendajes. Todo es tan caro, además. Tuve que mandarle unas joyas a la señora Morris; ella le presta plata a todo el mundo. Si esta batalla continúa le va a hacer buenas dotes a sus dos horribles niñas; no obtendrían maridos sin ellas.

Una muchacha entró corriendo, arrancando su manto; mientras irrumpía, su rostro expresivo se convulsionó y las lágrimas corrieron por sus mejillas:

–¡Ay, mamá, imagínese la infamia, la desgracia! Está fusilándolos sin siquiera un juicio. Lo vi yo misma. ¡Ay, fue terrible! Algunos dicen que fueron veinte, otros, que fueron cuarenta; veinte esta mañana, y esto es Chile, ¡ay, lo podría matar yo misma! ¡No sería asesinato! ¡Con mis propias manos, como Charlotte Corday!19 ¡Bruto, bestia, advenedizo!

–¡Shh, Lucía, Dios santo, cálmate!¡Nunca se sabe quién está escuchando! ¡Vas a hacer que nos registren la casa! ¡Qué terrible para las pobres madres! ¡Ay, esos pobres muchachos valientes!

Los pasos pesados y el clamor de voces apagadas hicieron que las chicas se apresuraran a entrar a una de las habitaciones delanteras para mirar a través de las persianas venecianas. Un segundo después estaban gritando, con una repentina transición a la alegría:

–¡Es ese gordo tonto de Federico Edwards!20 Mira, está sobre una mula con sus pies atados bajo la panza. ¡Ay, está en piyama y, Dios mío, es calvo, completamente calvo, como un huevo! Debe haber usado tupé. Imagínense, no más baño de agua de flor de naranja ahora; no más calcetines elegantes, ¡pobre Federico! Es demasiado divertido. ¡Mamá, venga a ver!

–No. Vengan a tomar desayuno, niña. No es gran cosa, pero uno tiene que comer; quizás aún necesitemos de nuestras fuerzas, ¡ay de mí!

En una habitación en el segundo piso de una casa antigua en una avenida lateral cerca de la plaza, la madre de Samuel O’Byrne paseaba por el piso retorciéndose las manos. Tenía treinta y cinco años y todavía era una mujer encantadora, a pesar de su vestido negro y su rostro triste. Hija de una de las familias españolas más antiguas y orgullosas, se había casado por amor a los dieciséis años. Un año después, el estallido de la guerra con Perú trajo la separación y luego la noticia de la muerte de su esposo, un oficial gallardo al frente de una gallarda tripulación, atrevido, impetuoso, tierno, un verdadero hijo de chileno-irlandés.

Ella había dejado su casa grande, juntando todo lo que podía invertirse para una renta anual, y con Inés, una fiel sirviente mestiza, se había retirado a una vida de monotonía frugal, esperando a que el pequeño que él le había dejado luchara por salir adelante. Había reprimido sus lágrimas y contenido su dolor, porque habría sido dañino para aquella pequeña alma que llevaba dentro, y había esperado meses de triste pesar, con destellos de anticipación esperanzadora. De pronto, una mañana, llegó un hijo pequeño. Ella lo consagró a la Virgen y lo vistió, a su niño bonito, con los colores de Nuestra Señora, azul y blanco, durante siete años.

Joven, hermosa, con apenas dieciocho años, rechazó a todo posible pretendiente, hasta que no llegaron más; llevaba los colores sombríos de una viuda y se dedicaba exclusivamente a su hijo, a su hijito. Qué orgullosa estaba el día que lo llevó a la Escuela Naval; cómo juntó y juntó, deshaciéndose de encajes y joyas, una por una, para mantener a su muchachito a la par con los Lyons y Edwards, los ricos anglochilenos con dinero y los hidalgos de sangre más viejos. Él se había vuelto más como su padre cada año, la había amado con ternura, había recibido premios cada año y ahora, lleno de promesa, con apenas dieciocho años, le decían que corría peligro.

Si tan solo pudiera alejarlo, si tan solo pudiera hacer algo. Ayer, la viuda Ana Gómez, pobrecita, se había arrodillado ante Balmaceda, había inclinado su cabeza blanca a sus pies, pero sus hijos fueron fusilados al anochecer.

–¡Ay, es demasiado cruel! –gimió ella con lágrimas que la cegaban mientras caminaba.

La puerta se abrió; un grito:

–¡Madre, querida madrecita, mi madrecita! –Entró, el color vivaz de sus mejillas estaba atenuado, pero mantenía la cabeza erguida y sus ojos centelleaban sombríamente. Inclinó la cabeza al recibir su abrazo.

–No se preocupe, madrecita, tal vez no esté escrito que yo sea uno de los desdichados; pero si lo está, es tan solo lo que mi padre habría hecho. Espero morir –su voz se quebró– tan valientemente como el pobrecito Gómez. No ha desayunado, madre; deme un poco de chocolate caliente y siéntese a acompañarme.

La sentó en una silla e hizo como que comía, mientras la obligaba a beber, con tierna solicitud. El ruido de pisadas en el patio de abajo le hizo inclinar la cabeza con labios temblorosos y presionar la cabeza de su madre contra su pecho, mientras se paraba junto a su silla:

–Consuela a Betty, madre, dígale que pensé en ella; dele algo que haya sido mío…

Los pasos cautelosos subieron por la escalera; un fuerte golpe seco; se abrió la puerta y un oficial con uniforme militar entró a la habitación, seguido de cerca por cuatro hombres. El oficial la saludó gravemente, dio un paso adelante y apoyó la mano sobre el hombro del muchacho. La madre se puso de pie de un salto, interrumpiendo su orden de arresto con la absurda acusación de traición, y arrojó sus brazos sobre el muchacho, estrechándolo contra sí.

–Lo siento, señora, pero debo cumplir con mi deber. El joven sonrió con desprecio, diciendo:

–Deber hacia un advenedizo que quiere arruinar a Chile. ¡Qué extraño sentido del deber!

–No voy a discutir contigo, Samuel O’Byrne. Mis órdenes son dispararte donde te encuentre. –Un grito estremecedor de la madre lo interrumpió–. Para evitar darle a esta señora más dolor del necesario, es mejor que vengas con calma. Estoy apurado.

–Bueno, por lo menos déjame despedirme de mi madre a solas. Te doy mi palabra –con fiereza, mientras el otro vacilaba–. Eso por lo menos no se ha puesto nunca en duda.

–Te doy cinco minutos.

Dio un paso hacia la puerta, ordenó a sus hombres que salieran, se inclinó de espaldas a la habitación y encendió un cigarrillo.

–No me lo haga más difícil, madrecita –le suplicó el muchacho–, pues es tan difícil cuando uno está empezando recién la vida, y una vida tan alegre. No deje que deshonre a mi padre ni a usted; rece por mí, madrecita, y deme su bendición.

Un sollozo estrangulado ahogó su voz:

–Ay, lo peor es para usted, noble, buena, querida madre; lo que más me importa, ahora que ha llegado el momento, es dejarla; ojalá hubiera sido un mejor hijo.

Se arrodilló a sus pies, y ella lo bendijo entre sollozos; luego ella lo sostuvo entre sus brazos con la agonía de un amor torturado.

–Se acabó el tiempo –dijo el oficial, con voz ronca.

–Estoy listo –dijo el joven, con voz baja y, tomando un cigarrillo de la mesa, lo prendió, quizás no tanto para demostrar su valentía, sino como una forma de evitar mirar a su madre a los ojos. Ella gimió y se precipitó hacia adelante, para darle un pequeño crucifijo de plata. El muchacho lo tomó y murmuró con voz vacilante:

–Manténgase lejos de la ventana. Ay, amada madre mía, arrodíllese y rece por mí.

Cada paso que resonaba al tocar las escaleras le robaba un año de vida a la mujer en la habitación. La vieja Inés irrumpió con un gemido y se arrojó al suelo con las manos sobre las orejas, sacudiéndose con gritos de ira y dolor. La madre se arrodilló bajo la ventana con ojos angustiados, sosteniendo una cruz en sus manos; y abajo, en la plaza, el muchacho se erguía de espaldas a la pared, con el cigarrillo apagado entre sus labios blancos. Cuando los hombres formaron fila, levantó su gorra y gritó: “¡Viva, Chile!” y luego, levantando la pequeña cruz hacia sus labios, miró arriba, y cayó hacia delante, acribillado a balazos.

Había revueltas en una calle cercana y el capitán aprestó a sus hombres a ayudar a sus camaradas que habían sido puestos en apuros por un batallón de marinos. La madre y la vieja Inés bajaron y cargaron al muchacho dentro, como habían hecho otras madres en otras plazas ese día.

Y cuando llegó la medianoche del día siguiente y los relojes de la ciudad indicaban la hora, mientras el tañido incesante de la campana de muerte lamentaba la pérdida de la flor de la juventud chilena, el recuerdo de Samuel el alegre, el guapo, el valiente, arrojó una sombra sobre tres casas.

Abajo, en la calle Maipú, tras las persianas cerradas de una habitación estridente, cargada del aroma de pastillas prendidas, Mariquita rasgueaba sin entusiasmo su guitarra, pues los tiempos eran difíciles ahora que los hombres jugaban a la guerra y el pan era caro. Pero no era su estilo ahorrar o tomarse las cosas a pecho, pues sin filosofía difícilmente podía hacerlo.

–¡Ay de mí, qué triste mi vida! –suspiraba– pero no tiene sentido llorar por las rosas marchitas.

Se fijó una flor en el pelo y sus ojos verdes brillaron tanto más seductoramente bajo el contorno de rizadas pestañas, largas como las de una yegua, gracias a los rastros dejados por sus lágrimas fugaces y apasionadas. Se había puesto un poco de rubor para ocultar su palidez; y el barbero francés bajito que había visitado su casilla había ornamentado su cabello oscuro con las más elaboradas trenzas y rizos para consolarla, ¡la pobrecita! Así, al poco rato, sus pequeños pies de niña, con sus ridículas zapatillas de satín escarlata, golpeaban al son de un fandango. Pues Mariquita era joven, y los hombres no son más que hombres, y la sangre fluye rápidamente en noches tropicales, y la luna no brilla ni un ápice más débil aunque observe numerosas tragedias. Además, la calle Maipú palpita con átomos pasionales, porque es un reino en el que el trono está disponible para cualquier Príncipe con una llave dorada; y si Mariquita, mientras observaba el brazalete con la M. de perlas en su delgada muñeca oscura, susurró una oración al buen Jesú, María y José por el descanso del alma del donante, del querido muchacho, y luego se giró con un aleteo de su hermoso abanico para saludar a un coronel del ejército de Balmaceda, bueno, ella había hecho todo lo que estaba al alcance de su naturaleza.

Y abajo, en la casa de la señora tía, Betty y Carmen habían llorado amargamente mientras trenzaban una gran corona blanca para poner sobre su tumba; y entretanto comían dulces y hablaban sentimentalmente, y sus pequeños corazones semidespiertos sufrían intensamente, llenos de tierno arrepentimiento. Pero más tarde, cuando se asomó la luna, encontró a Betty sonriendo mientras dormía, con las mejillas con hoyuelos, soñando con el amor y el bosque verde, porque la mujer en ella aún no había sido tocada. Este episodio no había sido más que la caricia de un rayo de sol, el ardor del gran fuego aún no había llegado. Pues cuando el encanto sin nombre de la juventud aún está sobre una joven, y sus senos todavía son como brotes blancos medio abiertos, y los sentidos solo se agitan inquietos, despiertos solo a medias, y el embrujo místico de lo desconocido meramente susurra en la sangre, el corazón realiza viajes de exploración en muchas vertientes antes de embarcarse en el gran torrente fatal que lo engulle para siempre.

Pero, en la habitación de invitados de la casa solitaria, con el sonido del mar que azotaba contra el banco de arena con la monotonía de un canto fúnebre, el muchacho yacía sobre su féretro. Su chaqueta azul estaba rígida donde se había derramado la sangre que brotaba de su corazón; una banda dorada estaba tristemente manchada y una sombra azul desfiguraba una sien; pero para sus observadoras, los jóvenes labios fijos parecían sonreír. Las luces de cera ardían en enormes candelabros de plata y acentuaban el contorno de las extremidades blancas del Cristo en la cruz, del recipiente con sal y del jarrón de agua bendita. La madre estaba arrodillada a su lado, meciéndose hacia adelante y hacia atrás, canturreando para sí misma en su dolor: «¿Fue para esto que cargué contigo durante meses de dolor, acunándote bajo mi corazón, hijo único de mi alma? ¿Fue para esto que sacrifiqué juventud, amor y vida, y me sumergí en la tierra de las temibles sombras, como si la carga de tu destino pesara sobre mí, incluso antes de que te asomaras a la vida? ¡Mi hijo, mi pequeño! ¡Malditas sean las guerras! ¡Somos nosotras, las madres, las que siempre sufrimos más, siempre, siempre! La más amarga de las cargas del mundo pesa sobre nuestros hombros. ¡Gloria o derrota, ambas nos traen lágrimas! ¡Mi niño, mi niñito! Mi vida ha terminado; el cordón que une mi alma con la tuya es demasiado fuerte para que yo viva cuando tú estás muerto. Tenía celos, Samuelito, de todas las mujeres que te sonreían. He rezado de rodillas para conquistar el odio que surgió en mi corazón al pensar en la que te robaría de mi lado, que acurrucaría tu querida cabeza sobre su pecho, como yacía sobre el mío, cuando eras todo mío. ¡Rezaba para que pudiera vivir para encontrarte de nuevo en tus hijos, mi niño, mi niñito!».

Así gemía en su dolor, con ojos insomnes, mientras Mariquita dormía con las mejillas sonrojadas por la pasión, y Betty soñaba con dulces visiones de juventud. Pues el amor del hombre por una mujer es grande; pero el deseo de posesión es el centro de su fuerza; y el amor de la mujer hacia el hombre oscila como el mar sobre las olas de su propia emoción, gritando sin cesar: «¡Ámame, ámame por siempre!». Pero el amor materno de una mujer inmaculada por el hijo de su alma es más fuerte que el amor del hombre, más tierno que el amor de la mujer; porque no pide nada a cambio: ¡solo da, da, da, como el océano da sal, sabor y sanación!

Y cuando amaneció, y las velas ya se habían apagado, la madre todavía estaba arrodillada con el frío de la mano de su hijo muerto helándole su corazón.

Olive Schreiner

La esposa del sacerdote budista

¡Cúbranla! ¡Qué quieto yace! Se puede ver la figura bajo lo blanco. Uno pensaría que está dormida. Dejen que entre la luz del sol; le gustaba tanto.21 Ella que había viajado tan lejos, por tantas tierras, y que hizo tanto y vio tanto, ¡cómo debe gustarle descansar ahora! ¡Habrá amado algo de forma absoluta alguna vez, esta mujer que fue amada por tantos hombres y tantas mujeres, que dio tanto y nunca pidió nada a cambio! ¿Alguna vez habrá necesitado de un amor que no pudo tener? ¿Acaso nunca fue obligada a soltar algo que sus dedos querían asir con fuerza? ¿Habrá sido realmente tan fuerte como aparentaba? ¿Alguna vez habrá despertado en medio de la noche llorando por algo que no podía tener? ¿Habrán sido suficientes la filosofía y el viaje para ella? ¿Acaso atravesó largos días bajo un peso que la aplastaba contra la tierra? ¡Cúbranla! No creo que le hubiera gustado que nos quedáramos mirándola. En cierto modo, estuvo sola toda su vida. ¡Le hubiera gustado estar sola ahora!… La vida debió haber sido hermosa para ella, o no se vería tan joven ahora. ¡Cúbranla! ¡Vámonos!

* * * *

Hace muchos años en una habitación en Londres, en lo alto de unas escaleras muy largas, un fuego ardía en un fogón. Su luz dejaba ver en las paredes marcas allí donde se habían descolgado cuadros, y las florecillas azules en el papel mural, y la alfombra de fieltro azul en el piso y, a un costado, una mujer sentada junto al fuego en una silla.

La puerta se abrió de pronto, y entró la anciana que cuidaba el vestíbulo del primer piso.

–¿No quiere nada esta noche? –preguntó.

–No, solo espero una visita; cuando partan, me iré.

–¿Ya se llevaron todas sus cosas?

–Sí, solo dejo estas.

La anciana bajó una vez más, pero volvió a subir con una taza de té en su mano.

–Beba esto; le hará bien. Nada mejor que el té cuando uno lleva empacando todo el día.

La joven junto al fuego no agradeció, pero pasó su mano por sobre la de la anciana desde la muñeca a los dedos.

–Me despediré de usted antes de irme.

La anciana avivó el fuego, metió las últimas hullas y se retiró.

Cuando se hubo ido la joven no tocó el té, sino que sacó de su bolsillo una cajetilla plateada de cigarrillos y encendió uno. Por un rato se quedó fumando junto al fuego; luego se levantó y caminó por la habitación de un lado para otro.

Después de pasear por un rato, volvió a sentarse junto al fuego. Lanzó la colilla de su cigarrillo al fuego, y luego volvió a pasearse con las manos detrás de la espalda. Luego caminó hacia su asiento y prendió otro cigarrillo, paseándose nuevamente. De pronto se sentó y dirigió su mirada al fuego; juntó las palmas de sus manos y se quedó mirándolo silenciosamente.

Entonces llegó el sonido de pasos en la escalera y alguien golpeó a la puerta.

Ella se levantó y lanzó la colilla al fuego y dijo sin moverse:

–Entre.

La puerta se abrió para mostrar a un hombre vestido en traje de noche. Llevaba puesto un gabán, abierto por delante.

–¿Puedo entrar? No pude deshacerme de esto a la entrada; ¡no vi dónde dejarlo! –Se quitó el abrigo–. ¿Cómo está? ¡Esto parece un nido de pájaro!

Ella le señaló una silla.

–Espero que no le moleste que le haya pedido que viniera…

–Ah no, estoy encantado. Encontré su nota en el club hace solo veinte minutos.

Él se sentó en la silla frente al fuego.

–¿Entonces realmente se va a la India? ¡Qué fantástico! ¿Pero qué piensa hacer allá? Creo que fue Grey quien me contó hace seis semanas que partía, pero lo tomé como una de esas historias mitológicas que no merecen credibilidad. ¡Aunque no estoy tan seguro! En realidad, nada me sorprendería.

Se quedó mirándola de manera medio burlona, medio interesada.

–¡Ha pasado tanto tiempo desde que nos conocimos! ¿Seis meses, ocho?

–Siete –respondió ella.

–Realmente pensé que estaba tratando de evitarme. ¿Qué ha estado haciendo sola todo este tiempo?

–Ah, he estado ocupada. ¿No quiere un cigarrillo?

Le extendió su cajetilla.

–¿Y usted no tomará uno también? ¡Sé que está en contra de fumar en compañía de hombres, pero podría hacer una excepción en mi caso!

–Gracias. –Ella encendió el suyo y le pasó los fósforos.

–Pero en serio, ¿qué ha estado haciendo sola todo este tiempo? Ha desaparecido completamente de la vida civilizada. Cuando visité a los Graham en la primavera, dijeron que iba a venir, y a último minuto decidió no hacerlo. Estábamos todos muy decepcionados. ¿Qué la lleva a la India ahora? ¿Acaso irá a predicar la doctrina de igualdad social e intelectual a las mujeres hindúes e incitarlas a que se rebelen? ¿Casarse quizás con un anciano sacerdote budista, construir una pequeña choza en la cima de los Himalayas y vivir allí, discutiendo filosofía y meditando? Estoy seguro de que es eso lo que le gustaría. ¡Realmente no me sorprendería si llegara a escuchar que hizo algo semejante!

Ella rio y volvió a sacar su cajetilla de cigarrillos.

Fumaba lentamente.

–He permanecido demasiado tiempo aquí, cuatro años, y quiero un cambio. Me dio alegría ver que tuvo éxito en las elecciones –dijo ella–. ¿Tenía mucho interés en ello, no?

–Ah, sí. Tuvimos que dar una pelea muy dura. Salí bien parado, sabe, aunque no fuera realmente un tema personal. Pero sí una gran preocupación.

–¿No cree –dijo ella–, que se equivocó al mandar esa carta a los diarios? Hubiera reforzado su posición si se hubiera quedado callado.

–Tal vez; así lo veo ahora, pero lo hice siguiendo un consejo. Pese a todo, ganamos, así que todo está bien–. Él se recostó en la silla.

–¿Se siente bien?

–Ah sí; bastante bien; aburrido, ya sabe. Uno a veces no sabe para qué trabaja y se esfuerza.

–¿Adónde va a pasar las vacaciones este año?

–Eh, Escocia, supongo; siempre voy: mis antiguos barrios…

–¿Por qué no va a Noruega? Sería un cambio más drástico y lo repondría más. ¿Recibió un libro sobre el deporte en Noruega?

–¿Fue usted quien me lo envió? ¡Qué gentil de su parte! Lo leí con gran interés. Estuve casi dispuesto a partir en ese mismo minuto. Supongo que es el tipo de vis inertiæ22 que se apodera de uno cuando se empieza a envejecer y que lo manda devuelta al lugar de antaño. Un cambio sería mucho mejor.

–Hay una lista al final de ese libro –dijo ella– de todas las cosas que uno tiene que llevar. Pensé que le ahorraría problemas; se la podría simplemente pasar a su valet, para que le consiga todo. ¿Todavía lo tiene a su servicio?

–Por supuesto. Me es tan fiel como un perro. Creo que nada lo induciría a dejarme. No me deja salir a cazar desde que me esguincé el pie el otoño pasado. Tengo que hacerlo a escondidas. Él cree que no me puedo mantener sobre la montura con un tobillo esguinzado; pero es un buen tipo, me cuida como una madre. –Fumaba de manera silenciosa y la luz del fuego alumbraba su abrigo negro–. ¿Pero para qué va a la India? ¿Conoce a alguien allá?

–No –dijo ella–. Creo que va a ser espléndido. Siempre he tenido mucho interés en el Oriente. Es una vida compleja e interesante.

Él se volvió para mirarla.

–Va en busca de experiencias, dirá, supongo. Nunca he conocido a una mujer que se haya desperdiciado en la forma que usted lo ha hecho; una mujer con sus brillantes atributos y atractivos, dejar que la vida entera se deslice por sus dedos, y no hacer nada con ella. Debería ser la mujer más exitosa de todo Londres. Ah, ya sé lo que va a decir: “No le importa”. Ese es exactamente el punto; simplemente no le importa. Siempre se propone ir en busca de experiencias, ir en busca de todo, pero nunca lo hace. Siempre dice que va a escribir cuando sepa suficiente, y nunca está satisfecha de que sea suficiente. Podría estar haciendo una fortuna de dos mil al año, pero no le importa. ¡Ese es exactamente el punto! Viviendo aquí, enterrándose en un montón de vejestorios. Nunca va a hacer nada. Podría tenerlo todo y lo dejó escapar.

–Ah, mi vida es muy abundante –dijo ella–. Hay solo dos cosas que son realidades absolutas, el amor y el conocimiento, y de ellos no se puede escapar.

Había lanzado la colilla de su cigarrillo y miraba el fuego con una sonrisa.

–Le alquilé estas habitaciones a una amiga mía. –Echó un vistazo a la habitación, sonriendo–. Ella no sabe que le voy a dejar estas cosas aquí. Le van a gustar porque eran mías. El mundo es muy hermoso, a mi parecer… y apasionante.

–Por supuesto. ¿Pero qué se hace con él? ¿Qué se logra en él? Debería sentar cabeza y casarse como otras mujeres, no vagar por el mundo a India, China, Italia y Dios sabe dónde. Está simplemente destruyendo su vida. Siempre está rodeada de toda suerte de personas excéntricas. Si me dicen que algún hombre o mujer es gran amigo suyo, siempre pregunto: “¿Y qué le pasa a este? ¿Habrá perdido su dinero? ¿O acaso su reputación? ¿Tendrá una enfermedad incurable?”. Creo que la única manera de que alguien se vuelva interesante para usted es que lo aqueje alguna dolencia mental o física. Creo que adora los harapos. ¡Que venga y se encierre en un lugar como este, lejos de todos y de todo! Es un error; es una idiotez, por cierto.

–Soy muy feliz –dijo ella–. Verá –dijo, acercándose al fuego con las manos en las rodillas–, lo que importa es que algo lo necesite a uno. No es una cuestión de amor. Cuál es el fin de estar cerca de algo si otras personas podrían servirlo igual de bien que uno. Si ellos lo pueden servir mejor, es puro egoísmo. Es la necesidad de una cosa por la otra la que crea el lazo orgánico de una unión. Usted ama las montañas y los caballos, pero ellos no lo necesitan; entonces ¡cuál es el fin de decir algo acerca de ello! Supongo que la cosa más apasionante en la vida es sentir que algo lo necesita, y entregar en ese momento de necesidad. Las cosas que no lo necesitan a uno, debe uno amarlas a la distancia.

–Ah, pero una mujer como usted debería casarse, debería tener hijos. Se desperdicia con cada mendigo anciano o mujer abandonada o criminal fugitivo que conoce; debe ser muy agradable para ellos, pero es un error desde su punto de vista.

Él tocó la ceniza de su cigarrillo suavemente con la punta de su dedo meñique y la dejó caer.

–Yo pretendo casarme. Es curioso –dijo él, retomando su pose, con un codo sobre la rodilla y su cabeza ladeada hacia adelante, lo que le permitió a ella observar que su cabello castaño de rizos bien cerrados estaba teñido con gris en los bordes– que cuando el hombre llega a cierta edad quiera casarse. No se enamora; no es que planifique algo específico, pero tiene la sensación de que debería tener un hogar con esposa e hijos. Supongo que debe ser el mismo sentimiento que hace que un pájaro construya un nido en ciertos momentos del año. No es amor; es algo más. Cuando era más joven solía despreciar a los hombres que se casaban; me preguntaba por qué lo hacían; tenían todo que perder y nada que ganar. Pero cuando un hombre llega a los treinta y seis sus sentimientos cambian. No es amor, pasión, lo que quiere; es un hogar, es una esposa e hijos. Puede que tenga una casa y sirvientes, pero no es lo mismo. Pensaría que una mujer también sentiría lo mismo.

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