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SOLIDARIDAD Y MISERICORDIA
EN LA VULNERABILIDAD
Y EN EL FINAL DE LA VIDA

JUAN MARÍA DE VELASCO GOGENOLA, SJ

Universidad de Deusto

Introducción. La solidaridad y la misericordia en la doctrina social de la Iglesia

La seña de identidad que distingue a la doctrina social de la Iglesia es la opción preferencial por los pobres y por los grupos sociales más desfavorecidos y vulnerables desde criterios solidarios. Ya en el Concilio Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium et spes, se afirma:

Dios creó al hombre no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De la misma manera, Dios «ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente» [...] Esta índole comunitaria se perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo [...] Esta solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día en que llegue su consumación y en que los hombres, salvados por la gracia, como familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios gloria perfecta (GS 32).

Esta forma de comprender las relaciones humanas ha sido una constante en el magisterio posconciliar de los pontífices. En línea con lo afirmado, en diciembre de 2014, el papa Francisco, en el Mensaje a la Conferencia sobre el impacto humanitario de las armas atómicas 1, demandaba a los políticos reunidos en Viena que las relaciones entre los distintos pueblos de la Tierra debían establecerse a partir de una ética de solidaridad 2. No obstante, este sucesor de san Pedro en la cátedra vaticana pretendía ir mucho más allá en sus propuestas magisteriales. En este sentido, en el inicio de su pontificado, el papa Francisco invitaba a todos los fieles cristianos a vivir el seguimiento al Señor desde el amor de misericordia que lleva a plenitud a la solidaridad, y configura a la persona como bienaventurada. Así, desde su primer mensaje urbi et orbi, con motivo de la Pascua de resurrección, señalaba:

He aquí, pues, la invitación que hago a todos: acojamos la gracia de la resurrección de Cristo. Dejémonos renovar por la misericordia de Dios, dejémonos amar por Jesús, dejemos que la fuerza de su amor transforme también nuestras vidas; y hagámonos instrumentos de esta misericordia, cauces a través de los cuales Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la creación y hacer florecer la justicia y la paz 3.

Esta invitación a vivir desde ámbitos misericordiosos llevó al papa a convocar el Año jubilar de la misericordia en el mes de abril de 2015 mediante la bula Misericordiae vultus. En este documento se afirma que la misericordia es

la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad [...] el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro [...] la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida [...] la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado (MV 1).

Desde esta perspectiva, el papa Francisco urgía a los cristianos a entrar por esa vía para ser «signo eficaz del obrar del Padre» (MV 1), para que toda persona, en cuanto miembro de la Iglesia, fuese, allá donde estuviere, testimonio viviente del amor del Dios trinitario en este mundo. Sin duda, esta manera de entender al ser humano conduce al pasaje bíblico de la creación (Gn 1,26-27), donde se dice que el hombre está creado a imagen de Dios, es decir, creado con la imagen divina impresa en lo más íntimo de su ser, capacitándole para que, en el trascurrir de su existencia, todo instante pueda ser expresión del amor de misericordia. Asimismo, el pontífice quiso hacer coincidir la apertura del Año jubilar con el quincuagésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, por lo que supuso de renovación en el anuncio del mensaje evangélico para que la Iglesia fuese siempre «signo vivo del amor del Padre» (MV 2). Esta precisión no es algo baladí, ya que sitúa las enseñanzas de este papa desde claves conciliares, lo mismo que la de sus predecesores, en donde la solidaridad y la misericordia constituyen los pilares en los que se asienta la vocación universal a la santidad en la Iglesia, tal como aparece recogido en el capítulo V de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium:

Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron. El Apóstol les amonesta a vivir «como conviene a los santos» (Ef 5,3) y que, como «elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia» (Col 3,12) y produzcan los frutos del Espíritu para la santificación (cf. Gál 5,22; Rom 6,22) (LG 40).

Así pues, en continuidad con las enseñanzas conciliares, el papa Francisco entiende la doctrina social de la Iglesia desde pautas misericordiosas, especialmente cuando están en entredicho la dignidad, los derechos y la vida de cualquier ser humano.

En este sentido, en el año 2014, en un encuentro con ancianos en la plaza de San Pedro de Roma, el papa Francisco hablaba de la «cultura del descarte» para referirse a ellos, porque llegan a descartarse «con el pretexto de mantener un sistema económico “equilibrado”, en cuyo centro no está la persona, sino el dinero» 4. Según el pontífice, este tipo de actitudes, que priorizan las razones económicas en detrimento de la dignidad de los seres humanos, en este caso de edad avanzada, pueden llegar a ser auténticas eutanasias encubiertas 5. Frente a ello, el papa llamaba a construir una sociedad más inclusiva y acogedora en la que no se «descartase» a nadie. Además, para afrontar este complejo desafío con honestidad y responsabilidad, animaba a los cristianos, en su condición de ciudadanos, a vivir arraigados en la oración y la lectura del evangelio, sin olvidar las obras de misericordia 6. En este orden de cosas, en estos momentos de la historia, en determinados ambientes políticos, económicos y sociales, el final de la vida y, consecuentemente, la muerte son realidades que permanecen ocultas, como si no formasen parte de la existencia humana. Esta manera de situarse ante estos delicados asuntos puede acarrear graves consecuencias para la persona que se encuentra en situación tan extrema, ya que, en numerosos casos, permanecerá sola y abandonada en circunstancias tan especiales, sin tener a nadie a quien recurrir y que le pueda acompañar en el tránsito a la vida eterna. Como no podía ser de otra manera, también el papa Francisco se ha posicionado en cuestiones tan cruciales de la vida del ser humano con sus intervenciones magisteriales que, desde planteamientos evangélicos, ofrecen el modo de proceder en estos casos para afrontar cristianamente dichos instantes desde vías centradas en la misericordia.

En este trabajo se estudiará este tema, es decir, la forma cristiana de entender el final de la vida y la muerte desde el paradigma de la misericordia, a través de los documentos magisteriales más significativos de este pontífice. En la primera parte se analizarán las encíclicas y las Exhortaciones apostólicas, ya que en todas ellas reflexiona sobre esta materia. Así, en su primera encíclica, Lumen fidei, aborda estos asuntos en referencia a la fe; en la segunda, Laudato si’, lo hace en relación con la ecología. Por su parte, en las Exhortaciones apostólicas lo realiza de la siguiente manera: en Evangelii gaudium, a partir del anuncio del Evangelio; en Amoris laetitia, desde el entorno familiar; en Gaudete et exsultate, en cuanto llamada a la santidad, y, finalmente, en Christus vivit, en conexión con los jóvenes. En la segunda parte se tratará el tema en conexión con cuestiones relevantes, tales como la práctica y la investigación biosanitaria; seguidamente, en su vínculo con el magisterio doctrinal, y, por último, en todo lo referido a la pena de muerte, los migrantes y la trata.

PRIMERA PARTE

1. Lumen fidei y Laudato si’, dos encíclicas que iluminan el camino de la vida y de la muerte desde criterios misericordiosos

Las enseñanzas que el papa Francisco ha transmitido a través de las encíclicas Lumen fidei y Laudato si’ tienen una relevancia especial para situar y comprender, con mayor hondura y claridad, el sentido que tienen la fe y la ecología integral en la existencia humana; en este caso, en el final de la vida y la muerte.

a) Carta encíclica «Lumen fidei»

El 29 de junio de 2013, el papa Francisco publicaba la carta encíclica Lumen fidei. Este documento magisterial está centrado en el tema de la fe, virtud teologal que Dios infunde, desde el seno de la Iglesia, al ser humano para iluminar su existencia y dotarla de una gracia especial que le descubre la trascendencia divina desde su propia realidad intramundana. El primer capítulo está centrado en la figura de Cristo y su misión en la tierra. Desde esta perspectiva, el pontífice no dudaba en reconocer «el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último» (LF 15). A partir de esta verdad revelada, los relatos evangélicos «han situado en la hora de la cruz el momento culminante de la mirada de fe, porque en esa hora resplandece el amor divino en toda su altura y amplitud» (LF 16). Desde este horizonte de comprensión, la Iglesia invita a la persona creyente a reconocer en Cristo «un gran don que nos transforma interiormente, que habita en nosotros y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano» (LF 20). De esta misma manera, el papa Francisco también situaba uno de los grandes desafíos que tiene la Iglesia en la cultura contemporánea y que influye sustancialmente en el planteamiento sobre la forma de afrontar la vida en sus diversas situaciones, muy especialmente al final de ella. En concreto, es el referido a la intrínseca unión entre la verdad revelada y la fe, tan cuestionada desde diversos planteamientos e ideologías para las que la única verdad plausible es la tecnológica. En esos terrenos sociales, donde Dios no tiene cabida, el pontífice era consciente de que desde esa realidad «es lógico que se pretenda deshacer la conexión de la religión con la verdad, porque este nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta arrollar a quien no comparte las propias creencias» (LF 25). Ante esta disyuntiva, este papa no dudó en esclarecer el tipo de conocimiento que proviene desde el ámbito de la fe. Así, en primer lugar, señaló que la «fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al amor» (LF 26). Esta puntualización establece de forma meridiana el nexo de unión entre verdad y fe desde el paradigma del amor, que se identifica con la propia realidad divina (1 Jn 4,8). Desde este contexto de comprensión, la persona se abre a la auténtica verdad, sentido y fundamento de las demás verdades que ordenan el saber y el conocimiento humano, porque

esta interacción de la fe con el amor nos permite comprender el tipo de conocimiento propio de la fe, su fuerza de convicción, su capacidad de iluminar nuestros pasos. La fe conoce por estar vinculada al amor, en cuanto el mismo amor trae una luz. La comprensión de la fe es la que nace cuando recibimos el gran amor de Dios, que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad (LF 26).

La sabiduría a la que tiene acceso el ser humano es la que le sitúa en un lugar privilegiado de la creación, ofreciéndole la oportunidad de que cualquier momento de su vida sea ocasión para dar gloria a Dios. Así, el pontífice continuaba su exposición haciendo hincapié en algo fundamental al afirmar que

la luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz encarnada que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y de comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: esta invita al científico a estar abierto a la realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico en cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y le ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a maravillarse ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia (LF 34).

Estas indicaciones constituyen un punto de inflexión para situar la investigación y el conocimiento científico al servicio del ser humano en su sentido más amplio, es decir, en todas y cada una de las situaciones por las que puede atravesar a lo largo de su existencia 7. Consecuentemente, el final de la vida es una de esas circunstancias en que el conocimiento científico –analgesia, cuidados paliativos, ayuda psicológica, etc.– puede colaborar para que la persona pueda morir de forma natural, sin adelantar ni retrasar el proceso, con el menor sufrimiento y desasosiego posible. De esta manera, se muestra también el fin que debe perseguir todo el saber. Hablar de autonomía de la ciencia no debe suponer excluir de ella el mensaje evangélico, más bien todo lo contrario; supone realizar cualquier actividad humana con el objetivo de acercar el Reino de Dios a la realidad concreta que está implicada en esa acción 8.

Esta forma de afrontar la vida desde la fe sitúa hasta los últimos acontecimientos por los que puede atravesar la persona creyente a lo largo de su existencia, incluso hasta el mismo sufrimiento y la muerte, tan difíciles de comprender y de sobrellevar si carecen de sentido. Ante estas cuestiones, el papa Francisco exponía de forma magistral:

El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor. Viendo la unión de Cristo con el Padre, incluso en el momento de mayor sufrimiento en la cruz (cf. Mc 15,34), el cristiano aprende a participar en la misma mirada de Cristo. Incluso la muerte queda iluminada y puede ser vivida como la última llamada de la fe, el último «sal de tu tierra », el último «ven », pronunciado por el Padre, en cuyas manos nos ponemos con la confianza de que nos sostendrá incluso en el paso definitivo (LF 56).

b) Carta encíclica «Laudato si’»

La encíclica Laudato si’ realiza aportaciones relevantes al tema de la existencia humana desde el horizonte de la ecología integral. Este documento magisterial ha introducido en el ámbito de la doctrina social de la Iglesia una visión renovada en la forma de concebir al ser humano en el marco de la creación. Así, el papa Francisco era consciente de que «necesitamos una solidaridad universal nueva. Como dijeron los obispos de Sudáfrica, “se necesitan los talentos y la implicación de todos para reparar el daño causado por el abuso humano a la creación de Dios”» (LS 14). Ante el deterioro ecológico producido por una equivocada idea de lo que significa desarrollo humano, que deteriora y destruye el medio ambiente que acoge y da cobijo a toda forma de vida en el mundo, el pontífice asumía esta situación para «reconocer la grandeza, la urgencia y la hermosura del desafío» (LS 15) que se debía acometer para cambiar la realidad. Ante esta comprometida y delicada tarea, el papa Francisco comenzó por determinar cuáles eran los aspectos más significativos que calificaban la actual crisis ecológica. El objetivo que se propuso alcanzar fue corregir el daño causado al medio ambiente a partir de un itinerario «ético y espiritual» que asumiera los logros disponibles alcanzados por las investigaciones científicas (LS 15).

En definitiva, la pretensión que perseguía con esta encíclica era determinar las causas que habían originado la crítica situación por la que atravesaba la tierra para «proponer una ecología que, entre sus distintas dimensiones, incorpore el lugar peculiar del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que le rodea» (LS 15). El papa Francisco se hacía eco de que, en muchas partes del mundo, la contaminación, la basura y la cultura del descarte, de forma especial entre los grupos sociales más pobres y más expuestos a los efectos contaminantes, estaban ocasionando millones de muertes prematuras (LS 20). Así, hacía referencia explícita a que la calidad del agua era la causa de que muchos seres humanos muriesen todos los días (LS 29). También hacía hincapié en la falta de equidad que existía entre las personas y entre los pueblos, y cómo «el ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social» (LS 48). Esta intuición pontificia ponía de manifiesto un aspecto fundamental de lo que estaba ocurriendo en muchas partes del planeta, ya que el quebranto del medio ambiente originado por conductas irresponsables –agotamiento de reservas naturales, contaminación, etc.– afectaba especialmente a los estratos sociales más vulnerables. Así, comentaba cómo «el impacto de los desajustes actuales se manifiesta también en la muerte prematura de muchos pobres, en los conflictos generados por falta de recursos y en tantos otros problemas que no tienen espacio suficiente en las agendas del mundo» (LS 48).

Consecuentemente, el papa Francisco era consciente de que todo este deterioro ambiental y social conllevaba a que se produjesen desastres ecológicos en ámbitos muy distintos, con el riesgo que implicaba para el ecosistema y la vida en la Tierra. Además, reconocía la diversidad de opiniones que existían sobre la situación y las distintas respuestas que se daban al respecto; desde las que «sostienen a toda costa el mito del progreso y afirman que los problemas ecológicos se resolverán simplemente con nuevas aplicaciones técnicas, sin consideraciones éticas ni cambios de fondo» (LS 60), hasta los que «entienden que el ser humano, con cualquiera de sus intervenciones, solo puede ser una amenaza y perjudicar al ecosistema mundial» (LS 60). Ante este abanico de actitudes y posicionamientos, el pontífice reclamaba diálogo para buscar una respuesta integral a tan acuciantes problemas (LS 60). Por otra parte, estaba convencido de que las soluciones deberían venir desde posturas e interpretaciones diferentes, entre las que se encontraba la de la Iglesia católica. Por esta razón, a la luz de la fe y desde lo enseñado en el relato bíblico, señalaba que

por su dignidad única y por estar dotado de inteligencia, el ser humano está llamado a respetar lo creado con sus leyes internas, ya que «por la sabiduría el Señor fundó la tierra» (Prov 3,19). Hoy la Iglesia no dice simplemente que las demás criaturas están completamente subordinadas al bien del ser humano, como si no tuvieran un valor en sí mismas y nosotros pudiéramos disponer de ellas a voluntad. Por eso los obispos de Alemania enseñaron que en las demás criaturas «se podría hablar de la prioridad del ser sobre el ser útiles» (LS 69).

Sin olvidar la raíz humana de la crisis ecológica, el papa tenía presente el paradigma tecnocrático en el que se asienta la civilización dominante en el mundo. Valoraba muy positivamente los innumerables avances científicos, «especialmente en la medicina, la ingeniería y las comunicaciones» (LS 102), que han beneficiado a la humanidad en múltiples aspectos. No obstante, también manifestaba una honda preocupación porque el inmenso poder que proporcionaba toda esta nueva tecnología no había ido en paralelo con el «desarrollo del ser humano en responsabilidad, valores, conciencia» (LS 106). Asimismo, señalaba cómo el relativismo iba de la mano de esta cultura tecnocrática que se orientaba hacia una

patología que empuja a una persona a aprovecharse de otra y a tratarla como mero objeto [...] Es la misma lógica que lleva a la explotación sexual de los niños o al abandono de los ancianos que no sirven para los propios intereses. Es también la lógica interna de quien dice: «Dejemos que las fuerzas invisibles del mercado regulen la economía, porque sus impactos sobre la sociedad y sobre la naturaleza son daños inevitables» (LS 123).

Advertía con especial firmeza que, cuando la técnica se perfeccionaba y crecía al margen de la ética, era una amenaza para la vida humana, ya que difícilmente autolimitaría su poder (LS 135). En consecuencia, exhortaba al género humano a practicar una ecología integral que tuviese en cuenta todos los factores que habían ocasionado la actual crisis medioambiental, y que, además, fuese capaz de integrar criterios humanos y sociales (LS 137). Desde este paradigma de sentido existencial, el papa Francisco atinaba a señalar que

la ecología integral es inseparable de la noción de bien común, un principio que cumple un rol central y unificador en la ética social. Es «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (LS 156).

Al mismo tiempo, indicaba que la idea de bien común 9 entendía el desarrollo sostenible desde parámetros solidarios intergeneracionales, porque incorporaba también a los futuros habitantes de la Tierra, por el destino común que aúna e identifica a todo el género humano de cualquier época y lugar (LS 159). A partir de estos principios, el papa Francisco proponía unas líneas de acción que implicaba a los distintos sectores que conforman el entramado político y social, tanto desde los ámbitos nacionales como internacionales, porque «la gravedad de la crisis ecológica nos exige a todos pensar en el bien común y avanzar en un camino de diálogo que requiere paciencia, ascesis y generosidad, recordando siempre que “la realidad es superior a la idea”» (LS 201). Invitaba a la humanidad para que, desde el entorno familiar, se decantase por una educación y una espiritualidad ecológica que propiciase la regeneración requerida, para poder afrontar el futuro con esperanza; así, recordaba las palabras de san Juan Pablo II en la encíclica Centesimus annus, en la que recalcaba

la importancia central de la familia, porque «es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida» (LS 213).

Esta llamada a la conversión ecológica como fuente de vida, que este pontífice realizaba desde postulados familiares, era al mismo tiempo una llamada de atención para señalar cómo

las criaturas tienden hacia Dios, y a su vez es propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, de tal modo que en el seno del universo podemos encontrar un sinnúmero de constantes relaciones que se entrelazan secretamente [...] Así asume en su propia existencia ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella desde su creación. Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad (LS 240).

2. Las Exhortaciones apostólicas. Una llamada en defensa de la vida: su significado y valoración

En sus Exhortaciones apostólicas, el papa Francisco trata el tema del final de la vida y la muerte en su relación con la misericordia, desde aspectos tan destacados como los referidos al anuncio del Evangelio, el universo familiar, la llamada a la santidad de los fieles cristianos y la misión de los jóvenes en el mundo.

a) Exhortación apostólica «Evangelii gaudium»

La Exhortación apostólica Evangelii gaudium («La alegría del Evangelio»), publicada en 2013, trató el tema del anuncio del Evangelio al mundo actual. Desde el comienzo del documento, el papa Francisco expresó el sentido y la novedad que encierra esta actividad misionera:

En cualquier forma de evangelización, el primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir, la que él inspira, la que él provoca, la que él orienta y acompaña de mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios, que «él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que «es Dios quien hace crecer» (1 Cor 3,7). Esta convicción nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo (EG 12).

Estas palabras reflejan con fidelidad el significado que para este pontífice tenía la evangelización, desde el marco referencial de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, del Concilio Vaticano II. En este contexto evangelizador, el papa Francisco quiso insistir especialmente en nueve aspectos que, según su criterio, debían ser tratados con detenimiento y que estructuró de la siguiente manera: a) la reforma de la Iglesia en salida misionera; b) las tentaciones de los agentes pastorales; c) la Iglesia entendida como la totalidad del pueblo de Dios que evangeliza; d) la homilía y su preparación; e) la inclusión social de los pobres; f) la paz y el diálogo social; g) las motivaciones espirituales para la tarea misionera (EG 17). La importancia que reivindicó para estas cuestiones la puso de manifiesto al reclamar para ellas el sentido «programático de su pontificado», y esperaba:

Que todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están. Ya no nos sirve una «simple administración». Constituyámonos en todas las regiones de la Tierra en un «estado permanente de misión» (EG 25).

El final de la vida y la muerte aparece reflejado a lo largo de los cinco capítulos de la Exhortación; así, al referirse a los desafíos y a los retos que, de forma ineludible, debía abordar la humanidad en estas primeras décadas del tercer milenio, el papa Francisco era consciente del giro copernicano que, de forma vertiginosa, estaban dando la cultura y las ciencias en la forma de entender la vida y la muerte. Consiguientemente, al hablar de este decisivo y crucial momento de la historia, decía:

Se ha generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del conocimiento y la información, fuente de nuevas formas de un poder muchas veces anónimo (EG 52).

Desde esta innegable realidad, advertía de las funestas consecuencias que ocasionaría una mala gestión de tan inmenso poder. En determinadas circunstancias, a partir de esos parámetros ideológicos, incluso se puede llegar a entender que existen vidas humanas prescindibles, sin dignidad ni derechos. Esta perversa concepción de la existencia le llevó a señalar:

Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión […] Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados», sino desechos, «sobrantes» (EG 53).

Con esta rotundidad y contundencia el pontífice denunciaba la terrible situación por la que atravesaban determinados grupos sociales. Totalmente vulnerables, eran considerados inútiles por su falta de eficacia y productividad desde distintas ideologías que, sin ningún tipo de escrúpulo, anteponían unos objetivos basados en el «poder del dinero» y en el «crecimiento económico». Según el papa, esta era la causa por la que se había llegado, casi sin advertirlo, a la «globalización de la indiferencia» en el mundo (EG 54). En consecuencia, desde una dimensión social de la evangelización exhortaba para que se prestase atención a las nuevas formas de pobreza y fragilidad, «donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e inmediatos: los “sin techo”, los tóxico-dependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados, etc.» (EG 210). Ante esta dramática situación, el pontífice insistía una vez más en que «la sola razón es suficiente para reconocer el valor inviolable de cualquier vida humana», pero si además la miramos desde la fe, «toda violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante de Dios y se configura como ofensa al Creador del hombre» (EG 213). Así, en este documento magisterial, desde una percepción intergeneracional del ser humano, en relación con los interrogantes que plantean las cuestiones relacionadas con la vida y la muerte, se instaba a respetar la naturaleza y a tener una sensibilidad ecológica con toda la creación 10. Apoyándose en esta argumentación de fundamentación evangélica, el papa Francisco reclamaba la «inclusión social de los pobres» a partir de un diálogo político-social que buscase el pleno desarrollo humano, el bien común y la paz (EG 238). Según su criterio, esta vía dialógica debía focalizarse en tres áreas:

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