Kitabı oku: «Próximos días»
© Francisco Javier Ortega Ruiz, 2021
Inscripción Nº 2021-A-3642. Santiago de Chile.
© de esta edición: Empresa Editora Zig-Zag, S.A., 2021
I.S.B.N. edición impresa: 978-956-12-3578-6
I.S.B.N. edición digital: 978-956-12-3597-7
1ª edición: mayo de 2021.
Diseño y diagramación: Juan Manuel Neira Lorca.
Editora General: Camila Domínguez Ureta.
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1
Y ocurrió el fin del mundo, pero no fue como nos contaron, porque el fin del mundo solo sucedió en el fin del mundo.
Si el comienzo es el tiempo más importante de todos, esta historia debería partir con la discusión que tuve con mi mujer minutos antes del apagón y de la primera nevada. No había sido un buen día, así que regresé temprano a casa. Aproveché el momento de soledad para tirarme en la cama, ver televisión y acabar un par de cervezas. Verano en Santiago de Chile, treinta y cinco grados a la sombra y recortes de presupuesto no era una buena aritmética, mucho menos olvidar un encargo de Leticia.
–¿Te acordaste de la plata para la señora Luisa? –me preguntó apenas apareció en la puerta del dormitorio. Venía de pasar toda la tarde en el cumpleaños de unos amigos de los niños, así que su ánimo estaba lejos de cualquier tipo de comprensión o cariño.
–Se me fue, disculpa…
–Por la cresta, Alberto, es lo único que te pedí –levantó la voz.
Le dije que no tenía para qué gritar, que a un par de manzanas había una estación de servicio con cajero automático, que me demoraba menos de media hora en ir y volver.
–No es el fin del mundo –a estas alturas el más sarcástico de los comentarios que pude hacer. El guionista de nuestras vidas a veces tiene el más cruel de los sentidos del humor.
–¡Ese no es el problema! –continuó chillando–, el que sea o no sea el fin del mundo… O que haya o no haya un cajero automático acá al lado. ¡Eso es una huevada! –al borde del grito–. Lo importante es que siempre se te van los detalles que tienen que ver con la casa y con la familia. Si te pido, como favor –subrayó–, que traigas la plata de la señora Luisa, lo mínimo es que lo hagas, no que llegues y te eches junto al control remoto a ver fútbol.
–No estaba viendo fútbol.
–¡Da lo mismo, no seas tan básico! Además, sabes que me carga que tomes en el dormitorio.
–Lo siento –traté de calmarla, de verdad no quería discutir–, voy a dejar la cerveza en el refrigerador y…
Antes de que alcanzara a levantarme de la cama, ella había agarrado la lata.
–¡Eres tan inútil! –bramó, mientras desaparecía por el pasillo–. Y yo estoy tan aburrida de todo esto –agregó en voz baja pensando que no la había escuchado.
Como tenía claro que el tango no había terminado, me puse de pie y busqué las zapatillas para partir lo antes posible hacia el cajero automático. Miré la hora, las nueve con diez minutos de la noche, al menos la temperatura ya estaba más soportable.
Leticia regresó cuando estaba terminando de atarme los cordones.
–Tuve un mal día –me anticipé, mejor no hubiese dicho nada.
–No solo tú, eres tan egoísta, huevón…
–No soy egoísta, solo te estoy contando algo.
Martita, nuestra hija mayor, apareció en la habitación. Pasó a un lado de su madre y la abrazó por la cintura.
–No peleen –nos pidió, mirando al suelo.
–No estamos peleando, mi amor –la tranquilizó Leticia.
–A veces el papá y la mamá tienen diferencias y deben discutirlas para solucionarlas. Ven, dame un beso –le pedí.
Martita se acercó y apretó su boca contra mi mejilla derecha. Le dije que era rico, ella que mi barba le picaba. Le indiqué que fuera con su hermano.
–Ves lo que consigues, que los niños sufran –continuó mi mujer apenas la niña salió de la zona de guerra.
–Leticia, por favor, yo no he empezado nada. Solo me olvidé de algo que tiene la más simple solución del mundo.
–¡Es que para ti todo tiene la solución más simple del mundo!
–¡Ok, tienes toda la razón, lo siento!
No tenía ánimo ni voluntad de seguir discutiendo, menos con ella. Sabía muy bien que, si continuaba apretando el piloto del gas, la chispa iba a reventar con recriminaciones del pasado, dramas del presente y temores del futuro.
No malentiendan, Leticia no suele ser así. Todo lo contrario. De hecho, es una de las personas más dulces del planeta, razón número mil por la cual me enamoré de ella. Pero bueno, todo el mundo tiene derecho a tener malos días y a mi mujer se le habían juntado muchos de esos malos días con el calor del verano. Hacía un mes, el colegio donde llevaba cinco años como profesora decidió no renovarle el contrato. Al principio lo tomó con bastante tranquilidad, la indemnización era buena y la idea de no tener que pasarse un año entero domesticando a un montón de adolescentes del barrio alto le parecía más que atractiva. Dijo que iba a estar mejor así, que aprovecharía de criar a Matías, nuestro hijo menor. Proyectó además que tras un año sabático iba a buscar algunas horas en colegios chicos, preuniversitarios o, quizás, universidades. Juró y rejuró (a mí, al resto de la familia y a sus amigas) que nunca más quería un contrato de ocho horas diarias. Pero pasaron las semanas y su ánimo empezó a cambiar. Reflotaron las eternas preguntas y el miedo a la incertidumbre: que por qué la habían echado a ella y no a otro, que se había equivocado de carrera, que era una inútil, que no estaba hecha para estar todo el día en la casa, que no se hacía más joven, que a dos años del Covid los sueldos se habían estancado. Y así las piezas del puzle empezaron a sumarse, una tras otra: el verano más caluroso de la última década, dos niños en edad de demasiada atención, temores del paso y peso de los días, qué sé yo.
Además, ni ella ni yo pasábamos por nuestra mejor época. No puedo decir que éramos infelices, solo que éramos y estábamos. Relación en velocidad crucero, el más cómodo y peligroso de los estados.
Once años casados y dos hijos: Martita, de nueve, y Matías, de cinco. Hace poco nos aprobaron un segundo crédito hipotecario y cambiamos nuestro departamento de Eliodoro Yáñez con Holanda, por una casa ley Pereira en una calle paralela a Tobalaba, a pasos de Pocuro, cerca de supermercados, del metro y de un par de buenos colegios: el mundo perfecto para una joven familia de clase media alta de este angosto y largo país.
Nos conocimos en la universidad, en el campus oriente de la Universidad Católica. Ella estudiaba Letras y yo Periodismo. Ella terminó la carrera, yo me cambié a cine al tercer año y no terminé. Después de hacer la práctica en una productora audiovisual, decidí que eso era lo mío y con un par de amigos armamos una propia. La nombramos Región Metropolitana y tras dos años en una casona en Bellavista, hoy funcionamos en el piso tres de un edificio de paredes transparentes en Ciudad Empresarial. Nos especializamos en comerciales, asociándonos con agencias de modelos, jóvenes directores, actores y actrices taquilleras, gente del ambiente, de las extintas revistas papel couché, influencers de Instagram. Antes de casarnos terminamos por un año, periodo en el cual tuve una aventura con una modelo brasileña de la agencia asociada, una tal Vanesa. Hasta el día de hoy, cuando la vemos en ese comercial de multitienda, Leticia me pide que cambie el canal.
El matrimonio se celebró un frío sábado de mayo en la iglesia de los Ángeles Custodios de Providencia. Ella escogió el templo, yo prefería una capilla chica que queda por Lastarria, esa que quemaron para la revolución de hace unos años; pero Leticia me insistió con que los Ángeles Custodios era más central y cómoda. Los dos primeros años los redactamos como una pareja joven y moderna. Aprovechamos de viajar, de comprarnos un auto más grande y de llenar el departamento con lo último en tecnología. Leticia perdió nuestro primer hijo a los cuatro meses de embarazo, pero la depresión no duró demasiado, menos de un año después nació Martita. Le pusimos así en recuerdo de mi abuela materna. Desde entonces nuestra vida ha sido más que normal. El último mes solo ha sido eso, un mal último mes. Su miedo a la cesantía se juntó con la mala inversión de uno de mis socios, todo revuelto con la crisis post pandemia. Nada muy grave, pero vamos a tener que apretarnos el bolsillo durante el resto del año. Aún no le he dicho nada a Leticia y creo que lo mejor es esperar un par de días antes de hacerlo, después de las vacaciones (nos vamos al sur a Puerto Varas, al campo de sus padres) quizás.
–Voy al cajero automático.
Mi mujer decidió no abrir la boca. Cuando se da cuenta de que está demasiado enrabiada prefiere guardar silencio.
–Voy y vuelvo –recalqué, y luego llamé a Martita para que me acompañara–. Ponte algo encima de la polera –le pedí apenas apareció en el dormitorio con cara de pregunta.
–Hace calor –regañó.
–Hazme caso, ve por un chaleco.
–Bueno, papá –dijo y salió corriendo hacia su habitación.
Y en ese instante vino el corte.
Primero fue un parpadeo y luego todo quedó a oscuras. Desde su pieza, Matías gritó.
–Tranquilos, piensen en cinco cosas –habló Leticia–. Alberto, ve a buscar la linterna, por favor. Y no hagas mucho escándalo, que los niños se asustan –murmuró.
A tientas me apresuré hasta la cocina. Antes de abrir la cajonera donde estaba la linterna, miré hacia el exterior. El apagón había sido general, toda la ciudad aparecía sumida en la más absoluta de las oscuridades. Agarré la linterna e intenté encenderla, pero no pasó nada. Por un instante visualicé a mi mujer echándoseme encima, reclamando porque era un pésimo dueño de casa, que lo mínimo era que los aparatos de emergencia estuviesen con pilas y baterías. No necesitaba otra pelea. Di un golpe ligero y volví a intentarlo. La luz de la linterna regresó y con ella el resto de las luces. De la casa, de la calle, del barrio, de la comuna, de la ciudad, de la región. Había sido solo un apagón ligero. Volví a mirar hacia afuera y observé como regresaba la normalidad.
Saqué mi teléfono para revisar qué decían las redes. No había señal. El wifi de la casa aparecía desconectado y el 5G de la compañía en blanco.
–Tampoco tienes internet –comentó mi mujer apareciendo en la cocina con Matías y Martita.
–No –guardé el teléfono–. Este país es un desastre.
–Ya va a volver –sonrió mi mujer, por primera vez en los últimos veinte minutos.
–¿Se va a cortar la luz de nuevo? –preguntó Matías.
–No, mi amor, no fue nada, no tengas miedo –lo tranquilizó su madre–. ¿En qué cinco cosas pensaste?
–En dinosaurios…
–¿Y tú? –le preguntó a Martita.
–En nada, no tuve tiempo de pensar –levantó los hombros.
–¿Estás lista para acompañar al papá?
–Sí, lista –enseñó el chaleco que llevaba agarrado en su mano derecha.
–Bueno –respiré un poco más aliviado–. Vamos y volvemos.
2
Martita fue quien se dio cuenta de que no había autos en la calle. Y aunque era extraño que eso sucediera en una intersección tan concurrida como Tobalaba con Pocuro, al inicio pensé que se debía a algún percance en los semáforos por culpa del corte. Para evitar dar explicaciones de algo que no tenía idea, le dije que debía de ser por el calor, que la gente aún estaba metida en sus piscinas. Ella, por supuesto, aprovechó de recordar mi promesa de construir una en el patio trasero. Se lo prometí antes de mudarnos, cuando la invité junto a su hermano a conocer la casa nueva.
–No tiene piscina –me reclamó, con la mirada perdida, recordando que el condominio donde antes vivíamos sí tenía.
–El próximo año –le prometí–, y esa va a ser solo nuestra, no de todos los vecinos. Pero antes hay que agrandar la cocina…
–Bueno –respondió ella, conforme.
Aún no hay piscina, tampoco cocina agrandada.
Había poca gente en la estación de servicio: los dos encargados de la caja, un tipo terminando una bebida, un señor de unos cincuenta años sacando dinero del cajero automático y otro dependiente que luchaba con el control remoto para encontrar algo en la tele. Al parecer el apagón había desconectado el cable porque solo se veía estática.
–Papá –me habló Martita–, ¿puedo comprarme algo?
–Toma –le pasé un billete de dos mil pesos.
–Gracias, papá –y se fue directo a los anaqueles de golosinas y caramelos–. Mejor quiero un helado.
–Lo que quieras –le respondí.
–Está malo el congelador de los helados –nos advirtió uno de los dependientes–. Algo le pasó después del corte, ni siquiera puede abrirse la tapa.
Mi hija y yo levantamos los hombros resignados.
El señor que estaba en el cajero automático reclamaba en voz baja. Dos veces intentó sacar dinero antes de darse por vencido. Al retirarse me explicó que estaba aburrido de su banco, que no era primera vez que le pasaba, que las tarjetas eran un robo, que mejor iba a volver a usar cheques.
–Solo con sencillo, por favor –escuché que el cajero le decía a mi hija, cuando ella trató de cancelar una barra de chocolate con los dos mil pesos–. Es que algo también pasó con el corte de luz –me miró, adivinando que yo era el padre–, y no puedo dar cambio, ni boleta.
–Espérame un ratito –le pedí a Martita, antes de meter la tarjeta en la ranura del cajero.
Digité el número secreto, pulsé la alternativa de cuenta corriente e indiqué un giro de ciento setenta mil pesos. La máquina me respondió que la cantidad pedida superaba el disponible en mi cuenta. Lo intenté de nuevo, la respuesta fue similar. Regresé al menú y le pedí que me desplegara el saldo en pantalla. La información demoró unos segundos en aparecer. Saldo diario: cero. Disponible en la línea de crédito: cero.
Mierda.
Un sujeto a mi espalda me preguntó si había terminado.
–Adelante –le indiqué–, pero la máquina está con problemas. Pruebe si le resulta –le advertí.
Saqué mi teléfono para entrar al banco, aún no había señal móvil y ninguna red wifi aparecía disponible. Fui con Martita, busqué un par de monedas y pagué su chocolate.
–Toma –me respondió, regresándome el billete.
–Es para ti, te lo regalo –le dije, mientras la veía masticar la barra de chocolate derretido–. Vamos a buscar el auto, que este cajero está malo.
–Bueno –asumió con la boca y las manos manchadas de chocolate.
Quien estaba usando el cajero automático pateó el suelo y reclamó que la porquería no funcionaba.
–Saldo cero –pronunció en voz alta, mirándome a los ojos–. No puede ser, por eso este país está como está. Se corta la luz y todo se va a la mierda. En el cajero de la farmacia la misma huevada.
Le dije a mi hija que esperara.
–Con esto igual –indicó el dependiente tras la caja, apuntando a su máquina registradora–. El lector de tarjetas de crédito y débito no funciona.
–La tele peor –agregó su compañero, quien no había parado en tratar de encontrar algo con el control remoto.
–No te muevas –le pedí a Martita y regresé al cajero.
Abrí mi billetera, busqué una tarjeta de crédito y repetí cada paso de lo hecho con la de débito. Saldo igual a cero.
–¿Lo mismo? –me preguntó el tipo que había usado la máquina antes, cambiando su expresión de maña a preocupación.
–Lo mismo –le contesté.
Martita me preguntó qué pasaba, le dije que nada. El hombre me insistió en que tratara con otras tarjetas. Pensé en que Leticia me habría retado por hacerle caso a un extraño en cosas de platas. Todo igual: Diners, cero; Master, cero; Visa Platinum, cero. Cada una de mis formas de dinero plástico y circulante se habían igualado a cero.
–A ver yo, permiso –indicó mi improvisado compañero, tomando mi lugar tras la máquina.
Fue ahí cuando mi hija gritó llamándome.
–¡Papá, papá, mira! –chilló.
Todos los presentes en el interior de la estación de servicio giraron hacia la voz de Martita.
Y todos también vimos lo mismo.
Por Tobalaba, desde ambos sentidos, y por Pocuro, hacia el oriente, avanzaba una fila eterna de autos empujados por sus conductores. Era como si cada una de las máquinas se hubiese muerto, o agotado su combustible. Acaso la fotografía inversa de un raro tipo de tracción animal. Un tipo rubio y musculoso, junto a una chica también rubia, pero no musculosa, movían un Mercedes descapotable; tras ellos, una familia entera se esforzaba con un voluminoso Jeep Commander.
Uno de los bomberos de la estación corrió hasta el primer vehículo que avanzaba por Pocuro, un Peugeot 208, arrastrado por dos jóvenes. Les preguntó qué estaba pasando. Tomé la mano de Martita y me acerqué para escuchar la conversación.
–No sabemos –respondió uno de los muchachos–. De repente se apagó el motor y no funcionó más. Estoy con el estanque lleno, pero no quiere partir. La batería está perfecta, igual que la de ellos –apuntó a la fila que corría tras ellos.
Entonces, a medida que la caravana se acercaba a la intersección de las avenidas, empezó a caer la nieve. Porque esa noche, exactamente a las diez y tras un día de enero con treinta y cinco grados a la sombra, nevó sobre Santiago de Chile.
–¡Nieve, papá! –gritó Martita ante la mirada atónita de todos los presentes, que no podían creer lo que estaba sucediendo–. Hagamos un monito –continuó entusiasmada mi hija.
Por instinto volví a sacar mi teléfono, no había señal.
–Después, mi amor. Ahora… –me apresuré, tomándole la mano–, ahora volvamos a casa.
3
Leticia y Matías estaban en el patio. Mi hijo disfrutando de la nieve, mi esposa tratando de entender lo que ocurría. La fotografía era idéntica a la vista en todos los patios y antejardines de cada una de las casas por las que pasamos de regreso de la estación de servicio. Los niños carcajeaban mientras las plumitas de hielo les cubrían los hombros y la cabeza. Los padres se miraban tan asustados como mudos.
–Ni siquiera hace frío –comentó Leticia apenas me vio aparecer por la puerta de la cocina.
Martita corrió donde su hermano y empezó a perseguirlo con bolas de nieve.
–Ni siquiera está nublado –le respondí a mi mujer, indicándole que mirara hacia el cielo–. Esta nieve no viene de ninguna parte.
–¿Cómo no va a venir de ninguna parte?
–Mira tú misma.
Así lo hizo. La noche estaba despejada y a lo más un par de jirones de nube tapaban las estrellas. Leticia volteó hacia mí, como si yo pudiera explicarle lo que estaba sucediendo.
–Esto es muy raro.
–Más de lo que crees. ¿Han dicho algo en la tele o la radio?
–La tele no volvió después del corte, radio no he escuchado.
–¿Internet?
–Sigue cortado, también mi 5G.
–Igual el mío –miré la pantalla muerta de mi también muerto dispositivo móvil.
Una pelota de nieve golpeó en la espalda a Matías haciéndolo tambalear. Al niño le dio exactamente lo mismo, la felicidad y la diversión era lo que importaba. Leticia reaccionó y le pidió a Martita que no abusara de su hermano menor. Me acerqué hasta mi mujer y le pedí que fuera por la llave del auto. Me preguntó de cuál, le respondí que de ambos.
Leticia dejó la puerta entreabierta de la cocina y volvió con los dos juegos de llaves colgando de su mano derecha. Con un gesto le indiqué la puerta del garaje.
–Sube a tu auto, enciende el motor, prueba las luces, los limpiaparabrisas, qué sé yo…
–¿Qué sucede?
–Nada, linda, solo hazlo.
–Me estás poniendo nerviosa.
Le contesté con una sonrisa.
Leticia se sentó al volante de su Ford Expedition, color gris perla y yo tras el Mini Countryman que me costó diez discusiones y una deuda de siete años. Metí el contacto del motor y lo giré. No pasó nada, mi auto estaba muerto. Miré hacia la camioneta de mi mujer, ella levantó los brazos sin entender qué sucedía y siguió intentándolo. Me bajé del Mini y fui hasta la puerta del conductor de la Expedition.
–No sigas –le dije–. Está muerto, igual que el mío.
La mirada de Leticia estaba entre signos de interrogación.
–No me preguntes qué pasó ni por qué, pero aparentemente todos los autos de Santiago están muertos –y continué relatándole lo que había visto en Pocuro con Tobalaba–. Supongo que todo tuvo que ver con el corte y con esta nieve que viene de ninguna parte.
Continuaba nevando, despacio, en una cadencia casi cansada, copo tras copo, nieve que no era nieve.
–¿Qué vamos a hacer? –quiso saber Leticia.
–Eso no es todo.
–¿Qué pasa?
–No pude sacar plata del cajero. Nadie pudo. Mi cuenta corriente y mis tarjetas están en cero.
–Pero…
–Sí, en cero –recalqué–. Y creo que tus cuentas también lo están.
–¡Voy a revisar al computador! –me dijo, bajándose rápido de la camioneta y con una vena marcada en la frente.
Siempre le pasa cuando está nerviosa, su cuerpo revela la molestia, el tono de su voz también.
–¿En qué computador, Leticia? No hay internet, no hay televisión, no hay nada, salvo luz.
–Tengo que ir a un cajero.
–Leticia, cálmate…
–¡Cómo quieres que me calme! –me gritó–. Mañana hay que pagarle a la señora Luisa…
También siempre hace eso, busca otro tema, otro punto en que fijar su atención. Yo soy más calmado, o finjo mejor, que no es lo mismo.
–Leticia, tranquila, los niños no pueden verte asustada. Mira, amor, no tengo idea qué pasó ni qué va a pasar –le tomé las manos, conteniéndola–, pero dudo que mañana venga la señora Luisa y creo que, por ahora, lo mejor es entrarnos y cerrar bien las puertas. Esto… esto no está bien, nada de bien.
–Alberto –murmuró.
–Dime.
–Esto es como lo del Covid.
–No lo sé.
–Tengo miedo.
–Yo también.
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