Kitabı oku: «Route 66, Fila7», sayfa 2
LA NOCHE DEL CAZADOR
de Charles Laughton
(1955)
TÍTULO ORIGINAL: “The night of the hunter”
GUIÓN: James Agee, sobre la novela de Davis Grubb
MÚSICA: Walter Schumann
FOTOGRAFÍA: Stanley Cortez
PRODUCTORA: United Artists
INTÉRPRETES: Robert Mitchum, Shelley Winters, Lilliam Gish, Peter Graves, James Gleason.
Son muchas las caras que tiene el miedo. No es de extrañar, ya que se trata de una emoción rabiosamente subjetiva. A pesar de la existencia de temores universales (por ejemplo, a la oscuridad), cada mente tiene su propio demonio, al igual que cada corazón tiene su propia congoja.
De niño, yo tenía un sueño recurrente en el que aparecía en una silla de ruedas en el pasillo de mi casa en mitad de la noche. La silla avanzaba a pesar de mis intentos por detenerla y apearme, y me trasladaba al salón donde me esperaba, flotando en el aire, una bruja inmensa vestida de negro, con su escoba, su sombrero y hasta su grano purulento en la nariz.
No llegué a conocer nunca el desenlace del encuentro, pues siempre que llegaba a esa altura de la historia me despertaba sobresaltado y empapado de un sudor helado.
Ese era mi miedo. Simple, infantil, pero mi miedo.
Con la edad adulta, nuestros temores van adquiriendo complejidad. El trabajo o la falta del mismo, la familia, las relaciones amorosas, la búsqueda del bienestar, los hijos, la lucha diaria por la vida, nos sumergen en un mar de preocupaciones que derivan en unos temores muy alejados de los que habitan en la mente ociosa del niño. ¿Hay algo más simple y más típico que el miedo a las brujas? ¿O a los ogros? Y, a pesar de su simpleza, ¿hay algo más terrorífico?
Charles Laughton conocía la respuesta, y con esa base nos regaló una película fascinante en la que no solo escarba en la raíz del miedo, sino que le da la vuelta a las reglas de la narración cinematográfica, creando una auténtica obra maestra atípica, turbia e intemporal, de una belleza formal pocas veces igualada en la Historia del Cine americano.
Situémonos. Charles Laughton era un prodigioso actor británico que, después de deleitar al mundo con varias interpretaciones para la eternidad (no dejéis de verlo en “Testigo de cargo”), se embarcó en la siempre arriesgada aventura de dirigir una película. Para ello se basó en una gran novela de Davis Grubb que contaba la historia de un falso predicador que recorre el Sur de los Estados Unidos en la época de la Depresión, embaucando a viudas con el objeto de desplumarlas y asesinarlas.
La película comienza precisamente con uno de estos asesinatos. Unos niños encuentran el cadáver de una mujer en un cobertizo. Acto seguido, en una toma aérea, vemos un coche que avanza por un camino. Al volante se encuentra un hombre de buena planta, con traje y sombrero negros, que mantiene un diálogo con Dios a través del que nos damos cuenta de que ha sido el causante del asesinato (información que también nos suministra la amenazante música que escuchamos cuando este personaje entra en escena). De igual modo a través de sus palabras nos percatamos de su perturbado estado mental, pues se erige en la mano ejecutora de la ira del Señor. Este hombre es el autodenominado predicador Harry Powell (Robert Mitchum). Ya tenemos al ogro.
Powell va a dar con sus huesos en la cárcel por un delito menor, y allí tiene como compañero de celda a Ben Harper (Peter Graves), padre de familia al que la desesperación ha llevado a cometer un atraco. Powell se entera de que el dinero robado obra en poder de los hijos de Harper, ya que éste les entregó en su huida el botín para que lo escondieran. A partir de su salida de la cárcel, Powell pone en marcha un diabólico plan para conquistar a la viuda de Harper (éste ha sido ejecutado) y así acceder a los niños y, por ende, al dinero. Ya tenemos a Hansel y Gretel.
Después de una convivencia infernal y de múltiples atrocidades, los niños consiguen huir, comenzando un viaje iniciático río abajo con Powell pisándoles los talones. La corriente les lleva hasta la casa de la señora Cooper, una anciana de gran temple y corazón generoso que tiene conviviendo con ella a un grupo de niños abandonados. Ya tenemos al hada buena.
Un ogro, dos niños desvalidos y un hada. Sí, se trata de un cuento. Y como los buenos cuentos, esconde más de lo que muestra. Aunque lo que muestra es aterrador y bellísimo a un tiempo.
Aun a pesar de estos mimbres, la respuesta de crítica y de público fue unánimemente negativa. Tan desastrosa reacción ante el film fue la causa de que Laughton cayera en una profunda depresión y no volviera a dirigir. Un potencial daño irreparable para el mundo del cine. ¿Qué nos hubiera deparado el Laughton director si la película hubiera tenido éxito? La respuesta pertenece al terreno de la elucubración, pero el hecho de tratarse de la única película dirigida por Laughton ensimisma aún más a esta obra sin parangón y le concede un plus de malditismo y de rareza.
¿Cuáles pudieron ser las razones para que una obra de este calibre sufriera un rechazo tan furibundo? La visión de la misma induce a pensar en que la principal causa pudiera hallarse en una realización deliberadamente artística. La película está estructurada a través de secuencias cortas, brevísimas en algunos casos, que, a pesar de pertenecer al todo de la historia que se narra, tienen vida propia como cuadros unitarios. Podemos decir que no existe en el film la fluidez en la narración que se estilaba en esa época del cine norteamericano, pero en ningún modo señalo este punto de una manera negativa. Simplemente, es parte del encanto.
Por otra parte, la inexperiencia de Laughton como director le llevó a incluir determinadas soluciones formales pueriles y osadas pero sumamente efectivas a mi parecer. Un ejemplo de ello puede ser la escena en que Powell, desde fuera de la casa, empieza a llamar a los niños. Tenemos una vista general de la casa y a Powell en el extremo del plano. Powell empieza a andar hacia la casa y la cámara se retira de su figura porque va fundiendo a negro toda la imagen empequeñeciendo cada vez más el encuadre hasta localizar, en el extremo inferior del plano, a los dos niños que están escondidos y a los que se les ve a través de la ventana del sótano. Toda la pantalla queda en negro con la excepción del pequeño cuadrito el que aparecen los críos, como vistos a través de un catalejo. Parece una escena rodada por un niño, pero de una eficacia cinematográfica indudable, propia del cine mudo.
Tampoco es fácil de olvidar el viaje de los críos a través del río, con la cámara deteniéndose con detalle en la fauna de la ribera: enormes telas de araña, sapos, tortugas gigantescas…O la imagen de los dos hermanos detenidos ante una casa donde observan, a través de las cortinas de la ventana, la sombra de un pájaro brincando de un lado a otro de su jaula. Escenas que no hacen avanzar la narración, pero que tampoco sobran en absoluto, añadiendo a la película un considerable halo poético y una sensación de rareza en verdad perturbadora.
Continuando con las razones del rechazo, también podrían en parte encontrarse en la teatralidad de las interpretaciones. Son casi sonrojantes algunos de los monólogos de los protagonistas, en especial los de Willa (Shelley Winters), la madre, personaje de una considerable estulticia. Desconozco el propósito de Laughton al reclamar a sus actores dicha teatralidad (que él intensifica con la colocación de la cámara y el ascetismo del decorado en determinados momentos), pero deduzco que puede deberse a una fiel adaptación de dichos pasajes de la novela a la pantalla. No todo lo que funciona en letra impresa funciona de igual manera en celuloide, pero, en este caso, lo que en otra película podría dar lugar a un considerable sinsentido vergonzante, en esta ocasión funciona extrañamente, o al menos no desentona con el conjunto. Simplemente perturba, aumentando de manera considerable la ya de por sí notoria atmósfera onírica que reviste todo el relato.
No sería de extrañar una incómoda sensación de desconcierto de los actores ante la peculiar interpretación que se les exigía, pero también es probable que no se diera tal situación, debido a que Robert Mitchum era un actor inusualmente valiente a la hora de afrontar un proyecto; y a que Shelley Winters fue alumna de interpretación de Laughton, lo que haría sin duda más fácil su entendimiento.
Sobre el trabajo de Mitchum, poco hay que decir. Tiene a lo largo de toda la película una presencia imponente. Incluso cuando no está en pantalla, su presencia se siente. Es el mejor halago que se le puede a hacer a una interpretación, exagerada en las ocasiones requeridas por el director, afectada incluso, pero que le va como un guante a la peculiar estética de la película, una interpretación construida sobre el gesto y sobre la voz.
El tremendo vozarrón del predicador cantando mientras cabalga en medio de la noche un canto religioso en su periplo persecutorio se clava en nuestra memoria permaneciendo allí mucho tiempo después del visionado de la película. Al igual que llama poderosamente la atención la emisión de gruñidos, sonidos guturales o directamente alaridos de Mitchum en determinados momentos del metraje (inolvidable el aterrador grito, casi sobrehumano, emitido por el predicador cuando, cuchillo en mano, observa impotente cómo la corriente se lleva la barca donde huyen los niños, alejándolos de sus garras).
Y cómo olvidar una de las imágenes icónicas de la película, la del predicador con sus manos entrelazadas explicando, con el apoyo visual de sus nudillos tatuados, su particular versión de la historia del Amor y del Odio. Inolvidable.
Pero, dejando aparte la interpretación de Mitchum, quiero romper una lanza por Shelley Winters, una magnífica actriz que tuvo que enfrentarse a una serie de personajes en su carrera de los que una actriz con otro bagaje no saldría victoriosa, pero que nos dan la medida exacta de la grandeza de una intérprete excepcional.
Especializada en un tipo de personaje que rozaba lo insoportable (incluso a veces, como en esta ocasión, lo condenadamente estúpido), tuvo que ser una mujer muy inteligente, puesto que hacía de boba como nadie.
Su Willa Harper es uno de estos personajes que incomodan al espectador: ingenua a más no poder, sumamente influenciable, sin más objetivo en la vida que criar a su hijos y obedecer a su hombre, la interpretación de la Winters, llena de matices, nos regala momentos grandiosos. No olvidemos además que Mitchum encuentra un importante apoyo a su interpretación en el vestuario y en la rectitud postural, mientras que la interpretación de Winters es absolutamente desnuda, alcanzando su cénit en la escena en que descubre que su hijo le dice la verdad acerca de las aviesas intenciones del predicador. La cara de la actriz mirando al predicador con una fingida sonrisa bobalicona, el ligero temblor de sus labios y de su cabeza, su mirada inquisitiva y a la vez llena de incredulidad y extrañeza…¡¡Bravo!!
Y no podemos olvidar al referirnos a los personajes de la historia a la odiosa señora Spoon, arquetípica metomentodo de ciudad de provincias a la que lo único que le importa es mantener bien llena la cartera, malmeter en las vidas ajenas y amargarle la vida a su marido; todo ello, por supuesto, disfrazado de un civismo absolutamente fariseo y de una loa a las buenas costumbres y la vida decente que le lleva al punto de empujar a Willa a los brazos de Powell porque, claro está, una mujer no puede criar sola a dos hijos… Agobiante, falsa, nociva y repulsiva hasta la náusea.
A pesar del cariñoso retrato que acabo de hacer de la señora Spoon, no hay en la película personaje más negativo que Powell. Podemos decir que es puro en su maldad, puesto que el espectador no encuentra un asidero a la hora de enfrentarse a un personaje de las características del predicador asesino, ya que no hay un ápice de humanidad en él, y no goza ni de un momento positivo en toda la película. Es el mal absoluto. Demasiado para la época.
Al igual que es demasiado que en una película de 1955 se escuche la siguiente frase del predicador a la niña, de no más de cinco años: “Niña tonta, estúpida y repugnante…” o aquella otra de “¿Dónde está el dinero? Dímelo, pequeña, o te arranco el brazo”. Creo que son ejemplos más que representativos de la calaña de nuestro protagonista (y de la valentía de Laughton). Supongo que la afectación de las interpretaciones y la artificiosidad de los encuadres ayudan a digerir mejor escenas de este tipo, ya que le dan un aire ciertamente irreal. Es posible que las intenciones de Laughton fueran por ese camino.
Aun así, “La noche del cazador” no solo podría ser interpretada como la historia de un ser malvado. El ramillete de puntos de vista desde los que puede ser analizada es otro de los puntos fuertes de la película.
Qué duda cabe de que constituye una alegoría de resonancias bíblicas , un cuento de los de toda la vida (con toda la parafernalia y el retablo de personajes arquetípicos de los mismos), y una demostración de la férrea resistencia infantil ante la adversidad.
Pero, por encima de estas consideraciones, válidas todas ellas, hay un tema recurrente que impregna la historia de principio a fin: el sexo. Son muchos los pasajes de la película que pueden apoyar este posicionamiento temático.
En una de las primeras escenas, Powell se encuentra en una especie de cabaret contemplando con desprecio a las bailarinas semidesnudas que se contonean en el escenario. En un momento dado, introduce la mano en el bolsillo de su chaqueta y, en un gesto violentamente instintivo motivado por el espectáculo (a su parecer repugnante) que está observando, activa su navaja automática, atravesando la hoja de ésta la tela del bolsillo en una brillante metáfora de la erección.
No existe el sexo para Powell, al menos como todos lo conocemos. Powell, de un puritanismo fanático, solo alcanza su clímax haciendo el mal. Matando, robando, corrompiendo en nombre de un Dios hecho a la medida de su mente depravada.
Prueba de su espantoso puritanismo es la chocante escena de la noche de bodas. Powell y Willa, después de su boda, proceden a acostarse. Él se acuesta antes y, girándose del todo, ignora a su mujer que, en una muestra más de su estupidez sin límites, está dispuesta a entregarse a él por entero sin conocerlo y sin quererlo, solo por el hecho de que es su marido (tampoco casarse con él fue una idea especialmente brillante). Por si no ha quedado claro el gesto, Powell se vuelve y le suelta a la pobre Willa una perorata acerca de que el objeto del matrimonio es la descendencia, y dos hijos ya son suficientes. Es tal la manera en que Willa es rechazada que, aun tratándose del caso absolutamente opuesto, este rechazo produce en Willa y en el espectador el mismo efecto de una violación.
También el hecho de que Powell dé con el paradero de los niños tiene un componente sexual, ya que el motivo es la indiscreción de Ruby, una adolescente que vive con la señora Cooper y que coquetea con los chicos del pueblo. Ruby se queda obnubilada con el predicador, hasta el extremo de que, aun llegado el momento en que todos saben de sus crímenes y quieren lincharlo, ella se empecina en defenderlo, solo porque él le dijo que era bonita.
Por no hablar de la enorme diferencia entre las personalidades de Willa y de la señora Cooper. La primera, carcomida por el deseo, y a la vez estúpida, pobre de espíritu y sin iniciativa. La segunda, completamente asexual y a la vez lúcida, fuerte y emprendedora. No deja de ser una idea curiosa (y muy subjetiva) sobre la incidencia del sexo en el resto de facetas de la personalidad.
Sería imposible finalizar la reseña de esta película mágica sin destacar el trabajo en ella de dos profesionales en estado de gracia.
En primer lugar, Walter Schumann compone y dirige una banda sonora subyugante introduciendo conceptos absolutamente innovadores, mezclando las canciones infantiles, los cantos religiosos, potentes arrebatos instrumentales en las apariciones de Powell y melodías de ensoñación en escenas como la de la huida por el río.
En segundo lugar, Stanley Cortez, brillante director de fotografía que trabajó con Orson Welles en “El cuarto mandamiento”, realiza el trabajo de su vida, simplemente magia, de una pureza pocas veces vista en una pantalla de cine.
Repasando el trabajo de estos dos titanes y la genial e inimitable dirección de Laughton, podemos construir un mosaico de las imágenes más imperecederas de esta preciosa película: el niño mayor atisbando, desde el granero en el que descansan, la figura del predicador a caballo recortándose en el horizonte; la primera aparición, casi demoniaca, de Powell, proyectando su sombra a través de la ventana del cuarto donde duermen los niños; el agobiante encuadre, de un clarísimo cariz expresionista, del predicador levantando el cuchillo mientras se echa sobre el cuerpo de Willa para asestarle la fatal puñalada, aguardando ésta el golpe en actitud mártir y con una imagen casi virginal; la fantásticamente iluminada escena de la señora Cooper balanceándose en la mecedora con la escopeta en la mano mientras que, al fondo, en una más que perfecta utilización de la profundidad de campo, se ve al predicador apoyado en la valla esperando a que la buena anciana se duerma (mientras cantan al unísono una canción religiosa ¡qué locura!); el maravillosamente fotografiado viaje en la barca río abajo (jamás he vuelto a ver tan lograda la textura del agua nocturna); el fabuloso momento en que los niños comienzan este viaje escapando in extremis de las garras de Powell quedando éste a un lado de la imagen y los niños al otro mientras resuena una música estridente acompañando al alarido del depravado asesino; y, sobre todas ellas, la escena que le robó el primer puesto de mis miedos a la repugnante bruja: el descubrimiento por el tío Birdie del cadáver en el fondo del río, una imagen a la vez desagradable y hermosísima, plácida y horripilante, de una entidad onírica sorprendente. Hay que verla para creerla.
Aun a pesar de todo lo que se pueda escribir de ella, el visionado de esta película diferente, bellísima y sobrecogedora es la única manera de hacerle justicia.
La preparación para ello es bien fácil. Introducir el DVD, presionar el botón de play y estar totalmente dispuesto a volver a ser un niño.
Érase una vez….
ESPLENDOR EN LA HIERBA,
de Elia Kazan
(1961)
TÍTULO ORIGINAL: “Splendor in the grass”
GUIÓN: William Inge y Elia Kazan
MÚSICA: David Amram
FOTOGRAFÍA: Boris Kaufman
PRODUCTORA: Warner Brothers
INTÉRPRETES: Natalie Wood, Warren Beatty, Pat Hingle, Audrey Christie.
En cierta ocasión, disfrutando de una velada entre amigos, surgió el jugoso tema de las historias de amor en el Cine. La conversación, que muy a mi pesar degeneró hacia el cliché de las comedias románticas facilonas, volvió, aparentemente al menos, a recuperar altura cuando alguien nombró “Desayuno con diamantes”. El desastre se produjo cuando, inmediatamente después, una de las contertulias apuntó: “Ah, Desayuno con diamantes, ¡qué bonita!”.
Bonita. A irresponsable golpe de adjetivo, la maravilla de Blake Edwards se metió en el saco de pretty woman varias y demás especies de amables dulces de azúcar. Bonita. No se me puede ocurrir síntesis más errónea e impertinente para una obra durísima, lúcida, dolorosa y profundamente humana. Sin duda, hermosa. Nunca bonita.
No sé si el disparate fue debido a un error en la apreciación, si fue el resultado de la excesivamente cariñosa perspectiva del lejano recuerdo o si la engañosa nebulosa de lo visionado en nuestra infancia o adolescencia se prostituía con el heredado halago de las opiniones que en nuestra niñez consideramos autorizadas. El caso es que, con el paso de los años, observé cómo dicho error de juicio se repetía con otras obras del mismo corte.
Años después volvió a suceder. Distinta persona. Distinta película. “Esplendor en la hierba” era la siguiente en retorcerse en la tumba del glorioso celuloide americano. Y ahí salté como un resorte.
Porque “Esplendor en la hierba” es una película cruda, realista, violenta y desesperanzada, que refleja como pocas veces he visto en una pantalla la fugacidad del tiempo, la pérdida de la juventud, los caprichos del destino, el conflicto generacional y el estéril enfrentamiento de los enamorados contra el muro de la sociedad y la incomprensión del entorno.
Y todo ello a pesar del esquematismo y la obviedad de algunos personajes, tema del que opinaré más adelante. Vayamos por partes.
Elia Kazan fue un gran director. De eso no cabe ninguna duda. Puede gustar o no gustar su estilo, pero fue creador de un tipo de melodrama desaforado, algo más sucio y descarnado que Douglas Sirk, menos elegante que Minnelli, pero con una fuerza en las historias, las interpretaciones y el encuadre que sobrepasaba la pantalla.
Resulta poco menos que imposible resistirse al atractivo de “Un tranvía llamado deseo”, negar la intensidad de “Al este del Edén”, obviar la turbiedad de “Baby doll”, sustraerse a la leyenda de “La ley del silencio” o no apreciar la fuerza de “Río salvaje”.
Elia Kazan ha pasado a la historia del Cine americano no solo por ser el creador de estas películas míticas, sino por la delación de sus compañeros ante el Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy, en unos tiempos en los que ser comunista en América era mucho más que una lacra. Un delito. Una ignominia. El pasaporte hacia la nada. El rechazo de todos los estamentos de la sociedad norteamericana.
Kazan perteneció al grupo de los delatores. Hollywood nunca se lo perdonó. La prueba más irrefutable de ello tuvo lugar en la concesión del Óscar honorífico en el año 1999, que Kazan recibió de manos de Robert de Niro y Martin Scorsese. Más de la mitad de la enorme sala se quedó sentada de brazos cruzados.
No sería justo que la labor del Kazan-director se viera minusvalorada por el episodio del Kazan-delator.
Obviamente no fue una actitud loable. Podemos incluso estar de acuerdo en que se trató de un acto de mezquindad, sin entrar en otras valoraciones derivadas de la presión recibida por los delatores y la lógica perspectiva de unos tiempos difíciles en los que simplemente se manejaban otras prioridades y se jugaba con otras reglas.
Separemos el arte del comportamiento, las decisiones profesionales de las humanas, la obra de la persona. Solo así podremos valorar en su justa medida los logros de artistas que, incluso aun dejando mucho que desear en sus actitudes vitales, nos legaron obras que permanecen en el recuerdo sobrevolando a la persona de su autor para erigirse en entes artísticos independientes que ya forman parte del imaginario colectivo.
La historia: Bud Stamper y Deanie Loomis son dos jóvenes enamorados que estudian en el mismo instituto de un pueblo de Kansas. Corre el año 1928. El padre de Bud es un potentado soberbio e irascible. Su madre, una mujer pusilánime continuamente ninguneada por su despótico marido. La hermana de Bud, el contrapunto de éste: una joven díscola y alocada que regresa a casa después de un episodio desagradable (un aborto que la censura en España no supo ocultar en el guion). Ni que decir tiene que Bud es el prototipo del sano cachorro americano, joven, guapo, popular, capitán del equipo de rugby. El sueño de todas las chicas.
Los padres de Deanie pertenecen a otra extracción social. Son unos humildes tenderos en cuyo matrimonio se invierten los papeles asignados a los Stamper. El padre, hombre tranquilo y trabajador, eclipsado por su esposa. Ésta, un ser mezquino, interesado, difícilmente soportable y de una ruindad en verdad casi caricaturesca. Deanie, a pesar de los mimbres, es una buena chica, para la que la vida no tendría sentido sin Bud.
No habiendo ninguna duda del amor que se profesa la pareja, la película ahonda en el deseo. El deseo carnal visto desde diferentes puntos de vista: para Bud, como un tesoro inalcanzable, una liberación, un complemento del amor que siente por Deanie. Para ésta, una fruta prohibida, una tentación golosa pero susceptible del castigo divino.
Los pareceres de ambos sobre el sexo son consecuencia directa de su educación y de la sociedad en la que viven. La madre de Deanie asfixia a la chica con apocalípticas advertencias acerca del sexo prematrimonial. Incluso cuando tocan el tema del matrimonio le sermonea continuamente con el rancio discurso de la esposa abnegada que no debe disfrutar de esas cosas como lo hace un hombre, y atosiga y atormenta a su hija mediante un morboso y continuo interrogatorio.
El padre de Bud aconseja a su hijo esperar al matrimonio, pero con la aclaración de que hay un mercado paralelo de mujeres en el caso de que el chico no pueda controlar por más tiempo sus impulsos sexuales.
En esta transmisión de padres a hijos, vemos que la de Bud es la actitud más lógica. Por un lado, no siente necesidad de poner freno a unos deseos que considera naturales. Por otro lado, hace caso omiso de los libertinos consejos de su padre ya que está realmente enamorado de Deanie. Espera su momento con la impaciencia propia de la juventud.
Detengámonos algo más en el personaje del padre de Bud, figura decisiva en el devenir de los acontecimientos. Gestionando de manera absolutamente errónea el amor que sin duda siente por Bud, consigue un efecto contrario al esperado: está criando a un inútil.
Stamper padre, que en su juventud cayó de una torre de perforación truncando por ello su prometedora carrera deportiva, vive su frustración a través de su hijo. Literalmente le dice en un momento del film: “Ahora tú vas a tener que correr por los dos”.
Hombre egoísta, zafio, tiránico, insensible y profundamente misógino, encuentra su castigo en la figura de su hija, chica desinhibida y libertina. Ella es la antítesis de Bud y atesora el coraje suficiente para plantar cara a su despótico padre con su actitud, a pesar de que algún detalle de guion nos señala que en lo más hondo de su ser necesita de su cariño y aprobación.
Bud, sin embargo, se encuentra atrapado bajo el yugo de su padre. Al igual que sucede con la señora Stamper, personaje más que interesante del que destacaré dos escenas concretas que reflejan de manera evidente su papel en la familia y el sometimiento a su marido.
En el día siguiente al del regreso de la hermana, la familia se dispone a tomar el desayuno. En medio de la agria discusión que están manteniendo el padre y la hermana de Bud, la madre, al observar que éste sale de la casa sin desayunar, solo acierta a decir: “Ninguno de mis hijos se alimenta como es debido”. La buena señora se aferra a su realidad paralela, cerrando los ojos a los verdaderos problemas, ya que se encuentra no solo anulada por su marido, sino también aterrorizada por él.
En otro momento, finalizado el partido en el que el equipo de Bud ha resultado triunfador, éste es felicitado por su madre, que se funde con él en un abrazo. Sin embargo, suelta a su hijo abruptamente, ya que repara en que está siendo observada por su marido. Es el colmo del sometimiento. La mirada furibunda del señor Stamper pone de manifiesto que el hijo varón es suyo, SOLO SUYO. Ella, en su enésima muestra de obediencia y humillación, libera inmediatamente a Bud de su abrazo. Su hijo simplemente no le pertenece. Ella es menos que nada en la familia Stamper.
Esta escena del abrazo es una de las escasas sutilezas que se permite Kazan, ya que, si de algo pueden pecar los personajes del padre de Bud y de la madre de Deanie, es de tratarse de dos caracteres retratados con trazo quizá excesivamente grueso. Es a ello a lo que me refería al señalar con anterioridad cierto esquematismo en la película.
Son dos personajes que rozan la caricatura, de una negatividad en verdad casi inverosímil, pero que sirven inmejorablemente a las intenciones de Kazan a la hora de que empaticemos con la tremenda presión a la que son sometidos los personajes de Bud y Deanie, presión que será el detonante del abandono de Bud y del terremoto emocional de la chica.
La madre de ésta es con diferencia el personaje más negativo de la historia. El padre de Bud no deja de ser un iracundo y zafio patán. Sin embargo, la señora Loomis es una mujer repulsiva. Fría, insensible, egoísta y dominante, es incalculable el daño que infringe a su hija y su ceguera para no apreciar que Deanie es una pobre criatura al borde del colapso.
Y es que Deanie es el pilar fundamental de la película. Se trata del personaje más perfectamente definido, y Kazan pone un especial cariño en el tratamiento del mismo.
Por si estas razones fueran pocas, Deanie se beneficia de la interpretación de Natalie Wood, una actriz en verdad prodigiosa y no suficientemente valorada, que compone en esta película el personaje de su vida.
El guion de William Inge y del mismo Kazan mima a Deanie Loomis con multitud de detalles que no hacen sino matizar brillantemente el personaje: recordemos por ejemplo a la chica en la cama arrojando violentamente al suelo su muñeco de peluche después del enésimo interrogatorio de su madre en una imagen definitiva de la pérdida de la inocencia; el altar que la chica ha levantado a su amado en la pared de su habitación y el diario ritual que sigue al besar una por una todas las fotografías que lo componen; la crisis nerviosa de Deanie cuando es impelida por la maestra a recitar en clase los versos que dan nombre al film...
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.